Gin tonic con Beefeater

Este relato pertenece al libro “In memoriam Robert Ryan” publicado por Ediciones Trilce en Montevideo hace unos treinta años. Es el tercero de ocho cuentos que tienen un denominador común que es a la vez visible y zigzagueante; los hechos narrados se conectan en palimpsesto temporal y ocurren el martes 16 de agosto de 1997, el día que murió Elvis Presley. Creo en ese tipo de dispositivos discretos de casualidades -los famosos fortuitos encuentros- con sentido narrativo aunque sean obviados en la recepción; me permiten indagar el sentimiento de simultaneidad, suponer una trama secreta y medir las derivas del efecto mariposa, la grieta entre historia guionada social decidiendo agenda de prioridad, memoria y conmemoración contra la fuerza evocadora de la ficción: forman un sistema alrededor de una estrella rock que venía de apagarse.

Era el deseo de explorar -para mejor contrariarlas- modalidades del fervor popular y el agravante del poner de lado, descartar y que se advierte en la lectura retrospectiva de lo sucedido; forma parte de la batalla ideológica, el combate perpetuo entre idolatría militante y ninguneo. Cuando los grandes proyectos históricos se frustran la senda literaria omisa en el fragor de la acción – transformar el mundo y no poetizarlo- luego de la derrota se convierte en divinidad el testimonio, la memoria se vuelve más dolorosa que libertina y la imaginación permanece demorada por indagaciones en cuarteles de invierno. En tanto se repite hasta la saciedad el episodio Presley -la cultura de masas tiene su propio panteón y efemérides- hay una vida sobre la cual se superpone la desmemoria intencionada, una amnesia programada y lo que no se pudo en lo real se reivindica en la celebración. Salvo quienes cumplen años ese día de agosto o los pocos testigos que asistieron aquel martes al Palio de Siena, nadie recuerda las horas de ese día. Tampoco podría yo afirmar si de mañana tomé mate o nescafé batido; supe que falleció Presley en la Memphis de Tennessee (U.S.A.) y el segundo Palio de Siena lo ganó Nobile Contrada dell’ Oca, el caballo era Rímini y el jinete Andrea Degortes; recuerdo porque las inventé otras ocho historias de la ciudad desnuda. En mi memoria viva tienen más textura esos accidentes literarios que los comunicados militares, los titulares sobre el cantor de it’s now or never, lo olvidado de la agenda personal del día. Todo parecería resumirse a dictadura, presos, exilados y los que andábamos por ahí; entre ellos, orbitando como los meteoritos de Saturno, alguien conocido se pregunta para distraerse qué pudo ocurrirle a un diplomático compatriota, formado en el Palacio Santos, el día que Presley ascendió al cielo y Rímini llegó primero en Siena. Elegí uno de los candidatos al olvido con pasaporte diplomático, un destino consular lejano entre imágenes policromáticas de Ganesh y tedio a lo “India Song” de Duras. La muerte de la madre que siempre marca el comienzo de la búsqueda del tiempo perdido, la venta de la casona familiar del Prado donde quedarán los espectros de ancestros y el recuerdo de la infancia. La ciudad cambiaba, nosotros los de entonces ya no somos los mismos, sólo queda el consuelo de beber gin tonic en algún bar, esa vaga costumbre rumiando que la vida es una herida absurda y la última curda tarde demasiado en llegar.