En el circuito de Monza durante las últimas dos vueltas, en carreras de caballos faltando 300 metros de recta final antes del disco, cuando suena la campana del último round o el crupier anuncia la última bola en el Casino San Rafael, motores, palpitaciones, adrenalina y las fichas nacaradas entre los dedos se aceleran. En el animalito viviente que es un cuento, ocurre lo mismo; así como los primeros episodios durante varias semanas tantearon su cadencia propia, en julio 2020 “Lafoucheaux” se lanza al final. Hay algo de equilibrio espiritual en eso de que Federico conozca el origen de la tragedia y transite por el sacrificio; es el personaje del dolor expuesto a vaticinios ambiguos, posee la lucidez de los elegidos con ironía inocente: héroe del gesto hibris en sociedad, resulta avío de los dioses. Cada relato reinventa su propia mitología; sabemos de él para entender el argumento, aceptando que los gestos cotidianos -por artilugios secretos y exigencias técnicas del relato- resultan escenas simbólicas, metáforas de situaciones que escapan al entendimiento.
Los hechos suceden en pocas horas, las causas triviales vienen de la adolescencia cuando los cumpleaños de quince y la salida del liceo. El hermano muerto repite modelos trágicos de los enviados celestiales que son abatidos en pleno vuelo; ellos de la cofradía saben en carne propia que, más importante que el lugar en el mundo aceptado es el lugar en la vida y más tarde: que aunque la vida perdió, dejónos harto consuelo su memoria. Federico sabe del sufrimiento y caída en el pozo, el Uruguay tuvo rehenes anónimos del dolor ausentes al buscar la salida colectiva; para ellos nunca habrá reivindicación, reconocimiento público con pancartas ni gratificación mensual del Estado arrepentido: paz a las almas de los hermanos David y Federico. Si no podían tomar el cuartel de Región por asalto, los muchachos lo transformaban en desierto de los Tártaros, Castillo de Praga, muralla China de 21.200 kilómetros; escalinatas de pirámide lunar tras el corazón arrancado con obsidiana afilada, expuesto a caprichos siderales de eclipses calculados: odio y concentración de frustraciones, instalaciones malignas que borraron los mejores años, la vida cegada. Haciéndolo sin saberlo Federico ensaya rearmar lo que él fracturó, fue prisionero de coincidencias tejidas desde antes de su nacimiento y viendo en el destierro de primeros auxilios -huida improvisada- la salida para salvar el pellejo y exonerar de culpa a los amigos; al final resulta atrapado por la ruleta rusa de la fatalidad. Federico está ahí para recordar lo que pudo sentir Quiroga cuando mató al amigo y la risa de David; a redoblar la terrible duda que ninguna gramática puede responder, saber si el Lafoucheaux manipulado en la juventud designó al escritor Quiroga y que quedó por fuera del Decálogo.
El penúltimo capítulo es la incursión en el tercer reino, el lugar donde están los seres queridos por los cuales se sigue preguntando, se sabe que jamás volverán, la aceptación de la muerte con cadáver y restos parece ser insoportable; de ahí la negación oculta en la reivindicación, en ese lugar improbable de ficción está al menos la palabra interior del hermano Ramiro. Afirmar que está muerto es insuficiente; en el tercer reino ocurre una peregrinación próxima a la que narra el Bardo Thödal que es el libro tibetano de los muertos. Ellos los espectros recuerdan y sin poder comunicar, conocen el futuro que es pasado, saben quién será el próximo asignado atestando el nexo perpetuo con la vida; tal vez tiene 49 días para cumplir la misión. Allí las nociones humanas legales -en el sentido físico y social- resultan desactivadas, la única justicia es permitir que la máquina cósmica siga funcionando.
Esos asuntos se deben arreglar en el territorio de los humanos lectores, que es lo que sucede en el último capítulo y al final la historia recomienza. El trauma enquistado requiere la búsqueda de la escena fundadora, rastreada durante años en los dédalos de las pesadillas recurrentes, en la escenografía de la memoria bloqueada y reprimida. Muchas de las obras maestras del cine son poco más que un suntuoso flashback, la novela del siglo XX fue la que se lanzó -con todas las fuerzas disponibles de la escritura- a la búsqueda del tiempo perdido. El recurso final de “Lafoucheaux” es simpe e inocente, cronometrando las horas previas de lo visto y oído en la escena inicial, la explosión de la gran Nova inesperado en los radares. La secuencia es inexorable, la vida puede imitar la serie de Fibonacci donde la suma de gestos, conducen a lo exponencial del horror, la narrativa indaga algunas veces esas epifanías de signo negativo maléfico. En pocas horas se activan iluminación de la víctima y educación del instrumento del destino; también está rondando el drama la bella pitonisa, que será memoria viva y oráculo del horror. Lo inexorable se relativiza por el absurdo, lo antiguo abre con estampido portones del porvenir, debe haber una emoción secreta que explique el fluir de los hechos.
La mayoría de las veces las cosas de la vida salen así y casi sin quererlo, de pura carambola…