La novia de Lugosi

Todos recordamos algo de la infancia de manera persistente. Yo rememoro poco, pero constantemente me acompañan algunas imágenes dispersas. Tal vez así se va configurando la personalidad, he oído. No lo sé muy bien, pero cuando intento trazar mi vida en una línea de tiempo hay algo que se repite en esa extensión, algo de lo que soy, algo que no puedo dejar de ser. Tal vez me confiese ahora o, seguramente, ya no valga nada el esfuerzo. Tal vez muchos sonrían viendo que somos allá abajo, muy abajo, iguales. 

   Mi padre era dibujante. Su talento eran los retratos. Poseía una memoria casi sobrenatural para recordar rostros y luego reproducirlos con gran detalle. Cada noche me leía historias, a veces capítulos de novelas (recuerdo la tortura de Los hijos del capitán Grant de Julio Verne), a veces cuentos, pero mi momento esperado era cuando se cerraba ese encuentro diario y nocturno con un retrato de Bela Lugosi. ¿Suena raro? Era un retrato hablado; cuando el lápiz trazaba las líneas, las ojeras, el ceño, las oblicuas variedades del terror, yo escuchaba el ir y venir del carbón o del grafito mientras él articulaba singulares historias a la vez. Amaba a Lugosi como una novia fiel. Las paredes de mi cuarto de niña estaban totalmente cubiertas por esos dibujos y algunos recortes de diarios. No había, lo recuerdo, blondos cantantes o actores anglosajones y yo podía pasar horas mirando sus ojos, su boca, fabulando sus misterios. Lugosi era la voz de mi mente, era mis propios gestos, mis tics, mis silencios.

   Tenía cinco años la primera vez que lo hice. Eso sí lo sé bien porque recuerdo la vergüenza discreta de mi ida al médico cuando le dije a este mi edad y mi padre repitió “Cinco años, recién cumplidos”. ¿Cuál es la diferencia entre tener cinco años recién cumplidos, cumplidos hace seis meses o a punto de seis? No lo sé, pero me avergoncé de tener casi cuatro y no cinco definitivos, por eso me retraje al habitual silencio y ya no hablé más ni escuché. Ese es uno de los breves recuerdos. Otro que me asigno como determinante, el que motivó la ida a la mutualista, es mi amor incondicional a los animales. Mi mamá adoraba a los gatos que se reproducían con libertad en el amplio y salvaje jardín de la casa. También morían allí, cada vez con más frecuencia. Hay nacimientos en estaciones incorrectas. Creo que los efectos de las frías noches otoñales y de las tormentas se llevaban (o yo lo quiero recordar así) a los pobres y diminutos gatitos que tenían el desacierto de venir al mundo en esos tiempos errados. Hubo uno, uno especial, del que me enamoré perdidamente y al que le faltaba la pata delantera izquierda. Lo oculté durante muchos días en mi habitación, lejos de la mirada de mis padres, intentando alimentarlo por mis propios medios, pero fallé en eso. Ese animal debía estar con su madre y no conmigo que desconocía cómo podía mantenerlo vivo. Yo creí que el hecho de tenerlo abrigado en una cajita de zapatos era suficiente. Fue ese el primero que enterré en una zona privada, húmeda y de difícil acceso del jardín. Había en casa viejas latas con tapa de plástico que poseían un aroma peculiar. Tal vez habían sido de algún medicamento. En una pieza abandonada y repleta de bultos inservibles se conservaban a la espera de alguna nueva utilidad. Supongo que yo se la di. Ese fue el ataúd de mi pequeño y deforme gato, el primero que tuvo un nombre impuesto por mí. Lo envolví en gasas y lo coloqué delicadamente en su pequeñísima tumba. Lloré durante tres o cuatro días sin querer despedirme de su recuerdo.

   Unos días más tarde celebramos con mi padre el aniversario de Lugosi con un retrato al óleo muy colorido. Por la noche, en mi mente, se reveló algo, una idea, una abstracción, un mensaje… Algo así. Fue un momento de absoluta certeza acerca del futuro y me vi a mí misma tal como soy ahora, como lo que iba a ser o quería ser. Al otro día, muy temprano desenterré de su tumba al gato. Abrí la lata y el aroma se adueñó del entorno. Al principio intentaba no ver el contenido directamente; recuerdo las hojas enormes de un gomero, la penumbra bajo él. Pero era un aroma delicado, un aroma intenso, tan dulce que me hirió y ya no pude quitar mis sentidos de él. Volvía a tapar y destapar la lata, una y otra vez, durante horas, queriendo abarcar la belleza inexplicable de ese olor tan nuevo. Mientras aspiraba mi mente se dispersaba infinita; el mundo cobraba nuevos colores, nuevas posibilidades. El médico, tímidamente, sugirió que debía ser tratada por un especialista con mayor conocimiento de la psiquis infantil.

   ¿Quieren recuerdos de la infancia? Ese se repite, como una encrucijada. Supe en ese momento que había perdido la oportunidad de tener otros, como el que comete un delito y sabe que su vida estará marcada indudablemente por la certidumbre de la culpa por el acto cometido.

 Los gatitos comenzaron a menguar. ¿Confieso algo más? Comencé a enterrarlos vivos, sí, hasta que ese juego me cansó porque algunos se movían lánguidamente al transcurrir uno o dos días y ya no volvía a abrir las latas, pensando en que posiblemente me liberaría de imágenes tan crueles si solo los olvidaba. No puedo. Nunca pude. Siempre desde entonces he sido bondadosa con los animales. Pero mientras en las noches contemplaba los retratos en las paredes, sus pequeñísimos gestos de supervivencia me acosaban y ya no dormía. Los ojos del vampiro me dejaban desolada y contemplativa. A veces aún no duermo pensando en ellos.

   Desarrollé tempranamente un intrépido interés por la anatomía humana estudiando los libros de medicina de mi madre en donde había fotografías de cortes transversales y longitudinales sobre cuerpos humanos, cuerpos a los que sabía muertos y ya casi ficticios en esas imágenes pero que adquirían el aroma acaramelado de la muerte ante mis ojos. También sé, ahora, que muchos se regocijan con las noticias infames de crímenes sangrientos u observan los restos de los accidentes de tránsito como a una cosa, como a un objeto de interés colectivo, mientras comentan los horrores del caso. Yo no soy así. Una vez, solamente una vez, me bajé de un ómnibus para ver a un caballo padeciendo el dolor de los últimos momentos de violencia luego de que un auto lo chocó. Fue en el Prado, en Millán y Cisplatina, y ya pasaron muchos años.

   Hubo algún momento, cerca de los trece años, en que, para intentar resolver mis problemas evidentes de socialización, mis padres, siempre prudentes, decidieron mudarse a un lugar tranquilo en el interior. Un pueblo. Hice con esfuerzo uno o dos amigos. Viví cercana a una dicha social que se denomina “normalidad”; nadie parecía sospechar mi pasado. Mi casa, antigua y gigante, quedaba casi sobre una ruta. Ahí he habitado hasta el presente, unos veinte años, recolectando animalitos muertos por el constante transitar de vehículos. Los he diseccionado en el fondo de la casa, en una pieza que me ha servido de laboratorio y donde nadie más que yo ha entrado. Debo aclarar que también, en muchas ocasiones, he hurtado a mis padres los animales que esperaban ser cocinados. Una vez, incluso, al abrir la heladera encontré, con regocijo y sorpresa, una cabeza de cordero sin pellejo que me miraba casi tan estupefacta como yo a ella. Secuestré el objeto sanguinolento, pero mi padre me detuvo en el camino al fondo y me quitó el extraño cráneo, con la condición de que me dejaría ver su interior y examinar los ojos mientras él cocinaba lo que serviría de cena. Ya sé que es raro, pero hay otro en esta cadena, otro que mató y descuartizó a ese ser antes que yo. Yo no soy rara.

No.

El tiempo ha pasado sin tregua. Me voy quedando sola. Cada mañana salgo a trabajar y camino por el borde de la ruta hasta el pueblo. No es nada, nada. No vale nada. Desearía que la vida, que el camino, que el puente que cruzo cada día se borrara del mapa más de lo que ya lo están. Que desaparecieran bajo un fuego inextinguible o una inundación. No ocurre. Cada día simulo, como aprendí hace tanto, amabilidad y atención ante las voces, interés por sus sueños, sus logros, sus detalles insípidos, sus vidas felices. Pero en ese momento solitario en que camino jamás levanto mi mirada. Mis ojos están bien fijos en la ruta, dispuestos, por si algún tesoro de aquellos que quiero aparece.

   Ayer iba en mi oficio. A lo lejos vi a la hija del cartero que corría del lado contrario de la ruta por la que yo caminaba. Antigua compañera de curso, una vez quemó mi paraguas con un cigarrillo cuando me acerqué a ella y a sus amigas luego del turno liceal intentando charlar en la calle. A veces coincidimos en horarios y mientras ejercita su delicado cuerpo en eso que ella llama fitness yo, en cambio, voy encorvada a mi destino de infeliz secretaria de escribano. La miré una o dos veces como sin querer hacerlo, pero continué en mi rutina minuciosa de observar el suelo, evitando saludarla. No me gusta saludar. No me gusta esto de fingir simpatía más de lo necesario u obligatorio. Nos cruzamos y me gritó; gritó mi nombre y agitó su mano. Bajé la vista otra vez. Miré el río veloz bajo el puente. También oí el bramido molesto de un camión acercándose tras ella y casi palpé la tierra agitándose a su alrededor. Que no crea que voy a detenerme a charlar. ¿De qué voy a hablar? ¿De Lugosi? ¿Para que se ría otra vez?

No.

Los frenos sonaron agudos. Un hombre bajó de un camión y con un alarido se fue cruzando la carretera enloquecido rumbo al río. Había una joven con los ojos clavados en el vehículo, al otro lado de la ruta. El corazón casi se le detuvo con la sorpresa y siguió latiendo desordenadamente por unos segundos. Echó una mirada lenta a izquierda y luego a derecha, entrecerrando los ojos, buscando algo a la distancia. Vaciló un momento antes de cruzar. Miraba dubitativa bajo las ruedas y sonreía levemente. Mientras se acercaba muy lentamente, observó otra vez hacia un lado, hacia el otro; el corazón le estallaba.

Hay objetos de colección que no se pueden desatender; hay objetos que nos recuerdan la infancia, la felicidad amena de los primeros años.

Yo soy

en la noche o en el día.
Yo soy
la idea que fui, antes.
Soy la ínfima partícula
que soñaron mis padres.

Soy la que respira,
la que se aferra al aire.
Soy el vicio de la palabra.
Soy la misma
que fui en los ojos de mi infancia
y aun soy más.
Soy la que recorre el mundo con mirada nueva,
soy en las huellas de mis pies
o en mis dígitos únicos de documento.
Soy, entre miles de millones, una.

Y soy, incuestionable, en el frío
de la triangular e inversa mañana naciente,
mi maletín, mi abrigo, mi lápiz,
mi borrador
y título en una pared.
Soy mis libros leídos o los que guardo para después.

Soy lo que no sé,
porque siempre me acompaña
la incómoda sorpresa o el deseo
ante lo desconocido.

Y soy también lo que seré en la memoria de los otros.
Lo que sus lenguas, para bien o mal,
querrán que sea,
lo que me impongan sin posible réplica, alegato ni súplica.

Soy, desde hoy, la posible costumbre en tu recuerdo.

El mundo está perdido

Lo sabemos todos.

Ayer llegué a la costa atlántica.
Hundí mis pies en la arena.

Escuché el ruido de las olas,
el ir y venir de la naturaleza hablando,
golpeando, fluyendo.

Escuché el canto de una ballena austral o de una sirena varada.
La costa, rota, tiñe mis pies de pronto.
Un niño corre con un pulpo en una bolsa de nylon.
Veo el pulpo tan vivo, enorme, sano.

Ayer vi el mundo detenerse.
La piedra en el reloj de arena.
Las gaviotas emprendieron vuelo hacia el mar
y volvieron cuervos, ennegreciendo en horizonte.
Las nubes se mancharon de gris que de pronto
fue un turbión, un remolino.
Ese niño vio lo mismo que yo
y solo reventó
la bolsa contra la arena.
Le quitó el agua y se fue feliz.

El mundo ha muerto.

No le des un beso en la frente al muerto

No le abras la mortaja para mirarlo a los ojos,
mucho menos toques el somnoliento ataúd.
No beses al muerto
porque es mi muerto,
no el tuyo,
y yo, ni siquiera yo
besaría su frente
ni diría su nombre en voz alta.

(Mi voz repite su voz;
ya no hablaré jamás.)

Este muerto no es nada,
es solo cáscara rota,
desechada;
es la ceniza que serán sus recuerdos,
es su número de serie de cadáver.
Por eso
ni toques,
ni beses,
ni mires,
porque tocando, besando, mirando, estarás en mí,
en mí y no en él,
y yo no quiero manos o labios o miradas sino ausencia. Así que no beses la frente de los muertos.

— 00:00 —

En un ámbito oscuro como un sueño,
en la casa que llora con ladridos,
en el límite aquel fatal, perdidos
van mis días extraños, sin empeño.

¿Es acaso que un dios no les permite
que saliendo del cerco se hagan fuerzas
y que tú, peregrino, el rumbo tuerzas
escuchando a quien canta y se repite

replegándose en sombra siempre sola?
Y una vez escuchados sus latidos,
¿qué haré si no sé qué hacer hoy conmigo?

No permitas que se quiebre aquí tu ola;
en tiernos malecones, con sus ruidos,
se desgarra en recuerdos mi enemigo.