El principio de Van Helsing

Olvidé las circunstancias precisas –pudo ser un archivo en los estudios de televisión, la generosidad de mi amigo fotógrafo Jorge Cagianni- pero en una de las vueltas de redactor publicitario, tuve entre mis manos unos clichés extraños en Montevideo. Estaban relacionados con el mundo norteamericano del cine, de la época dorada cuando la ilusión era sin Sensurround ni Technicolor. Andarían cerca del formato 20×27 blanco y negro, eran copias de calidad estupenda, parecían soportes promocionales de distribuidoras locales o laboratorios de revelado. Alguna entre ellas las volví a ver buscando en Internet; por empatía infantil recuerdo una muy tierna de Laurel y Hardy, mirando los dos un tablero de damas en medio de una posición de partida. Perplejos, ellos parecen confrontados al secreto de la Creación, siendo que eran marineros de agua dulce reclutados en un corto metraje de 1934. 

Luego había un toco de tomas en varios tamaños y distancia focal de Béla Lugosi, de cuando el actor se vestía para ser el Conde Drácula, personaje que le vampirizó una filmografía impresionante. La duda en mi era permitida porque faltaba la respuesta: ¿qué efecto sobrenatural hizo que se juntaran el clic de la escena original de 1931 y mi curiosidad mientras buscaba titulares para vender televisores Hitachi y cosméticos Néfer? La tentación también; eso llegado a mis manos significaba algo y escoltaba una línea velada de mi estrategia. Como nunca había participado en episodios de la mitología de la modernidad, intentaba forzar –a veces bien, a veces mal…- los esponsales de esos monstruos hipnóticos con la realidad uruguaya y con los que allí nacimos. Leí la novela de Stoker y creo haber visto todas las versiones para cine del malogrado Conde, con sus declinaciones hasta el año 2000, cuando se filma el enigma del precursor Nosferatu. Sentí que pacto y perjuro por amor era condena eterna, la agresión a lo humano de connotaciones sexuales e inspirada por el instinto de supervivencia; en nuestro héroe coexisten lo fantástico exponencial, la persecución de la presa cazada y se nutre del eterno secreto de la sangre. Drácula es una excepción en el museo excéntrico de un siglo violento, Abraham Van Helsing con su consigna de persíguelo y destrúyelo fija la norma de las sociedades totalitarias. 

Después y ultimando el relato se cuela la duda, poco sabia de Lugosi y menos de su final en 1956; apenas nos agitamos entre sombras, actuaciones imaginadas, versión fluctuante de la vida, falacias intencionadas de la prensa y el éxtasis socarrón frente al hombre destruido. Ante el misterio somos como Stan y Ollie mientras están en puerto; miramos la posición de fichas redondas blancas y negras. Sin saber quién mueve, cómo se mueve y cuál es la finalidad última del juego en el que andamos metidos; hasta que un fósforo nos quema los dedos, nos volvemos torpes y tiramos el tablero. Sólo el teniente T. E. Lawrence sabía las dos maneras nobles de extinguir el infierno en miniatura.