Descartes (que era un personaje del Café)
Myriam Pereyra
Nunca supe su nombre ni lo sabré, omisión imperdonable cuando me dispongo a escribir sobre alguien para quien los nombres lo eran todo. O Quizás -se me ocurre ahora- secreta ironía de los dioses, sabedores de que un nombre nada significa en la vorágine del tiempo.
Las circunstancias fueron simples: por esa época yo frecuentaba el Café todos los días; normalmente llegaba al anochecer y él ya estaba instalado en su mesa del rincón junto al segundo ventanal, solo y con un gran libro despegado sobre el mármol. Hacía reiteradas anotaciones al margen valiéndose de un lápiz negro de punta afilada o trazaba círculos y subrayados con un grueso lápiz rojo; de tanto en tanto, extraía de sus bolsillos recortes de periódicos o papeles sueltos de diferentes tamaños y texturas en los que parecía atesorar valiosos datos, los examinaba, los cotejaba, y volvía a guardarlos, siempre en un, para mí, incontrolable desorden.
Todo esto lo fui registrando con el tiempo, porque durante meses, quizás años, él fue para nosotros -incluyo a los amigos con quienes me encontraba- un elemento más del Café, tan indiscernible como el largo mostrador, las columnas, las mesas o las cortinas siempre amarillentas por el humo del tabaco y el polvo de farragosas jornadas.
Era un hombre bajo, de edad indefinible, piel muy pálida y manos y pies sorprendentemente pequeños. Siempre vestía de negro y se peinaba con una recta raya al medio que dividía su abundante cabello también muy negro en dos mitades que se desplegaban ensortijadas a ambos lados de su cabeza sin llegar a alcanzar los hombros. Todos lo llamábamos Descartes.
Hubiera seguido siendo para mí un personaje más del café, uno de tantos que el hábito hacia necesarios hasta que un buen día desaparecían sin dejar rastros ni dar explicaciones, si no fuera porque una noche de enero me encontraba solo en el Café semivacío cuando de pronto entró Descartes visiblemente excitado. Miró a su alrededor -cosa extraña porque nunca parecía fijarse en nadie- y luego, con expresión de alivio se dirigió a su mesa acostumbrada junto al lado de donde yo, por casualidad, me hallaba sentado. Extrajo dos voluminosos libros de una mochila que siempre cargaba a su espada, los depositó sobre la mesa, se sentó y sacando un peine nacarado del bolsillo del pantalón comenzó a repasar su pelo ondulante con mucho cuidado. Después ordeno un café, se calzó unos gruesos lentes de montura anticuada, tomó sus dos lápices y de dispuso a abrir uno de los libros, manipulando con sus manos pequeñas los volúmenes forrados en un papel color crema, casi irreconocible bajo las manchas del continuo manoseo, el café, el tabaco y la grasa de alguna milanesa al pan masticada durante intervalos en la lectura.
Se me disculpará una breve digresión aclaratoria dedicada a mi humilde persona. Nunca tuve, por fortuna, necesidad de trabajar. Me refiero a esas fatigosas obligaciones con horarios, tarjetas, jefes y otros expedientes por el estilo. Sin embargo, siempre fui un hombre muy ocupado y un juez muy severo para quien no cumpliera puntualmente con las funciones que la sociedad le ha asignado. Nada me provoca más admiración que un especialista desplegando sapiencia y habilidades en lo suyo. Pero, para mi suerte o mi desgracia, carezco de la necesaria paciencia que forja a un especialista. Toda mi vida fui un curioso insaciable y eso me llevó a errar por distintos campos del saber humano: me interesé sucesivamente por la botánica, la encuadernación, el latín, el tallado de madera, la pintura china, la astrología, la entomología, el ajedrez, los muebles de estilo y otras inquietudes.
Por ese entonces yo tenía ciertas veleidades de numismático. Recuerdo que esa noche sofocaba el tedio tratando de descifrar una inscripción en una moneda colonial auxiliado por una ostentosa lupa. Había logrado abstraerme en la pesquisa cuando sentí que una voz vieja, opaca, casi susurrante, me solicitaba -en término muy respetuosos- la lupa por unos minutos. Miré a mi alrededor sorprendido pero no había más nadie cerca. La voz provenía de Descartes, que aguardaba expectante, y me sorprendió porque yo siempre había imaginado que él poseía una voz aflautada, casi chillona. Le alcancé la lupa de inmediato y, mientras él escudriñaba un minúsculo recorte, guardé la moneda y aproveché para sentarme en la silla frontera de su mesa. Cuando levantó la cabeza contemplándome entre curioso y alarmado, le pedí disculpas por mi intrusión, le aseguré que me retiraría al instante si así lo deseaba y agregué que siempre me había interesado saber cuál era la tarea en la que trabajaba tan duramente, según había podio observar.
-Estoy aprendiendo a leer- fue la pasmosa respuesta.
La decepción debió leerse en mi rostro, aunque procuré adoptar una actitud comprensiva, porque casi en seguida agregó:
-No, no se trata de lo que usted imagina. Estos dos libros -y señaló los dos gruesos volúmenes sobre la mesa- son los dos tomos del Diccionario de la Real Academia Española, edición 1984. Desde hace años -prosiguió- tengo el convencimiento de que leemos de una manera vaga azarosa, insustancial. Por eso decidí que sólo comenzaría a leer cuando conociera exactamente todas las acepciones que pertenecen a un vocablo. Esa es la labor que me ocupa y que, preveo, me ocupará todavía por mucho tiempo.
La insensatez, la vanidad de la idea me dejaron estupefacto y ya dudaba entre articular objeciones o saludar e irme, cuando miré hacia el ventanal y vi a una señora que combatía el calor con un gran abanico floreado de varillas flexibles. Entonces, lo miré desafiante y le propuse: “abanico”.
Él me contemplo a su vez con sus ojos pequeños, oscuros, penetrantes, parpadeó un par de veces y dijo:
“abanico: diminutivo de abano, derivado de abanar, del portugués abanar, aventar, cribar; y éste del latín vannus, criba. Voz masculina. Instrumento para hacer o hacer aire. El más común tiene pie de varilla y país de tela, papel o piel, y se abre formando semicírculo. 2. figurado. Cosa de figura de abanico, como la cola del pavo real. 3. figurado y familiar. La Cárcel Modelo de Madrid (1876-1939), construida sobre planta de abanico. 4. figurado y familiar. Sable, arma blanca. 5. En Cuba, pieza de madera en forma de abanico, con una ranura arqueada en su parte media, por la que corre un listón que remata en disco y sirve, en las vías férreas, para advertir al maquinista el punto en que aquellas de bifurcan y la dirección que por allí ha de seguir el tren. 6. Ecuador. Utensilio de forma cuadrangular, hecho de esparto o totora, que se usa para aspirar el fuego, soplillo. 7. Germania. Espada, arma blanca. 8. En alguna armaduras antiguas, parte lateral del codal y de la rodillera, en forma de abanico. 9. Marina. Especie de cabria hecha con elementos de a bordo. 10. Véase “vela de abanico”, “en abanico”. Locución adverbial, en forma de abanico, parecer uno abanico de tonta. Frase figurada y familiar. Moverse mucho y sin concierto.”
Clausuró si recitado, bebió un largo sorbo de agua y volvió a contemplarme con la fijeza del maníaco.
Preferí no embarcarme en disquisiciones teóricas; juzgué que un ejemplo bastaría para hacerlo añicos y como a propósito aleteó en mi cerebro el verso de Rubén Darío: “bajo el ala aleve del leve abanico”. Le señalé cómo en ese verso era evidente el uso de “abanico” en su acepción y que todas las demás sobraban, como por lo demás eran un lastre inútil en casi todas las ocasiones en que aparecía
“abanico” en la conversación, en la lectura o en la mente.
Me pareció advertir un destello irónico en su mirada, esbozó un rictus que no llegó a convertirse en sonrisa y enseguida, serio, me respondió:
-Veo que usted es partidario de una lectura reduccionista. Por mi parte y sin entrar en las reverberaciones de ala, aleve y leve, la sola palabra “abanico” me sugiera la cola del pavo real y por tanto el lujo, la magnificencia, la ostentación, los vestidos de las damas, el despliegue sensual, voluptuoso y narcisista de la marquesa. También acuden a mi imaginación el sable y la espada, recuerde que allí se habla de un vizconde desafiante y se sugiere un posible duelo; sin duda, la sola mención de la nobleza ya nos remite a antiguas armaduras y sus piezas. También el trópico y la cárcel están presente en la pasión y en el coqueteo hábil de Eulalia para avivar su fuego, y hablando de trópico me parece percibir la brisa y el sol ardiente de Cuba así como las veleras embarcaciones que atraviesan el mar Caribe. Ni siquiera la etimología es insignificante: observe cómo la marquesa criba astutamente a sus admiradores hasta preferir al paje.
Una rabia sorda crecía en mi interior a media que él hablaba. No sabía si aquel individuo insignificante se burlaba de mi o hablaba completamente en serio. En este caso, su locura sistemática, subversiva de todo sentido común me resultaba intolerable. Opté por desafiarlo otra vez y le propuse: “belleza”.
Volvió a contemplarme fijamente, volvió a parpadear un par de veces y comenzó:
“belleza: derivado de bello, del latín bellus. Voz femenina. Propiedad de las cosas que nos hace amarlas, infundiendo en nosotros deleite espiritual. Esta propiedad existe en la naturaleza y en las obras literarias y artísticas. La belleza absoluta sólo reside en Dios. 2. Mujer notable por su hermosura. 3. artística. La que se produce de modo cabal y conforme a los principios estéticos…”
Lo interrumpí con un “basta, basta” y un gesto perentorio de mi mano. Le hice notar que no era necesario ser un especialista en el tema para advertir que esa definición era harto insuficiente, totalmente cuestionable y no resistía un análisis profundo. Por ejemplo, ¿Qué diría un ateo sobre eso de que la belleza absoluta sólo reside en Dios? ¿Cuáles son los principios estéticos que producen la belleza artística de modo cabal?
El rictus reapareció convertido en un surco profundo; meditó durante largos instantes y por fin dijo:
-Un ateo posiblemente se sentiría confirmado en su ateísmo frente a tal declaración. Pero sospecho que usted no me ha comprendido. Sé que las definiciones del Diccionario son precarias, discutibles, imprecisas como todo lo humano; sé también -y me adelanto a su próxima objeción- que el Diccionario no registra todas las palabras no todas las acepciones. Eso es lo que centuplica mi tarea, convirtiéndola en un esfuerzo casi titánico -su voz no pudo ocultar un matiz de orgullo-. Eso es lo que me ha llevado a una búsqueda continua de palabras desconocidas, de significados ignorados u olvidados. Por eso -y ahora sus ojos, habitualmente apagados, brillaban- he reunido cientos, miles de recortes tomados de periódicos, revistas, libros, catálogos y todo material impreso que cae en mis manos; también conservo miles de anotaciones en las que he registrado términos, acepciones, matices captados en el azar de una conversación, en un programa de radio o de televisión, en una iglesia, en un hospital, en un boliche, en una letrina y en cualquier lugar donde la gente deja las huellas de su lenguaje. Ahora, conozco a un ingeniero que ha prometido aportarme más material de un nuevo lenguaje que se llama informático. Todo lo voy incorporando al Diccionario en la medida de mis fuerzas y respetando un cierto orden, concluyó.
Me fui de vacaciones por diez días. Al regreso, Descartes no estaba solo; frente a él, en su mesa de costumbre, estaba sentada una mujer flaca, de ojos saltones. Me ubiqué a una distancia discreta y de soslayo observé la escena. La mujer llevaba un vestido fuera de moda, salpicado de florcitas desvaídas, que no disimulaba sus formas angulosas y mezclados con el negro natural de su pelo, la gasa violeta alrededor de las arrugas del cuello y las manos ensortijadas no ocultaban sus cuarenta años largos. Se había maquillado mal, con un lápiz de labios barato y el carmín le arrebolaba las mejillas. Tenía un vago parecido con Descartes. Hablaba en tono bajo, apremiante, mientras con dos dedos de la mano derecha retorcía un mechón de cabello. No pude evitar oír algunas palabras pronunciadas con más énfasis: “egoísta… sólo pensás en vos mismo… inútil” y otras expresiones de igual tenor. De tanto en tanto la mujer callaba como esperando una respuesta, pero Descartes nada respondía. Su mirada se perdía en la noche sofocante, más allá del ventanal, entre las luces de la Plaza, las parejas de enamorados y niños que pedían limosna. Entonces, los ojos de la mujer se encendían, lo encaraba iracunda y siempre en un tono asordinado, con rabia contenida, explotaba: “canalla, miserable”, mientras sus manos esgrimían unos papeles manoseados. Él bajaba la cabeza, daba una larga pitada al cigarrillo y después volvía los ojos a la Plaza. La escena se prolongó por más de media hora todavía, hasta que Descartes sacó de su bolsillo una billetera de cuerina barata, le entregó a la mujer unos billetes y le mostró el interior vacío. La mujer tomo los billetes, los dobló cuidadosamente, los introdujo en su seno y después se levantó y se fue no sin antes advertirle: “te veo el mes que viene”.
Descartes permaneció más ensimismado que nunca, sin prestar atención a los escasos parroquianos ni al café frío que tenía adelante ni al infaltable Diccionario. De pronto, extrajo su peine nacarado y comenzó a repasar su pelo una y otra vez mientras la noche se metía por el ventanal como un gran animal amenazante.
Al finalizar el verano, el Café cerró. Ese lunes por la noche nos enfrentamos atónitos al cartel que anunciaba “Cerrado por reformas”, acrecentando los rumos, siempre desmentidos, de que el local sería vendido y destinado a otros fines. Entre el grupo de náufragos que se apiñaba frente a las puertas implacables, divisé a Descartes, cargando su invariable mochila. Parecía más desconcertado y frágil que nunca.
Durante el otoño desapareció por completo. En tanto, el cartel de “Cerrado por reformas” fue sustituido por otro que exhibía un lacónico “Se vende” y el nombre de una conocida Inmobiliaria. Nuestras esperanzas se derrumbaron casi por completo.
Una noche helada de fines de julio, yo subía por Yaguarón hacia 18, como yendo para el Cementerio Central, cuando descubrí a Descartes en el fondo de un boliche de comidas casi vacío. Después de un momento de vacilación entré y una vaharada de aceite refrito me envolvió de inmediato. Descartes estaba sentado frente a un gran plato de papas fritas coronado por dos huevos también fritos y engullía vorazmente; a su lado había una jarra de vino a medio vaciar. Lo saludé afectando placer pero él no levantó la cabeza del plato, con un gesto de su mano me indico que tomara asiento y enseguida me señaló la jarra de vino. Me serví un vaso por complacerlo pero el primer sorbo ya me trajo la acidez del vino barato. Permanecí en silencio contemplado su pelo en desorden, las arrugas que surcaban su rostro, el sobretodo negro de paño muy gastado, raído en los codos y en las bocamangas, la bufanda negra deshilachada y la infaltable mochila sobre una silla al costado. Cuando hubo devorado hasta la última papa frita, repasó con un gran pedazo de pan todo el plato, lo masticó rápidamente, se bebió de un trago el vaso de vino que tenía adelante, se limpió la boca con una servilleta de papel, volvió a servirse de la jarra y recién entonces levantó la cabeza, me miró y dijo: “Vendo el Diccionario”. El anuncio me tomó tan de sorpresa que no supe qué contestar pero él no parecía esperar una respuesta. Se sirvió otro vaso de vino y mientras hurgaba en su boca con un escarbadientes, agregó: “Usted sabe bien que no es un Diccionario común, que está lleno de anotaciones valiosas… si sabe de algún interesado.”
Traté de animarlo diciéndole que por esos días había pensado en él a propósito de una palabra curiosa que había encontrado en un texto: “bustrofedon”. Tampoco esta vez respondió; hizo un gesto despectivo con su mano y con mirada oscura, ensimismada, comentó: “Desperdicié mi vida en naderías”. Después puso unos billetes arrugados sobre la mesa, tomó la mochila y se levantó. Yo lo imité. Caminamos juntos hasta 18 sin cambiar una sola palabra más. Allí nos separamos con un rápido apretón de manos. Me quedé observando la negra figura de Descartes, inclinada contra el viento, que se perdió rumbo al sur, en dirección al Cementerio. La pertinaz llovizna helada azotaba su rostro húmedo.
No volví a ver a Descartes ni supe más de su vida. Sospecho que no culminó su empeño, es más, sospecho que no llegó a completar los vocablos encolumnados en la letra “B”. Sin embargo, hace unos meses, después de mucho pensarlo, decidí enviar esta comunicación a la Enciclopedia Británica, a Larousse y a Espasa-Calpe:
“Descartes (¿-?) Filólogo y Lector uruguayo. Ideó un método de lectura omnicomprensivo, infinito, inútil”.
Hasta el presente, no he recibido respuesta.