Los fuegos de San Telmo

de José Pedro Díaz

Prólogo a la edición Banda Oriental 1987.

Algunos temas literarios son tan antiguos como la misma costumbre mitológica de contar historias. El del hombre que emprende los dos viajes en el espacio geográfico y la memoria a la vez es uno de ellos. Lo recrean todas las culturas apareciendo bajo diversas modalidades que van desde cosmo / antropogonías y poemas épicos hasta la novela contemporánea. Los objetivos de la empresa suelen ser variados: realizar una tarea imposible, cumplir un destino que se ignora, recuperar algo perdido, posibilitar un reconocimiento. En todas las variaciones el viaje es siempre más que un trasladarse y nunca resulta la distancia más corta entre dos puntos: ¿a qué distancia del presente se halla el final de la noche?

En la novela “Los fuegos de San Telmo” predomina el deseo de clausurar un ciclo de vivencias personales, epilogar ciertas narraciones que permanecieron flotando en la conciencia desde las corrientes formadoras de la infancia y quizá para afrontarse a los obstáculos de las nuevas ficciones a inventar. Es la historia narrada del personaje llamado José Pedro Díaz D’ Onofrio que sale del puerto de Montevideo hacia Marina di Camerota, nombre que comparten una aldea costera del sur de Italia y un fragmento de la memoria del protagonista de la novela. Objetivo que otros pueden designar Ítaca, Moby Dick, Parma o la búsqueda del tiempo perdido. Exploración persistente hacia un pueblo presentido en las palabras esporádicas de un tío inmigrante; es el cauteloso y premeditado pasaje del deseo intangible a la escritura. Tránsito operado en años de lectura con manuscritos de esperas, coincidiendo en una única noche real simbólica donde se entrelazan memoria y realidad. La noche del alma se transfigura en la noche del narrador así como hay otras noches del cazador más violentas.

El autor de este relato se llama igual que el protagonista y nació en Montevideo en el año 1921. Es ensayista, narrador y catedrático de Literatura Francesa en la Facultad de Humanidades y Ciencias de Uruguay, escribió en el semanario Marcha y fundó la revista Maldoror. Fue editor con imprenta propia de nombre alto, sonoro y significativo: La Galatea; es responsable de una abundante bibliografía que comprende os géneros más diversos y recientemente, el gobierno francés le atribuyó las Palmas Académicas y ahora corresponde considerar su obra de narrador.

La primera localización lo integra el dominio de la llamada Generación del 45, un grupo de escritores -poetas, ensayistas, narradores y dramaturgos- y un estado del espíritu intelectual que se propuso revitalizar el panorama de las letras uruguayas, programando una conmoción que pasaba por la renovación de los aparatos críticos y la propuesta pragmática de una literatura nueva por diferente, crítica y contemporánea; tender puentes también con lo que estaba ocurriendo en el resto del continente americano en política y literatura. Es la generación de Ángel Rama, Emir Rodríguez Monegal, Ida Vitale e Idea Vilariño, Amanda Berenguer y Mario Benedetti, Carlos Maggi, Carlos Martínez Moreno. Sin pretender ahondar en la cuestión, a la distancia aparecen como más marcadas las líneas de evolución individual -en algunos casos con antípodas irreconciliables- que la existencia de un núcleo de claras propuestas unificadoras.

En ese panorama, la labor intelectual de José Pedro Díaz se inserta más en una preocupación clásica; su trayectoria docente, los objetivos de investigación si bien resultan variados, lo encuadran en cuestiones globales que afectan el conjunto de toda la labor literaria, desde la escritura hasta la lectura. Quienes por fortuna lo tuvimos como profesor, recordamos que en la navegación por el proceloso ponto de sus programas era un hombre que se fijó un rumbo claro, sabía la destinación y tenía con mano firme el timón. Alcanza con recordar la preocupación sostenida por las relaciones entre literatura y sociedad, que se concretan en múltiples publicaciones yendo desde la obra integral de Balzac hasta la narrativa de Juan Carlos Onetti. Era un maestro entusiasta cuando se trataba del poder de los detalles y objetos en intimidad solitaria de la casa Goriot y manualidades de personajes de Hemingway: preparar un anzuelo durante la noche, armar un fusil para la caza mayor, levantar un campamento bajo las estrellas como lo hacía el joven Nick Adams.

Díaz acompaño la tarea crítica con un trabajo de creación que admite en principio una división bien evidente. Por una parte, están sus libros que propone una tendencia hacia la prosa poética o de poesía en prosa; en esa temática pueden destacarse: “Ejercicios Antropológicos” (1960) y “Tratados y ejercicios” (1967). Una segunda zona de producción estaría comprendida por relatos más tradicionales y ortodoxos: “El Habitante” (1949) es el antecedente más claro; que se continúa y consolida -hasta ahora- en dos novelas: “Los Fuegos de San Telmo” (1964) y “Partes de Naufragios” (1969) La primera de ellas y en su séptima edición llega ahora a los lectores de Banda Oriental. Es probable que su virtud mayor sea la condición de poder prescindir de todo prólogo para su comprensión argumental y emotivas; es posible asimismo que pueda admitir unas líneas preliminares, en el entendido de que sólo serían algo semejante a esos trámites inofensivos necesarios antes de comenzar cualquier viaje.

“Los Fuegos de San Telmo” es esencialmente una experiencia del tiempo y escritura comprometida en el tiempo. Superposición sutil de duraciones que comprende los hexámetros latinos de Virgilio, la sinrazón de Nerval, los cuentos de Doménico, horas pasadas en Marina de Camerota y momentos de la lectura. Esto insinúa una de las virtudes persistentes del textos, hacer de esa coexistencia continuidad aceptada, comprensible, poéticamente lógica. Las fracturas narrativo / temporales no responden a un afán innovador formal ni a un alarde de destreza técnica, son la ajustada necesidad requerida por un montaje con mucho de relojería. El gran esfuerzo detectado es el de la claridad y la sencilla comunicación en lenguaje depurada de asuntos profundos. La palabra apropiada, cita insustituible, naturalidad de un realismo trabajado por una conciencia poética es la constante de la escritura de Díaz. Si trabajar con los recuerdos impone ubicarse en la fronteras de los tiempos, comprometer lo autobiográfico supone transitar la cuestión de los géneros literarios. Algunos pasajes tienen ritmos de la poesía y una tangencialidad con lo emotivo que poco olvida -a pesar de la experiencia narrada- el dominio racional de la escritura.

A la búsqueda de los recuerdos se puede agregar el rastreo de la escritura como otro tema pilar de la novela. Avanzado el texto, lo hallado se repliega a un segundo plano para comenzar a responder qué es aquello que se puede hacer con lo hallado. La dinámica del viaje parece congelarse en un tiempo sin avance que -como verá el lector- permanece en el inmovilismo de una foto hasta renunciar al movimiento de filmación. El narrador asiste a la puesta en escena de situaciones escuchadas cuando niño, pero al concretizar su protagonismo reconoce la distancia insalvable entre ambos tiempos y su saberse diferente. Díaz viajó hasta la geografía del recuerdo fundador no para saber cuánto tiene de italiano en su programa genético sino para reconocerse uruguayo. Lo que supone -para tantos entre nosotros- parientes lejanos que imaginan América como un barrio extendido, donde la gente se conoce por lo menos de vista y la distancia entre la Boca y Caracas puede ser cubierta en un día de marcha, con dos paradas técnicas para reponer fuerzas en alguna cantina con decoración de verdes, blancos y rojos,

Producido el encuentro tan deseado el narrador queda sin tiempo para la experiencia de la soledad. El retorno a los orígenes es una cuestión pública que dista de las expectativas alimentadas en el camino, la búsqueda más que el encuentro era lo importante. El desplazamiento de la imaginación a la realidad se hace insoportable y al final del viaje, al visualizar los recuerdos puros del tío Doménico, estaba la locura de las dos viejas, la fractura de toda hipotética reconciliación o ajuste emotivo con las historias infantiles. El narrador reconoce que se perdió la inocencia de lo preservado y acepta que el tío está muerto, salió a buscar el eco de unas palabras prodigiosas y encontró el tema de la escritura. El tío que cuenta es la motivación poderosa de la búsqueda y su presencia espectral la compañía más intensa. Al llegar a la aldea que concentra varias destinaciones el narrador supo que estaba solo, recuperó para un alguien que no era él caras y lugares; tantas cosa que le había contado ahora que las veía aparecían a su vez como difíciles de contar.

“Estaba en Marina. Busqué mi libreta en la valija y me senté con la estilográfica en la mano y la libreta en las rodillas. Pero ¿qué podía anotar? Creo que lo único que me importaba era iniciar una línea escribiendo: Marina di Camerota, y la fecha. ¿Y después? Había llegado por un camino de montaña; había recorrido un camino entre los olivares y había bajado hasta las barcas cuyas sombras dormitaban todavía en el fondo del mar. Allí había nacido él. Junto a la ventana latían las hojas de la parra. Anoté que era de mañana. Que desde la ventana vía la plaza del pueblo; que a veces, en medio de la brisa venía el olor reputante que desbordaba de los cántaros.”

Como entre pez y pescador un hilo tenso conecta ambas instancias que no se ven, el realismo concreto de lo narrado y las interpolación de los recuerdos o viceversa. Lo interesante es observar que lo sucedido en un extremo de ese hilo narrativo repercute en el otro logrado que las vivencias del adulto modifiquen los recuerdos infantiles. Los tiempos -perfectamente identificables- a medida que avanza la escritura se condicionan mutuamente. Ninguna de las historias se cierra y José Pedro Díaz construye la novela haciendo participar al lector en su intención de salir a la pesca de recuerdos. Lo vemos dudar entre diferentes anzuelos y desconfiar del poder de las carnadas, así como mantenerse expectante sobre el tamaño y orden en que saldrán a flote los recuerdos.

“No había tomado ninguna fotografía en Marina. Durante el viaje había fotografiado todo lo que se me aparecía por delante, pero en Marina la había guardado. No quería tomar fotos que me sirvieran para recordar. Los recuerdos que de allí guardara no debían quedar apoyados en nada.”

Queda la escritura. Una novela intensamente montevideana que tiene el no mar, altillos, calles perpendiculares que mueren en la costa y la niñez compartida con Doménico. Montevideana por la constancia del inmigrante, abriéndose y cerrándose con ambiente de puerto.

El nexo entre los tiempos que confluyen en la narración son los objetos, relojes, braseros y baúles son anclas de recuerdos, boyas de la memoria. En ellos se deposita el sentido de la empresa y la certeza de lo común, la reconciliación / separación con los parientes italianos se ritualiza en el intercambio de objetos. Consolidación de memoria, certificados de existencias cruzadas los objetos motivan la sucesión de historias contadas y en algunos casos provocan impecables momentos narrativos:

“Tejía en invierno y por las tardes, en una habitación con fondo de la casa, pero allí donde tejían, espacio, tiempo y climas manaba y se extendían: el lento girar de aquella rueda, el rito del tejedor en el centro, y aun la cuenta que mascullaba a veces, sin atender a nadie, convertía la mediomundo en un calendario ritual: allí quedaban inscriptos, en los flexibles jeroglíficos que dibuja el largo hilo de oro, anchos días de sol y de mar, de barcas y de peces; dentro del invierno, encapullados en aquel círculo dorado, nutrido de días remotos, anidaban y se generaban los futuros veranos.”

La dificultas mayor, explicitada en el texto resuelto es la relación entre todo ese mundo buscado y encontrado con la labor literaria, narrativa las más de las veces, poética por momentos. Virgilio y Nerval, entre claridad clásica y abismos románticos Díaz maneja su intención de escritura, búsqueda del cauce equidistante de ambas orillas originales en la necesidad de una escritura clara y apasionada. Como dice el autor asistimos a una experiencia en el hundimiento, en el mar y el pasado, muerte y escritura. Es tiempo de iniciar el viaje de la lectura, el guía es el narrador y puede ser Doménico; en ambos casos nos contarán lo sucedido en una noche: la riña con el perro de un Doménico niño, la gresca con los perro de la memoria -soñando en ajuares de desfloración entre olor de mar y de excrementos- de un José Pedro Díaz adulto. Ni el fuego abrazador ni la tibieza de la ceniza, el calor de la narración lo da la llama, los fuegos de San Telmo como lo adelantó el autor en “Tratado de la llama” (1957): “Por eso acudo a la llama. Porque la llama es cambiante: en ella sólo permanecen la luz y el fuego, pero no la forma inaprensible. Ondula en el tiempo que la consume pegándose a él y pareciendo en los cambios de su forma. Pero atraviesa el tiempo y se lo apropia en cuanto su ardor y su brillo no tienen que ver con él que son la manera de su permanencia. Sus formas son lo perecedero, pero su naturaleza es la eternidad, una eternidad hecha sitio brillante.”