Ley propia

Natalia se despierta con sed.  No tiene la botella de agua junto a la cama, que quedó enganchada, vacía, en el bolsillo de su mochila.  A través de la persiana entreabierta, el aire fresco de abril trae cierto alivio: gotas invisibles que se diluyen en su garganta al abrir la boca.

No conoce a nadie que sienta la sed como ella. “La necesidad de beber algo muy líquido”, “un cosquilleo en la garganta”, “un calor en el estómago” son las definiciones que balbucean los demás cuando pregunta por la sensación que se agita dentro suyo.

A ella la sed la devora. No puede hacer nada, ni siquiera pensar, cuando la ataca. Su madre dice que es exagerado hablar de un ataque de sed.  El médico opina que así son los cambios hormonales de la adolescencia, aunque a ninguna de sus amigas le sucede esto. Los profesores la miran condescendientes cuando, en medio de la clase, pide permiso para tomar agua. 

Si la sed la acomete en medio de una conversación, teme que su interlocutor advierta su desasosiego y sus impulsos de saltar a su garganta, como un murciélago desesperado. Por eso carga siempre consigo una botellita con agua y la rellena antes de que se vacíe. La deja a su lado en la noche, porque el desvelo con sed le hace perder el sueño. La respiración se entrecorta, el corazón se agita, los labios secos lanzan llamados ardientes por una gota.

Lo mejor es beber un vaso cada dos horas. Una frecuencia menor desencadena el proceso de la sed y es mucho más difícil sofocarla. En esos casos, aun bebiendo, la sed persiste, como un escarabajo royendo su garganta. La agitación cede muy despacio y pierde minutos preciosos en la estúpida tarea de equilibrar su organismo luego de un ataque de sed.

Los que viven en el desierto podrían entender con exactitud lo que quiere decir cuando habla de sed. Ahora está en Marindia, y todos quienes la rodean no son de allí. Tampoco los vecinos, cuyas casas están cerradas hasta el próximo verano.  Podría preguntarle al almacenero o a los chicos de la estación de servicio, qué entienden por sed en este pueblo. 

Entonces oye el ruido del automóvil. La pared del cuarto da a un espacio vacío junto a la casa, marcado por las manchas negras de los neumáticos. El padre de Camila lo guarda allí, y Natalia lo ha sentido llegar las noches anteriores. Su nueva esposa, Nancy, lo estaciona siempre en el patio trasero. El auto no llega sino que se va, y mientras sigue el ruido del motor que se aleja, cae dormida.

Un rato después vuelve a despertarse. La luna ilumina a su amiga, que duerme contra la ventana. El viento levanta las puntas de su pelo y su cuerpo se mueve al compás de su tranquila respiración. Si sale en silencio, puede beber al menos diez largos tragos del grifo del baño.

Baja de la cama con sigilo y, sin encender la lámpara, se encamina hacia el baño. La luz del corredor se enciende y la voz de Nancy, débil y temblorosa, la estremece.

– Perdón si te hemos despertado. ¿Camila duerme?

– Sí. Sólo iba al baño.

Bebe todo lo que puede y busca un vaso, o un frasco que llenar con agua y así tener reservas hasta el amanecer. Ve que la luz del corredor sigue encendida y abandona su idea. No le gusta exhibir su debilidad ni siquiera en la madrugada, frente a una mujer mayor.

Nancy está apoyada en la pared, envuelta en una gruesa bata rosada. Su pelo luce esponjado y los mechones apuntan hacia el techo como tentáculos descoloridos. Solloza.

– Disculpa, ¿puedo ayudarte en algo?

– Ha ocurrido una desgracia. El abuelo de Camila ha muerto. Lo han matado. Si no te molesta, acompáñame a tomar un café.

 La sigue hasta la cocina.

– Lo conocía poco, porque no se lleva -se llevaba- muy bien con Rodolfo. Vivía solo y se las arreglaba muy bien, a pesar de su edad.  Vivía en esa casa desde hacía treinta años y creíamos que eso lo protegería, porque era conocido en el barrio. Era un hombre poco comunicativo, y yo me pregunto si hice el esfuerzo para acercarnos más, ofrecerle ayuda… Sé que tuvo problemas con la madre de Camila porque ella no quería llevar los chiquilines allí, por el dóberman. Ahora que ha pasado tanto tiempo hubiese sido el momento de buscar un acercamiento… el perro se murió, yo no llegué a conocerlo…

La abruma el torrente de palabras anudadas entre sí de tal forma que no puede intercalar un suspiro o una mirada entre una frase y otra.

 – ¿Despertamos a Camila? – dice.

Tiene sueño, y quiere recuperar el tiempo perdido en la madrugada a causa de la sed. Es incómodo saber algo íntimo de Camila que ésta ignora, y prefiere no estar allí cuando se entere, no verla quebrarse por la sorpresa y el dolor, llegar al menos un minuto después.

– No. Cuando Rodolfo vuelva se lo dirá. Vete a la cama, disculpa todo esto, estoy muy angustiada. Perdóname.

– ¿Fue hace poco?

– Hace unas tres horas. Llamaron a Rodolfo de la policía y se fue como para quedarse allá, y después iríamos nosotras, pero recién llamó que se vuelve. No se puede hacer nada hasta el lunes. Un vecino quedó con las llaves de la casa del padre, por cualquier cosa. La hermana y el cuñado vienen para acá.

Natalia la ve abrazarse a sí misma, morder su labio inferior, enjugarse una lágrima que no quiere dejar caer. El pecho se agita en una respiración ruidosa, como si el aire aprisionado entre sus senos saliese a borbotones por el pequeño hueco de su boca. Piensa en el hombre muerto en el jardín, sin compañía. En las películas siempre llega una ambulancia que lo tapa con una manta y se lo lleva en una camilla. Alguien pide para subir y no se lo permiten. Alguien llora, muchos miran. En una oficina varios hombres y alguna mujer discuten sobre lo que sucedió; en una habitación tapizada de azulejos, con cajones para guardar cuerpos congelados, un médico forense inspecciona a la víctima. En el lugar del crimen se hace la reconstrucción de los hechos, con gente vestida de oscuro.

Vuelve a la cama. El ritmo lento y estable de la respiración de Camila la acuna hasta que cae en el sueño.

La despiertan ruidos tenues y variados. La otra cama está vacía y la luz matinal es intensa. Se viste sin prisa y piensa cómo actuar, qué decir, cuando salga del refugio de la habitación. Le lleva varios minutos despertarse por completo y se demora hasta sentir que está pronta, lúcida y fuerte para enfrentar la tristeza del ambiente. La inunda una corriente de solidaridad con Camila, y a pesar de que preferiría no estar allí, la complace acompañarla en esta situación dolorosa y extraña.  Se pregunta si debería llamar a las demás amigas.

Camila está sentada frente a un vaso de leche, del que ha bebido la mitad. Mira por la ventana como si quisiera escapar o concentrarse en algo para mantener la calma. Se vuelve hacia ella y le sonríe. No hay rastro de lágrimas en sus ojos.

– Me contó Nancy que fuiste la primera en enterarte. Me hubieras despertado….

– No había nada que hacer, querida- dice Rodolfo. Lleva puesta la campera con la que viajó en la noche, como si no advirtiera el calor. – Nancy no tendría que haberle contado a Natalia. Para saber las malas noticias es mejor esperar el día.

Nancy, aún envuelta en su bata rosada, se estremece y mira el piso.

– Discúlpame, Natalia, no quise…

– No hay problema, Nancy. Me dormí en seguida, por suerte.

 Se ubica junto a Camila. Nancy le acerca una taza de café y un plato con bizcochos frescos.

– Si quieres, puedes servirte leche.

Ella se pregunta quién compró los bizcochos esa mañana, quizás Rodolfo en su camino de regreso. Es raro que un hombre cuyo padre acaba de ser asesinado se detenga a comprar bizcochos para el desayuno familiar. Nancy no pudo haber salido de casa, con su bata y en pantuflas. Quizás la panadería tiene delivery matutino…

El ruido de un automóvil que se detiene la saca de sus pensamientos.

– Elena- dice Nancy, arreglándose el pelo.

Ambos hermanos se abrazan y el saludo se repite con Nancy, aunque más breve. Oscar, el marido de Elena, entra con el termo bajo el brazo.

– Salimos apenas nos llamaste- Elena habla a Rodolfo. – Se nos rompió una cubierta y estuvimos más de una hora en la carretera esperando el service. Encima nos querían cobrar, aunque está incluido en la cuota. Yo les expliqué, les dije que mi padre había muerto y ni se inmutaron. Oscar les quiso dar quinientos pesos y se ofendieron.

Luego de saludar uno por uno a todos, Oscar se sienta y come un bizcocho. Rodolfo espera que los visitantes se acomoden.

– Lo concreto es que le dieron un balazo en el pecho y murió instantáneamente. Querían robarle el auto y el viejo salió con la escopeta, les gritó que se fueran, y como no lo hicieron disparó. Había sangre en la vereda, señal de que lastimó a alguno, pero los tipos escaparon. Un vecino le contó a la policía, y también me lo dijo a mí. Le dejé las llaves de la casa, por si hay que hacer alguna pericia técnica. Sabremos más el lunes sobre el fin de la tarde, cuando termine la autopsia.

– Murió en su ley- dice Elena, y de cada uno de sus ojos cae una lágrima.

Oscar le acerca un mate que ella bebe con la cabeza gacha. Luego dice

– Qué cosa, este hombre- habla con suavidad, y su voz es áspera- en vez de arriesgarse por ese auto viejo que hace años que no anda, tendría que haberse quedado tranquilo, o llamar a la policía. ¡No debió salir afuera con la escopeta, de madrugada!

– Tendría que haber tirado desde adentro- dice Rodolfo. – Él tenía un par de revólveres calibrados, que hacía revisar una vez al año. No sé por qué se le ocurrió usar esa escopeta vieja. Quizás pensó que asustaría más… estaba acostumbrado a inspirar miedo, y esta vez no le funcionó. Si hubiera disparado desde adentro no le pasaba nada.

 El olor de su cigarro llena la cocina y todos miran las volutas de humo que se extienden sobre la mesa. Nancy y Elena no parecen impresionadas por la recomendación, como si les diese igual que el hombre hubiese matado a un delincuente o siguiese vivo. Oscar se sumerge en el mate.

– Murió en su ley- repite Elena, ya sin lágrimas.

Camila sale corriendo hacia su cuarto y Nancy indica a Natalia que vaya tras ella. La encuentra con la cabeza entre las manos, los codos en las rodillas.

– Cami, sé lo que se siente, porque hace dos años murió mi abuela. Es una pena que te aprieta el corazón, que no se entiende ni tiene explicación… En ese momento yo no sufrí tanto porque tuve que acompañar a mamá al hospital pues le había dado una crisis nerviosa de tanto llorar. Estar ahí, hablar con las enfermeras, conseguirle agua, calmantes, me distrajo. Cuando me di cuenta de que no iba a verla nunca más fue terrible. Mamá estuvo triste varios meses. Llorábamos juntas. Ir a la casa de ella, después…

Camila levanta la cabeza y la mira como si no la escuchara.

– Lo que me da rabia es que justo hoy tenía que pasar…con todo lo que soñé con la fiesta de mañana. Cambiamos la fecha tres veces para que todos pudieran venir. Me muero de vergüenza si hay que suspender otra vez. Nadie vendrá si la cambio. Se van a burlar de mí por tantas postergaciones. ¡Imaginate Fabián y Lucero! Me atormentarán un año entero, estoy segura. No sé por qué me pasan estas cosas. Hasta en este momento mi abuelo me fastidia. Siempre lo hizo. Mi madre lo odia.

Natalia bebe un largo trago de su botella. Se la alcanza a Camila, que toma toda el agua de un tirón. Se levanta y da vueltas en la pequeña habitación. Lanza puñetazos al aire y estrella las almohadas contra la pared. Patea el armario y eso hace caer una pelota que estaba encima. Tiene las mandíbulas apretadas y la boca entreabierta, por la que salen pequeñas burbujas. Nancy abre la puerta y al verla retrocede. Entra Rodolfo y cierra tras de sí. Natalia amaga irse y él ni siquiera la mira, como si no existiese.

– Hijita, sentémonos un momento a conversar.

Toma a su hija del brazo y se sientan en la cama. Camila llora y se recuesta en su hombro.

– Calma, calma.  ¿Qué sucede? ¿Tanto te afecta la muerte del abuelo?

– Sabés bien que no, papá, ni siquiera a vos te afecta. No así como…

Señala a Natalia y cuenta lo que ésta le ha dicho sobre la muerte de su abuela. Rodolfo la escucha con atención y abre mucho los ojos.

– Pero él no era….

El abrazo entre ambos indica que no hay necesidad de aclaraciones.

– ¿Entonces…?

– Ay, papá, ¿no te acordás que mañana tengo la fiesta de mi clase? ¿Que compramos cerveza y papas chips, y encargamos hamburguesas?

– Me había olvidado por completo.

– ¿Y ahora? ¿Tenemos que suspenderla? Por favor, papá, no me hagas eso.

Rodolfo mira a Natalia y ésta baja la mirada. Su botellita está vacía. Eso augura problemas, y no le parece adecuado salir a llenarla.

– Mira, querida, esto va para largo. No nos entregarán el cuerpo hasta el lunes de tarde o martes.  Voy a coordinar el entierro para el miércoles. La policía no le dará publicidad hasta tener el resultado de la autopsia. Nadie tiene por qué enterarse, al menos hasta que pase la fiesta.

Habla como si ésta fuese la mejor solución posible en medio de muchas otras en las que la presencia del muerto pudiese ser ignorada, relegada a un costado por algunas horas.  Natalia recuerda una escena en que el asesino mueve las agujas de un reloj para simular que no ha pasado el tiempo.

– Gracias, papi. Yo sé que no es lo mejor, pero yo estoy viva y él está muerto. ¿Te acordás lo que pasó cuando mis quince, que les pegó a aquellos pibes que querían colarse, y vino la policía? ¿Y cuando se levantó y se fue haciendo ruido de mi obra de teatro porque no le gustó? ¡Qué vergüenza me hizo pasar! Papá, no quiero suspender mi fiesta. Hagamos como vos decís. Que quede entre nosotros.

Elena golpea la puerta y abre sin esperar respuesta. Rodolfo le cuenta el malestar de Camila y su decisión. Ella mueve los ojos hacia arriba y abajo, gira su cuello para aliviar las cervicales y apoya su mano sobre el estómago antes de hablar.

– Me parece bien, no es justo que la chiquilina sufra. El murió en su ley. Por mi parte, no le he avisado ni siquiera a mis hijos. Los llamaré el lunes de mañana. No ganamos nada desperdigando la noticia. La gente merece descansar el fin de semana. No hay nada que hacer.

Natalia la ve como si estuviera en una planicie árida y gris, sin caminos marcados, sin árboles ni postes de que agarrarse, como si la certeza de hacer algo la mantuviese viva, y la ausencia de acciones posibles representase el vacío. Se hunde en ese vacío porque tampoco tiene nada que hacer, salvo quedarse allí sentada.

– Voy a hablar con mamá, dice Camila.

Rodolfo se apresura a salir de la pieza y Elena lo sigue. No quieren escuchar la conversación ni regresar al mundo de antes, en el cual Nancy no existía y la madre de Camila ocupaba su espacio. Natalia se ubica contra la ventana y mira los pájaros que comen bichitos ocultos en el césped, las mariposas que adornan la hilera de flores junto al muro. Recuerda el jardín de su abuela y le dan ganas de volver a su propia casa. Camila habla en susurros.

– No, mamá, no estoy triste. ¿Vos estás triste? No mientas, nunca lo soportaste.

– Ya sé que es una cosa horrible y que nadie la merece. No, no sé nada. No se sabe nada más que esto que te dije.

– Papá está bien. Nancy está angustiada. Elena está tranquila. Natalia está acá conmigo, me va a ayudar con la fiesta.

– Sí, mami, está todo bien. No hace falta que vengas. Un beso.

El día se llena con los preparativos para la fiesta. Compran el pan y las hamburguesas, ponen en el freezer los helados, coordinan la entrega de bolsas de hielo para la mañana siguiente. Preparan una playlist con la música que desean escuchar, y se aseguran de que el parlante funcione. Eligen la ropa que usarán, el abrigo que se pondrán si el día está fresco. Elena y Nancy hacen empanadas. Ríen, como si todo hubiese sucedido hace mucho tiempo. Cuando Camila se acerca, se ponen serias y hablan con voz grave y baja.

Natalia recuerda una y otra vez una frase de Rodolfo, murió instantáneamente, y siente extrañeza ante su propia vida, como si ésta pudiese escaparse también en un segundo.  Esa palabra contundente la asusta más que “murió”, que suena breve y ligera, pronta a desvanecerse en el aire. Ve a los asesinos como sombras oscuras que no sobreviven a la luz de la mañana y se siente segura en la vitalidad que la rodea. No la convence la idea de que quisieran robar un auto viejo y arriesgasen su vida por él. Cree que los animaban motivos oscuros, inaccesibles, propios de un mundo ajeno del que el abuelo de Camila también formaba parte. Imagina la cara del hombre inmóvil en el jardín de su casa, piensa que su último pensamiento fue de rabia u odio, y no termina de entender el sentido de la expresión “murió en su ley.”

Si ella muriese de sed algún día, ¿qué dirían?