La tarde es húmeda y fría, y esta habitación no alcanza a darme el refugio necesario. La luz pálida de mayo me permite verla tal cual es: una triste pieza al fondo de una escuela improvisada en medio del campo vacío. Las paredes son finas y llenas de grietas, el techo tiene agujeros.
Otros años, con paciencia, he rellenado con masilla y nylon los huecos que en invierno se transforman en goteras. Otros años, con alegría, he pintado las paredes descascaradas, para eliminar los bichos que anidan en los rincones y dejarlas limpias y prolijas.
La habitación que hoy miro en el silencio de la tarde; la que todos, incluso yo, nombran y conocen como mi habitación, no tiene nada que sea de mi agrado, salvo las cortinas que yo hice. Ahora están llenas de polvo, el tejido se ha desfigurado y el sol ha desvanecido el color original. No sé por qué digo que me gustan estas cortinas si en realidad me gustaban antes, al poco tiempo de colgarlas allí, en esa ventanita que no puede abrirse y por la que he mirado tantas veces el camino.
La cama es angosta y tiene un hueco en el medio donde me hundo al acostarme, como si fuera un nido. Allí me siento protegida, aunque no sea bueno para la columna ni para el buen descanso. Las sábanas están gastadas y las frazadas apenas abrigan. Pesan mucho, y en las mañanas de invierno me despierto entumecida por su presencia contra mi cuerpo, agobiante como un compromiso no elegido.
Sé hacer muchas cosas: tejer, bordar, cocinar, atender a los niños y mucho más que eso: sé cómo enseñarles a leer, a contar, a pintar con acuarelas, a imaginar el mundo tan grande y variado que hay más allá.
Esto me lo repito cada otoño cuando veo aparecer caritas diferentes, hijos de los hijos a los que yo he enseñado tantas cosas, siempre con las mismas palabras, usando láminas ajadas y descoloridas. En las paredes del aula, del otro lado de esta puerta, están el mapa del país, el de esta región y la lámina del cuerpo humano que provocó escándalo en algunos padres. Es tiempo de sacar del armario los lápices y los cuadernos que están allí desde el año pasado, de verificar el estado de las ollas, los platos y las cucharas. Hay que barrer el piso del salón y sacudir el polvo de los pupitres. Encargar al almacén una buena provisión de arroz, fideos y aceite. Pedir huevos y gallinas a los vecinos, papas y zapallos a algunos padres, cebollas y zanahorias a otros. Y leña a los más pobres, que la recogen del monte y la traen en carros tirados por caballos enclenques, para la calefacción de este rancho que es frío como un sótano, y está rodeado de aire por todos los costados. Hay que llamar a reunión para organizar la kermesse del año y escribir a la inspección departamental para avisarles que todo está bien. No haré nada de eso hoy.
Voy a leer una vez más sus cinco cartas, las únicas cartas de amor que recibí en toda mi vida. Hoy las frases que conozco al detalle me suenan vacías e inútiles, pero seguiré con la lectura hasta el fin. En la última, fechada un 19 de febrero, dice que me amará toda la vida, siempre, siempre. Comparo su firma con el nombre que leí ayer en el diario: ese Pedro tembloroso e inclinado, subrayado con una línea en diagonal que termina en un pequeño corchete, es el mismo Pedro F. Carrasco A., QEPD, a quien su esposa Clara y sus hijos Gonzalo, Rosario y María Elvira, sus hijos políticos Eugenia y Fernando, sus nietos Baltazar, Inés y Renata, participan del fallecimiento en invitan al sepelio que se realizó el día 5 del corriente, hace dos meses.
No sé qué me impresiona más: saberlo muerto y enterrado, descompuesto ya entre las tablas del ataúd, o ver esa larga lista de personas que lo nombran suyo.
Sabía de su casamiento y de sus hijos, porque hasta hace diez años solía escuchar alguna noticia suya. Supe que estaba allá, o más acá, que se fue de viaje, que se compró un auto. Un día comenzaron a escasear las noticias, y yo no me di cuenta hasta que fue muy tarde para seguir preguntando. Igual lo hice, indagué entre los que podrían saber algo y soporté avergonzada que me mirasen con piedad o me aconsejasen olvidarlo. Como si estuviese convencida de poder olvidar, me sometí al consejo y olvidé las preguntas.
Me dolió saber que se había casado y aún más enterarme del nacimiento de su primer hijo. Mi soledad se hizo más profunda en ese momento y la esperanza de recuperarlo se disolvió violentamente en mi corazón. Con el paso de los años, cuando supe que no me casaría ni tendría hijos, ese dolor dejó paso a la convicción de que, como me había dicho y escrito, siempre me amaría.
En estos años de soledad escuché muchas historias: supe de mujeres atormentadas por un amor imposible que se comportaban como dignas esposas, supe de hombres mayores enamorados de sobrinas adolescentes, de niños maltratados por padres mal unidos, del aburrimiento de parejas eternas, del odio pertinaz que une tanto como el amor. Escuché historias entre hombres y mujeres, entre mujeres y mujeres, hombres y hombres, viejos y jóvenes, humanos y animales. Mi lugar detrás del escritorio y mi soledad hicieron que muchos se acercaran a contar lo que a nadie contaron, en busca de un consejo o por el desahogo de compartir la verdad. Escuché, intenté dar una palabra de apoyo o de censura, y cuando me quedaba sola volvía a leer sus cinco cartas y les encontraba un sentido diferente.
Después del desconsuelo de no tenerlo, de saber que era de otra mujer y de otra vida, al leer sus cartas comprendí que era cierto que siempre me amaría, así como yo lo amaba. Lejos de la pobre realidad, de las obligaciones, de la rutina que acosa y embrutece, de los lazos que nos atan a los demás a pesar de nuestro deseo; supe que siempre me amaría. No como esposo ni amante, sino desde sus cartas que nadie podría borrar; desde su recuerdo que vendría a buscarme cuando estuviese triste o cansado. Me recordaría ante cada adversidad, libre de sus ataduras de padre o esposo, de su lugar de empleado y ciudadano. En esos breves momentos de intimidad, me amaría.
Nunca esperé que llegase a salvarme de la soledad. Tuve el amor de los niños, inocentes de haber nacido en este campo pobre, lejano y sin caminos de salida. Tuve el cariño de las madres, que llenas de ilusión esperan que sus hijos se eleven por encima de sus propias vidas. No estuve aquí para sobrevivir, con un sueldo casi miserable, ni por tener un lugar importante en el mundo… tenía éste, que ahora me quieren quitar.
Esta carta que llegó ayer, junto al diario, fechada veinte días atrás, dice que la escuela cerrará por el escaso número de alumnos.
¿Adónde creen que iré? ¡Si no tengo a nadie! Todos están aquí, en estos parajes perdidos. No he ido a la capital en años. Los míos, los que me precedieron en la vida, ya no están. Nadie viene después de mí…y él tampoco está en este mundo. Todo parece intolerable: el frío del invierno, el agua del otoño, la humedad de la primavera, el verano asfixiante. Las tribulaciones diarias y las angustias nocturnas quedan sin solución, sin consuelo, en este desamparo en que las noticias me han hundido.
El vestido más hermoso de mi juventud me queda estrecho y está mordido por las polillas. El diseño es sencillo y anticuado. Me encanta la tela con fondo celeste y todas esas flores, como si restallaran contra el fondo gris del mundo.
“Para tener una larga vida no fumes ni vayas a la guerra”, decía mi madre.
Nunca fumé. Hoy escudriño mi vida y creo que no pude evitar ir a la guerra, y en este pequeño lugar libré muchísimas batallas. Tendría que haber vuelto al pueblo. Tendría que haber buscado un empleo diferente, una casa propia. Me quedé acá como si éste fuese mi destino, y este lugar mi trinchera. No hubo generales que me marcaran el rumbo sino que yo misma me ordené la resistencia, aunque nunca me propuse triunfar. Me pregunto qué fuerzas desconocidas me dieron este lugar de carne de cañón, de soldado anónimo.
Como una guerrera vencida, creo que tengo el derecho a elegir algo en la vida y no someterme siempre a lo que ésta me ofrece. Elijo entonces la forma de morir, con el cuidado con que hubiese elegido el nombre para un hijo, el tamaño de una casa, el color de un automóvil. Elijo la forma de morir con la atención con que buscaría un tomate en el huerto, una ruta de viaje, un libro que regalar.
Los que me tienen algún cariño habrán imaginado que moriría tranquila, silenciosa y leve como he vivido, tal vez corroída por el veneno, suspendida en una horca, o abandonada a la corriente del arroyo en una crecida. Lamentarán no encontrarse con viejos amigos en el velatorio, acompañarme al cementerio en la brillante camioneta de la funeraria, o esparcir mis cenizas sobre las sierras. Se sorprenderán de que haya elegido el fuego, aunque ya no importa: quiero sorprender alguna vez.
Quiero arder, brillar, al menos en el último instante. Desaparecer entre las chispas y el humo, ser brasa iridiscente después de ahogarme en la fogata. No importa que nadie escarbe en el rescoldo, perciba el último calor y vea la postrera voluta de humo. Me basta con el asombro de quien descubra la llamarada en el horizonte y antes de preguntarse por qué, admire el esplendor del brillo y el tamaño de las llamas.
Llega la noche y opaca el verdor del campo, vuelve primero negras y luego invisibles las siluetas de las casas en el horizonte.
Así las llamas, rojas, amarillas, violetas, serán como estrellas caídas sobre el campo inmóvil.
FIN