La tumba

(Dos fragmentos)

Tú quieres ser poeta, Felipe, y por eso te has acercado a mí, por eso sufres los achaques y caprichos de un viejo que, como todos, es insoportable, por eso te has transformado en mi secretario, mi escribiente, mi acompañante, en suma, mi lambeculo. Confías en que a mi lado aprenderás los secretos del Arte, que yo te guiaré como un padre hacia las musas, que yo te daré el espaldarazo consagratorio en el mundillo literario, que yo te encaminaré hacia la gloria, hacia el dinero, hacia el Poder. Pues te equivocas ¡víbora! ¡hijo de serpiente mal parida! ¿piensas acaso que no sé que tu respetuoso “don Francisco” se transformará en “ese viejo hideputa” entre tus amiguetes, que tu afecto esconde el cálculo, que tu proclamada admiración por mis versos se convertirá en frío aprecio apenas publiques tus primeros vagidos y que más adelante se trocaré en abierto desprecio cuando ya te sientas con alas suficientes para encaramarte en el Parnaso, para admirarte como Supremo, para cagarte en tu maestro y en todos los que te rodean? Eres un traidor porque perteneces a una raza de traidores igual que yo… Pero no te asustes, hijo, no te enfades, sólo estaba bromeando, desahogando un poco mi bilis. Ven aquí, mi buen Felipe, alcánzame esa bacinilla, te consta que para mí eres como un hijo, más querido aun que el hijo que no tuve, te he enseñado mucho y te enseñaré más todavía… Tú quieres ser poeta… Ser poeta no es una elección, es un destino. Desde niño supe que había recibido el llamado. Como tantos, compuse desde que tengo memoria. ¿Recuerdas aquellos versos de Ovidio? No, ¿cómo puedes recordarlos si ni siquiera los han aprendido? ¡Generación raquítica! No Saben latín no aprenden de memoria a los clásicos, sólo viven fantaseando detrás de esos franceses farsantes y mentirosos.

Aquellos versos de Ovidio:
Sponte sua carmen numeros veniebat ad aptos
et quod temptabam scribere versus erat.
Los traduciré para ti:
“espontáneamente, el poema tomaba su ritmo apropiado
y todo aquello que intentaba escribir se convertía en verso”

Todo se le convertía en verso, se le deslizaba hacia el ritmo más allá de su voluntad, a mí siempre me sucedió lo mismo desde que me puse a jugar con la magia maravillosa y terrible de las palabras. Pero observa cómo en latín los numeros son las unidades, los conjuntos tal como los utilizamos nosotros y también la medida, la cadencia, el ritmo, por aquí te asomas a uno de los secretos de la poesía: el sonido sometido a ritmo, las estrofas, los versos subordinados a la medida, el lenguaje y las matemáticas se abrazan en un coito deslumbrante y por eso tú debes aprender al dedillo las reglas del soneto, la octava, la redondilla, las exigencias del endecasílabo y del consonante, los secretos del pareado y la alternancia y muchas cosas más que aprenderás a mi lado porque yo nunca he tenido pares, ni siquiera rivales, siempre he sido el mejor. ¡Ah! qué alivio para mis tripas. Lleva esto a la letrina y vuelve en seguida, mi buen Felipe; en tanto yo encenderá un par de velas y me tomaré un buen trago de tinto que buena falta me hace. ¿dónde están los sahumerios? Mierda, me quemé.

Sí, Felipe, como te iba diciendo, en eso consiste el gran secreto de la poesía, en dominar las palabras, en hacerlas retorcerse como buñuelos en un sartén e ir conformándolas como uno quiere. El poeta debe conocer el lenguaje mejor que a sí mismo, no importa que no conozca las cosas, ni los sentimientos, ni los mares, las selvas o las cortes. Lo que importa son las palabras ¿acaso en el momento de hacer un poema tenemos entre manos palmeras, navíos o escaños? No, estamos a solas con las palabras y ellas nos desafían, nos coquetean como buenas putas que son pero no se entregan así nomás, no te engañes, hay que sudar mucho, tener cojones, paciencia y una voluntad de hierro para conquistarlas, para por fin desvirgarlas porque, y ese es otro secreto, aunque son lo más manoseado y lo más prostituido, para el poeta siempre están vírgenes. Ya veo en tus ojos la incredulidad, percibo en tu aliento la suspicacia, compartes el criterio de esos nuevos poetas flatulentos para quienes la poesía debe ser un irse de cámaras del alma, un pedorreo del espíritu, ¡verga! Me cago en ellos y en sus poemas afrancesados, lloricones y huecos. Sírveme más tinto que ya me voy fatigando con tanto perorar pero tú eres mi heredero, el hijo que no tuve y que me quema las entrañas.

Nunca en mi larga vida he descendido a la prosa. Eso está bien para los almaceneros, los leguleyos, los cagatintas pero no para el Poeta. Por ironía he tenido que manejar números y otra vez topamos con el endiablado laberinto de las palabras porque como sabes mi primer empleo -también me estaba destinado- fue el de supernumerario en la Administración. Mi padre era, fue siempre el Tesorero de la Real Hacienda, bajo Su Majestad y luego bajo el llamado gobierno patrio, porque cuando esos gauchos de mierda se dieron cuenta que no entendían un coño de números no tuvieran más remedio que llamarlo y allá fue él con su dignidad intacta, su reconocida eficiencia, y ocupó su lugar de imprescindible. Los gobernadores, los estancieros, los comerciantes, los curas siempre respetaron a mi padre y lo admitieron en su círculo porque respetaban su eficacia y su decencia. Yo estaba destinado a seguir sus pasos y lo hice con alegría pues has de saber, Felipe, que teniendo habilidad no hay posición más ventajosa que la del burócrata; te lo digo yo que he visto sucederse los mandamás, alternarse a todos los gobiernos posibles, mientras la burocracia permanecía como una columna inalterable en la que todos necesitaron apoyarse.

*

-Dicen que volvió el Monje -casi susurró una voz tosca de acento fronterizo, a mis espaldas.

La frase no me entró, absorto como estaba en buscar a quién colocarle mi último artículo sobre la novela policial inglesa. Ya había rebotado en tres publicaciones periódicas y me encaminaba a un casi seguro cuarto rechazo. Los nombres de Nicholas Blake, Anthony Gilbert, Eden Phillpotts, John Dickson Carr y otros giraban en mi cabeza mientras me aferraba a un título, “El almirante flotante”, como a un madero en el naufragio, que repetía en inglés “The floating Admiral” porque eso me daba seguridad, era como un mantra, y porque esa novela colectiva constituía el leitmotiv, el centro vital del -a mi juicio- brillante ensayo breve.

– ¿Pero a quién puede importarle hoy la novela criminal inglesa -todavía resonaba en mis oídos las palabras del joven encargado de un suplemento cultural con quien venía de entrevistarme-, quién va a leer todos esos bodrios donde se asesina a alguien en un cuarto cerrado sin derramar una gota de sangre y luego hay que tragarse cien páginas de deducciones, argumentos, contraargumentos, diálogos soporíferos y demás hasta llegar a un final inverosímil donde se hace Justicia y la Ley triunfa? Yo mismo -enfatizó- no conozco ni la mitad de esos nombres que usted menciona en su artículo. Para no hablar de Chandler, Hammett y la serie negra que también tienen ya un cierto olor a museo, ¿usted acaso nunca vio una película de Tarantino? – y me miró entre atónico y compasivo como si me hubiera mencionado algo tan antiguo como la Divina Comedia que por fuerza yo debería conocer o al menos tener noticia-. Era inútil discutir; recogí mi artículo, le agradecí se hubiera tomado la molestia de leerlo y me retiré tragándome la humillación.

Una vez en la calle, el cielo azul despejado me devolvió una inexplicable confianza y, por eso tomé el ómnibus y, por eso parado en la plataforma, buscaba febril nuevos argumentos, maneras irrefutables convincentes de vender mi artículo.

-Ahá, ¿y habrá reunión? -respondió otra voz en tono igualmente asordinado.

La luz se hizo en mi cerebro: recordé de pronto que el día anterior había oído murmurar el nombre del Monje en el Café, sin prestarle atención, y entonces giré bruscamente la cabeza, sin tiempo para refrenar la equivocación. Los dos hombres callaron de inmediato. Tenía un aspecto humilde y cargaban bolsos como si regresaran de algún trabajo. No volvieron a pronunciar palabra y dos paradas después se bajaron.

Olvidé la novela inglesa; descendí yo también y me dirigí a la biblioteca. Allí consulté periódicos de años atrás -recordaba aproximadamente la fecha- hasta que di con un par de artículos que se referían al episodio. Hablaban de la extraña muerte de un menor, de una respetabilísima familia, de un notorio abogado y de dos principales sospechosos desaparecidos, uno de ellos conocido como el Monje. Agregaban que la policía realizaba exhaustivas investigaciones y todo lo que se estila en esos casos.

La información era avara, sucinta, y se limitaba a ese par de artículos. No encontré ni una sola mención al episodio en ediciones posteriores. Me dije que allí tenía una historia. Hice fotocopiar los dos artículos y al día siguiente fui a ver a R., redactor responsable de un semanario, a quien yo conocía de tiempo atrás.

Me recibió con un gruñido, sin levantar la vista de unas pruebas que estaba corrigiendo. Le expliqué el caso, mi descubrimiento, la historia sensacional que tenía entre manos -lo adorné todo con mis mejores palabras, con mis gestos más entusiastas.

Por fin, levantó la vista y me contempló con sus fríos ojos acuosos por encima de la luneta de sus lentes -era como tratar de leer en un libro cerrado-. Se echó hacia atrás, se pasó la mano por la amplia calva, luego la llevó a su mandíbula cuadrada y dijo.

-Mirá, Bustos, vos sabés cuáles son las reglas. A mí tu historia ni me interesa ni me deja de interesar. Puede que sea la punta de una madeja gorda como que sea una de tus fantásticas patrañas -usó esa palabra “patrañas” y no sé por qué me sonó de buen augurio, me dio ánimos-, en todo caso -continuó- vos hace o que quieras; si querés investigar lo hacés por tu cuenta y si no, todos tan contentos. El semanario no se responsabiliza de nada, no figuras en el staff, nadie te conoce. Ni sueñes con un anticipo, ni con un ayudante, ni con un fotógrafo. Todo lo que te podemos dar es este pequeño grabador -y sacó uno de un cajón a su derecha- y acreditarte como periodistas “free lance”. Si de todo esto sale algo que valga la pena publicar se te pagará cuando haya plata.

Volvió a las pruebas y me despidió con un gesto que no supe si era de fastidio o un deseo de buena surte. Cuando ya iba a trasponer la puerta, su voz gruesa me recomendó: “andá después de las ocho por “La Estrella” y pregunta por un tal Santos”.

Esa noche Santos no apareció por el bar. El día siguiente lo pasé trabajando en un capítulo de mi novela pero fue inútil, no lograba concentrarme. Releía lo escrito y lo encontraba tan tedioso que si hubiese sido de otro lo hubiera quemado al instante, pero no podía evitar el embrujo de una frase perfecta, de un adjetivo fulgurante y los subrayaba para mejores tiempos.

Santos resultó ser un hombre bajo, morocho, más bien gordo al que yo conocía vagamente de vista. Tenía el pelo negro ensortijado y cuando reía un canino de oro brillaba en su boca y parecía hacer juego con el grueso anillo dorado coronado por una piedra roja en su anular.

Cuando lo interpelé se mostró asombrado y algo confuso; parecía -o fingía- no comprender de qué le hablaba y miraba receloso a sus acompañantes. Después pidió excusas y me llevó a una mesa aparte. Allí le expliqué el caso, le mostré mi flamante documentación y le aclaré -sin señalar quién- que me habían indicado su nombre. El me dejó hablar; me escuchaba inexpresivo mientras daba lentas chupada a su cigarrillo. Después me contempló con los ojos semientornados, como si estuviera sondeándome, y dijo:

-Mire amigo, seamos claros. Me importa un carajo si usted es periodista, novelista o el mismísimo García Márquez. Usted quiere una historia y yo necesito dinero. Usted quiere conocer al Monje y le han dicho, o usted supone, que yo puedo llevarlo hasta él. Ockey, ¿todo clarito, no? ¿Me invita a un whisky? ¿Sabe cuánto me costó esta campera de cuero? ¿Y estos zapatos de gamuza? A mí siempre me gustó vestirme bien ¿sabe? Usted es un tipo fino, culto de esos que creen que se las saben todas. Apuesto a que está pensando “a este reo le paso un verde por el hocico y se pone en cuatro patas”. Está muy equivocado, don, muy equivocado.

Traté de atajarlo, de explicarle que no pensaba nada de eso pero fue inútil, él ya estaba lanzado:

-La gente como usted ve en mi cara de morocho subido, mis motas, la cicatriz junto a la nariz y piensa “está claro, es un ciruja o un laburante de cuarta”. Pero mire mis manos, mire mis dedos, mis uñas, ¿le parecen las de un pobre laburante? ¿Mis modales son los de un ciruja?

Se bebió el whisky casi de un trago y como yo había optado por un silencio cerrado, comenzó a calmarse. Encendió otro cigarrillo y después de un par de minutos, con los ojos nuevamente semientornados detrás de una nube de humo, dijo:

-Mire amigo, ¿cómo dijo que se llamaba? -le repetí mi nombre-. A mi manera yo soy un hombre de ley, así que cuando prometo algo lo cumplo y espero la recíproca ¿me comprende?

-Me parece justo -respondí escuetamente.

-Ockey -volvió a decir, y ahora parecía complacido- Puede que yo conozca al Monje y puede que no y puede -sonrió burlón- que yo lo engañe y me quede con su dinero. ¿Qué me dice?

-Confío en usted- repetí escueto.

-No tenés cara de ingenuo – me molestó el tuteo inesperado-seguro que pensás que me estás sobrando y que tenés el apoyo de toda esa basura de la prensa y conocés gente en la policía o algo por el estilo. Si es así, te advierto que yo conozco gente que está mucho más arriba que vos y tus relaciones.

-Preferiría que siguiéramos tratándonos de usted. Fue todo mi comentario.

La respuesta pareció impresionarlo:

– Disculpe, dijo, me calenté y perdí mis modales. No volverá a pasar.

Lo invité a otro whisky que aceptó gustoso y le pregunté si podía llevarme o no hasta el Monje.

-Todo depende -contestó-. Todo depende de la guita y de que acepte usted mis condiciones.

***