Con Elder Silva, poeta de fronteras
Desde que publicó su primer libro, Línea de fuego (1982) Elder Silva (Pueblo Lavalleja, 1955), concitó el interés tanto de la crítica como de los lectores, y obtuvo varios premios que reconocían la originalidad de una escritura a la vez diáfana y refinada. La suya es una mirada capaz de descubrir en las cosas insignificantes y sin prestigio literario, ciertos signos del tiempo en que vivimos (desde el fútbol a la publicidad), instancias de revelación de una realidad que la percepción automatizada de lo cotidiano esconde. Una poesía que une lo urbano y lo rural, la tradición y la novedad, lo culto y lo popular, ciertas marcas generacionales con una visión irónica que rehúye lo que es meramente moda, y perfila un mundo nítido y personalísimo. Verlo en alguno de los recitales que suele hacer en clubes o boliches, resulta toda una experiencia por su capacidad comunicativa y su combinación de humor y lirismo auténtico. Su reciente libro, Mal de ausencias, confirma que Elder Silva es una voz mayor de la poesía uruguaya contemporánea.
Desde el Arapey
– Tuve la suerte de nacer en un pueblito desolado del norte de Salto, cerca del Arapey chico, que se llama Pueblo Lavalleja. Una zona de quintas, y cerros, donde en verano el viento arma remolinos y se producen polvazales enormes. Es un lugar que con el tiempo se me fue instalando de una manera muy fuerte, no sólo en mi vida personal, sino también en mi literatura. Me doy cuenta que el haber nacido ahí significa ser una persona de frontera: si bien en mi casa no se hablaba en portuñol, estábamos rodeados de esa forma de hablar. La frontera es un lugar de cruce, de cruce de músicas, por ejemplo. De mañana en una radio de Artigas escuchábamos música riograndense, a partir del mediodía música litoraleña argentina. Para mí el chamamé es la banda de sonido de los mediodías tórridos del norte, esa hora en que no se puede hacer nada, es un calor impresionante, seco, sin árboles, y solo se puede escuchar música. Pero aparte de la música, también era de frontera la ropa, la comida, que venía de Brasil o de Argentina. Una zona donde también había permanecido una influencia guaranítica. En el litoral uruguayo mucha gente conserva rasgos guaraníes, y es frecuente el apelativo “Paraguay”, por ejemplo.
–La de tu infancia fue además una cultura rural.
– Y hay una cosa hermosa para mí que es la cultura montada, la cultura del caballo. Vengo de una familia de a caballo. Mi padre era domador, hijo de un domador, y en la familia de mi madre eran troperos, domadores. Los caballos significaban mucho, tenían nombre propio, cada uno sus características. Y uno se va dando cuenta de que eso tiene un ritmo, una velocidad muy distinta a la cultura sobre ruedas. Ahora, a los cuarenta y cinco años, me doy cuenta de lo importante que fue haber nacido ahí, ver el mundo desde ahí. Una vida sin televisión, donde la poesía –en ese caso la canción– me ayudó a entender el mundo. Además de haber nacido en la frontera, en el almacén de mi padre siempre hubo música, guitarreros, payadores, acordeonistas, alguna gente de circo que pasaba.
De niño era muy distraído, soñaba con otras cosas, y las formulaba haciendo canciones, caminaba y cantaba, hacía los mandados o iba a traer las vacas, y mientras, cantaba canciones inventadas por mí.
La experiencia urbana
–¿A qué edad te vas a Salto?
– A los trece años, cuando fui a dar examen de primer año de liceo. El primer día, en la casa de unos tíos en Salto, a la hora de la siesta sentí un ruido impresionante que nunca había escuchado. Era el motocar que iba a Bella Unión, y aquella impresión me dejó sobresaltado durante todo el día; de noche no podía dormir. Prendí la luz y escribí un texto. Y me di cuenta que era una cosa externa a mí. Yo no sabía que eso era poesía, porque ya había sido maltratado por los poemas que enseñaban en la escuela. Pero por suerte, a la casa de mi abuela llegaban algunas revistas del Consejo de Primaria, ilustradas por Carrozzino, donde publicaban leyendas mexicanas, a José María Arguedas, allí escribía Capagorry, había textos de Morosoli, y fue ahí que encontré El cántaro fresco. Y esas lecturas me hicieron ver que se podía escribir. Yo de chico les escribía cartas a mis novias en el papel de astraza del almacén. Son cosas que me fueron marcando.
En las vacaciones iba a un lugar que se llama Nueva Hespérides, donde vivía un tío que era papero, y en su casa lo único que había eran libros: política, literatura. Esos fueron mis primeros contactos con los libros, primarios pero que te marcan. Después estuvo el liceo, donde tuve excelentes profesores de literatura, y a los 16 años entré a Magisterio. Y ahí en un año conocí a Borges, Carpentier, Cortázar, Lorca, García Márquez. Ahí fue el gran salto. Neruda no me interesaba, nunca me interesó, pero sí Lorca y Vallejo. A los 16 años el encuentro con Vallejo es importante. Y a partir de ahí lo que más me interesó fue leer. Me acuerdo que iba al parque Solari y llevaba la mitad de libros para estudiar (Durkheim, Dewey y todas esas cosas didácticas) y la otra mitad eran Onetti, García Márquez, y me pasaba ahí todo el día leyendo, con un pan y una botella de agua.
–¿Y cuándo te vinculás con otros escritores?
–Recién a los veinte años tomé contacto con algunos escritores de Salto. Estaba Marosa Di Giorgio, que hasta ese momento yo la veía pasar, hierática, y que era como una leyenda. Un día me presenté a un concurso de cuentos: Marosa ganó el primer premio y yo el segundo. Y a raíz de ese concurso conocí a varias personas: Marta Peralta, Juan Martínez, el grupo La tregua, y ahí sí empezamos a trabajar más colectivamente. Nos reuníamos todas las noches a tomar mate, o vino y a comer torta. Y leíamos a Gelman, a Macunaíma (me acuerdo cuando sacó su primer libro), a Marosa. A mí me interesaban ya en ese momento los brasileños: Drummond de Andrade, Cecilia Meireles, libros en portugués que había comprado en la librería de Salto.
Después en el 66 apareció la revista argentina Crisis, íbamos a comprarla a Cuaró. Ahí fue donde leí unos poemas de Roque Dalton. Esa lectura fue impactante para mí, porque me gustó mucho el humor que él manejaba. Y me marcó al punto de que en algún momento tuve que dejar de leerlo porque estaba demasiado invadido por Dalton, sobre todo en la veta humorística.
Pero ahora me doy cuenta de algo que antes no sabía: la influencia que tuvo en mí la música. El chamamé, por ejemplo. Es una poesía muy descriptiva que se regodea con la descripción del paisaje. Hace un tiempo hablaba con Antonio Tarragó Ros y decíamos que cuando éramos jóvenes, a su padre, el viejo Tarragó Ros, lo hubiéramos tildado de costumbrista, sin embargo hoy, en la medida en que el mundo precisa más que el paisaje se conserve, que el río no se contamine, uno entiende mejor a ese viejo. Los Tarragó Ros son de Curuzú Cuatiá que está como haciendo bisagra con Salto, a la misma altura. Y se comparten muchas cosas: las formas idiomáticas, el clima, las costumbres, los refranes. Ahora, con los años, yo quiero asimilar mucho más todo eso.
–Eso de la influencia de la música popular es interesante. García Márquez dice que una de sus influencias mayores fue el vallenato. Por lo que decís, la tuya no es una tradición nacional, sino más bien un enclave regional: poetas brasileños, músicos argentinos…
–Bueno, yo creo que en lo nacional, lo que tiene más peso en mí, es la canción. Cuando apareció Zitarrosa, con “Milonga para una niña” y “Milonga de ojos dorados” … me acuerdo que mi padre escuchaba CX4 un programa que era a las 10 y 10 y se llamaba “Milonga pasando el puente”; lo auspiciaba el frigorífico Carrasco. Siempre pasaban a Zitarrosa y a Osiris [Rodríguez Castillos]. A mí aquello me parecía hermosísimo: esas milongas de Zitarrosa, o “De Corrales a Tranqueras”, de Rodríguez Castillos, y el summum de la milonga cantada que es “Corrales de Algorta”: “A los Corrales de Algorta / fui con tropa alguna vez”, (canta).
Siempre el viaje
–Sin embargo, tu poesía no tiene nada de folklórica o nativista.
–Lo que pasa es que sufrí a Fernán Silva Valdés, a Ernesto Pinto, todo eso en la escuela…
–También hay una influencia en tu poesía de la música norteamericana, del rock, por ejemplo.
–Sí, pero eso es tardío. Fijate que yo me salteé a los Beatles, no los conocía. Recién cuando fui a Salto, escuché en las radios además de la música uruguaya tipo Discodromo, a grupos como Creedence o los Rolling. Pero siempre seguí muy pegado a otras cosas. Por ejemplo, Los Iracundos fueron parte de mi imaginario.
–Un motivo recurrente en tus textos es el del viaje, el viaje en autobús; es un poco una poesía “on the road”.
–Creo que ahí hay una mezcla de dos cosas: por un lado el descubrimiento del cine, que me marcó mucho: tengo un sentido visual del mundo permanente, todo se me presenta en imágenes. Por otro, el hecho de que hace veinte años que vivo en Montevideo, y sin embargo no vivo acá. Me fui del campo a una ciudad chica como Salto y luego vine aquí, y nunca me pude establecer del todo. Siempre estoy en tránsito, y eso se ha agravado con el tiempo.
–Siendo muy diferentes hay un sentimiento de desarraigo, una nostalgia parecida en Juan Cunha.
–Claro. Sí, yo lo siento muy pariente.
–Aunque en Cunha hay una evocación, y en lo tuyo un tránsito, donde mezclás lo urbano con lo rural.
–Por ejemplo, últimamente he leído mucho al chileno Jorge Teillier, un poeta que ha hecho un mundo con su infancia, que es para él el paraíso perdido. Y yo no hago un mito de la infancia, y tampoco de mi lugar. Yo me burlo un poco de algunas cosas y venero y respeto otras. Lo que me divierte, porque me ayuda a la comunicación, es poder incorporar cosas de este tiempo, desde el fútbol, la música de hoy, las marcas de ropa.
–¿Para vos lo más importante es la comunicación?
–Es que no concibo que haya poesía sin comunicación. Incluso me he interesado por la poesía oral, hago lecturas en distintos lugares, en cafés, en pueblos del interior. Me entusiasma que las palabras que reúno comuniquen mejor apelando a los elementos más cotidianos. Alguna vez me reprocharon que hablara de colores “Benetton”, con el argumento de que dentro de veinte años puede ser que no se sepa a qué me refiero. Pero a mí no me importa, yo quiero comunicar ahora, y que la gente que me lee entienda. Como producto, la poesía solo tiene sentido cuando comunica algo a otra persona. Uno necesita concentración, soledad, recogimiento, porque lo que busca es juntar veinte o treinta palabras que puedan trasmitir una cosa nueva. A veces con alguna picardía, algo de humor, a veces –las menos– con inteligencia, de modo que el que escucha y el que lee no sea el mismo después de haber escuchado o leído. Que, así como se sorprende cuando cae una bomba o cuando cae el sol, también se sorprenda cuando termina de leer un texto. Que no sea como agua mineral sin gas, que la tomó, se refrescó y nada más.
Una manera de vivir
–Hace un par de años, a raíz de un artículo de Hugo Achugar en Brecha se desató una polémica a propósito del sentido actual de la poesía. La pregunta era para qué o por qué hacer poesía. ¿Qué responderías tú a esa pregunta?
–Para mí la poesía tiene un sentido fundamental. Yo no podría entender el mundo sin la poesía. Creo que estamos lejos de aquel sentido acartonado que había del poeta, del poeta como profeta, o como chamán. La poesía le permite a uno ver el mundo de otra manera. Implica una forma de vivir. Hace poco me encontré en el Cerro con un señor que me dijo que daba clases. Y yo, un poco en broma, le dije: “¿Hay gente que da clases todavía?”, y él me contestó: “Hay gente que escribe poesía”, y enseguida agregó: “Es que la poesía es muy importante, porque si vos querés seducir a alguien no le vas a mandar una novela o un cuento” (se ríe). Me hizo gracia porque me daba razón.
–Sí, claro, tú escribiste algún poema humorístico sobre eso.
–Seguro. Lo que quería decir es que uno puede ver este mundo que puede ser agresivo, amable, duro, dulce, a través de un momento de experiencia. Yo siento que cada vez vivo más en función de ser poeta. ¿Qué quiere decir eso? No sé exactamente, pero mi manera de vivir tiene sentido en la poesía. Mayakovski decía que a él le interesaba cambiar las cosas feas del mundo, que uno a veces tiene la culpa de que el mundo sea tan feo. Nosotros los poetas tenemos la culpa de que el mundo sea feo porque no pudimos modificarlo, hacerlo ver mejor.
Es cierto que las cosas van a existir igual, a pesar de uno; ya lo dijo Ferreira Gullar: las cosas no dependen de uno, se independizan, si alguien se murió uno sigue viviendo sin esa persona, el agua que cae en las piletas, cae a pesar de que ya no está esa persona, uno se lava las manos en un mundo donde ella ya no está. No tenemos nada que ver con eso. Pero lo podemos perfeccionar. Por eso me importa la comunicación. Que leyendo un poema el tipo vea que en esa ventana cabe más que un cielo nublado y unos techos.
–Recién nombraste a alguien que me parece que tiene relación con tu poesía: Ferreira Gullar. ¿Cuándo te encontraste con la obra de ese poeta brasileño?
–Cuando vivía en Salto. Y a partir de ahí me hice seguidor suyo. No lo conozco personalmente, pero hemos hablado por teléfono. Es uno de los poetas más importantes de América Latina. Tiene una cosa que de pronto no tiene nada que ver conmigo, pero que me ayuda cuando lo releo. Es una poesía que se construye a partir de la inteligencia, sin dejar de ser poesía.
–También el Cardenal de los “Epigramas” me parece emparentado con tu poesía.
–Es que Cardenal me sirvió como un trampolín, para descubrir otras poetas, los latinos, por ejemplo. Uno lee a Catulo, a Marcial, a Volusio y ve que tienen un tono, un método, una forma que se relaciona con lo actual. En la poesía no hay progreso, allí los tiempos se borran.
El País Cultural No. 659
21/06/2002.