Cecilia Ríos

Tres cuentos del libro “No fumes ni vayas a la guerra” de Cecilia Ríos, Premio y edición de Banda Oriental, Montevideo 2019.

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A las ocho de la mañana la luz del sol era tan intensa como a mediodía.

 Eso pensó Carla cuando atendió el llamado de Fernando, quien le informó del rechazo al proyecto en el que ambos habían puesto tantas esperanzas y ella, además, muchas horas de esfuerzo.

No es que hubiera pensado que esto fuese imposible. Admitir esa alternativa era un resabio de viejas actitudes pesimistas de las que quería alejarse. Para ello se convenció a sí misma de que el proyecto sería aprobado. Era algo más que una actitud proactiva: lo habían analizado del derecho y del revés, comparando su formulación con la de otros similares. Se habían dado ánimo mutuamente hasta llegar a la certeza de que no tenía fallas.  Ya estaban previstos los próximos pasos: a quién contratar, los días libres, el nuevo local, cómo dividirían las ganancias.

La voz de Fernando sonó grave y consternada. La luz del sol que daba de lleno en el piso de la habitación era injusta con su futuro amenazado, demasiado brillante para inaugurar los tiempos oscuros que vendrían.

– Tenemos que reunirnos urgente para analizar el escenario y ver qué medidas tomar.

¡Como si hubiese alguna distinta a reducir los salarios un 40% y cerrar tres meses después!

– Por supuesto. En una hora estoy ahí.

En una hora no llegaría y esto le permitiría a Fernando desahogar su bronca con su impuntualidad, falta de compromiso, desprecio a los detalles y eternos errores de timing (como le llamaba él): todos elementos que aumentaban la incapacidad de la empresa para obtener fondos.

Había dormido mal porque Andrés no se iría con ella de vacaciones el próximo verano, ya que debía encargarse de sus hijos.

– ¿Ni siquiera una semana?

– No, es imposible, este año no.

– ¿Cuatro días?

– Veremos, aún falta un buen tiempo para el verano.

Dejaron de lado el tema y su fantasma los acompañó durante la cena y estuvo a su lado más tarde, después del sexo. Él se había ido de madrugada, sin que ella lo advirtiese.

“Y ahora esto. Un problema grave junto a otro problema grave”.

El timbre anunció la llegada de Amanda. Venía martes y viernes. Al menos la casa estaría limpia, para contrarrestar el caos del día.

Amanda lucía cansada y sudorosa. Es cierto que estaban en noviembre, pero a las ocho de la mañana no hacía tanto calor.

– ¿Estás con la menopausia, Amanda?

– Si, señora, ya estoy en la edad. Hoy tengo calor porque vine caminando. No tenía plata para el boleto. Salí hace hora y media. Me cansé, pero llegué.

Amanda llevaba un vestido suelto, anaranjado, con pequeñas flores rojas. Sus pies sobresalían a los costados de las ojotas gastadas. Tenía sobrepeso y la cara llena de arrugas. Por haber visto su cédula de identidad, Carla sabía que eran de la misma edad, aunque nunca se lo había dicho.

– Hoy me tiene que pagar. Esta vez no tengo ningún adelanto, ¿se acuerda?

– El sueldo, ¡sí! Claro, hoy es cinco. Pero no puedo pagarte, Amanda, no me odies. Recién mañana me acreditan una plata, ahora no tengo, creéme, estoy desfinanciada. Tuve además un problema grave en el trabajo…

Amanda la miró con sorpresa y odio.

– ¿Mañana? Yo preciso la plata hoy, señora, ya hemos hablado de esto. Fíjese que no tengo ni siquiera para el boleto.

– Amanda, es solo un día más. Con todo respeto, no creo que te afecte tanto que el pago se haga dentro de un solo día. Son veinticuatro horas… no es tanto. Te pido mil disculpas, hoy no puedo. Sinceramente, no puedo.

– ¿No tendrá algo, doscientos pesos, trescientos, para darme hasta el viernes, porque mañana no puedo venir solo a cobrar?

Carla revisó sus carteras, los bolsillos de sus chaquetas, los estantes de la biblioteca, los cajones, y encontró un montón de monedas. Con alivio se las entregó, y mientras Amanda las contaba pensó que al menos podría pagarse el boleto de vuelta.

-Señora, estas monedas no son de acá, no me sirven.

 Amanda le extendió un montón de centavos de euro, argentinos y reales.

Había solo cuatro monedas uruguayas, que tampoco aceptó.

-Deje, así no se confunde cuando me pague. Yo veré cómo hago para volver a casa. Hoy no le limpio, el mes que viene si quiere me descuenta. Me voy ya.

Aceptó el medio pollo que había sobrado de la noche anterior, con cara de hacerlo más por gentileza que necesidad. Carla se prometió tener el sueldo pronto, en billetes de 500 pesos, al día siguiente. Así evitaría otro olvido y otro escándalo.

En medio de sus preparativos llamó Verónica. A pesar de su urgencia por salir, era bueno contarle a alguien sus angustias.

– Andrés está raro y no sé qué hacer, mi trabajo peligra y para colmo mi limpiadora se fue porque no le pude pagar el sueldo.

– ¿Cómo que no le pudiste pagar? ¿Cuánto le pagás?

– Siete mil pesos. Le pago mañana, pero como ella los miércoles no viene, será el viernes. Me da un poco de pena porque vino caminando.

 – ¿Cómo no vas a tener siete mil pesos para darle? ¿No podías ir al cajero y sacar? ¿O no tenés, en realidad?

– Tengo, pero no en la cuenta de la que le pago a ella. Recién mañana me acreditan la plata que uso para pagarle.

– No puedo creer lo que me estás diciendo.

– ¿Tan grave te parece? Son tres días de atraso nomás. Podría pagarle mañana, si quisiera venir.

– ¡Cómo se nota que nunca estuviste en una situación así!  Hacéme el favor, pasá por casa que te doy los siete mil pesos, mañana me los devolvés, y pagale a esa pobre mujer que trabajó todo un mes en tu casa y merece cobrar su sueldo.

– Sí, le voy a pagar, saco de la otra plata; ahora salgo a buscarla. Es que estoy alterada, recién me llamó Fernando que el proyecto no sale… no sale, ¿entendés?

Verónica conocía sus desvelos porque el proyecto tuviese todo para ganar. Sabía lo que representaba para ella y su economía, y elegía conmoverse solo por el bienestar de Amanda, a quien nunca había visto. No aceptó el dinero ofrecido y le aseguró que pagaría el sueldo de Amanda lo antes posible.

Verónica alardeaba de su buen corazón y de todo lo que daba a los demás sin pedir nada a cambio. Era rica, y ser generosa era fácil para ella. Carla no lo era; solo tenía un buen nivel de vida en base a su trabajo y muchas deudas, cuotas, manejos financieros que no siempre salían bien y alguna que otra ayuda de su familia.

Llamó al celular de Amanda. No contestó, por lo que le recargó 100 pesos, en un gesto capaz de mejorar su imagen de patrona desconsiderada.

Amanda no contestó luego de la recarga. Carla resolvió seguir su camino de regreso a casa e interceptarla con la buena noticia del pago. No podría estar muy lejos, con ese cuerpo y esas ojotas. Su ruta debería ser Avenida Brasil y luego Soca. Andrés le había dicho que así se salía hacia los barrios del norte, que en el mapa se ven como el cuerpo de un abanico, una cuadrícula desconocida con miles de casas.

El cajero automático quedaba de paso. Se vistió como pudo  -después seguía para la oficina y la reunión con Fernando, por lo que no podía ir ni muy elegante ni mal arreglada- y salió.

Guardó los siete mil pesos en el bolsillo. Debía recordar que había sacado la plata de esa cuenta por una emergencia. Si tenía tiempo, mañana la restituía.

Cargó nafta en la estación de la esquina. Le pareció que el tanque se llenaba muy despacio y las fichas caían con retardo. Se bajó para buscar a Amanda por la avenida.

La conversación con Fernando no sería nada fácil. Sintió sed y compró agua. Aceptó que lavaran el auto y cuando fue a pagar el POS no funcionaba y debió hacerlo en efectivo.  Usó el dinero de Amanda.

“Le pago la diferencia el viernes”.

Al llegar a Avenida Brasil aminoró la marcha para escudriñar el horizonte. Amanda no se veía. Un inspector de tránsito la detuvo un par de cuadras más arriba: no había frenado en la cebra.

– Es que no venía nadie, y yo tengo que ubicar a mi empleada para pagarle el sueldo.

El hombre la miró como diciendo “las cosas que la gente inventa para zafar” y la dejó ir. Le pareció un buen augurio. Al llegar a Soca dio la vuelta y la buscó en las veredas. Tuvo especial atención en las paradas, por si era mentira que Amanda no tenía dinero para el ómnibus. Un malabarista la entretuvo en el semáforo. Le tiró las monedas que había rechazado Amanda, entre ellas un euro, y confió que éste supiese valorarlas.

Tomó por Soca. No era posible que Amanda hubiese llegado hasta allí en tan poco tiempo. Nadie podía caminar tan rápido. Un par de cuadras más adelante dobló a la derecha, por una calle angosta y sin tránsito, y volvió a llamarla. La atendió el contestador automático, y no dejó mensaje porque vio que estaba en medio de una feria vecinal. Frente a ella se desplegaban los techos coloridos de los puestos de verduras: naranjas brillantes, flores, gente con carros y niños.

Bajó y se sumó a la feliz algarabía de clientes y vendedores. Un par de jóvenes ofrecía quesos artesanales y carteras vintage. Por quinientos pesos se llevó un bolso verde casi nuevo, y por trescientos, una horma de queso magro con pimienta y ciboulette. Casi la sedujo un abrigo a cuadros Made in Italy, que descartó porque le faltaba un botón.

Si perdía el trabajo o tenía que arreglarse con menos dinero, vendría a comprar a esta feria. Lo de comprar ropa o carteras era lo de menos, lo que le preocupaba era la cuota del auto, que había cambiado cuatro meses atrás.  Aún debía cinco mensualidades del viaje a San Sebastián. Las compras del free-shop seguían debitándose en su tarjeta de crédito. No quería ser negativa y se esforzó en pensar que lo del rechazo al proyecto podía ser un error. Quizás se pudiese reformular o buscar otro financiador. No podía hacer ningún plan hasta hablar con Fernando, y si no encontraba a Amanda llegaría tarde a la reunión.

Iría hasta su casa. Si no la encontraba le dejaría el dinero a uno de sus hijos.

El camino fue rápido pues iba en dirección contraria al tráfico. En el barrio de Amanda la gente caminaba por la calle en grupos, con bolsos, perros y niños. Bajó la velocidad para no lastimar a nadie. En caso de accidente con heridos, la culpa sería suya.

Se detuvo en la mitad del complejo de viviendas. Un laberinto de senderos se extendía ante ella. ¿Cómo ubicar la críptica dirección: Block SV, C, Apto 218A?

Amanda atendió el teléfono.

-Te traje tu sueldo. ¿Podrías venir? Estoy en el medio del complejo, frente a un kiosco verde y blanco.

Llegó a los pocos minutos y esperó a su lado que terminase la conversación con Fernando, que la urgía a llegar para la reunión. Le alcanzó cuatro billetes de mil.

-Falta un poco. El resto lo completo el viernes, o podés pasar por casa mañana. La plata la tendré.

-Gracias, señora.

– ¿Cómo hiciste para llegar? ¿Pediste monedas?

– Barrí dos veredas y conseguí cincuenta pesos. No fue fácil, en ese barrio todos tienen limpiadora o portero que se encarga. Y en estas épocas tampoco hay tantas hojas secas.

Carla no le creyó. Amanda tendría monedas escondidas para el boleto o las habría recolectado en la calle. Los desgraciados son solidarios entre sí. No la contradijo: era muy probable que la semana próxima ambas perdiesen su trabajo y le pareció cruel discutir sobre el dinero de un boleto, en esas circunstancias.

Ley propia

Natalia se despierta con sed.  No tiene la botella de agua junto a la cama, que quedó enganchada, vacía, en el bolsillo de su mochila.  A través de la persiana entreabierta, el aire fresco de abril trae cierto alivio: gotas invisibles que se diluyen en su garganta al abrir la boca.

No conoce a nadie que sienta la sed como ella. “La necesidad de beber algo muy líquido”, “un cosquilleo en la garganta”, “un calor en el estómago” son las definiciones que balbucean los demás cuando pregunta por la sensación que se agita dentro suyo.

A ella la sed la devora. No puede hacer nada, ni siquiera pensar, cuando la ataca. Su madre dice que es exagerado hablar de un ataque de sed.  El médico opina que así son los cambios hormonales de la adolescencia, aunque a ninguna de sus amigas le sucede esto. Los profesores la miran condescendientes cuando, en medio de la clase, pide permiso para tomar agua. 

Si la sed la acomete en medio de una conversación, teme que su interlocutor advierta su desasosiego y sus impulsos de saltar a su garganta, como un murciélago desesperado. Por eso carga siempre consigo una botellita con agua y la rellena antes de que se vacíe. La deja a su lado en la noche, porque el desvelo con sed le hace perder el sueño. La respiración se entrecorta, el corazón se agita, los labios secos lanzan llamados ardientes por una gota.

Lo mejor es beber un vaso cada dos horas. Una frecuencia menor desencadena el proceso de la sed y es mucho más difícil sofocarla. En esos casos, aun bebiendo, la sed persiste, como un escarabajo royendo su garganta. La agitación cede muy despacio y pierde minutos preciosos en la estúpida tarea de equilibrar su organismo luego de un ataque de sed.

Los que viven en el desierto podrían entender con exactitud lo que quiere decir cuando habla de sed. Ahora está en Marindia, y todos quienes la rodean no son de allí. Tampoco los vecinos, cuyas casas están cerradas hasta el próximo verano.  Podría preguntarle al almacenero o a los chicos de la estación de servicio, qué entienden por sed en este pueblo. 

Entonces oye el ruido del automóvil. La pared del cuarto da a un espacio vacío junto a la casa, marcado por las manchas negras de los neumáticos. El padre de Camila lo guarda allí, y Natalia lo ha sentido llegar las noches anteriores. Su nueva esposa, Nancy, lo estaciona siempre en el patio trasero. El auto no llega sino que se va, y mientras sigue el ruido del motor que se aleja, cae dormida.

Un rato después vuelve a despertarse. La luna ilumina a su amiga, que duerme contra la ventana. El viento levanta las puntas de su pelo y su cuerpo se mueve al compás de su tranquila respiración. Si sale en silencio, puede beber al menos diez largos tragos del grifo del baño.

Baja de la cama con sigilo y, sin encender la lámpara, se encamina hacia el baño. La luz del corredor se enciende y la voz de Nancy, débil y temblorosa, la estremece.

– Perdón si te hemos despertado. ¿Camila duerme?

– Sí. Sólo iba al baño.

Bebe todo lo que puede y busca un vaso, o un frasco que llenar con agua y así tener reservas hasta el amanecer. Ve que la luz del corredor sigue encendida y abandona su idea. No le gusta exhibir su debilidad ni siquiera en la madrugada, frente a una mujer mayor.

Nancy está apoyada en la pared, envuelta en una gruesa bata rosada. Su pelo luce esponjado y los mechones apuntan hacia el techo como tentáculos descoloridos. Solloza.

– Disculpa, ¿puedo ayudarte en algo?

– Ha ocurrido una desgracia. El abuelo de Camila ha muerto. Lo han matado. Si no te molesta, acompáñame a tomar un café.

 La sigue hasta la cocina.

– Lo conocía poco, porque no se lleva -se llevaba- muy bien con Rodolfo. Vivía solo y se las arreglaba muy bien, a pesar de su edad.  Vivía en esa casa desde hacía treinta años y creíamos que eso lo protegería, porque era conocido en el barrio. Era un hombre poco comunicativo, y yo me pregunto si hice el esfuerzo para acercarnos más, ofrecerle ayuda… Sé que tuvo problemas con la madre de Camila porque ella no quería llevar los chiquilines allí, por el dóberman. Ahora que ha pasado tanto tiempo hubiese sido el momento de buscar un acercamiento… el perro se murió, yo no llegué a conocerlo…

La abruma el torrente de palabras anudadas entre sí de tal forma que no puede intercalar un suspiro o una mirada entre una frase y otra.

 – ¿Despertamos a Camila? – dice.

Tiene sueño, y quiere recuperar el tiempo perdido en la madrugada a causa de la sed. Es incómodo saber algo íntimo de Camila que ésta ignora, y prefiere no estar allí cuando se entere, no verla quebrarse por la sorpresa y el dolor, llegar al menos un minuto después.

– No. Cuando Rodolfo vuelva se lo dirá. Vete a la cama, disculpa todo esto, estoy muy angustiada. Perdóname.

– ¿Fue hace poco?

– Hace unas tres horas. Llamaron a Rodolfo de la policía y se fue como para quedarse allá, y después iríamos nosotras, pero recién llamó que se vuelve. No se puede hacer nada hasta el lunes. Un vecino quedó con las llaves de la casa del padre, por cualquier cosa. La hermana y el cuñado vienen para acá.

Natalia la ve abrazarse a sí misma, morder su labio inferior, enjugarse una lágrima que no quiere dejar caer. El pecho se agita en una respiración ruidosa, como si el aire aprisionado entre sus senos saliese a borbotones por el pequeño hueco de su boca. Piensa en el hombre muerto en el jardín, sin compañía. En las películas siempre llega una ambulancia que lo tapa con una manta y se lo lleva en una camilla. Alguien pide para subir y no se lo permiten. Alguien llora, muchos miran. En una oficina varios hombres y alguna mujer discuten sobre lo que sucedió; en una habitación tapizada de azulejos, con cajones para guardar cuerpos congelados, un médico forense inspecciona a la víctima. En el lugar del crimen se hace la reconstrucción de los hechos, con gente vestida de oscuro.

Vuelve a la cama. El ritmo lento y estable de la respiración de Camila la acuna hasta que cae en el sueño.

La despiertan ruidos tenues y variados. La otra cama está vacía y la luz matinal es intensa. Se viste sin prisa y piensa cómo actuar, qué decir, cuando salga del refugio de la habitación. Le lleva varios minutos despertarse por completo y se demora hasta sentir que está pronta, lúcida y fuerte para enfrentar la tristeza del ambiente. La inunda una corriente de solidaridad con Camila, y a pesar de que preferiría no estar allí, la complace acompañarla en esta situación dolorosa y extraña.  Se pregunta si debería llamar a las demás amigas.

Camila está sentada frente a un vaso de leche, del que ha bebido la mitad. Mira por la ventana como si quisiera escapar o concentrarse en algo para mantener la calma. Se vuelve hacia ella y le sonríe. No hay rastro de lágrimas en sus ojos.

– Me contó Nancy que fuiste la primera en enterarte. Me hubieras despertado….

– No había nada que hacer, querida- dice Rodolfo. Lleva puesta la campera con la que viajó en la noche, como si no advirtiera el calor. – Nancy no tendría que haberle contado a Natalia. Para saber las malas noticias es mejor esperar el día.

Nancy, aún envuelta en su bata rosada, se estremece y mira el piso.

– Discúlpame, Natalia, no quise…

– No hay problema, Nancy. Me dormí en seguida, por suerte.

 Se ubica junto a Camila. Nancy le acerca una taza de café y un plato con bizcochos frescos.

– Si quieres, puedes servirte leche.

Ella se pregunta quién compró los bizcochos esa mañana, quizás Rodolfo en su camino de regreso. Es raro que un hombre cuyo padre acaba de ser asesinado se detenga a comprar bizcochos para el desayuno familiar. Nancy no pudo haber salido de casa, con su bata y en pantuflas. Quizás la panadería tiene delivery matutino…

El ruido de un automóvil que se detiene la saca de sus pensamientos.

– Elena- dice Nancy, arreglándose el pelo.

Ambos hermanos se abrazan y el saludo se repite con Nancy, aunque más breve. Oscar, el marido de Elena, entra con el termo bajo el brazo.

– Salimos apenas nos llamaste- Elena habla a Rodolfo. – Se nos rompió una cubierta y estuvimos más de una hora en la carretera esperando el service. Encima nos querían cobrar, aunque está incluido en la cuota. Yo les expliqué, les dije que mi padre había muerto y ni se inmutaron. Oscar les quiso dar quinientos pesos y se ofendieron.

Luego de saludar uno por uno a todos, Oscar se sienta y come un bizcocho. Rodolfo espera que los visitantes se acomoden.

– Lo concreto es que le dieron un balazo en el pecho y murió instantáneamente. Querían robarle el auto y el viejo salió con la escopeta, les gritó que se fueran, y como no lo hicieron disparó. Había sangre en la vereda, señal de que lastimó a alguno, pero los tipos escaparon. Un vecino le contó a la policía, y también me lo dijo a mí. Le dejé las llaves de la casa, por si hay que hacer alguna pericia técnica. Sabremos más el lunes sobre el fin de la tarde, cuando termine la autopsia.

– Murió en su ley- dice Elena, y de cada uno de sus ojos cae una lágrima.

Oscar le acerca un mate que ella bebe con la cabeza gacha. Luego dice

– Qué cosa, este hombre- habla con suavidad, y su voz es áspera- en vez de arriesgarse por ese auto viejo que hace años que no anda, tendría que haberse quedado tranquilo, o llamar a la policía. ¡No debió salir afuera con la escopeta, de madrugada!

– Tendría que haber tirado desde adentro- dice Rodolfo. – Él tenía un par de revólveres calibrados, que hacía revisar una vez al año. No sé por qué se le ocurrió usar esa escopeta vieja. Quizás pensó que asustaría más… estaba acostumbrado a inspirar miedo, y esta vez no le funcionó. Si hubiera disparado desde adentro no le pasaba nada.

 El olor de su cigarro llena la cocina y todos miran las volutas de humo que se extienden sobre la mesa. Nancy y Elena no parecen impresionadas por la recomendación, como si les diese igual que el hombre hubiese matado a un delincuente o siguiese vivo. Oscar se sumerge en el mate.

– Murió en su ley- repite Elena, ya sin lágrimas.

Camila sale corriendo hacia su cuarto y Nancy indica a Natalia que vaya tras ella. La encuentra con la cabeza entre las manos, los codos en las rodillas.

– Cami, sé lo que se siente, porque hace dos años murió mi abuela. Es una pena que te aprieta el corazón, que no se entiende ni tiene explicación… En ese momento yo no sufrí tanto porque tuve que acompañar a mamá al hospital pues le había dado una crisis nerviosa de tanto llorar. Estar ahí, hablar con las enfermeras, conseguirle agua, calmantes, me distrajo. Cuando me di cuenta de que no iba a verla nunca más fue terrible. Mamá estuvo triste varios meses. Llorábamos juntas. Ir a la casa de ella, después…

Camila levanta la cabeza y la mira como si no la escuchara.

– Lo que me da rabia es que justo hoy tenía que pasar…con todo lo que soñé con la fiesta de mañana. Cambiamos la fecha tres veces para que todos pudieran venir. Me muero de vergüenza si hay que suspender otra vez. Nadie vendrá si la cambio. Se van a burlar de mí por tantas postergaciones. ¡Imaginate Fabián y Lucero! Me atormentarán un año entero, estoy segura. No sé por qué me pasan estas cosas. Hasta en este momento mi abuelo me fastidia. Siempre lo hizo. Mi madre lo odia.

Natalia bebe un largo trago de su botella. Se la alcanza a Camila, que toma toda el agua de un tirón. Se levanta y da vueltas en la pequeña habitación. Lanza puñetazos al aire y estrella las almohadas contra la pared. Patea el armario y eso hace caer una pelota que estaba encima. Tiene las mandíbulas apretadas y la boca entreabierta, por la que salen pequeñas burbujas. Nancy abre la puerta y al verla retrocede. Entra Rodolfo y cierra tras de sí. Natalia amaga irse y él ni siquiera la mira, como si no existiese.

– Hijita, sentémonos un momento a conversar.

Toma a su hija del brazo y se sientan en la cama. Camila llora y se recuesta en su hombro.

– Calma, calma.  ¿Qué sucede? ¿Tanto te afecta la muerte del abuelo?

– Sabés bien que no, papá, ni siquiera a vos te afecta. No así como…

Señala a Natalia y cuenta lo que ésta le ha dicho sobre la muerte de su abuela. Rodolfo la escucha con atención y abre mucho los ojos.

– Pero él no era….

El abrazo entre ambos indica que no hay necesidad de aclaraciones.

– ¿Entonces…?

– Ay, papá, ¿no te acordás que mañana tengo la fiesta de mi clase? ¿Que compramos cerveza y papas chips, y encargamos hamburguesas?

– Me había olvidado por completo.

– ¿Y ahora? ¿Tenemos que suspenderla? Por favor, papá, no me hagas eso.

Rodolfo mira a Natalia y ésta baja la mirada. Su botellita está vacía. Eso augura problemas, y no le parece adecuado salir a llenarla.

– Mira, querida, esto va para largo. No nos entregarán el cuerpo hasta el lunes de tarde o martes.  Voy a coordinar el entierro para el miércoles. La policía no le dará publicidad hasta tener el resultado de la autopsia. Nadie tiene por qué enterarse, al menos hasta que pase la fiesta.

Habla como si ésta fuese la mejor solución posible en medio de muchas otras en las que la presencia del muerto pudiese ser ignorada, relegada a un costado por algunas horas.  Natalia recuerda una escena en que el asesino mueve las agujas de un reloj para simular que no ha pasado el tiempo.

– Gracias, papi. Yo sé que no es lo mejor, pero yo estoy viva y él está muerto. ¿Te acordás lo que pasó cuando mis quince, que les pegó a aquellos pibes que querían colarse, y vino la policía? ¿Y cuando se levantó y se fue haciendo ruido de mi obra de teatro porque no le gustó? ¡Qué vergüenza me hizo pasar! Papá, no quiero suspender mi fiesta. Hagamos como vos decís. Que quede entre nosotros.

Elena golpea la puerta y abre sin esperar respuesta. Rodolfo le cuenta el malestar de Camila y su decisión. Ella mueve los ojos hacia arriba y abajo, gira su cuello para aliviar las cervicales y apoya su mano sobre el estómago antes de hablar.

– Me parece bien, no es justo que la chiquilina sufra. El murió en su ley. Por mi parte, no le he avisado ni siquiera a mis hijos. Los llamaré el lunes de mañana. No ganamos nada desperdigando la noticia. La gente merece descansar el fin de semana. No hay nada que hacer.

Natalia la ve como si estuviera en una planicie árida y gris, sin caminos marcados, sin árboles ni postes de que agarrarse, como si la certeza de hacer algo la mantuviese viva, y la ausencia de acciones posibles representase el vacío. Se hunde en ese vacío porque tampoco tiene nada que hacer, salvo quedarse allí sentada.

– Voy a hablar con mamá, dice Camila.

Rodolfo se apresura a salir de la pieza y Elena lo sigue. No quieren escuchar la conversación ni regresar al mundo de antes, en el cual Nancy no existía y la madre de Camila ocupaba su espacio. Natalia se ubica contra la ventana y mira los pájaros que comen bichitos ocultos en el césped, las mariposas que adornan la hilera de flores junto al muro. Recuerda el jardín de su abuela y le dan ganas de volver a su propia casa. Camila habla en susurros.

– No, mamá, no estoy triste. ¿Vos estás triste? No mientas, nunca lo soportaste.

– Ya sé que es una cosa horrible y que nadie la merece. No, no sé nada. No se sabe nada más que esto que te dije.

– Papá está bien. Nancy está angustiada. Elena está tranquila. Natalia está acá conmigo, me va a ayudar con la fiesta.

– Sí, mami, está todo bien. No hace falta que vengas. Un beso.

El día se llena con los preparativos para la fiesta. Compran el pan y las hamburguesas, ponen en el freezer los helados, coordinan la entrega de bolsas de hielo para la mañana siguiente. Preparan una playlist con la música que desean escuchar, y se aseguran de que el parlante funcione. Eligen la ropa que usarán, el abrigo que se pondrán si el día está fresco. Elena y Nancy hacen empanadas. Ríen, como si todo hubiese sucedido hace mucho tiempo. Cuando Camila se acerca, se ponen serias y hablan con voz grave y baja.

Natalia recuerda una y otra vez una frase de Rodolfo, murió instantáneamente, y siente extrañeza ante su propia vida, como si ésta pudiese escaparse también en un segundo.  Esa palabra contundente la asusta más que “murió”, que suena breve y ligera, pronta a desvanecerse en el aire. Ve a los asesinos como sombras oscuras que no sobreviven a la luz de la mañana y se siente segura en la vitalidad que la rodea. No la convence la idea de que quisieran robar un auto viejo y arriesgasen su vida por él. Cree que los animaban motivos oscuros, inaccesibles, propios de un mundo ajeno del que el abuelo de Camila también formaba parte. Imagina la cara del hombre inmóvil en el jardín de su casa, piensa que su último pensamiento fue de rabia u odio, y no termina de entender el sentido de la expresión “murió en su ley.”

Si ella muriese de sed algún día, ¿qué dirían?

No fumes ni vayas a la guerra

La tarde es húmeda y fría, y esta habitación no alcanza a darme el refugio necesario. La luz pálida de mayo me permite verla tal cual es: una triste pieza al fondo de una escuela improvisada en medio del campo vacío. Las paredes son finas y llenas de grietas, el techo tiene agujeros.

Otros años, con paciencia, he rellenado con masilla y nylon los huecos que en invierno se transforman en goteras. Otros años, con alegría, he pintado las paredes descascaradas, para eliminar los bichos que anidan en los rincones y dejarlas limpias y prolijas.

La habitación que hoy miro en el silencio de la tarde; la que todos, incluso yo, nombran y conocen como mi habitación, no tiene nada que sea de mi agrado, salvo las cortinas que yo hice. Ahora están llenas de polvo, el tejido se ha desfigurado y el sol ha desvanecido el color original. No sé por qué digo que me gustan estas cortinas si en realidad me gustaban antes, al poco tiempo de colgarlas allí, en esa ventanita que no puede abrirse y por la que he mirado tantas veces el camino.

La cama es angosta y tiene un hueco en el medio donde me hundo al acostarme, como si fuera un nido. Allí me siento protegida, aunque no sea bueno para la columna ni para el buen descanso.  Las sábanas están gastadas y las frazadas apenas abrigan. Pesan mucho, y en las mañanas de invierno me despierto entumecida por su presencia contra mi cuerpo, agobiante como un compromiso no elegido.

Sé hacer muchas cosas: tejer, bordar, cocinar, atender a los niños y mucho más que eso: sé cómo enseñarles a leer, a contar, a pintar con acuarelas, a imaginar el mundo tan grande y variado que hay más allá.

Esto me lo repito cada otoño cuando veo aparecer caritas diferentes, hijos de los hijos a los que yo he enseñado tantas cosas, siempre con las mismas palabras, usando láminas ajadas y descoloridas. En las paredes del aula, del otro lado de esta puerta, están el mapa del país, el de esta región y la lámina del cuerpo humano que provocó escándalo en algunos padres. Es tiempo de sacar del armario los lápices y los cuadernos que están allí desde el año pasado, de verificar el estado de las ollas, los platos y las cucharas. Hay que barrer el piso del salón y sacudir el polvo de los pupitres. Encargar al almacén una buena provisión de arroz, fideos y aceite. Pedir huevos y gallinas a los vecinos, papas y zapallos a algunos padres, cebollas y zanahorias a otros. Y leña a los más pobres, que la recogen del monte y la traen en carros tirados por caballos enclenques, para la calefacción de este rancho que es frío como un sótano, y está rodeado de aire por todos los costados. Hay que llamar a reunión para organizar la kermesse del año y escribir a la inspección departamental para avisarles que todo está bien. No haré nada de eso hoy.

Voy a leer una vez más sus cinco cartas, las únicas cartas de amor que recibí en toda mi vida. Hoy las frases que conozco al detalle me suenan vacías e inútiles, pero seguiré con la lectura hasta el fin. En la última, fechada un 19 de febrero, dice que me amará toda la vida, siempre, siempre. Comparo su firma con el nombre que leí ayer en el diario: ese Pedro tembloroso e inclinado, subrayado con una línea en diagonal que termina en un pequeño corchete, es el mismo Pedro F. Carrasco A., QEPD, a quien su esposa Clara y sus hijos Gonzalo, Rosario y María Elvira, sus hijos políticos Eugenia y Fernando, sus nietos Baltazar, Inés y Renata, participan del fallecimiento en invitan al sepelio que se realizó el día 5 del corriente, hace dos meses.

No sé qué me impresiona más: saberlo muerto y enterrado, descompuesto ya entre las tablas del ataúd, o ver esa larga lista de personas que lo nombran suyo.

Sabía de su casamiento y de sus hijos, porque hasta hace diez años solía escuchar alguna noticia suya. Supe que estaba allá, o más acá, que se fue de viaje, que se compró un auto.  Un día comenzaron a escasear las noticias, y yo no me di cuenta hasta que fue muy tarde para seguir preguntando. Igual lo hice, indagué entre los que podrían saber algo y soporté avergonzada que me mirasen con piedad o me aconsejasen olvidarlo. Como si estuviese convencida de poder olvidar, me sometí al consejo y olvidé las preguntas.

Me dolió saber que se había casado y aún más enterarme del nacimiento de su primer hijo. Mi soledad se hizo más profunda en ese momento y la esperanza de recuperarlo se disolvió violentamente en mi corazón. Con el paso de los años, cuando supe que no me casaría ni tendría hijos, ese dolor dejó paso a la convicción de que, como me había dicho y escrito, siempre me amaría.

En estos años de soledad escuché muchas historias: supe de mujeres atormentadas por un amor imposible que se comportaban como dignas esposas, supe de hombres mayores enamorados de sobrinas adolescentes, de niños maltratados por padres mal unidos, del aburrimiento de parejas eternas, del odio pertinaz que une tanto como el amor. Escuché historias entre hombres y mujeres, entre mujeres y mujeres, hombres y hombres, viejos y jóvenes, humanos y animales.  Mi lugar detrás del escritorio y mi soledad hicieron que muchos se acercaran a contar lo que a nadie contaron, en busca de un consejo o por el desahogo de compartir la verdad. Escuché, intenté dar una palabra de apoyo o de censura, y cuando me quedaba sola volvía a leer sus cinco cartas y les encontraba un sentido diferente.

Después del desconsuelo de no tenerlo, de saber que era de otra mujer y de otra vida, al leer sus cartas comprendí que era cierto que siempre me amaría, así como yo lo amaba. Lejos de la pobre realidad, de las obligaciones, de la rutina que acosa y embrutece, de los lazos que nos atan a los demás a pesar de nuestro deseo; supe que siempre me amaría. No como esposo ni amante, sino desde sus cartas que nadie podría borrar; desde su recuerdo que vendría a buscarme cuando estuviese triste o cansado. Me recordaría ante cada adversidad, libre de sus ataduras de padre o esposo, de su lugar de empleado y ciudadano. En esos breves momentos de intimidad, me amaría.

Nunca esperé que llegase a salvarme de la soledad. Tuve el amor de los niños, inocentes de haber nacido en este campo pobre, lejano y sin caminos de salida. Tuve el cariño de las madres, que llenas de ilusión esperan que sus hijos se eleven por encima de sus propias vidas. No estuve aquí para sobrevivir, con un sueldo casi miserable, ni por tener un lugar importante en el mundo… tenía éste, que ahora me quieren quitar.

Esta carta que llegó ayer, junto al diario, fechada veinte días atrás, dice que la escuela cerrará por el escaso número de alumnos.

¿Adónde creen que iré? ¡Si no tengo a nadie! Todos están aquí, en estos parajes perdidos. No he ido a la capital en años. Los míos, los que me precedieron en la vida, ya no están. Nadie viene después de mí…y él tampoco está en este mundo. Todo parece intolerable: el frío del invierno, el agua del otoño, la humedad de la primavera, el verano asfixiante. Las tribulaciones diarias y las angustias nocturnas quedan sin solución, sin consuelo, en este desamparo en que las noticias me han hundido.

El vestido más hermoso de mi juventud me queda estrecho y está mordido por las polillas. El diseño es sencillo y anticuado. Me encanta la tela con fondo celeste y todas esas flores, como si restallaran contra el fondo gris del mundo.

 “Para tener una larga vida no fumes ni vayas a la guerra”, decía mi madre.

Nunca fumé. Hoy escudriño mi vida y creo que no pude evitar ir a la guerra, y en este pequeño lugar libré muchísimas batallas. Tendría que haber vuelto al pueblo. Tendría que haber buscado un empleo diferente, una casa propia. Me quedé acá como si éste fuese mi destino, y este lugar mi trinchera. No hubo generales que me marcaran el rumbo sino que yo misma me ordené la resistencia, aunque nunca me propuse triunfar. Me pregunto qué fuerzas desconocidas me dieron este lugar de carne de cañón, de soldado anónimo.

Como una guerrera vencida, creo que tengo el derecho a elegir algo en la vida y no someterme siempre a lo que ésta me ofrece. Elijo entonces la forma de morir, con el cuidado con que hubiese elegido el nombre para un hijo, el tamaño de una casa, el color de un automóvil. Elijo la forma de morir con la atención con que buscaría un tomate en el huerto, una ruta de viaje, un libro que regalar.

Los que me tienen algún cariño habrán imaginado que moriría tranquila, silenciosa y leve como he vivido, tal vez corroída por el veneno, suspendida en una horca, o abandonada a la corriente del arroyo en una crecida. Lamentarán no encontrarse con viejos amigos en el velatorio, acompañarme al cementerio en la brillante camioneta de la funeraria, o esparcir mis cenizas sobre las sierras. Se sorprenderán de que haya elegido el fuego, aunque ya no importa: quiero sorprender alguna vez.

Quiero arder, brillar, al menos en el último instante.  Desaparecer entre las chispas y el humo, ser brasa iridiscente después de ahogarme en la fogata. No importa que nadie escarbe en el rescoldo, perciba el último calor y vea la postrera voluta de humo. Me basta con el asombro de quien descubra la llamarada en el horizonte y antes de preguntarse por qué, admire el esplendor del brillo y el tamaño de las llamas.

Llega la noche y opaca el verdor del campo, vuelve primero negras y luego invisibles las siluetas de las casas en el horizonte.

Así las llamas, rojas, amarillas, violetas, serán como estrellas caídas sobre el campo inmóvil.

FIN