«La frontera será como un tenue campo de manzanillas» de Elder Silva

(la presentación)

Conheço meu lugar dice en portugués un verso de este libro.  Cualquiera que conozca la obra de Elder Silva sabe de la verdad de esta afirmación. Elder ha sabido ser leal a una serie de raíces que explican la índole personalísima de su poesía: su nacimiento en Pueblo Lavalleja, un caserío de 700 habitantes en la frontera de Salto con Artigas, tan cerca de la frontera brasileña, su interés por las vidas y las cosas mínimas, aparentemente insignificantes que tejen otra historia frente a la Historia con mayúsculas, su atención a los signos de los tiempos y a las cosas del mundo, su amor por la naturaleza y por la música, su fe en la poesía.

Pocos poetas como Elder han desarrollado a lo largo de 25 años una obra de tan sostenida calidad, de tan acabada coherencia. Una de las obras poéticas más refinadas y originales entre la producción de las últimas décadas.

Un viejo profesor uruguayo de literatura, Guido Castillo, decía con acierto, que “Pocos son los poetas, y los pocos que son, lo son muy pocas veces”. Yo me animo a decir que Elder lo es con una asombrosa frecuencia. Sabe indagar la realidad, las cosas más elementales y cotidianas y encontrar allí, como solo la poesía puede hacerlo, una revelación, una suerte de epifanía, un súbito destello de sentido que nos ilumina por un instante y queda en la memoria. Eso es lo esencial de la experiencia estética. Lejos tanto del hermetismo como de lo puramente ornamental, o del costumbrismo, su poesía ancla en lo concreto, en la observación sensible de lo que parece insignificante, como una suerte de red de cazar mariposas. Tenue y sin énfasis, diáfana en su capacidad de hallazgos, logra romper el automatismo de la percepción cotidiana y dar el salto hacia algo que, si no fuera demasiado grandilocuente para alguien con tanto sentido del humor, habría que llamar una dimensión trascendente del mundo.

   En otra ocasión hablé de la marca de fábrica Elder Silva que resplandece también en este libro: una visualidad nítida que se despliega ante los ojos del lector y se graba en la retina, un montaje de tipo cinematográfico, una economía de recursos que corre pareja con la puntería para la palabra justa, una peculiar destreza para comunicar sensaciones y sentimientos, y un delicado equilibrio entre la ironía y la emoción, entre la seriedad y el desparpajo.

Este libro, “La frontera será como un tenue campo de manzanillas” y ganador del premio Luis Feria de Tenerife en 2003, está centrado en el tema de la frontera. Algo que estuvo siempre presente en la poesía de Elder, pero aquí alcanza su formulación más acabada.  Es la frontera como realidad, la frontera del norte del país, y es también una metáfora, tal vez la metáfora mayor de la poesía de Elder, su palabra clave.  El libro lleva dos acápites. Uno de su maestro Ferreira Gullar que dice dias de fronteiras impalpáveis y otra de Aníbal Sampayo:

Los pájaros cruzan de un lado al otro, muchos comen en Uruguay y por la noche las bandadas van al otro lado del río y allí duermen. Esas aves no tienen cédula de identidad, no las detienen las aduanas, ni las banderas, ni tienen fronteras.

Este libro indaga sobre una serie de “fronteras impalpables”. Antes que nada, por la frontera de la lengua, por la que se pasa imperceptiblemente en el norte, como los pájaros de la cita de Sampayo. El libro tiene una sección de poemas en portugués y algunos en portuñol, lo que es algo inédito en la poesía uruguaya, si exceptuamos a Agustín Bisio, un poeta de Rivera, que escribió en los años 40 un libro que incluía poemas en portuñol llamado Brindis agreste. Pero Elder lo hace de una manera menos pintoresquista que Bisio, más atento a esa cultura compartida de la región de la triple frontera norte. Y entonces puede pasar de una lengua a la otra sin que haya rupturas, como en el poema Luz reconocida. Vean como suena:

Louvado seja meu pai.
(Louvado seja nesta terça feira de novembro
sem ele, sem seu olhar.)
Louvados sejam meus avos Sabino Vicente,
a Mariazinha,
a donna Palmira sempre de preto,
encomendándose al más allá
todas las mañanas
de los últimos años de su vida.

Louvados sejam as cores,
os pássaros coloridos na ventanía,
nas manhás azuis
de Pueblo Lavalleja.

Las luces blancas y verdes y amarillas
que se levantan del cementerio
y alumbran el aire en las noches de verano
son el aliento de mi padre,
los ojos de mis abuelos que regresan.

Los ruidos de los huesos de mi padre
me iluminan el mundo.

Decía que, si esa frontera es su lugar en el mundo, también puede ser la metáfora que define su poesía, cargándose de una notable densidad simbólica. Es la frontera imperceptible entre la realidad cotidiana y esa otra dimensión que vislumbra la poesía. La frontera entre lo culto y lo popular, entre la tradición regional y la contemporaneidad globalizada, entre el peso de la memoria de la infancia y los sueños del futuro colectivo. Entre el amor y la soledad. Pero la frontera es también el lugar de los sueños, el lugar utópico por excelencia; Para ser feliz hay que cruzar el puente dice en Cabellos al viento el poema que abre el libro.

La poesía de Elder Silva está siempre en una tensión entre la Naturaleza y la Historia; entre el tiempo puntual, sin tiempo de los árboles, los insectos y los pájaros (que Elder conoce tan bien, y sabe nombrar por sus nombres) y el tiempo humano breve, violento, sin sentido. La eterna naturaleza y la brevedad atroz del tiempo humano, por eso aparece siempre en su poesía el eco demencial, lejano, de la Historia contemporánea. Como en Un gallo:

En un país como este
en un mundo que estalla como un níspero
es extraño que un gallo cante
un canto limpio
en la luz indecisa de este amanecer en Cambará
Y que otro gallo responda, en apariencia
con la misma fe.

    Este es por cierto un antiguo tópico de la poesía que Elder sabe volver nuevo gracias al poder de convicción de sus imágenes. Otro es la identificación de la poesía con el canto de los pájaros. La poesía es, como los pájaros en la cita de Sampayo, una vía de cruce de fronteras, una clave para acceder a ese otro lado del puente, más allá de la vida que se disuelve como un alkaseltzer. En un poema titulado “Vuelta al mundo” se hace con sutileza ese paralelo:

Canta un sabiá en Tala
en la profundidad del espinillar
y le responde un azulito en Migues
en el huerto silencioso, en casa
del poeta Juan Carlos Macedo

y luego de recordar el canto de una ratonera escuchado en una película de Abas Kiarostami, concluye:

Es que el canto de los pájaros
da la vuelta al mundo, al sol, al sistema planetario, como algunas veces
-pocas, muy pocas-
también le sucede a la poesía.

La poesía permite vislumbrar otro mundo más justo, lejos de la hipnosis de los medios de comunicación, de la guerra de Irak o de Gaza, de la macroeconomía y las fluctuaciones del dólar, y nos recuerda que la vida está en otra parte, como se sugiere en otro poema titulado Otra tarde en Bella Unión:

Mientras alguien habla en la radio
y trata de convencerme que es mejor
ahorrar en dólares y abrir cuentas a plazo fijo
insisto en recordar otra cosa:
una tarde en un boliche de Bella Unión,
en que había un gorrión revolviendo
en el polvo rojo de la calle, frente a la puerta
mientras pasaba un hombre muy viejo
en una bicicleta amarilla.

De ahí que este libro esté lleno de alusiones implícitas y explícitas a otros poetas, desde Li Tai Po, el poeta chino del setecientos (El mundo está lleno de pequeñas alegrías; el arte consiste en saber distinguirlas.)  a Herrera y Reissig, Macedonio Fernández, Ernesto Cardenal, Neruda, Pavese, Oswald de Andrade, Coronel Urtecho, Zitarrosa, Caetano Veloso, José Asunción Silva, Antonio Machado, Ferreira Gullar. La poesía atraviesa el mundo y el tiempo. Y estos poetas conviven en este libro con el padre, el tío Jesús, el abuelo Sabino, el viejo de la bicicleta amarilla, los vecinos de Pueblo Lavalleja, ese mundo de infancia que es su diminuto regazo en el planeta.

Oficio delicado, Elder sabe que el del poeta está signado, como todo esfuerzo humano, por el fracaso en atrapar en última instancia, lo indecible. En un poema titulado En papel astraza el poeta dibuja

un espinero volando sobre un camino vecinal,
unas ramas caídas,

pero, aunque

A los pájaros no se los puede atrapar en un papel astraza,
quedará el dibujo como un pretexto apenas,
un signo del fracaso.

 Lo que Elder dibuja con su poesía tiene a veces la sutileza de la pintura japonesa. Vean este poema que se llama Cerca de Picada de Elías:

 El molino sin rueda
y la casa escorada hacia el oeste.

El caballo dormido cerca del picadero
sueña con que todos se han ido para siempre.

La luna ya salió por el lado de las anacahuitas
y ahora gasta sus hálitos de luz
en el lomo de los pedregales del camino.

Han dejado ropa secándose en el alambre
del patio
y el viento es como una bandera sin aliento
entre las sábanas.

   O este otro, de una visualidad cinematográfica: El caballo de mi padre

El caballo mastica el sol entre los pastos,
la luz azulada
que asordina las horas del verano en la pradera.

El caballo de mi padre come en los brotes de
alfalfa, flores de macachín (rosadas),
las pobrecitas flores del tero
que asoman en la hierba.

Espanta los jejenes con su cola.
y a los tábanos.
Pone en duda el bostezo del mediodía
cayéndose sobre su propia sombra.

El caballo de mi padre ramillea entre ortigales,
elige en el jugo de la gramilla,
tras las retamas que explotan, entre carquejas.

El caballo de mi padre
se alimenta de poesía.

La frontera será como un tenue campo de manzanillas, de Elder Silva. V Premio de Poesía “Luis Feria”, 2003, Tenerife, España. 1ª. Edición Universidad de la Laguna, Tenerife, 2002. Edición ampliada, Civiles iletrados, Montevideo, 2007. 

El reportaje de 2002

Con Elder Silva, poeta de fronteras

Desde que publicó su primer libro, Línea de fuego (1982) Elder Silva (Pueblo Lavalleja, 1955), concitó el interés tanto de la crítica como de los lectores, y obtuvo varios premios que reconocían la originalidad de una escritura a la vez diáfana y refinada. La suya es una mirada capaz de descubrir en las cosas insignificantes y sin prestigio literario, ciertos signos del tiempo en que vivimos (desde el fútbol a la publicidad), instancias de revelación de una realidad que la percepción automatizada de lo cotidiano esconde. Una poesía que une lo urbano y lo rural, la tradición y la novedad, lo culto y lo popular, ciertas marcas generacionales con una visión irónica que rehúye lo que es meramente moda, y perfila un mundo nítido y personalísimo. Verlo en alguno de los recitales que suele hacer en clubes o boliches, resulta toda una experiencia por su capacidad comunicativa y su combinación de humor y lirismo auténtico. Su reciente libro, Mal de ausencias, confirma que Elder Silva es una voz mayor de la poesía uruguaya contemporánea.

Desde el Arapey

– Tuve la suerte de nacer en un pueblito desolado del norte de Salto, cerca del Arapey chico, que se llama Pueblo Lavalleja. Una zona de quintas, y cerros, donde en verano el viento arma remolinos y se producen polvazales enormes. Es un lugar que con el tiempo se me fue instalando de una manera muy fuerte, no sólo en mi vida personal, sino también en mi literatura. Me doy cuenta que el haber nacido ahí significa ser una persona de frontera: si bien en mi casa no se hablaba en portuñol, estábamos rodeados de esa forma de hablar. La frontera es un lugar de cruce, de cruce de músicas, por ejemplo. De mañana en una radio de Artigas escuchábamos música riograndense, a partir del mediodía música litoraleña argentina. Para mí el chamamé es la banda de sonido de los mediodías tórridos del norte, esa hora en que no se puede hacer nada, es un calor impresionante, seco, sin árboles, y solo se puede escuchar música. Pero aparte de la música, también era de frontera la ropa, la comida, que venía de Brasil o de Argentina. Una zona donde también había permanecido una influencia guaranítica. En el litoral uruguayo mucha gente conserva rasgos guaraníes, y es frecuente el apelativo “Paraguay”, por ejemplo.

La de tu infancia fue además una cultura rural.

Y hay una cosa hermosa para mí que es la cultura montada, la cultura del caballo. Vengo de una familia de a caballo. Mi padre era domador, hijo de un domador, y en la familia de mi madre eran troperos, domadores. Los caballos significaban mucho, tenían nombre propio, cada uno sus características. Y uno se va dando cuenta de que eso tiene un ritmo, una velocidad muy distinta a la cultura sobre ruedas. Ahora, a los cuarenta y cinco años, me doy cuenta de lo importante que fue haber nacido ahí, ver el mundo desde ahí. Una vida sin televisión, donde la poesía –en ese caso la canción– me ayudó a entender el mundo. Además de haber nacido en la frontera, en el almacén de mi padre siempre hubo música, guitarreros, payadores, acordeonistas, alguna gente de circo que pasaba.

De niño era muy distraído, soñaba con otras cosas, y las formulaba haciendo canciones, caminaba y cantaba, hacía los mandados o iba a traer las vacas, y mientras, cantaba canciones inventadas por mí.

La experiencia urbana

–¿A qué edad te vas a Salto?

– A los trece años, cuando fui a dar examen de primer año de liceo. El primer día, en la casa de unos tíos en Salto, a la hora de la siesta sentí un ruido impresionante que nunca había escuchado. Era el motocar que iba a Bella Unión, y aquella impresión me dejó sobresaltado durante todo el día; de noche no podía dormir. Prendí la luz y escribí un texto. Y me di cuenta que era una cosa externa a mí. Yo no sabía que eso era poesía, porque ya había sido maltratado por los poemas que enseñaban en la escuela. Pero por suerte, a la casa de mi abuela llegaban algunas revistas del Consejo de Primaria, ilustradas por Carrozzino, donde publicaban leyendas mexicanas, a José María Arguedas, allí escribía Capagorry, había textos de Morosoli, y fue ahí que encontré El cántaro fresco. Y esas lecturas me hicieron ver que se podía escribir. Yo de chico les escribía cartas a mis novias en el papel de astraza del almacén. Son cosas que me fueron marcando.

En las vacaciones iba a un lugar que se llama Nueva Hespérides, donde vivía un tío que era papero, y en su casa lo único que había eran libros: política, literatura. Esos fueron mis primeros contactos con los libros, primarios pero que te marcan. Después estuvo el liceo, donde tuve excelentes profesores de literatura, y a los 16 años entré a Magisterio. Y ahí en un año conocí a Borges, Carpentier, Cortázar, Lorca, García Márquez. Ahí fue el gran salto. Neruda no me interesaba, nunca me interesó, pero sí Lorca y Vallejo. A los 16 años el encuentro con Vallejo es importante. Y a partir de ahí lo que más me interesó fue leer. Me acuerdo que iba al parque Solari y llevaba la mitad de libros para estudiar (Durkheim, Dewey y todas esas cosas didácticas) y la otra mitad eran Onetti, García Márquez, y me pasaba ahí todo el día leyendo, con un pan y una botella de agua.

–¿Y cuándo te vinculás con otros escritores?

Recién a los veinte años tomé contacto con algunos escritores de Salto. Estaba Marosa Di Giorgio, que hasta ese momento yo la veía pasar, hierática, y que era como una leyenda. Un día me presenté a un concurso de cuentos: Marosa ganó el primer premio y yo el segundo. Y a raíz de ese concurso conocí a varias personas: Marta Peralta, Juan Martínez, el grupo La tregua, y ahí sí empezamos a trabajar más colectivamente. Nos reuníamos todas las noches a tomar mate, o vino y a comer torta. Y leíamos a Gelman, a Macunaíma (me acuerdo cuando sacó su primer libro), a Marosa. A mí me interesaban ya en ese momento los brasileños: Drummond de Andrade, Cecilia Meireles, libros en portugués que había comprado en la librería de Salto.

Después en el 66 apareció la revista argentina Crisis, íbamos a comprarla a Cuaró. Ahí fue donde leí unos poemas de Roque Dalton. Esa lectura fue impactante para mí, porque me gustó mucho el humor que él manejaba. Y me marcó al punto de que en algún momento tuve que dejar de leerlo porque estaba demasiado invadido por Dalton, sobre todo en la veta humorística.

Pero ahora me doy cuenta de algo que antes no sabía: la influencia que tuvo en mí la música. El chamamé, por ejemplo. Es una poesía muy descriptiva que se regodea con la descripción del paisaje. Hace un tiempo hablaba con Antonio Tarragó Ros y decíamos que cuando éramos jóvenes, a su padre, el viejo Tarragó Ros, lo hubiéramos tildado de costumbrista, sin embargo hoy, en la medida en que el mundo precisa más que el paisaje se conserve, que el río no se contamine, uno entiende mejor a ese viejo. Los Tarragó Ros son de Curuzú Cuatiá que está como haciendo bisagra con Salto, a la misma altura. Y se comparten muchas cosas: las formas idiomáticas, el clima, las costumbres, los refranes. Ahora, con los años, yo quiero asimilar mucho más todo eso.

–Eso de la influencia de la música popular es interesante. García Márquez dice que una de sus influencias mayores fue el vallenato. Por lo que decís, la tuya no es una tradición nacional, sino más bien un enclave regional: poetas brasileños, músicos argentinos…

–Bueno, yo creo que en lo nacional, lo que tiene más peso en mí, es la canción. Cuando apareció Zitarrosa, con “Milonga para una niña” y “Milonga de ojos dorados” … me acuerdo que mi padre escuchaba CX4 un programa que era a las 10 y 10 y se llamaba “Milonga pasando el puente”; lo auspiciaba el frigorífico Carrasco. Siempre pasaban a Zitarrosa y a Osiris [Rodríguez Castillos]. A mí aquello me parecía hermosísimo: esas milongas de Zitarrosa, o “De Corrales a Tranqueras”, de Rodríguez Castillos, y el summum de la milonga cantada que es “Corrales de Algorta”: “A los Corrales de Algorta / fui con tropa alguna vez”, (canta).

Siempre el viaje

–Sin embargo, tu poesía no tiene nada de folklórica o nativista.

–Lo que pasa es que sufrí a Fernán Silva Valdés, a Ernesto Pinto, todo eso en la escuela…

–También hay una influencia en tu poesía de la música norteamericana, del rock, por ejemplo.

–Sí, pero eso es tardío. Fijate que yo me salteé a los Beatles, no los conocía. Recién cuando fui a Salto, escuché en las radios además de la música uruguaya tipo Discodromo, a grupos como Creedence o los Rolling. Pero siempre seguí muy pegado a otras cosas. Por ejemplo, Los Iracundos fueron parte de mi imaginario.

–Un motivo recurrente en tus textos es el del viaje, el viaje en autobús; es un poco una poesía “on the road”.

–Creo que ahí hay una mezcla de dos cosas: por un lado el descubrimiento del cine, que me marcó mucho: tengo un sentido visual del mundo permanente, todo se me presenta en imágenes. Por otro, el hecho de que hace veinte años que vivo en Montevideo, y sin embargo no vivo acá. Me fui del campo a una ciudad chica como Salto y luego vine aquí, y nunca me pude establecer del todo. Siempre estoy en tránsito, y eso se ha agravado con el tiempo.

–Siendo muy diferentes hay un sentimiento de desarraigo, una nostalgia parecida en Juan Cunha.

–Claro. Sí, yo lo siento muy pariente.

–Aunque en Cunha hay una evocación, y en lo tuyo un tránsito, donde mezclás lo urbano con lo rural.

–Por ejemplo, últimamente he leído mucho al chileno Jorge Teillier, un poeta que ha hecho un mundo con su infancia, que es para él el paraíso perdido. Y yo no hago un mito de la infancia, y tampoco de mi lugar. Yo me burlo un poco de algunas cosas y venero y respeto otras. Lo que me divierte, porque me ayuda a la comunicación, es poder incorporar cosas de este tiempo, desde el fútbol, la música de hoy, las marcas de ropa.

–¿Para vos lo más importante es la comunicación?

–Es que no concibo que haya poesía sin comunicación. Incluso me he interesado por la poesía oral, hago lecturas en distintos lugares, en cafés, en pueblos del interior. Me entusiasma que las palabras que reúno comuniquen mejor apelando a los elementos más cotidianos. Alguna vez me reprocharon que hablara de colores “Benetton”, con el argumento de que dentro de veinte años puede ser que no se sepa a qué me refiero. Pero a mí no me importa, yo quiero comunicar ahora, y que la gente que me lee entienda. Como producto, la poesía solo tiene sentido cuando comunica algo a otra persona. Uno necesita concentración, soledad, recogimiento, porque lo que busca es juntar veinte o treinta palabras que puedan trasmitir una cosa nueva. A veces con alguna picardía, algo de humor, a veces –las menos– con inteligencia, de modo que el que escucha y el que lee no sea el mismo después de haber escuchado o leído. Que, así como se sorprende cuando cae una bomba o cuando cae el sol, también se sorprenda cuando termina de leer un texto. Que no sea como agua mineral sin gas, que la tomó, se refrescó y nada más.

Una manera de vivir

Hace un par de años, a raíz de un artículo de Hugo Achugar en Brecha se desató una polémica a propósito del sentido actual de la poesía. La pregunta era para qué o por qué hacer poesía. ¿Qué responderías tú a esa pregunta?

–Para mí la poesía tiene un sentido fundamental. Yo no podría entender el mundo sin la poesía. Creo que estamos lejos de aquel sentido acartonado que había del poeta, del poeta como profeta, o como chamán. La poesía le permite a uno ver el mundo de otra manera. Implica una forma de vivir. Hace poco me encontré en el Cerro con un señor que me dijo que daba clases. Y yo, un poco en broma, le dije: “¿Hay gente que da clases todavía?”, y él me contestó: “Hay gente que escribe poesía”, y enseguida agregó: “Es que la poesía es muy importante, porque si vos querés seducir a alguien no le vas a mandar una novela o un cuento” (se ríe). Me hizo gracia porque me daba razón.

–Sí, claro, tú escribiste algún poema humorístico sobre eso.

Seguro. Lo que quería decir es que uno puede ver este mundo que puede ser agresivo, amable, duro, dulce, a través de un momento de experiencia. Yo siento que cada vez vivo más en función de ser poeta. ¿Qué quiere decir eso? No sé exactamente, pero mi manera de vivir tiene sentido en la poesía. Mayakovski decía que a él le interesaba cambiar las cosas feas del mundo, que uno a veces tiene la culpa de que el mundo sea tan feo. Nosotros los poetas tenemos la culpa de que el mundo sea feo porque no pudimos modificarlo, hacerlo ver mejor.

   Es cierto que las cosas van a existir igual, a pesar de uno; ya lo dijo Ferreira Gullar: las cosas no dependen de uno, se independizan, si alguien se murió uno sigue viviendo sin esa persona, el agua que cae en las piletas, cae a pesar de que ya no está esa persona, uno se lava las manos en un mundo donde ella ya no está. No tenemos nada que ver con eso. Pero lo podemos perfeccionar. Por eso me importa la comunicación. Que leyendo un poema el tipo vea que en esa ventana cabe más que un cielo nublado y unos techos.

Recién nombraste a alguien que me parece que tiene relación con tu poesía: Ferreira Gullar. ¿Cuándo te encontraste con la obra de ese poeta brasileño?

–Cuando vivía en Salto. Y a partir de ahí me hice seguidor suyo. No lo conozco personalmente, pero hemos hablado por teléfono. Es uno de los poetas más importantes de América Latina. Tiene una cosa que de pronto no tiene nada que ver conmigo, pero que me ayuda cuando lo releo. Es una poesía que se construye a partir de la inteligencia, sin dejar de ser poesía.

–También el Cardenal de los “Epigramas” me parece emparentado con tu poesía.

–Es que Cardenal me sirvió como un trampolín, para descubrir otras poetas, los latinos, por ejemplo. Uno lee a Catulo, a Marcial, a Volusio y ve que tienen un tono, un método, una forma que se relaciona con lo actual. En la poesía no hay progreso, allí los tiempos se borran.

El País Cultural No. 659

21/06/2002.

La crítica a Mal de ausencias

Detrás de un vidrio claro                                                                           

En un poema de Fotonovela canción de perdedores (1996), titulado “Encuesta. Mayo de 1990”, Elder Silva hacía una estadística de las mujeres que leen poesía en Montevideo y concluía que las 14.400 que identificaba la encuesta eran una cantidad

nada despreciable si se considera que uno escribe con el único objetivo de seducir,
y lo hace con la buena fe, de que de una vez por todas
la poesía se ponga del lado utilitario de las cosas.

Más allá de la apuesta humorística –del puro chiste- esa intención de que “la poesía se ponga del lado utilitario de las cosas”, se relaciona con el arte poética de este poeta salteño, con su convicción de que la poesía tiene que comunicar, como sabe quien haya participado de alguno de sus recitales, especialmente del ciclo que llamó con disfrutable ironía “Es mejor hacer poesía que dedicarse a robar”.

Sin embargo, esa jerarquización de la cualidad comunicante, esa apuesta por la inteligibilidad, no ha rebajado la calidad de su escritura, no la ha hecho condescender a facilismos, como ha sucedido a veces entre los poetas cultores de un cierto coloquialismo “urgente”. La poesía de Elder Silva, con su engañosa diafanidad, es un caso poco frecuente de calidad poética sostenida, desde que ganara el concurso del Banco de Seguros con Línea de Fuego en 1982. Ese no era un típico primer libro, ahí había ya una voz personal, segura de sí, que inauguraba lo que ha sido la marca de fábrica Elder Silva: una visualidad nítida que se despliega ante los ojos del lector y se graba en la retina, un montaje de tipo cinematográfico, una economía de recursos que corre pareja con la puntería para la palabra justa, una peculiar destreza para comunicar sensaciones visuales y auditivas, y un delicado equilibrio entre la ironía y la emoción, entre la seriedad y el desparpajo. (A eso habría que agregar el tono rigurosamente contemporáneo que consigue sin someterse a los lugares comunes de las modas).

Nacido en Pueblo Lavalleja, las primeras experiencias de Silva no se diferenciaron demasiado de las de cualquier niño del norte rural del país. Pero esas experiencias no se convirtieron en sus textos en parte de un paisaje costumbrista, sino que se integraron a un sistema metafórico personal, a una forma de ver el mundo que rechaza tanto la novelería como el provincianismo. La suya es una poesía en movimiento, una poesía de fronteras, de equilibrio inestable. Documenta una serie de tensiones y de tránsitos: es a la vez el testimonio de una búsqueda hacia adelante, un movimiento de recuperación y de lealtad hacia el pasado personal y de afirmación crítica del presente. De ahí que en esta obra sea tan frecuente la alusión al “play back”, al “replay”, a “un ardor en la memoria” de escenas cotidianas perdidas en el tiempo, tanto como a cosas del presente más estricto, como el resultado de un partido de fútbol, o las marcas de productos de consumo. Y en paralelo, consecuente con esa condición de “poesía en tránsito” hay una constante alusión al viaje, a la carretera –a la condición de viajero- al mundo mirado desde la ventanilla del ómnibus que cruza la ruta, o del auto que va por caminos vecinales. De los apuntes de Cuadernos agrarios a las escenas de Fotonovela, de los recuerdos de la voz de Zitarrosa cantando “Milonga para una niña” en radio rural, a los colores de Benetton, los carteles de Coca Cola o el perfume de L’Oreal, Elder Silva dibuja un mapa reconocible, que es también una imagen secreta de la historia del país y de su generación. Pero como toda poesía verdadera es mucho más que eso: habla del tiempo, del amor, de la muerte, de la búsqueda y la derrota que es toda vida humana, pero también del núcleo dramático de la poesía moderna: la necesidad y a la vez la conciencia de la imposibilidad del lenguaje para decir el mundo.

Entre la fe y el escepticismo. Elder Silva apuesta por la poesía, porque

sabemos que no arribaremos a ningún puerto y sin embargo aceleramos
aceleramos
bajo un cielo desahuciado

como dice en el poema “Noches de verano” de Mal de ausencias. Y lo hace sin afán didáctico, limitándose a mostrar, como una cámara que recorre el mundo más cotidiano y registra, casi sin proponérselo, una brecha iluminadora, un destello de sentido, una epifanía que nos despierta de la hipnosis que impone la rutina.

Sin énfasis, Elder Silva pone la mirada en lo más insignificante, en ese “gato al sol” que no es visible para el “pasajero de Varig que vuela a 7.000 pies sobre el litoral del país”, ni para “los que vuelven para Salto en el ómnibus de Spinatelli”, ni siquiera para el “almacenero enredado en los hilos de las ventas de fiado”, pero que contiene algo que se debe descifrar, una clave, un signo que, si no fuera porque esta poesía huye de la grandilocuencia habría que llamar “metafísico”. Por eso las lechuzas o murciélagos que ilumina apenas el haz de sodio de los faros del ómnibus en medio de la noche, en el bello poema “Salto- Pueblo Lavalleja”, están allí para hablar de esa frágil temporalidad que compartimos con la naturaleza.  Porque “esas vidas rápidas”, con su brevedad “están allí, girando sin apuros, cumpliendo con su ciclo como quien paga sus impuestos al cajero automático”, como dice en otro poema (“Más allá de los algarrobos están quemando campos”).

En ese sesgo que privilegia lo visual, es interesante la función de la idea de “reflejo” en la poesía de Silva y su simbolismo: la recurrencia a la imagen de la ventanilla, desde donde “el viajero” puede observar en el vértigo de la velocidad, lo fugaz, lo mínimo, los insectos, los pájaros, los

bichos de pelambres grisáceas
enceguecidos por la luz
así como una dimensión cósmica, en
el perfil del que te ama, también reflejado en el vidrio
 coqueteando con astros y galaxias
(“Tres instantáneas de Bella Unión”).

En Mal de ausencias, desfilan ante los ojos del lector el bolichero del bar Zapucay, Alberto Spencer y Pedro Virgilio Rocha, los chamamés del tío Mariano, unas camisas negras secándose al sol, palabras que convocan olores y sabores, cosas concretas que hablan de nuestra condición signada por el tiempo, que nos interrogan, a veces dolorosamente, sobre el sentido de la vida. Y está el amor, o mejor la memoria del amor, como lugar iluminador de sentido y de intensidad. Y la poesía, que es aquí una forma de ver el mundo y también una fraternidad: por eso en “Uruguaian poetry” reúne los nombres de varios poetas (Benavides, Scagliola, Mazucchelli, Macedo) en torno a las imágenes de una seca simbólica y real, y hay textos dedicados a Antonio Cisneros, a Jorge Teillier, homenajes a Roque Dalton, al Rubén Darío de los años finales, o una cita de Ferreira Gullar. Y hay una visión de la poesía que cancela jerarquías, y sin dejar de lado el humor, apuesta por la belleza del esfuerzo humano por alcanzar lo inalcanzable.

(A veces uno espera quebrar el cero.
Uno siempre ansía quebrar el cero).

Una pelota cierta desde el banderín del corner, sin intermediarios, como un sueldo justo, o la primera noche de sexo con tu novia

 Y luego las piolas de la red
sacudidas en la cámara lenta
de todos los televisores de tu país
cosas que emocionan,
como deseos sin cumplir
como una utopía,
acaso
si existiera.

MAL DE AUSENCIAS, de Elder Silva.

Civiles Iletrados. Montevideo, 2002.

Distribuye Orbe Libros. 72 págs.

Elder Silva: diez poemas y dos inéditos

Descargar Sobre Elder, de Rosario Peyrou

Perdidos en la noche

Los cowboys marchan al exilio
viajan a la Florida sin maletas
y sin un centavo

(olvidarán a búfalos caballos que galopaban
o galoparon
             o galopan todavía
a infames que acechan desde el invierno.)
y mientras el autobús cruza los metros
del celuloide que le queda
ven morir a seres miserables
sin gastar una bala.

(Líneas de fuego, 1982)

A la cajera del Oxford

La muchacha que está detrás de la
registradora
      piensa en cosméticos
no en el ticket que acaba de marcar
y marcar
      sino en la línea
             (de spleen o de cansancio)
que seguirá el cosmético en su rostro.
Los cortos dedos
      olvidan las últimas
cifras marcadas en la registradora
miden
      se inclinan ante el murmullo obligatorio
detienen otro aliento
      (de intimidad
                    o espejos)
La muchacha responde al grito de:
“Cierra el seis”
      con rápidos tecleos
en la máquina
      pero piensa en trazos del aire
en la mecánica del rímel
             y del desamparo.

(Líneas de fuego, 1982)

Apuntes para un Western

Tal vez usted no entienda esto que escribo,
padre. El capitalismo es hostil a todo y a
cualquier entendimiento entre el campo y
la ciudad.
      Pero debe saber que no pretendo eludir
el problema. Busco palabras que sean fieles en
el trávelin:
      el sombrero alón,
                    las botas
las espuelas hundiéndose en el barro
antes de montar.
      O cuando se aleja del
caserío envuelto en el poncho de bayeta
y los gurises
-nosotros y los extras-
diciéndole “hasta luego, hasta luego”.
Entonces
      Nada sabíamos acerca de bandidos
ni de balaceras. Apenas de densos polvazales
ya instalados en la sangre infantil,
             y aquella
tarde en que usted ensilló de nuevo
después de la convalecencia
y salió hacia los cerros al galope.
                           Subiendo
y bajando por los pedregales
             como por la
orilla del celuloide
      en “Ringo cabalga de nuevo”.

(Cuadernos Agrarios, 1985)

Cuaderno agrario
La retrospectiva no termina señalando
fechas,
      momentos imprecisos, osamentas de
caballos muertos al costado de la ruta.
En la alusión de un verso no caben los
rancheríos. Ni lluvias impertinentes,
ni bandadas de tordos
hartos de tanto vuelo inútil:
             así la luz
no depende de lo oscuro ni de la huida
de las sombras.
             Aunque ahora al levantarnos
En la mañana, tropecemos con las gallinas
cloqueando por el patio
                    o desde esta ventana
intentemos medir el salto de garrocha
el esfuerzo del sol cruzando los rastrojos
      las parvas
             sobre la mala distribución
de la tierra.

(Cuadernos Agrarios, 1985)

Encuesta. Mayo de 1990

El 2,4% de las mujeres que lee libros
prefiere los libros de poesía.
             En tanto solo
el 0,4% de los hombres se inclinan por este género
que algunos de nosotros cultivamos con afán.
Dejando de lado a los varones, que en este caso
solo interesan como dato estadístico
tendremos el siguiente cuadro:
De las 600.000 mujeres que inquietan Montevideo
comercian a sabiendas con la poesía
apenas unas 14.400.
Cifra irrisoria si se tiene en cuenta
la abundancia de poetas
y que ven TV un 20% de las damas de esta ciudad,
pero nada despreciable si se considera
que uno escribe con el único objetivo de seducir
y lo hace en buena fe, de que de una vez por todas
la poesía se ponga del lado utilitario de las cosas.

(Fotonovela, canción de perdedores, 1998)

Más allá de los algarrobos

están quemando campos

Más allá de los algarrobos
Hay olor a moles quemados
a libélulas que huyen hacia el caserío
a langostas trituradas por el calor.
Hay aire molido delante de mis ojos
un cielo limpio
como túnica de mi novia del sexto escolar.

Hay vidas rápidas en el mediodía.

Un mosquito vive 24 horas
las mariposas 12,
los jejenes tampoco alcanzan
la vida eterna.
Y sin embargo están allí
girando sin apuros
cumpliendo con su ciclo
como quien paga sus impuestos
al cajero automático.
Vidas que no se escuchan entre miles
de automóviles, luces, polvo, senos, entrevistas,
caídas en las ventas.
ni siquiera se ven en las fotos minuciosas
que mi hermano Roberto
tomó en el verano por campos de Lluberas.
Pero sabemos que están allí:
vidas estelares que alimentan los días
las horas, los días.

Y que sostienen la humareda
que ahora se levanta tras los algarrobos
en silencio.

(Mal de ausencias, 2002)

El caballo de mi padre

El caballo mastica el sol entre los pastos
la luz azulada
que asordina las horas del verano en la pradera.

El caballo de mi padre come en los brotes
de alfalfa, flores de macachín (rosadas),
Las pobrecitas flores del tero
que asoman en la hierba.
Espanta los jejenes con su cola
y a los tábanos.
Pone en duda el bostezo del mediodía
cayéndose sobre su propia sombra.

El caballo de mi padre ramillea entre ortigales
elige en el jugo de la gramilla
tras las retamas que explotan, entre carquejas.

El caballo de mi padre
se alimenta de poesía.

(La frontera será un tenue campo de manzanillas, 2003)

Aseo personal

Mientras aprieto el sachet
del dentífrico
y estiro el gusano de la pasta de
dientes
en el cepillo rojo,
me estremecen tus pasos.
El mismo ruido en la cocina
el agua otra vez llevándose
las migajas de la cena
de anoche (¿acaso la última?)

Mientras el dentífrico
se aplasta en mi boca
y me devuelve a lo que
nunca tuve,
pienso que la coartada
del silencio
echará a perder estos gestos
cotidianos
que nos justifican
en este rescoldo del planeta.

(Sachet, 2009)

Volver 2

Vuelvo al barrio
como esos caballos viejos
al patio donde comieron
alfalfa fresca
alguna vez.
Vuelvo por la vereda
destruida.
“Rey Maikol”
“El Villa es un sentimiento
lo demás, solo detalles”.

Y la chimenea de la fábrica
no es una amenaza para el
verano.
Salto los pozos
y sigo tras el traqueteo
del carro papelero.

Algo raro sucede:
coleccionan revistas
que no hablan de sus corazones
ni salen las fotos de sus hijos
de rodillas flacas.
Y coleccionan páginas
de diarios atrasados
(¿qué historia no?)
donde jamás cotizan.

Es raro este barrio
y lo quiero arrinconar.
Aunque sea acá
en este boliche de orilla
donde todos parecen
aburridos para siempre
porque he vuelto.

(Sachet, 2009)

Agua Enjabonada

Cuando tiendes la ropa en el alambre
esperas algo más que un lavado
perfecto.
Sientes deseos que tu camisa blanca
se purifique algo en el tendedero
que el sol se recueste en el suéter
comprado en San Pablo
y lo vuelva más naranja
y apague la borrasca del día
y la falta de confianza.

Cuando veo mis medias sacudidas
por el viento
espero no sentir el cansancio
de esa danza
cuando me las ponga para ir al trabajo.
Hay cierto alivio
y suspiras como en un spot
donde publicitan jabones
y hasta crees que algo ha sucedido
con tu ropa
cuando la descuelgas
para ordenarla en el ropero.

El olor a ropa limpia
tiene la belleza de tus ojos
mirando en un cielo atardecido
y algo de la escandalosa impureza
del agua enjabonada.

(Agua enjabonada, antología 1982- 2012)

Larga espera

Fría,
como una cobradora de impuestos,
como una taquígrafa el día
de la sesión del parlamento,
me hiciste esperar una hora con un
ramo de astromelias para ti.
Los sesenta minutos más largos de mi
vida,
solo en un pasillo aséptico,
apenas atravesado por gordas oficinistas,
biblioratos con tacones
y ese óxido espeso
que corroe no solo los restos del amor,
sino las penas de amor,
y hasta las astillitas de todo lo que
vivimos juntos.

(inédito)

3

Ningún aire te defiende.

Aquí hay cañaverales y los niños tienen hambre.
El agua enrojece en los atardeceres
y los trenes asoman cada dos o tres días por
los rieles deshechos.
Ningún aire contempla los diferentes tonos
de tu piel de invierno a verano.
Ni pastos.
Ni pastizales hendidos en lo oscuro.
Solos los mojones de la ruta recuerdan la
distancia,
defienden el abrazo y el instante en que
mi camisa caerá sobre la silla de tu cuarto.

(inédito)