En el principio fue el falso Picasso en la tapa de la primera edición de “El pozo” del año 1939. Ese detalle apócrifo y firmado -sobre cuya autoría es bueno dejar flotar la ambigüedad-, tal recurso del libro que la crítica años después llamaría paratexto, era quizá una pista de lectura que resultó algo descuidada. Un signo indicador, como Signo se llamaban las Ediciones que publicaron los primeros 500 ejemplares de la novela, que son al presente manías de bibliófilo. Tal apertura gráfica plantea de facto el asunto de ciertos límites, del libro como objeto cargado de ficción desde el primer golpe de vista, la escritura visible que anticipa orientaciones de recepción y lo menos insinuado dentro del dispositivo apodado misterio. Fronteras rigurosamente vigiladas pues entre lo falso y lo autentificado, recurrencias a la tentación del contrabando y ampollas de morfina activando paraísos artificiales, preferibles al entorno de naturaleza muerta con manzanas podridas tan temido. Desasosiego entre apariencias acicaladas y la verdad solapada, mixtura tentada entre las artes para contar a capella y exponer la peripecia humana. Conciencia incierta de fastidiar el paradigma crítico, alterar el canon y reordenar la biblioteca.
Adelantemos nuestra hipótesis de lectura antes que se sequen los pinceles: en la obra del escritor rioplatense, el Arte –con ello decimos lo que rodea comprendiéndolas imagen y pintura versión caballete- funciona como sistema de significados afín a los poderes de la palabra. Se despliega en una zona desbordando lo intertextual que dialoga con la misma obra, indicando precursores en otras manifestaciones del arte: en todo caso, en la ficción abstracta de la pintura y sus técnicas de representación. La palabra mentando la pintura potencia a la escritura que da cuenta de la existencia, la línea del horizonte, cierta insinuación de dimensiones plásticas, el valor de la perspectiva y punto de vista, una indefinición de contornos y manchas de cuatro colores de humores humanos, contribuyen al enigma onettiano.
Es así, dislocando coordenadas geográficas redundantes hacia ardides del tiempo y las figuras, mientras Santa María deja de ser sólo una ciudad imaginaria para transfigurarse en pinacoteca pluridimensional. La incidencia del arte “otro” en la escritura de Onetti no es trámite circunstancial ni aparece con periodicidad que pudiera tildarse de involuntaria. Resulta astucia constante siguiendo una estrategia donde podemos deducir finalidad poética. Se extiende desde la citada expresión exterior del año 39 para penetrar de entrada en el texto, hasta confundirse calándolo en su casi totalidad y ello sucede en la primera parte de “Dejemos hablar al viento”.
Si el falso Picasso podía ser un guiño de ojo a la etapa de Guernica y Dora Maar, el manejo de dispositivos pictóricos alcanza hacia el final la estatura de recurso estético. La intención de concentrar códigos afines creando un efecto devastador, proceso que va desde el acompañamiento por entrar en la literatura y su anunciación, hasta el proyecto más desesperado por arduo: salir de la literatura. Puede afirmarse que ello es tema recurrente en cuyos extremos está el falso retrato citado y el cuento “Los amigos” –el cuento de Simón, del taller en la calle Gonzalo Ramírez entre Médanos y Ejido, del período madrileño, publicado el mismo año que está firmada “Dejemos hablar al viento”- y resulta fehaciente al aplicarse al sub conjunto -el ciclo interior de Santa María- que es ahora nuestra preocupación.
Si partimos considerando la obra tardía de Onetti y allí la novela “Dejemos hablar el viento”, del mismo año que “Los amigos”, el cuento de Simón, que los viernes iba al café Tupinambá de la Montevideo de cuanto entonces, lo más sorprendente es el sentido de equidistancia, simetría y equilibrio que la preside. La etapa final es, creemos, el gran esfuerzo del escritor para que la memoria sucumba al deterioro del tiempo que pasa y se avenga al deseo maltrecho de la juventud. La novela de la vejez debía ser digna de la etapa de esplendor y demoler el proyecto original, como la bola de acero con plomo destruye el taller en el Mercado Viejo de Lavanda. Ese proyecto de reafirmación por la autodestrucción es sencillamente prodigioso y tiene algo de divinidad arcaica.
El itinerario que propone el relato es caótico, las membranas aislando la ficción son filtradas de prisa sin olvidar -se trata de una excepción- los contornos de la muerte en la versión Larsen-Carreño, siendo la interrupción a nuestro parecer apocalíptica; sin embargo, la arquitectura que sustente el libro posee la armonía de las obras clásicas. El tema aquí recuperando aparece anunciando por un personaje menor: el colorado. Como en las variaciones Goldber el final retoma el aria del arranque y si en un cuento de 1949 “La casa en la arena” aparece un fósforo, será en “Dejemos hablar al viento” de 1979 que el fósforo se enciende propagando el incendio final. El ciclo de treinta años podía ser el resultado de la larga imaginación de Juan María Brausen tirado en la cama y de ojos cerrados; pero podría concentrarse también en el “sueño realizado” tripartito de El Colorado, Díaz Grey y el comisario Medina.
Si nos abandonamos por unos minutos al adulterio de las categorías pictóricas, más que evocación lugar o saga el heterocosmos Santa María tiene apariencia de tríptico. Los conocedores de la historia del arte, sostienen que es la forma que presupone una máxima exigencia de construcción. En efecto, debe haber relación entre las partes separadas, pero ella no debe ser lógica ni meramente anecdótica. El tríptico expande las tensiones intervinientes, llegado el caso puede plegarse sobre sí mismo, sinergia activa entre centro y laterales ya se trate de pintura o escritura. La gran escena central que nosotros vemos de esa maquinaria la constituyen las peripecias localizadas en la ciudad de Santa María, sucesos sin interferencias del referente. Pensamos claro, en los proyectos de Larsen y Petrus, protagonistas de las grandes novelas de Onetti, así como en escenas parciales que conforman los relatos magistrales sanmarianos. Como en las tablas de Brueguel: La riña entre el Carnaval y la Cuaresma, o El triunfo de la muerte de Madrid en el Prado y el Prado equidistante, barrio montevideano conde comienza “Dejemos hablar al viento”
En esa representación visual del ciclo de Santa María las tablas laterales fronterizas que planean la cuestión de pasajes y estatuto pictórico central son:
“La vida breve” de 1950.
“Dejemos hablar al viento” de 1979.
Ciclo de treinta años, un trípode apoyado en Buenos Aires, Montevideo y Madrid; sentido de equilibro y simetría que no deja lugar a dudas. Al comienzo de “Dejemos hablar al viento”, Medina en Lavanda lee un libro titulado “Concepciones cíclicas de Vico”, insinuando una interpretación posible de los vericuetos del tiempo histórico. Cronología arbitraria que construye la escritura y vamos aceptando por el pacto / contrato ante escribano público de la lectura.
La inminencia del temporal de Santa Rosa, el trabajo en una agencia de publicidad, los revólveres como objetos determinantes y crímenes pasionales por estrangulación puedan argumentar a favor del diálogo de textos que proponemos. Ambas novelas además se dividen en dos partes y una pequeñísima asimetría no impide constatar que tienen el mismo número de capítulos. Las citas que las presiden de Walt Whitman y Ezra Pound, le dan una complicidad complementaria. Es allí por otra parte, donde se suceden los pasajes hacia el estatuto ficcional de Santa María; y si en la primera de las novelas Montevideo es el territorio de la memoria irrecuperable, excusa del viaje antes de emprender el camino hacia Santa María, en la segunda el tiempo recobrado sólo se consigue al precio de la transfiguración del nombre hacia una versión reconocible. Plásticamente pasaremos de la fotografía y los murales realistas populares, a desnudos con finalidad de chantaje y un realismo abstracto conceptual.
La relación entre totalidad y detalle parece imponerse sin poner condiciones. En la primera parte del tríptico la imagen y la tarea sobre los elementos artísticos es determinante, en tanto está asociado a momentos claves de la narración. Recordemos: la fotografía de Gertrudis que conecta el pasado con la primera noche de escritura y salvación, la descripción del departamento de la vecina en términos de naturaleza muerta. El autorretrato del escritor en la oficina de la calle Victoria, los detalles cromáticos de guantes verdes y amarillos para “pintar” a dos personajes. El mural del boliche del puerto donde Brausen comienza su epístola a “Stein”, los paisajes que van de París entre dos guerras a Necochea, de la Sierra a El tigre.
Esa tendencia bastante administrada en la novela de 1950, se desborda en “Dejemos hablar al viento”, al punto de contaminar al personaje central y narrador. Puede afirmarse que esa asociación entre comisario de los años 70 y pintor a la búsqueda del motivo absoluto, tiene algo de procedimiento surrealista y es sin duda transgresor.
Tres aspectos nos interesan del territorio artístico del comisario Medina. Primero esa mancha temática de la pintura desparramándose en la primera parte de la novela; allí, el procedimiento evocado es llevado a su máxima extensión, al punto de fundirse con la anécdota y disputarle prioridades a la escritura, el representante de la Ley sanmariana se busca en la vereda de la pintura y remueve capas de viejas historias con white spirit. Segundo, el catálogo de diferentes variantes que presenta la cuestión yendo desde el recuerdo de la infancia, hasta la obra final como argumento de chantaje. Un breve tratado de pintura bastante completo que no olvida tampoco matices sociológicos.
El tercer aspecto es menos demostrable y más conjetural; pretende ser conclusión circunstancial: se trata de observar en los elementos referidos -es decir la actitud estética de Medina y la deducción de lo dicho sobre la obra concreta- una resonancia que responde a un modelo acaso inesperado pero reconocible
La obra pictórica de Medina no es corolario de una imaginación distraída ni resultado de generación espontánea, tiene razones psicológicas y personales, hasta diríamos que bibliográficas ilustrando procesos que vive el personaje como si resultara visceral. Otra forma de grito y humor emanada del cuerpo claudicante y se vincula a la condición humana incluyendo su representación: historia de derrumbe y abyección, hundimiento y saturación de redención imposible y suicidio. La pintura de Medina expone los límites de la palabra; a su manera el mundo del comisario es moderno, allí los espacios privilegiados son consultorios y amoblados, cabarets y prostíbulos, bares decadentes y cárceles. Medina es personaje de deslindes y suburbios, detiene asesinos, persigue asesinos, transporta asesinos, él mismo se vuelve un sospechoso sin coartada. Intuye desde donde debe pintar, después sobre quiénes y por ello vemos en “Dejemos hablar al viento” el texto nervadura de la última etapa del escritor.
Novela que está lejos de haber librado todos sus secretos y texto mayor no tanto por una perfección transparente: ese valor creemos que había dejado de interesarle por otras consideraciones narrativas. Allí anida el intento de escribir la última novela en relaci
ón al ciclo sanmariano en el sentido más estricto que puede tener dicha expresión. Como se dijo parece el intento de salir de la literatura, algo así como la interpretación teórica del profesor de Adrian Leverkun, el joven Wendell Kretzschmar, de la sonata de Beethoven del opus 111 en el “Doctor Faustus” y última por omitir el tercer movimiento. La novela existe como elemento suplementario y el relato escrito es resultado del no poder pintar lo que se cuenta. La escritura sustituye a la pintura.
“Las dos piezas en ruinas del taller. Allí trabajaba –si la dicha merece la suciedad de ese nombre-, dormía, cocinaba a veces. Y ahí empezó por casualidad, por ganas de Dios o astucia de Frieda lo que ahora trato de contar a tropezones porque me fue imposible pintarlo.” (p. 38)
“lo que ahora trato de contar a tropezones porque me fue imposible pintarlo” dice el comisario y hacia el final la declaración de que Lavanda era el lugar donde esa vocación pudo llevarse adelante.
“-Si, todo aquello era muy complicado. Pero hay una cosa que debo agradecer. En Lavanda siempre pude pintar, mal o bien, pura academia. Aquí, en Santa María, es imposible imaginar un comisario con un caballete.” (p. 225)
“en Lavanda siempre pude pintar” afirma Medina. La pintura es una aventura interna y anecdótica acompañando los trabajos y las noches del comisario Medina en Lavanda, a la búsqueda de la certeza de su condición sanmariana. En el juego de la paternidad no reconocida con María Seoane, la madre de Julián y de la aceleración en la abyección Frieda mediante, tratando de inventarse una juventud que Brausen le negó. Eco o paralelismo, memoria o sublimación la pintura acompaña errancia, pasión y nocturnidad siendo complicidad de una sexualidad incandescente y de la búsqueda a ciegas.
La pintura elabora episodios recurrentes que lo vinculan a su pasado y el arte la única coartada de sobrevivir a la angustia de ser un personaje pensando por otro y por tanto incompleto. Pero allí no se limita el interés y pertinencia, lo pictórico cumple en “Dejemos hablar al viento” otras funciones. Establece nexos necesarios con escenas sanmarianas pretéritas; mediante los consejos de Días Grey al comisario, preguntándole por qué no larga todo y se lanza a la costa a pintar. Luego en su estricta función de comisario, agente personaje en situación decidida por Bruasen; que no le impide un recuerdo infantil que en tanto alumno lo asocia a otro personaje mítico de Santa María, como fue el príncipe Orloff. Medina tomaba clase de pintura dos veces por semana y puede citar el juicio de su profesor:
“-Usted no tiene ningún talento. Pinte toda la basura que se le ocurra. Tengo que aguantarlo una hora, pero el tiempo pasa rápido si conversamos.” (p. 35)
Esas son palabras recordadas del trato con Orloff, que es la memoria visual de la ciudad como los cuadros de una exposición. Será rondando la pintura que asoma el tema de la paternidad y se cambia el ADN por pomos y pinceles, el argumento de la madre legítima por la mirada crítica. Así como otros padres buscan parecidos en los rasgos de la cara, Medina lo ensaya en vocaciones indecisas.
“Encendí una mala luz y pude ver, con fatiga, que Seoane había atravesado con desparpajo y sin ningún talento todas las escuelas, las maneras de la pintura, desde los bisontes de Altamira, pintados por Picasso según contrato con el gobierno francés, hasta los juegos kaleidoskópicos que ya estaban pasados de moda.
Pero, sudoroso y con los riñones dolidos, descubrí, como siempre sucede, algunos cuadros, pocos, que Julián había pintado para Seoane. Los acerqué a la luz, burlón y envidioso. Seoane, como yo, no sabía dibujar; pero el manejo de los colores era sabio, certero, deslumbrante. Las pinturas no intentaban decirla nada a nadie; eran silenciosas, pesadas y esquivas, estaban hechas por Seoane, para él y nadie más.” (p. 27)
Julián Seoane al final se suicida y lo que pudo ser la construcción de la paternidad termina en sacrificio del hijo. Los recuerdos infantiles más el asunto de la paternidad de Medina están vinculados con la pintura. Lo que resulta de altísima densidad psicológica y si la relación entre pintura y cuento se asocia al príncipe Orloff -que por otra parte le contaba historia de la Rusia Zarista-, lo que llamamos una escena fuerte o determinante para el comisario tiene relación con la pintura.
La nueva escena requiere una tía devota, la iglesia, el padre Antón Bergner y el regalo hecho por un Medina adolescente.
“En algún lado, para mi vergüenza, estaría el retrato del Papa que yo había pintado con soberbia infantil; aplastado por el tiempo: un XII, un XXIII, un VI. Dolores de dibujo y color, eméticos rojos y negros, ojos que quisieron mostrar fe, aceptación de destino, sacrificios no buscados. Ahora los ojos se apagaban a cada minuto como ciruelas secas.” (p. 65)
El retrato del Papa es el último recuerdo de un pasado sanmariano; luego el corte y el descubrir que Brausen había cambiado el taller por el destacamento policial. De ahí que el “taller” sea el lugar del deseo, punto de concentración de búsqueda y sexualidad, la actividad introspectiva y el centro que asocia en los mercados viejos a Lavanda y Santa María: símbolos del derrumbamiento.
Mercado viejo y taller son lugares privilegiados y puntos de convergencia, si Medina tiene un lugar propio en Lavanda es el taller financiado por Frieda. Es sencillo ver en el taller una suerte de lugar de idealización personal, el ámbito que podría unir el imaginario infantil y la obsesión del héroe fatigado, metáfora de la situación de Medida en Lavanda y símbolo de una Lavanda que destruye los restos de una Montevideo que fue. Lugar de la decadencia y alguna paz interior, zona de autocrítica y única oportunidad de hacer a fondo lo que quedo por el camino:
“Yo sabía, desde muchos meses, que como pintor estaba enfermo, condenado. Sabía que sólo podría importarme lo que inventara. Sin embargo, gastaba horas mirando mis cuadros, mis campesinos de cualquier raza en rebelión, mis pescadores, seguro de su llamado, de la afrenta de su miseria. Porque no había terminado de ser, de vivir, en las telas de caballete, en las paredes, en el refugio débil que les daban la cama y el piso.” (p. 38)
El taller es el espacio de la relación entre la imposibilidad de pintar y el pasaje a la escritura, del texto como catarsis vicaria:
“Escaleras y pasillos, grasa, vejez, corrientes de aire, malos olores, algún silencio corto y ominoso, gritos.
Y así, recuerdo, empezó el pequeño curioso infierno que no es necesario leer pero lo escribo.” (p. 38)
Ese taller, por encima de todo de la escritura será destruido ritualizando la despedida de Lavanda, se vuelve sitio de demolición anunciadora de catástrofes finales. Es en Lavanda -ya sea en el taller del Mercado Viejo o la casa en la costa- donde Medina halla sus musas, las hembras y modelos: Gurisa y Juanina, ambas acompladas con Frieda. Con ellas Medina se consagra a los modos más antiguos de la representación humana: desnudo y retrato. En ambos casos Medina parece feliz como si viviera o identificara la intensa praxis de la pintura con la plenitud sexual, pasiones corporales que marchan en paralelo, el cuerpo de la modelo captada en lo concreto e inasible.
Con Gurisa será la experiencia de taller próximo a La Platense, con Juanina hallada en la playa sentada en la arena mientras se pasea buscando la ola, será la obra del retiro. Sin embargo, en ambos casos el arte es la intermediación para encontrarse con el dinero en eurodólares y otras monedas. El ciclo se cierra desmonetizado: el arte siendo mecanismo de chantaje y mercancía. En ese ámbito del arte degradado, tal vez de su último avatar verdadero, puede adosarse un Medina profesor de dibujo en enseñanzas secundaria; y otro Medina (otra vida breve y van…) trabajando como gráfico en una agencia de publicidad, como antes lo hicieron Brausen y Stein.
Es con Juanina que el comisario vive su apogeo como pintor: la revancha del artista rechazado. Con ella y de inmediato siente la necesidad de pintarla:
“Vi los retratos que podían nacer de aquella cabeza, no adiviné el futuro.” (p. 69)
“Yo necesitaba dibujar aquel perfil.” (p. 69)
“tenía que dibujar aquella nariz, las cejas que insinuaban unirse.” (p. 70)
Será en la costa mientras buscaba la ola inefable, donde el circuito del reconocimiento se cierra para Medina en la figura de Carve Blanco, suerte de amateur en vida retirada, inversor con debilidades estéticas y mecenas amante del canto gregoriano.
“No quería de verdad a nadie y esto le daba una imparcialidad respetable. Aparte de los cantos grabados y algún perro vagabundo, le interesaba la pintura, los detalles de algún cuadro que se pareciera a lo que él había querido hacer, tatos años atrás, y que ahora sólo formaban, en los momentos de lucidez, una pasta de fracaso que dolía muy pocas veces.
No le gustaban las mujeres ni los hombres que habían superado la adolescencia. Pero podía reconocer un buen cuadro con sólo mirarlo de reojo, con desprecio, con los ojos bizcos.” (p. 85)
Las referencias artísticas se multiplican y condensan, como si el espacio de la pintura fuera el lugar privilegiado para la representación de la crisis personal y literaria que la novela pone en funcionamiento; si asistiéramos a un agotamiento de la escritura y al intento de hallar otras modalidades expresivas.
Último punto pues de los referidos a las ideas pictóricas de Medina, vemos el proyecto inacabado: la ola a cuya búsqueda y eventualidad se dedican las mejores páginas de la novela.
“Quiero recordar ahora las veces que escapaba de a ciudad cumpliendo el juramento de no llevar un lápiz ni un papel Me lo había prometido: durante un segundo yo vería la altura y el color de la ola perfecta e irrepetible. Una visión así puede compensar el resto de una vida” (p. 66)
Luego dirigiéndose al almacenero de la costa:
“Ahora yo quiero una ola, pintar una ola. Descubrirla por sorpresa. Tiene que ser la primera y la última. Una ola blanca, sucia, podrida, hecha de nieve y de pus y de leche que llegue hasta la costa y se trague el mundo. Para eso ando por la playa.” (p. 67)
Más adelante:
“-Déme otra ginebra- le dije, volviendo al mostrador-. Tengo que caminar mucho y esta es la mejor hora. Tengo que descubrir una ola que se parezca a la última. No pido demasiado. Que se parezca apenas como un feto de dos meses puede parecerse a la mujer que uno quiere. Tengo que descubrirla. Son cosas del Misterio. Cristiani, usted me entiende.” (p. 67)
Esta urgencia de citar en abundancia, responde a la intensidad obsesiva inscripta en el texto, probando el salto de la simple alusión de paleta mezcladora, a la fundación de una temática sorprendente, inventando así un temblor de lectura fundado en afinidades irlandesas.
“Yo podía pintar lo que quisiera y hacerlo bien. Campesinos, retratos, el cuadro del Papa que continuaría colgado en la iglesia de Santa María. Pero nunca la ola prometida a Cristiani, la cresta de blancura sucia que lo diría todo. Nunca la vida y su revés, la franja que nos muestra para engañarnos. (p. 68)
“Luego caminé por la costa, como un jugador de ruleta supersticioso, jugando el juego que se llamaba “en cualquier momento puede aparecer la ola ideal y tal vez yo la entienda.” Era indispensable mirar el agua sin interés, caminar distraído.” (p. 93)
“Sólo vendo olas y la ola que me gustaría, o no, venderla, no fue pintada aún. Ni siquiera puedo verla, ni siquiera se rompió en la costa una ola falsa que pudiera representarla, contarme chismes, adelantarme la verdad.” (p. 95)
“Pero olas así no había y yo no llegaba a creer tanto en su ausencia como para empezar a pintarla. No era una ola del Pacífico, no era una ola japonesa; que esto quede aclarado. Tal vez i mereciera mi firma al pie. Era una ola borrosa, con la cresta de un blanco sucio (agregar por modestia, como dijo otro) de ópalo: inmunda mezcla de orines, ojos reventados. Elementos: vendas con sangre y pus, pero ya desteñidas; corsos con las marcas borradas; gargajos que podían confundirse con almenas; saliva de epiléptico, pedazos sin filo de yeso, restos de vómitos, bordes de muebles viejos y molestos, toallitas higiénicas semideshechas. Pero, cualquier playa nuestra: todo absorbido por la ola y formando su espuma, su altura, su respetable blancura dudosa.” (p. 95)
Aquí estamos ante la inminencia de otra interpretación reveladoera, con la certeza de la densidad simbólica y poética del motivo retenido. La ola cumple la función del deseo postergado, una idea secreta y proyecto que al parecer se realizó. Cumple la función de significar lo que todavía no sabemos, lo ignorado. Es Gurisa al final de la novela que nos acerca la versión de esa ola: la ola pintada existe, fue trabajada en las madrugadas y con luz artificial en las noches de Santa María.
“Y pude ve que había un cuadro grande, pintado sobre cartón que representaba una ola gigantesca, hecha toda con pedazos de blancura distinta. Blancura de papel, de leche, de piel. Nunca en este río hubo, nadie puede haber visto una ola como esa. Así que pensé que el comisario había imaginado o que era un recuerdo de otro país, de otro río o de un mar que yo nunca vi.” (p. 240)
El proceso delatando la presencia de lo pictórico comienza en la insinuación, se continúa en términos de un uso paralelo comparativo y con Medina epiloga en consustanciación. Fusión de pintura con personaje donde la obra resultante significa tanto como la palabra. Se inscribe en la narración y objetiva a la manera de los cuadros, se incorpora a lo real siendo más: crea un mundo paralelo que expresa, grita la relación del comisario con su estricta condición de personaje y su problemática situación de estar evolucionando en dos universos: ficción sanmariana, transfiguración montevideana.
¿Cómo leer a interpretar esa situación que se vuelve aporía? Una inmensa tarea que queda por hacer; es una crítica a la literatura que, entre recetas de cocina, parodias, pastiche y postmodernidades varias olvidó por el camino fundamentos esenciales: olvidó la aventura humana. Acaso se pueda proponer un punto de partida a la espera de deducir significados; ello supone avanzar que ese universo estético de Medina -situación del artista no adolescente, relación con el medio y sospecha de la obra concreta- recuerda algo vinculado a la crisis de la pintura contemporánea: “se parece a algo”, traduce, remeda algo utilizando un verbo querido por Juan María Brausen.
La primera interpretación es siempre un ejercicio de comparación y errata de analogía. Ese universo estético de Medina remeda pues, en parte, avancemos la hipótesis, la aventura marginal y transgresora de Francis Bacon. La asociación puede ser otra y cada lector tener la propia; pero la conducta de Medina incita a dicha asociación con la pintura contemporánea. En nuestro caso es Bacon, con ello queremos decir que lo contado en la novela, lo escrito por la impotencia de poder pintarlo, esa manera de ir directo al sistema nervioso sin la intermediación de procesos intelectuales, se parece a la experiencia de contemplar por primera vez “Fragmento de una crucifixión”. Se trata de escenas de un mundo que se precipita a su autodestrucción. Medina incluso utiliza un procedimiento pictórico para terminar con Santa María; después de todo, el colorado es un color. Bacon y Medina, salvando las distancias, trabajan por una parte en territorio común a todos. Luego en un dominio donde nadie se atreve y que sólo a ellos les pertenece. Puede decirse de esa novela tardía lo que Deleuze decía del pintor de Dublín:
« Il semble que, dans l’histoire de la peinture, les Figures de Bacon soient une des réponses les plus merveilleuses à la question : comment rendre visibles des forces invisibles? »
Hay en ese universo de la pintura de Medina gritos y autopsias, hipodérmicas clavadas en las venas del brazo, el juego y el alcohol, homosexualidad y un sentido despreciativo del dinero, pantalones con botamangas y el taller en la inminencia del caos, los retratos del Papa y otros trípticos. Incluso y excepcional hay un Larsen Carreño desfigurado, yendo más allá de los límites humanos. Cabezas y desnudos, muertes por sobredosis, suicidas como George Dyer y Lucian Freud y los límites del propio arte que se practica. Esa incompatibilidad señalada de la obra ríspida con la mayoría de sus contemporáneos, desencuentros que el tiempo se encarga de iluminar. Extrañísima conciencia en la captación de los límites de lo humano y mandato de decirlo de una manera única, inédita hasta el presente. En ambos casos más que las situaciones de la pintora o de la escritura, lo que interesa es la situación del hombre en instancias de disolución y deshumanización, de animalidad ante la sexualidad y la muerte: quizá la más terrible forma del realismo. Ambos comparten un gusto amargo por la catástrofe, profetizando los síndromes de la sociedad que se autodestruye; pero viviendo las experiencias del caos y la catástrofe luchan por limitarlas, controlarlas y que la destrucción ocurra fuera de los límites de la obra de arte.
En el Mercado viejo o en Londres la situación del mundo tiene su metáfora en la desesperación del taller.
Francis Bacon murió en Madrid al comienzo de los años 90, donde murió Velásquez que pintó al papa Inocencio X retomado por Bacon, en variaciones descompuestas con grito y desfiguración hasta lo soportable. Medina también trató el modelo eclesiástico y la resultante quizá ardió con la iglesia de Santa María. Reflejando es probable orígenes irlandeses del pintor, la obra de Bacon glosa la violencia de la sociedad, los tiempos terribles que le tocó vivir y ver de cerca; primera guerra mundial, luchas nacionalistas, invasiones de islas distantes más allá del del Río de la Plata, sin olvidar bombas, masacres y holocaustos. El pintor nació en Dublín el 28 de octubre de 1909, el mismo año que el uruguayo Onetti y era apasionado lector del Ulises de Joyce: silencio, destierro, astucia.
Hasta donde sabemos -en especial por sus declaraciones a David Sylvester- tenía un sueño que nunca se realizó, proyecto pendiente que fue su sueño malogrado como artista, una figura resistiendo los límites de sus propias posibilidades: pintar una playa y una ola en el momento que la ola revienta en la costa… curiosa coincidencia. Cosas del misterio como le comentaba Medina al almacenero Cristiani en la costa de Lavanda, que en realidad es…