A las ocho de la mañana la luz del sol era tan intensa como a mediodía.
Eso pensó Carla cuando atendió el llamado de Fernando, quien le informó del rechazo al proyecto en el que ambos habían puesto tantas esperanzas y ella, además, muchas horas de esfuerzo.
No es que hubiera pensado que esto fuese imposible. Admitir esa alternativa era un resabio de viejas actitudes pesimistas de las que quería alejarse. Para ello se convenció a sí misma de que el proyecto sería aprobado. Era algo más que una actitud proactiva: lo habían analizado del derecho y del revés, comparando su formulación con la de otros similares. Se habían dado ánimo mutuamente hasta llegar a la certeza de que no tenía fallas. Ya estaban previstos los próximos pasos: a quién contratar, los días libres, el nuevo local, cómo dividirían las ganancias.
La voz de Fernando sonó grave y consternada. La luz del sol que daba de lleno en el piso de la habitación era injusta con su futuro amenazado, demasiado brillante para inaugurar los tiempos oscuros que vendrían.
– Tenemos que reunirnos urgente para analizar el escenario y ver qué medidas tomar.
¡Como si hubiese alguna distinta a reducir los salarios un 40% y cerrar tres meses después!
– Por supuesto. En una hora estoy ahí.
En una hora no llegaría y esto le permitiría a Fernando desahogar su bronca con su impuntualidad, falta de compromiso, desprecio a los detalles y eternos errores de timing (como le llamaba él): todos elementos que aumentaban la incapacidad de la empresa para obtener fondos.
Había dormido mal porque Andrés no se iría con ella de vacaciones el próximo verano, ya que debía encargarse de sus hijos.
– ¿Ni siquiera una semana?
– No, es imposible, este año no.
– ¿Cuatro días?
– Veremos, aún falta un buen tiempo para el verano.
Dejaron de lado el tema y su fantasma los acompañó durante la cena y estuvo a su lado más tarde, después del sexo. Él se había ido de madrugada, sin que ella lo advirtiese.
“Y ahora esto. Un problema grave junto a otro problema grave”.
El timbre anunció la llegada de Amanda. Venía martes y viernes. Al menos la casa estaría limpia, para contrarrestar el caos del día.
Amanda lucía cansada y sudorosa. Es cierto que estaban en noviembre, pero a las ocho de la mañana no hacía tanto calor.
– ¿Estás con la menopausia, Amanda?
– Si, señora, ya estoy en la edad. Hoy tengo calor porque vine caminando. No tenía plata para el boleto. Salí hace hora y media. Me cansé, pero llegué.
Amanda llevaba un vestido suelto, anaranjado, con pequeñas flores rojas. Sus pies sobresalían a los costados de las ojotas gastadas. Tenía sobrepeso y la cara llena de arrugas. Por haber visto su cédula de identidad, Carla sabía que eran de la misma edad, aunque nunca se lo había dicho.
– Hoy me tiene que pagar. Esta vez no tengo ningún adelanto, ¿se acuerda?
– El sueldo, ¡sí! Claro, hoy es cinco. Pero no puedo pagarte, Amanda, no me odies. Recién mañana me acreditan una plata, ahora no tengo, creéme, estoy desfinanciada. Tuve además un problema grave en el trabajo…
Amanda la miró con sorpresa y odio.
– ¿Mañana? Yo preciso la plata hoy, señora, ya hemos hablado de esto. Fíjese que no tengo ni siquiera para el boleto.
– Amanda, es solo un día más. Con todo respeto, no creo que te afecte tanto que el pago se haga dentro de un solo día. Son veinticuatro horas… no es tanto. Te pido mil disculpas, hoy no puedo. Sinceramente, no puedo.
– ¿No tendrá algo, doscientos pesos, trescientos, para darme hasta el viernes, porque mañana no puedo venir solo a cobrar?
Carla revisó sus carteras, los bolsillos de sus chaquetas, los estantes de la biblioteca, los cajones, y encontró un montón de monedas. Con alivio se las entregó, y mientras Amanda las contaba pensó que al menos podría pagarse el boleto de vuelta.
-Señora, estas monedas no son de acá, no me sirven.
Amanda le extendió un montón de centavos de euro, argentinos y reales.
Había solo cuatro monedas uruguayas, que tampoco aceptó.
-Deje, así no se confunde cuando me pague. Yo veré cómo hago para volver a casa. Hoy no le limpio, el mes que viene si quiere me descuenta. Me voy ya.
Aceptó el medio pollo que había sobrado de la noche anterior, con cara de hacerlo más por gentileza que necesidad. Carla se prometió tener el sueldo pronto, en billetes de 500 pesos, al día siguiente. Así evitaría otro olvido y otro escándalo.
En medio de sus preparativos llamó Verónica. A pesar de su urgencia por salir, era bueno contarle a alguien sus angustias.
– Andrés está raro y no sé qué hacer, mi trabajo peligra y para colmo mi limpiadora se fue porque no le pude pagar el sueldo.
– ¿Cómo que no le pudiste pagar? ¿Cuánto le pagás?
– Siete mil pesos. Le pago mañana, pero como ella los miércoles no viene, será el viernes. Me da un poco de pena porque vino caminando.
– ¿Cómo no vas a tener siete mil pesos para darle? ¿No podías ir al cajero y sacar? ¿O no tenés, en realidad?
– Tengo, pero no en la cuenta de la que le pago a ella. Recién mañana me acreditan la plata que uso para pagarle.
– No puedo creer lo que me estás diciendo.
– ¿Tan grave te parece? Son tres días de atraso nomás. Podría pagarle mañana, si quisiera venir.
– ¡Cómo se nota que nunca estuviste en una situación así! Hacéme el favor, pasá por casa que te doy los siete mil pesos, mañana me los devolvés, y pagale a esa pobre mujer que trabajó todo un mes en tu casa y merece cobrar su sueldo.
– Sí, le voy a pagar, saco de la otra plata; ahora salgo a buscarla. Es que estoy alterada, recién me llamó Fernando que el proyecto no sale… no sale, ¿entendés?
Verónica conocía sus desvelos porque el proyecto tuviese todo para ganar. Sabía lo que representaba para ella y su economía, y elegía conmoverse solo por el bienestar de Amanda, a quien nunca había visto. No aceptó el dinero ofrecido y le aseguró que pagaría el sueldo de Amanda lo antes posible.
Verónica alardeaba de su buen corazón y de todo lo que daba a los demás sin pedir nada a cambio. Era rica, y ser generosa era fácil para ella. Carla no lo era; solo tenía un buen nivel de vida en base a su trabajo y muchas deudas, cuotas, manejos financieros que no siempre salían bien y alguna que otra ayuda de su familia.
Llamó al celular de Amanda. No contestó, por lo que le recargó 100 pesos, en un gesto capaz de mejorar su imagen de patrona desconsiderada.
Amanda no contestó luego de la recarga. Carla resolvió seguir su camino de regreso a casa e interceptarla con la buena noticia del pago. No podría estar muy lejos, con ese cuerpo y esas ojotas. Su ruta debería ser Avenida Brasil y luego Soca. Andrés le había dicho que así se salía hacia los barrios del norte, que en el mapa se ven como el cuerpo de un abanico, una cuadrícula desconocida con miles de casas.
El cajero automático quedaba de paso. Se vistió como pudo -después seguía para la oficina y la reunión con Fernando, por lo que no podía ir ni muy elegante ni mal arreglada- y salió.
Guardó los siete mil pesos en el bolsillo. Debía recordar que había sacado la plata de esa cuenta por una emergencia. Si tenía tiempo, mañana la restituía.
Cargó nafta en la estación de la esquina. Le pareció que el tanque se llenaba muy despacio y las fichas caían con retardo. Se bajó para buscar a Amanda por la avenida.
La conversación con Fernando no sería nada fácil. Sintió sed y compró agua. Aceptó que lavaran el auto y cuando fue a pagar el POS no funcionaba y debió hacerlo en efectivo. Usó el dinero de Amanda.
“Le pago la diferencia el viernes”.
Al llegar a Avenida Brasil aminoró la marcha para escudriñar el horizonte. Amanda no se veía. Un inspector de tránsito la detuvo un par de cuadras más arriba: no había frenado en la cebra.
– Es que no venía nadie, y yo tengo que ubicar a mi empleada para pagarle el sueldo.
El hombre la miró como diciendo “las cosas que la gente inventa para zafar” y la dejó ir. Le pareció un buen augurio. Al llegar a Soca dio la vuelta y la buscó en las veredas. Tuvo especial atención en las paradas, por si era mentira que Amanda no tenía dinero para el ómnibus. Un malabarista la entretuvo en el semáforo. Le tiró las monedas que había rechazado Amanda, entre ellas un euro, y confió que éste supiese valorarlas.
Tomó por Soca. No era posible que Amanda hubiese llegado hasta allí en tan poco tiempo. Nadie podía caminar tan rápido. Un par de cuadras más adelante dobló a la derecha, por una calle angosta y sin tránsito, y volvió a llamarla. La atendió el contestador automático, y no dejó mensaje porque vio que estaba en medio de una feria vecinal. Frente a ella se desplegaban los techos coloridos de los puestos de verduras: naranjas brillantes, flores, gente con carros y niños.
Bajó y se sumó a la feliz algarabía de clientes y vendedores. Un par de jóvenes ofrecía quesos artesanales y carteras vintage. Por quinientos pesos se llevó un bolso verde casi nuevo, y por trescientos, una horma de queso magro con pimienta y ciboulette. Casi la sedujo un abrigo a cuadros Made in Italy, que descartó porque le faltaba un botón.
Si perdía el trabajo o tenía que arreglarse con menos dinero, vendría a comprar a esta feria. Lo de comprar ropa o carteras era lo de menos, lo que le preocupaba era la cuota del auto, que había cambiado cuatro meses atrás. Aún debía cinco mensualidades del viaje a San Sebastián. Las compras del free-shop seguían debitándose en su tarjeta de crédito. No quería ser negativa y se esforzó en pensar que lo del rechazo al proyecto podía ser un error. Quizás se pudiese reformular o buscar otro financiador. No podía hacer ningún plan hasta hablar con Fernando, y si no encontraba a Amanda llegaría tarde a la reunión.
Iría hasta su casa. Si no la encontraba le dejaría el dinero a uno de sus hijos.
El camino fue rápido pues iba en dirección contraria al tráfico. En el barrio de Amanda la gente caminaba por la calle en grupos, con bolsos, perros y niños. Bajó la velocidad para no lastimar a nadie. En caso de accidente con heridos, la culpa sería suya.
Se detuvo en la mitad del complejo de viviendas. Un laberinto de senderos se extendía ante ella. ¿Cómo ubicar la críptica dirección: Block SV, C, Apto 218A?
Amanda atendió el teléfono.
-Te traje tu sueldo. ¿Podrías venir? Estoy en el medio del complejo, frente a un kiosco verde y blanco.
Llegó a los pocos minutos y esperó a su lado que terminase la conversación con Fernando, que la urgía a llegar para la reunión. Le alcanzó cuatro billetes de mil.
-Falta un poco. El resto lo completo el viernes, o podés pasar por casa mañana. La plata la tendré.
-Gracias, señora.
– ¿Cómo hiciste para llegar? ¿Pediste monedas?
– Barrí dos veredas y conseguí cincuenta pesos. No fue fácil, en ese barrio todos tienen limpiadora o portero que se encarga. Y en estas épocas tampoco hay tantas hojas secas.
Carla no le creyó. Amanda tendría monedas escondidas para el boleto o las habría recolectado en la calle. Los desgraciados son solidarios entre sí. No la contradijo: era muy probable que la semana próxima ambas perdiesen su trabajo y le pareció cruel discutir sobre el dinero de un boleto, en esas circunstancias.