Montevideo en video Ducasse

Pudiera ser un acto fallido y gesto voluntario de simetría, la vigencia del mito del eterno retorno junto al deseo de pagar una vieja deuda de juego. El texto narrativo que inaugura La Coquette resulta ser el primer cuento publicado en libro por el autor, hace de ello treinta y cinco años. Cuando dentro de un tiempo se incorpore con otros que formaban el primer libro a “los ríos ficticios”, evocaré las circunstancias de su escritura y salida en Ediciones de la Banda Oriental. Ahora me conformo con recuperar –sin duda mucha cosa se extravió durante el trayecto y las mudanzas- unos pocos detalles aledaños de esa escritura fundadora, que por algo ocupa esta posición aventajada en la lista. 

En aquel tiempo ignoraba que el tríptico Ducasse / Lautréamont / Maldoror sería responsable del nombre del sitio, evocando bellas muchachas casamenteras cruzando los pasajes cubiertos parisinos del siglo XIX. Todo se desmadró llegando a la treintena en el cruce y mutación del análisis crítico. Estaba trabajando para un concurso sobre Los cantos de Maldoror y de ahí partió el deseo de tentar los relatos propios. En aquel momento yo lo ignoraba, uno entre ellos tiene un lejano parecido con la leyenda del cazador Gracchus de Kafka, que los primeros visitantes del Cabaret encontraran ensamblando en las calas secas de “el astillero”. 

Dicho arranque tenía algo de marcar un pacto preparatorio de escritura: decidir Montevideo evitando el peso de la fatalidad y el confinamiento, la época ruda del país coincidente con la publicación del cuento y una actitud experimental que es –a mi parecer- otra de las fuentes nutrientes de la literatura uruguaya. Más que una decisión creo que fue un mandato, de cierta manera se partía el convenio con el realismo en la primera movida de la apertura, circunvalando el comentario narrativo de lo real. El personaje desembarcado y rápidamente reconocible, volviendo de la muerte decía de una afección por la compañía de los espectros. Aceptando la aberración de las metamorfosis y la crueldad del repudio, me colocaba en un muelle sin retorno; a bordo de la tradición que a falta de mejor alias llamaría modernidad. Se rompía el sello lacrado, no volvería atrás aun sabiendo que el viaje sería más prolongado tomando ese rodeo. Para viajar al corazón de la patria literaria había que dejarla atrás, quemar las naves, la biblioteca, los manuscritos propios combustibles y que la danza del fin del mundo recomience de una buena vez.