Conclusiones

A la manera de un palimpsesto

Como si la dispersión fuera un destino inexorable para la obra de este autor, la Miscelánea Felisberto Hernández radicada en la SADIL (FHCE, Udelar), presenta numerosas huellas de esa condición. Se trata de un repositorio doblemente fragmentado, a saber: no contiene la totalidad de los materiales del autor que se conservan, algunos papeles constituyen piezas desprendidas de un conjunto mayor, o uno de estos que ha dejado sus semejantes en otros lares, y, en segundo término, es ejemplo cabal del modo de producción a partir del fragmento, de la construcción de partes.

La presencia del archivo, como en casi todos los casos, tiene una historia detrás: una voluntad de conservación del autor, quien reserva y no destruye sus pruebas, y la de otros agentes como familia, amigos, conocidos, críticos, que por diversas razones han salvaguardado durante años sus papeles, otorgándoles un valor muy especial. Su existencia, en este caso, es un hecho relevante y testimonia la forma de producción de la que hablamos.

Con relación a la cronología de los textos estudiados se puede afirmar que la mayor parte de los inéditos fueron escritos en las décadas del veinte y del treinta, alrededor de los llamados “Libros sin tapas” (1925-1931), y antes de la narrativa de la memoria (1942-1944); mientras que en los más antiguos predominan los autógrafos, los más cercanos en el tiempo están mecanografiados. La temática recurrente en estos primeros escritos es la autorreflexión con el objetivo de conocer y manejar las propias emociones, en especial la angustia, frente a temas de orden ontológico, y la necesidad de encontrar mecanismos para defenderse de tensiones interiores.

El deseo de realizar una obra, en Felisberto, constituyó una ambición manifiesta desde sus primeros escritos, que solo en parte –hoy lo sabemos– dio a conocer en sus cuatro primeros libros. Demuestra que hubo un trabajo sostenido, siguiendo el deseo de escribir y el placer de la escritura, placer de la repetición, de las variantes y de las múltiples operaciones que adquiere la reescritura. Nos arriesgamos a afirmar que había un quinto libro en proceso, que, de haber existido, habría cerrado la primera etapa. Pero ¿se puede afirmar que el proyecto no se concretó, o que quedó inconcluso? Sí, como libro, pero no como etapa decisiva y fermental, en términos vazfereirianos, en la que se delinearon las bases de su pensamiento estético. Conjuntos como “El Tratado de embudología” y “El Teatrito” exceden la categoría de apuntes. Constituyen ensayos “atípicos” sobre la escritura, proyecto diseminado en periódicos, libros posteriores, o inéditos en general, pues “Filosofía del gángster” es anunciado en periódico como próxima publicación como libro, y “Las dos historias”, escrita en 1931, año en el que publicó La envenenada, no se constituyó en un nuevo volumen. Más allá de las circunstancias que llevaron a que quedaran “por el camino”, la existencia de fuentes primarias de este proyecto abierto, en el acervo estudiado, constituye un hecho revelador para los estudios sobre la obra de Hernández.

La presencia en la Miscelánea de versiones taquigráficas, junto a su respectiva versión en escritura común, demuestra la importancia que otorgaba al registro de todas las ocurrencias del pensamiento, ambición que lo llevó a percibir que, desde el momento en que la escritura se constituye, al fijarse en el espacio del papel, se detiene el flujo que primero se materializa en el logos, y luego en la gramma, para abandonar su “naturalidad” y “espontaneidad”, propósitos muy caros al primer Felisberto, que metaforizaba, con la palabra movimiento esta continuidad propia del pensamiento.

La puesta en conexión de distintos materiales entre sí permitió constatar una forma de creación a partir de fragmentos, que luego se retomaron para integrarse a otro texto. La particularidad de que no practique un borrado absoluto en sus correcciones permite ver la huella de lo desechado, como en un palimpsesto, a lo que se suma la composición mediante trozos de escritura practicados en forma sincrónica. Pueden observarse en sus borradores líneas que atraviesan una página, o dos, formando una cruz, que en general indican que el texto ha sido pasado en limpio, renglones o palabras suprimidas mediante un rayado, pero, en escasas ocasiones, existe un tachado definitivo que oculta lo anteriormente escrito. Dejar ver el proceso, mostrar lo anterior, no debe verse solo como un gesto hacia el lector, por más que el autor lo explicite a menudo, sino como una preservación productiva de la escritura anterior.

La abundancia de material fragmentario se constituye en una muestra exterior y viva, en el sentido moderno del archivo, de dos cosas: la forma en que procedía con su escritura y la manera en que la iba elaborando para crear “algo que valiera la pena”, o “cosas aprovechables”. Fabricaba materiales de descarte, para luego usarlos a la manera del artesano que trabaja con lo que se usó en otro contexto de escritura. El resultado final es un texto en el que se advierten otras escrituras, donde también metafóricamente se puede decir que no hay borrado radical, sino una permanencia del pasado en el presente como en un palimpsesto, intencionado y reivindicado como una forma de escritura que acompañe el carácter no lineal del pensamiento.

Desde la perspectiva genética el texto no es una entidad desprendida de las condiciones que lo provocaron, porque en él están las huellas de su fabricación, lo que tiene consecuencias no solo estéticas sino éticas al implicar una confianza en lo menor, lo parcial y defectuoso. Es desde ahí que vienen las posibilidades de desarrollo hacia un estilo que se considera personal porque responde a su manera de sentir y pensar la realidad. Quien escribe, en general, y, en mayor o menor medida, realiza operaciones de lectura, relectura, reescritura, agregados, borrados parciales o radicales, pero no siempre se tiene la actitud que observamos en este escritor. Tener la posibilidad de analizar estos materiales previos, permitió acceder tanto a su “economía” como a su “política”, vale decir a la forma que produjo y trabajó con sus materiales y qué consecuencias particulares tiene esto sobre la escritura. De ahí la importancia del archivo como arqueología genética de la escritura.

Novela, ensayo o escribir una historia

Sin duda, Felisberto pensó canalizar, en algún momento, esta pasión por estudiar su propia escritura en sus diferentes aspectos para llegar a una síntesis de orden estético, hay esquemas que demuestran esta necesidad de elaborar una teoría. Tal vez llamó “metafísico” a este proyecto por el grado de especulación “teórica” que contienen los textos que lo integran, así como el desarrollo de ese pensamiento a lo largo de toda su escritura, de la que su obra es, también, reflejo. Este proyecto de novela estaría integrado al menos por “Filosofía del gángster. “Dedicatoria”, “El taxi” [Prólogo], “Juan Méndez o almacén de ideas o diario de pocos días”, “El teatrito”, “Manos equivocadas”, “Las dos historias”, “Tal vez un movimiento” y su “Pre-original”. La nómina debería quedar abierta a otras incorporaciones, aunque tal vez de índole más fragmentaria. Un denominador común de estos primeros escritos es la conformación de una escena narrada, con personajes que representan diferentes aspectos del sujeto, movilizados en relación al acto de escribir: un campo de fuerzas del yo, una topografía mental que tiene su base en Freud, y que se complejiza aún más al admitir nuevas e inesperadas fragmentaciones.

El ensayo sobre la escritura o “Tratado de Embudología”, según el nombre elegido por el autor, constituye un importante proyecto metadiegético que debe ser considerado parte del plan mayor que abarca a los relatos mencionados. El dispositivo escritura se metaforiza por medio de objetos de uso común en un ámbito doméstico o en una experimentación de laboratorio. Este doble ensayo –el narrado y el realizado en el nivel de la escritura–, aborda temas como la impotencia del lenguaje para dar cuenta de la realidad en la que está incluida pensamiento y sujeto pensante, el pasaje de la palabra oral a la escritura, la dificultad de la comunicación, el problema de las influencias, la ambigüedad del lenguaje, la importancia de la recepción y, finalmente, la inclusión del lector como interlocutor. El texto juega con la novedad, la irreverencia y la disonancia entre forma y contenido, y el carácter lúdico y placentero de la actividad. La metáfora del colador le sirve para aludir a las fuerzas conscientes e inconscientes, individuales y sociales, que intervienen en la observación de la realidad y su expresión a través del lenguaje. El autor consideró aquí la escritura como un espacio mental y físico en el que se toman decisiones, se canalizan necesidades afectivas e intelectuales, a la vez que se examina el circuito total implicado en la publicación de un libro, incluyendo la recepción. Más que lúdico, el texto parece una parodia de lo lúdico, sin dejar de ser un peculiar ensayo de filosofía del lenguaje.

La práctica de la escritura desde el punto de vista material, en general, puede ser una obligación, una actividad funcional o, por el contrario, una actividad placentera. A veces se acompaña de rituales, de marcos agradables, hospitalarios, un espacio, una mesa, un tipo de papel, una lapicera. En Felisberto estas situaciones se integran a la enunciación, saltan de la realidad al papel y se entretejen en el enunciado. A la escena se agrega el estado anímico del escritor con respecto a su materia, cuán cerca o lejos está de su objetivo de escribir una historia. Querer escribir tiene que ver con ese rasgo de infancia, que suele atribuirse a su escritura ralentizada por la voluntad de que, mientras se dibuja la letra, no se pierda el “hilo” del pensamiento, por naturaleza desordenado, digresivo, desarrollándose en un circuito de conexiones impredecibles. A la captura de esta realidad por medio del lenguaje dedicó gran parte de su vida este productor de fragmentos, que hurga en los más imposibles lugares de la conciencia y de la actividad inconsciente para encontrar conexiones tan inesperadas como inestables.

El ideal de la obra y la materialidad de la escritura

El ideologema de la realización de una obra como proyecto central es recurrente en el escritor hasta fines de la década del treinta. Conocemos la anécdota que cuenta la escritora y amiga del autor, Esther de Cáceres, sobre su réplica ante los elogios recibidos como músico: “pero yo quiero ser escritor”. Algo similar plantea el narrador al comienzo de “Buenos días [viaje a Farmi]” al introducirse en tanto autor a través de sus logros y reconocimientos como músico y también sus aspiraciones literarias, aunque –según dice– en este aspecto no ha logrado tener un perfil definido. Sus dos primeros libros tienen huellas de esa convicción y de la conciencia de estar irrumpiendo en un campo que no le correspondía, por derecho propio, ya que había algo que se debía construir para ingresar en una zona de visibilidad. Elige la línea de la disidencia, coincidiendo con la vanguardia, al optar por una forma de destrucción de lo instituido, que consiste en no “aprender” lo que viene “empaquetado” como parte de las instituciones, de manera de no dejarse “ganar” por la perpetuación de los modelos. Aprender la escritura de una lengua por la vía de la incorporación de sus reglas es un requisito para la “correcta” escritura. En ese aprendizaje todo hablante aprende una nueva codificación, y procesa un corte o distancia con la oralidad, más próxima a la naturaleza y a lo materno. La escuela tiene la misión, entre otras, de introducir la diferencia en el ámbito de la evolución “natural” del individuo. No viene con la naturaleza sino con la cultura, ni es dada de una vez y para siempre puesto que es un aprendizaje de muchos años, sino de toda la vida. La dificultad que Felisberto manifiesta tener con la escritura, en este sentido, es probable que estuviera vinculada a una carencia de formación para ingresar en el campo letrado, además de una fuerte impronta oral proveniente del lazo con lo materno-familiar, pero aún más determinante en él es el buceo en su propia escritura, de restos, de hilos sueltos, de zonas marginales y limítrofes de la conciencia, y aun así “triunfar”, contra todo pronóstico, erigirse como sujeto y escritor. Algo así como “escribo, luego existo”.

La conocida anécdota acerca de su aplazamiento en el examen de ingreso a la escuela secundaria no es relevante en sí misma, pero podría reforzar esta hipótesis acerca de algunas carencias en cuanto al uso de la norma escrita que se observa en sus primeros autógrafos (errores ortográficos y de sintaxis), junto a su permanente justificación por atreverse a escribir con ambiciones literarias. El acceso a los bienes culturales de la humanidad, como la escritura, no es igualitario para todos los individuos y, en caso de serlo, produce impactos diversos. A la vez, junto a la condición de “expulsado” o autoexpulsado de la educación institucional, aparece una compensación medular en la formación de este escritor. Esto es: una mayor libertad para entrar y salir de las diferentes “asignaturas”, sin entrar a las aulas del Instituto Alfredo Vásquez Acevedo (IAVA) como alumno regular, aunque sí como un oyente interesado en algún tema de filosofía, en alguna que otra ocasión. No lo explica, pero ayuda a entender que la escritura, para Felisberto, no es una realidad terminada con la adopción de su estatuto, sino algo “por hacerse” con reglas propias, una de las cuales es la de ser infinita.

En un punto anterior a la incorporación de la norma escrita en su totalidad, Felisberto comienza a realizar opciones como publicar, mezclando audacia y timidez, tal como se desprende de los textos, como signo de una intención de desobediencia; de allí que se coloque desde el principio en el lugar del outsider, a contrapelo del campo intelectual del Uruguay de los años veinte. Así es que reitera en sus escritos su resistencia a los preconceptos y la puesta en abismo de la que son objeto el pensamiento y el lenguaje, para recomenzar desde el silencio, como en la música.

Como en esos casos psicológicos, en los que el temor genera una conducta intrépida y temeraria, Felisberto parece haber querido dedicarse a lo que temía, lo que le planteaba una gran dificultad, porque además quería torcer el orden racional impuesto por el logos y establecer un campo de lucha entre aspectos contradictorios como la “pasión” y la “razón”, tal lo planteado en “Filosofía del gángster. Dedicatoria”, en “El Teatrito” y en “Tal vez un movimiento”. Cuestiona la lógica de las dicotomías y sostiene, nuevamente, avant la lettre, que no hay verdadero pensamiento sin afectividad.

El propósito de realizar una obra se vincula a la necesidad de fortalecer una personalidad que se manifiesta en los primeros escritos como disociada, divergente, por no admitir dualismos como locura y razón o enfermedad y salud. La escritura plantea dudas, interrogantes ontológicas y antropológicas: cuál es su lugar en el mundo, cuál su propósito y su destino. Estas últimas palabras aparecen frecuentemente en toda la primera etapa. Cuestiona los ideales de certeza a través de la parodia, negando que exista una tierra prometida donde se encuentren certezas definitivas. Si bien entendemos que es obvio que Felisberto está tomando algunas ideas que provienen del ámbito esotérico –así como las que toma de la filosofía– creemos que recibe y pone al servicio de su creación elementos provenientes del ambiente intelectual de la época en la que creció y se formó. Experimenta en su escritura con la combinación de materiales de diversa procedencia, horadando su condición de integrantes de un sistema, para reelaborarlos estéticamente y generar peculiares textos que no tienen mejor encuadre que la autodefinición como autor autoral en el Prólogo de “Buenos días [Viaje a Farmi]”: “No sé si lo que he escrito es la actitud de un filósofo valiéndose de medios artísticos para dar su conocimiento, o es la de un artista que toma para su arte temas filosóficos” (Hernández, 1981: 190).

Como se ha dicho, Libro sin tapas (1929) constituye un homenaje a Carlos Vaz Ferreira y su idea de publicar lo que forma parte de un pensamiento en proceso y también toma algo de esta enseñanza en la práctica, como es la idea de acceder a determinadas fórmulas secretas para iniciarse y luego progresar en el autoconocimiento hacia estadios más avanzados. Es necesario encontrar la “piedra filosofal”, que no es pura, ni perfecta, sino por el contrario, “degenerada”, fuera de género, incorrecta, impropia, pero ella formará la base de un edificio de formas peculiares. El iniciado debe realizar sus pruebas, escribir, soportando y sacando partido de los momentos de estancamiento e improductividad, porque la elaboración de una obra proviene de un fondo caótico, precario y disonante, sobre el que debe trabajarse con la mayor fidelidad posible a su origen.

La figura femenina y la conquista de una estética disidente

La escritura de Felisberto, como aquellas que se sumergen en las profundidades del yo, contiene pasajes oníricos, asociacionistas, flujo de la conciencia o monólogo interior. Sin embargo, la forma elegida es un poco diversa de los procedimientos que alentaron la narrativa europea de las primeras décadas del siglo XX. El origen de sus procedimientos debe hallarse en el desdoblamiento y en la construcción de una escena en la que participan recuerdos, aspectos de la personalidad y pensamientos como si fueran personajes de una obra de teatro. A partir de la década del cuarenta, como es sabido, Felisberto comienza a trabajar con el material aportado por la memoria como proyecto de largo aliento, tema que esbozado en La cara de Ana se afirma diez años después. Ante el desplazamiento del asunto exterior como motivo para un tema de relato, como se había tramitado en La envenenada, y de la inclinación a la transposición directa de sus cuestionamientos de orden ontológico y gnoseológico, emerge una línea narrativa que busca el asunto movilizador de la escritura en la cantera de la memoria. Permanecen la narración en primera persona y la metadiégesis que, a nuestro entender, constituyen los rasgos más permanentes de su narrativa. De manera que, recuerdo, reflexión sobre el modo de recordar y problema de la escritura se incluyen en su narrativa de la memoria a través de la creación de personajes, ajenos al yo, pero a los que el narrador imprime la capacidad de mostrar algún aspecto de una problematización metanarrativa. En tanto creaciones dentro de la ficción pasan a encarnar aquello que durante muchos años se planteó en forma genéricamente limítrofe.

En la etapa de producción de textos con mayor contenido filosófico y menos presencia de lo ficcional, La cara de Ana significa una apertura hacia el relato de ficción que incluye un personaje femenino, actante que encarna aspectos de la concepción estética. Su antecedente en “La casa de Irene” y “Manos equivocadas”, en los que la mujer era una evocación para movilizar el deseo y la escritura.

La elaboración de esos personajes tiene su base en una exploración del deseo como productividad, no como búsqueda de un objeto erótico concreto, sino, por el contrario, con la ambigüedad que implica ir hacia ese objeto y detenerse unos pasos antes de alcanzarlo, como ocurre con el joven de “Las dos historias”: cuando camina con la muchacha, quiere ir hacia adelante, pero también se quiere dar vuelta para mirar el tren. Ambos movimientos, el que avanza y el que retiene, forman parte de la actividad deseante y, como tal, de la escritura y su expresión estética.

Una danza de estéticas diferenciales encarnan personajes como Petrona, en Por los tiempos de Clemente Colling, Celina y el yo narrador que, dividido, hunde sus dedos en el agua para tocar el modelo rizomático que, antes de la letra, se propone en El caballo perdido. Para que el modelo vegetal, de indagación en la conciencia, se pueda erigir estéticamente se debe convocar al recuerdo, volver sobre él investido de poder patriarcal, orden, unidad, armonía, ley, para luego cuestionarlo y horadarlo, haciendo concurrir a Celina al teatro de los recuerdos, hacerla entrar una y otra vez para verla de diferentes modos, con atributo de valor eterno, imagen de reina en una moneda pero con un moño parecido a “un budín quemado”. Celina puede ser criticable, caricaturizable, porque posee exacerbados rasgos de una estética tradicional. Allí se realiza el quiebre que hará ingresar, en la narrativa de Hernández, personajes femeninos inolvidables como la muchacha del balcón o Margarita. Pero sus antecedentes estuvieron dados en Ana, la niña que con sus ojos y risa loca desafiaba la cordura del mundo, o en la joven de “cara ancha, clara y alegre” de “Las dos historias”, o en el desbarajuste estético que es el cuerpo y el rostro de Trisca en “Buenos días”, para cuyo “dibujo” escrito el relato se tensa al límite con lo ominoso.

De lo ominoso se trata cuando avanzamos hacia relatos de la última época, como la chica sonámbula, socia inconsciente del protagonista de “El acomodador” en el ejercicio nocturno de su experimento lumínico, extremo de la connivencia entre escritura y erotismo, porque el relato se vuelve acto erótico con sus pulsiones de vida y muerte, cuando en la segunda noche en que se encuentran el prodigio atraviesa el cuerpo exánime y el narrador ve las huellas del cadáver anticipado. La escritura es potencia, triunfo sobre las limitaciones pero también es muerte. Paraíso y expulsión, porque el yo es expulsado del texto cuando termina la función.

La inclusión de la mujer en los relatos metadiegéticos constituye un procedimiento retórico que desplaza la figura del otro yo dialogante, o de otros, presente de forma rudimentaria en “El teatrito”, en “Las dos historias”, y en El caballo perdido, complejización de la entidad responsable de la narración, junto con la forma que adquiere el enunciado. La inclusión de un personaje femenino –en la vigilia, en los sueños o en la fantasía– es resultado de una nueva operación en el procedimiento narrativo de Hernández.

El caso más relevante, por constituir una síntesis de esta última etapa, lo encontramos en el personaje Margarita de “La casa inundada”, punto culminante de ese procedimiento dramático en el centro de una misma entidad. Desde que comenzó a escribir, Felisberto presentó a su yo constituido por diferentes partes, lo que no es una novedad dentro de la narrativa contemporánea, aunque sí lo era en el momento en que comenzó a producir y publicar sus primeros textos. Un relato, una obra, no provienen de un yo unificado, por lo tanto su resultado es aquel que conviene a su modo de generarse. El asunto es que Felisberto produce a partir de allí, la idea madre a la que quiere ser fiel, aun a riesgo de que el relato ahogue por su excesiva productividad. Por otra parte hay algo del orden del beneficio o la ganancia que, tanto narrador como autor implícito en el texto, reciben y para lo que tienen que trabajar-remar-producir.

Los personajes femeninos prometen historias, temas, asuntos y sugieren formas abundantes, exageradas, curiosas, irregulares y hasta crípticas. ¿Qué significa la figura de la mujer inserta en este dispositivo? Como procedimiento retórico no debería explicarse si no es por lo que hace en el texto. En principio construye otredad, el cuerpo femenino es otro porque adviene como texto, como significación, entidad donde se ha inscripto, ya no el deseo de escribir, sino la escritura misma como espacio de productividad infinita de sentido.

Estos memorables relatos de la última etapa de Felisberto Hernández, de los que solo elegimos algunos ejemplos, que tanto “triunfo” otorgaron sobre las dificultades para “escribir su historia”, retienen, “intencionan” –en palabras del autor– a través de su condensación simbólica, las claves estéticas que lo consagraron como uno de los más originales narradores latinoamericanos del siglo XX.