La crítica a Mal de ausencias

Detrás de un vidrio claro                                                                           

En un poema de Fotonovela canción de perdedores (1996), titulado “Encuesta. Mayo de 1990”, Elder Silva hacía una estadística de las mujeres que leen poesía en Montevideo y concluía que las 14.400 que identificaba la encuesta eran una cantidad

nada despreciable si se considera que uno escribe con el único objetivo de seducir,
y lo hace con la buena fe, de que de una vez por todas
la poesía se ponga del lado utilitario de las cosas.

Más allá de la apuesta humorística –del puro chiste- esa intención de que “la poesía se ponga del lado utilitario de las cosas”, se relaciona con el arte poética de este poeta salteño, con su convicción de que la poesía tiene que comunicar, como sabe quien haya participado de alguno de sus recitales, especialmente del ciclo que llamó con disfrutable ironía “Es mejor hacer poesía que dedicarse a robar”.

Sin embargo, esa jerarquización de la cualidad comunicante, esa apuesta por la inteligibilidad, no ha rebajado la calidad de su escritura, no la ha hecho condescender a facilismos, como ha sucedido a veces entre los poetas cultores de un cierto coloquialismo “urgente”. La poesía de Elder Silva, con su engañosa diafanidad, es un caso poco frecuente de calidad poética sostenida, desde que ganara el concurso del Banco de Seguros con Línea de Fuego en 1982. Ese no era un típico primer libro, ahí había ya una voz personal, segura de sí, que inauguraba lo que ha sido la marca de fábrica Elder Silva: una visualidad nítida que se despliega ante los ojos del lector y se graba en la retina, un montaje de tipo cinematográfico, una economía de recursos que corre pareja con la puntería para la palabra justa, una peculiar destreza para comunicar sensaciones visuales y auditivas, y un delicado equilibrio entre la ironía y la emoción, entre la seriedad y el desparpajo. (A eso habría que agregar el tono rigurosamente contemporáneo que consigue sin someterse a los lugares comunes de las modas).

Nacido en Pueblo Lavalleja, las primeras experiencias de Silva no se diferenciaron demasiado de las de cualquier niño del norte rural del país. Pero esas experiencias no se convirtieron en sus textos en parte de un paisaje costumbrista, sino que se integraron a un sistema metafórico personal, a una forma de ver el mundo que rechaza tanto la novelería como el provincianismo. La suya es una poesía en movimiento, una poesía de fronteras, de equilibrio inestable. Documenta una serie de tensiones y de tránsitos: es a la vez el testimonio de una búsqueda hacia adelante, un movimiento de recuperación y de lealtad hacia el pasado personal y de afirmación crítica del presente. De ahí que en esta obra sea tan frecuente la alusión al “play back”, al “replay”, a “un ardor en la memoria” de escenas cotidianas perdidas en el tiempo, tanto como a cosas del presente más estricto, como el resultado de un partido de fútbol, o las marcas de productos de consumo. Y en paralelo, consecuente con esa condición de “poesía en tránsito” hay una constante alusión al viaje, a la carretera –a la condición de viajero- al mundo mirado desde la ventanilla del ómnibus que cruza la ruta, o del auto que va por caminos vecinales. De los apuntes de Cuadernos agrarios a las escenas de Fotonovela, de los recuerdos de la voz de Zitarrosa cantando “Milonga para una niña” en radio rural, a los colores de Benetton, los carteles de Coca Cola o el perfume de L’Oreal, Elder Silva dibuja un mapa reconocible, que es también una imagen secreta de la historia del país y de su generación. Pero como toda poesía verdadera es mucho más que eso: habla del tiempo, del amor, de la muerte, de la búsqueda y la derrota que es toda vida humana, pero también del núcleo dramático de la poesía moderna: la necesidad y a la vez la conciencia de la imposibilidad del lenguaje para decir el mundo.

Entre la fe y el escepticismo. Elder Silva apuesta por la poesía, porque

sabemos que no arribaremos a ningún puerto y sin embargo aceleramos
aceleramos
bajo un cielo desahuciado

como dice en el poema “Noches de verano” de Mal de ausencias. Y lo hace sin afán didáctico, limitándose a mostrar, como una cámara que recorre el mundo más cotidiano y registra, casi sin proponérselo, una brecha iluminadora, un destello de sentido, una epifanía que nos despierta de la hipnosis que impone la rutina.

Sin énfasis, Elder Silva pone la mirada en lo más insignificante, en ese “gato al sol” que no es visible para el “pasajero de Varig que vuela a 7.000 pies sobre el litoral del país”, ni para “los que vuelven para Salto en el ómnibus de Spinatelli”, ni siquiera para el “almacenero enredado en los hilos de las ventas de fiado”, pero que contiene algo que se debe descifrar, una clave, un signo que, si no fuera porque esta poesía huye de la grandilocuencia habría que llamar “metafísico”. Por eso las lechuzas o murciélagos que ilumina apenas el haz de sodio de los faros del ómnibus en medio de la noche, en el bello poema “Salto- Pueblo Lavalleja”, están allí para hablar de esa frágil temporalidad que compartimos con la naturaleza.  Porque “esas vidas rápidas”, con su brevedad “están allí, girando sin apuros, cumpliendo con su ciclo como quien paga sus impuestos al cajero automático”, como dice en otro poema (“Más allá de los algarrobos están quemando campos”).

En ese sesgo que privilegia lo visual, es interesante la función de la idea de “reflejo” en la poesía de Silva y su simbolismo: la recurrencia a la imagen de la ventanilla, desde donde “el viajero” puede observar en el vértigo de la velocidad, lo fugaz, lo mínimo, los insectos, los pájaros, los

bichos de pelambres grisáceas
enceguecidos por la luz
así como una dimensión cósmica, en
el perfil del que te ama, también reflejado en el vidrio
 coqueteando con astros y galaxias
(“Tres instantáneas de Bella Unión”).

En Mal de ausencias, desfilan ante los ojos del lector el bolichero del bar Zapucay, Alberto Spencer y Pedro Virgilio Rocha, los chamamés del tío Mariano, unas camisas negras secándose al sol, palabras que convocan olores y sabores, cosas concretas que hablan de nuestra condición signada por el tiempo, que nos interrogan, a veces dolorosamente, sobre el sentido de la vida. Y está el amor, o mejor la memoria del amor, como lugar iluminador de sentido y de intensidad. Y la poesía, que es aquí una forma de ver el mundo y también una fraternidad: por eso en “Uruguaian poetry” reúne los nombres de varios poetas (Benavides, Scagliola, Mazucchelli, Macedo) en torno a las imágenes de una seca simbólica y real, y hay textos dedicados a Antonio Cisneros, a Jorge Teillier, homenajes a Roque Dalton, al Rubén Darío de los años finales, o una cita de Ferreira Gullar. Y hay una visión de la poesía que cancela jerarquías, y sin dejar de lado el humor, apuesta por la belleza del esfuerzo humano por alcanzar lo inalcanzable.

(A veces uno espera quebrar el cero.
Uno siempre ansía quebrar el cero).

Una pelota cierta desde el banderín del corner, sin intermediarios, como un sueldo justo, o la primera noche de sexo con tu novia

 Y luego las piolas de la red
sacudidas en la cámara lenta
de todos los televisores de tu país
cosas que emocionan,
como deseos sin cumplir
como una utopía,
acaso
si existiera.

MAL DE AUSENCIAS, de Elder Silva.

Civiles Iletrados. Montevideo, 2002.

Distribuye Orbe Libros. 72 págs.