Deseo contarle una historia -dijo el mayor de los dos hombres-. La historia de cómo llegué a ser lo que soy:
-Como siempre, él estaba sentado en una silla alta, de osamenta dura, en el fondo de la tienda. La mano larga, marfilina, se deslizaba morosa por el lomo del gran gato persa hecho un ovillo de pereza en sus rodillas. La sortija de oro emergía de tanto en tanto entre el blanquísimo pelaje, descubriendo la pequeña esmeralda centelleante que se espejaba en los ojos del felino. Era difícil saber cuándo aquella mirada penetrante lo observaba a uno o estaba detenida en la imperceptible rajadura de un bibelot. Por entre los parpados entornados, dos pupilas de acero dominaban el vasto salón atiborrado de objetos y, como luego comprendería, escrutaban, disecaban implacables a cada uno de los visitantes, curiosos u ocasionales compradores. Los ojos dominaban una cara enjuta, de nariz aquilina y labios finos, que se prolongaba en una breve barbilla plateada. El perfil recordaba un ave de rapiña.
Hacía ya tres meses largos que mis pasos ociosos me conducían a la calle de los anticuarios, se demoraban en la contemplación y se extasiaban en el embeleso, pero en los quince días últimos mis paseos convergían puntuales en el mismo negocio. El atardecer me sorprendía absorto entre los laberínticos meandros del salón con alguna pieza de porcelana fina entre mis manos o al alcance de mis ávidos ojos. Debo aclara que el bronce, el mármol, la madera, la tela y otros materiales que en tales lugares proliferan, por mejor labrados, torneados o cincelados que estuviesen, nunca me impresionaron especialmente, nunca produjeron sobre mí el efecto arrebatador de esta pasta sutil, etérea, dotada de alma que es la porcelana. El dependiente -seguramente por indicación suya- me dejaba hacer, me permitía tocar, acariciar y hasta gemir sin perturbar, sin acudir solícito e invasor. Se limitaba a circular con el plumero, las franelas, los catálogos y los clientes echándome de tanto en tanto una fugaz ojeada. Pero yo sabía que él estaba allí, en su silla, observándome todo el tiempo, y hasta podía sentir su aprobación o su rechazo ante el plato o el jarrón que me suscitaban un especial arrobamiento.
Huelga decir que yo nunca compraba nada: estudiante eterno de asignaturas destinadas a provocar el tedio más profundo, todos mis recursos provenían de los abnegados sacrificios de una madre viuda y una tía solterona, tan laboriosa como corta de entendederas; mis gastos extras no pasaban más allá de cigarrillos, libros de cuarta mano y alguna esporádica escapada al cine. Sin embargo, allí ese detalle parecía carecer de la menor importancia.
Por fin, esa tarde me habló. Era una hermosa tarde otoñal y el sol inundaba el ángulo de la tienda en que yo me encontraba, traslúcido el plato magnífico entre mis dedos ardientes extendidos desde la filigranas de los bordes e insinuándose en el corazón luminoso de la órbita. El tono de su voz me sorprendió. Vagamente esperaba la inflexión acre del fastidio o una seca admonición pragmática, pero los sonidos que me alcanzaron desde la alta silla eran graves, melodiosos, con un dejo de dulzura casi paternal. Me hizo una delicada observación sobre el objeto, me llamó a su lado, me ofreció un cigarrillo y enseguida me atrapó con su monólogo suave y cadencioso.
Desde ese día me convertí en un visitante consuetudinario. Acudía puntual por las tardes y esperaba con ansiedad el momento del cierre. Entonces Max -así lo llamaban los clientes-, como al término de un gran espectáculo, se alzaba ceremonioso de la silla y, seguido por el gato recorría toda la tienda, excusándose ante algún curioso retrasado o volviendo con un rápido movimiento de su mano un objeto a su lugar exacto. Después despedía al dependiente, bajaba las grandes cortinas metálicas, colocaba la tranca, apagaba las luces y me hacía pasar a la trastienda. Ese era su santuario: allí guardaba los objetos más preciosos, allí estaba la gran caja fuerte incitando mis sueños más febriles.
Mi cuerpo de adoptó a ese sistema de movimientos prefijados: sacar las tazas del pequeño aparador de caoba, servir el té del gran samovar de bronce que estaba en el ángulo, encender largos cigarrillos aromáticos y sentarse en una silla de duro respaldo. Recién entonces empezaba el diálogo. Semireclinado en su diván, entre bocanadas de humo sutil, Max me iba instruyendo: primero me habló de las antigüedades en general pero como sabía de mi escaso interés pronto se concentró en las porcelanas. Aprendí a distinguir calidades, texturas, procedencias; supe de técnicas de fabricación, de esmaltes y pinturas, me enteré acerca de las principales colecciones, de las piezas que custodian los museos, de las que atesoran manos ávidas y celosas. También me informé sobre costos, precios y tasaciones, sobre el arte del regateo y el encomio.
Max no hacía preguntas, pero en los intersticios que se abrían entre los bellísimos libros ilustrados, los objetos primoroso y la medida voz sonora, yo fue deslizando, casi sin advertirlo, mi alma. Le fui confiando mis secretas humillaciones, mis temores, mis anhelos más ardorosos. Le conté cómo mi naturaleza tranquila, mi innato buen gusto, mi atracción por la belleza, me había llevado pronto a repeler -pese a mi juventud- la vocinglería, la incuria, la crasa vulgaridad y el aturdimiento incivil en donde chapotea la inmensa mayoría de los jóvenes y casi todo el resto de la gente que, por lo demás, no cuenta. Le expliqué mi escasa propensión y mi aptitud nula para las abstracciones: el oscuro simbolismo algebraico siempre me ha abrumado, el rigorismo lógico y la geometría sin carne me condujeron infaliblemente al tedio. Le hice ver cómo mi sensibilidad se manifiesta entera a través de los sentidos. Abordé el difícil asunto de mi origen modesto y de mis escasos recursos sin falsos pudores, lo compensé haciendo votos de una honestidad a toda prueba y aludiendo a las culpas de un padre omiso que nunca me había proporcionado la educación, las posibilidades que mi corazón anhelaba y que -no tuve prurito en decirlo- mis cualidades merecían. Max lo iba oyendo y comprendiendo todo con delicadeza exquisita, sin deslizar jamás un comentario que pudiera herir mis sentimientos.
La luz de otoño regresó a los grandes ventanales. Casi sin ser advertido un año había transcurrido veloz, silencioso, proficuo. Mi integración a la tienda era un hecho, mis progresos una evidencia. Una tarde de mayo se presentó una señora con una gran sopera cuidadosamente envuelta. Manifestó desear una tasación justa mientras sondeaba nuestro interés por la pieza. Max la examinó distraído, con ademanes de contenida impaciencia, y dictaminó que era una imitación de porcelana de Limoges, hecha a fines del siglo XIX o principios del XX, para añadir enseguida que no le interesaba. Yo me tomé más tiempo, la observé con cuidado, estudié ciertos detalles de la decoración recurriendo a una lupa y, por fin, proclamé eufórico que la pieza era auténtica y databa del siglo XVIII, sólo que se requería paciencia y una sensibilidad artística afinada para captarlo. Un catálogo minucioso respaldó mis afirmaciones, por la embriaguez del triunfo no me impidió percibir el rictus de contrariedad que tensaba los labios de Max. Nada dijo y la jornada se cerró con los ritos acostumbrados.
Al día siguiente, durante las horas de trabajo apenas intercambiamos un par de frases: Max estaba de humor taciturno y muy atareado con una compleja restauración. Cerradas las cortinas, el hábito nos condujo hacia la trastienda donde nos esperaba el té, el tabaco y dos mullidos sillones. En cuento entré lo vi: sobre la pequeña mesa oval se erguía un jarrón como mis ojos nunca había visto. Me quedé contemplándola fascinado: la lechosidad y la traslucidez de la porcelana hacían pensar en la tersura y pregnancia de la piel delicada de un casto efebo. En la parte superior el artista había figurado en azul pálido lo que se me antojó una rechoncha divinidad budista, que sentada a la manera oriental sonreía beatífica en un campo de flores de loto, peonias y crisantemos. Ni una nube inquietaba aquel cielo imperturbable. En la parte inferior, también en azul, un dragón alado y un tigre de largos colmillos se enfrentaban en combate moral. El violeta oscuro había irrumpido en las fauces del dragón y en las pupilas del tigre. A un costado, en pequeño, un ciervo agonizaba junto a un árbol inclinado semejando un sauce. La composición, el trazo, el uso del color, denunciaban la mano de un maestro. El valor del jarrón debía ser incalculable. Cuando ya estaba por aferrarlo, Max me contuvo con un gesto. “Antes desearía referirle una pequeña historia” -dijo, y recién entonces advertí su rostro severo, sus pupilas endurecidas y el “usted” tajante que empleaba cuando quería establecer una distancia inequívoca.
Obediente, serví el té y me senté en silencio. Max encendió uno de sus largos cigarrillos, bebió un sorbo y, sin mirarme, comenzó: “Yo era un poco mayor que usted cuando establecí mi primer negocio de antigüedades. Era un agujero infecto donde había amontonado una serie de cosas viejas. Gracias a la generosidad de unos pocos amigos vestía con extremada elegancia y frecuentaba gente de posición elevada. Por ese entonces me dedicaba a pintar y, naturalmente, me consideraba un genio. Un conocido de esos que están en todo lo que importa, conocen a todo el mundo y decía apreciarme, me pasó el dato: el último descendiente de una de las ramas de una familia muy linajuda cuyo nombre no viene al caso, estaba vendiendo todo el mobiliario porque nada más le quedaba por vender. Era necesario apresurarse porque ya otros anticuarios habían olfateado la carroña. Bastaba con enviar unas líneas anunciando mi visita. El recibía sólo por las noches. Con aire de complicidad y expectativa me entregó la dirección y se alejó dejándome pensativo.
Hice lo indicado y una húmeda noche de otoño me encontré frente a la oscura fachada de una casona del Prado. Al principio creí que estaba deshabitada, no había una sola luz encendida y por lo que lograba entrever, el jardín delantero estaba convertido en un yermo baldío por el que se desparramaban latas, zapatos y alguna rueda de bicicleta. Me aventuré hasta la puerta y -como no había aldabón ni timbre- golpeé con los puños lo más fuerte que pude. Al cabo de un buen rato y cuando ya estaba por irme, sentí el arrastre de unos pies que se acercaban a la puerta. Esta se entreabrió y una silueta encorvada que empuñaba una palmatoria me dijo en un susurro: “Pase, el señor lo está esperando”. Seguí al que juzgué un anciano encorvado a través de una amplia sala en la que flotaban escasos muebles enfundados y dispersos como islas fantasmales; luego enfilamos un largo corredor que torció dos veces ante de conducirnos ante una puerta de sólida madera tallada. Desde el otro lado me llegaba el inconfundible sonido de un piano empinándose en notas apasionadas. El anciano golpeó dos veces y, sin esperar respuesta, me hizo pasar.
La habitación estaba en penumbras, como el resto de la casa, salvo el ángulo opuesto a la puerta, donde mis ojos estupefactos descubrieron una enorme jaula de bambú o mimbre que casi llegaba hasta el techo. Adentro había un gran piano de cola negro sobre el que ardían dos candelabros de tres brazos. El hombre que inclinaba su calva, rodeada de largos cabellos, hacia el teclado ni siquiera parecía advertir mi presencia. Algo intimidado, avancé unos pasos maldiciendo mentalmente a mi amigo: la amplia sala equivalente a la que había atravesado al entrar, casi no tenía muebles. Mis ojos, habituados a la penumbra, registraron esto y, casi simultáneamente, distinguieron las grandes sombras chinescas luchando sobre el cortinado claro que cubría el fondo de la habitación. Fue entonces que lo vi: buscando el origen de las sombras, descubrí el jarrón apoyado sobre el piano, hábilmente iluminado entre los candelabros. En ese instante el hombre dejó de tocar y me escrutó con sus pequeños ojos brillantes, febriles. No podía ser mucho mayor que yo pero estaba muy envejecido, arrugas profundas le surcaban la frente. Observé todo esto sin dejar de contemplar el jarrón. “Usted tiene cualidades mediúmnicas”, dijo el hombre de pronto, y allí comenzó su comedia.
Había un cuarto objeto sobre el piano que yo no había notado: una botella de caña a medio vaciar; el hombre bebió un largo trago, pasó la palma de su mano por el pico y me la alcanzó a través de la jaula, invitándome a beber y a sentarme en la única silla disponible. Me llevé la botella a los labios con asco, con reticencia; el líquido ardiente tenía un gusto extraño. Pero en ese momento él no me observaba; tirando de una cuerda -siempre sin salir de la jaula- descorrió una parte del amplio cortinado, descubriendo los barrotes de una reja que nos separaba de un oscuro jardín, apenas entrevisto, de donde provenían un intenso olor a ruda y el monótono chillido de un grillo.
Después se sentó de nuevo ante el piano y empezó a tocar pero de un modo completamente distinto al de cuando yo había entrado. Era una melodía lenta, viscosa, que parecía surgir de oscuros fondos viscerales, que se enroscaba continuamente sobre sí misma como moviéndose en círculos concéntricos, en espiral inacabada, hasta que se convirtió en un único sonido obsesivamente repetido, mantenido por el pianista con una sola mano en tanto con la otra acercaba a su nariz un polvo blanco aspirado con fruición. Creo que aquel sonido tenía algo de hipnótico porque permanecí como encadenado a la silla y no sabría decir si pasaron minutos u horas. Recuerdo que el pianista miraba con ojos de aluciando hacia el jardín. De pronto hubo una extraña vibración, como si algo se hubiera roto, el sonido cesó y él se derrumbó sobre el teclado con la cabeza entre las manos. Yo busqué como desesperado el jarrón pero, con alivio, comprobé que estaba intacto.
Lentamente se fue recuperando. Primero movía los hombros como si estuviera sollozando; después, alzó la cabeza y con ojos importantes me preguntó: “¿Lo sintió?” Le aseguré que nada había sentido salvo el monótono sonido del piano y el chillar de los grillos. Un relámpago de ira atravesó sus pupilas. Se lazó bruscamente, empujó el jarrón y, con el desprecio en la boca, me dijo: “Los autores chinos aseguran que cuando subieron al trono los Sung se fabricaban porcelanas azules como el cielo, brillantes como un espejo, delgadas como el papel y sonoras como una placa de jade.” En tanto hacía resonar levemente la pieza con sus largos dedos, agregó: “El alma debe tener las cualidades de esta porcelana para poder percibir”. En seguida, me alargó el jarrón preguntando: “¿Cuánto me da por él?”
Yo, aparentando escaso interés, con seguridad fingida, con movimientos pausados, extraje mi billetera, la entreabrí para que pudiera vislumbra su interior, tomé un irrisorio puñado de billetes y se lo arrojé a los pies. El me entregó el jarrón y se agachó a recogerlos con avidez. Si, con avidez; usted seguramente preferiría la versión del artista genial que desprecia el dinero pero no, él no era más que un mediocre, un parásito muerto de hambre que representaba una comedia como por otra parte lo hace el noventa y nueve por ciento de los llamados artistas geniales.
Por eso lo elegí a usted -continuó Max después de un corto silencio cargado de tensión-, no por sus dotes artísticas o su especial sensibilidad, sino por el oscuro rencor, el fuego implacable, la avidez encubierta que anidan en el fondo de sus ojos y que usted todavía no ha aprendido a conocer ni a dominar. También por la fuerza de sus manos, para ser completamente sinceros” -concluyó.
Usted puede pensar que yo inventé toda esta historia y está en su derecho, igual la veracidad no interesa en este caso; lo que importa es que comprenda que yo, ahora el anticuario, lo escogí a usted por los mismos motivos que inspiraban a Max y que ha llegado el momento de que usted vea el jarrón.