Pequeña narración con vuelta de tuerca

Hace cuarenta años dudaba del sentido preciso de la expresión “otra vuelta de tuerca” y la situación tampoco mejoró desde entonces; como en mis planes inmediatos no está traducir la novela de Henry James, reivindico el antiguo significado. Que suma una variante factual sorprendente en los últimos tramos de la intriga, un factor exógeno alterando una situación dramática estática y tal vez un final previsible. Si ello puede aplicarse al cuento este recuperado en cuanto a estrategia de escritura, es también artificio cómplice para una dupla escritor / lector que tengan en alta estima los protocolos de Horacio Quiroga. Después de todos estos años me parece que trataba de la situación de los límites. Entre la lectura del país que fuimos (algo en el pasado nos preparaba / mucho en el presente indica que nunca saldremos de la encerrona) debida a protagonistas e historiadores más afectados por la subjetividad que por la herencia de Heródoto; entre negadores a rajatabla de lo acontecido feroz escuchando a Marilyn Manson, creyendo -aun pasados los 50 abriles, con panza de birra y en playa Pascual- que el secreto de la existencia estaba en el encuentro pasional de Nancy y Sid. Para caminar por esa ruta 66 cubierta de macadán caliente yo me evadía al tercer reino literario, teniendo presente el título de Bergamín “Las fronteras infernales de la poesía”.

Más que como retórica, esa argucia limítrofe la utilizaba con finalidades pedagógicas para reflexiones sobre el fin de la juventud, el cruce inadvertido al alcoholismo, el tercer paso en la locura sin retorno o esa extraña sensación de mirar el mundo dejado otras una vez instalado en la literatura. Las fechas y los atentados, las masacres y el exilio, la prisión y la muerte, las puertas de la percepción lsd con jinetes en el cielo, la depresión con picaporte y zaguanes del infierno tan temido, la emoción de la famosa línea o raya siempre evocada al pasarla. Ahora, más de tres décadas después de los hechos, leyendo el cuento, observo que se trataba de marcar territorios: un autor es un perro vagabundo que mea; se podría decir que pretendí narrar una astucia programada, pero es por encima fue la extensión de las limitaciones. Sólo puede resultar satisfactorio el intento, si se resuelve bien en la escritura e incorpora otros requisitos del cuento. Además de la mentada vuelta de tuerca (que parece el clásico deux ex machina versión revolución industrial de Ferretería Trabucatti) y que requieren otras estrías del tornillo; considerar si el propio relato se inscribe en una caja más grande de herramientas, donde además de tuercas hay clavos torcidos y tenazas, martillos de diverso calibre, serruchos y arandelas, destornilladores punta phillips. Como todo límite, la partida se juega quizá entre la tentación y el temor de estar de uno u otro lado del tablero, de la escena iluminada, del cuerpo desnudo de la mujer deseada y del calabozo en el penal.

Cada lector durante o pasada la lectura, le pondría el nombre que se le cante al adentro y el afuera, relevará la lista de sus propioas amigos del alma, pensara en la carga de esquizofrenia y delirio que recorre su árbol genealógico, la ruleta de las generaciones venideras. Está pues la escenografía del sainete en barrios montevideanos, el cuadro social nosocomial donde se concreta la diferencia entre lo normal y la anomalía; luego el pacto escrito con tinta invisible entre amigos que visitamos y otros que se marcharon a Barcelona, que admite cierta flexibilidad piantada de valores o ironía, porque muchas veces, sin que intervenga la voluntad, podemos estar a un lado y otro de la barrera. Cuando recuerdo la fecha y la circunstancias en que ese relato circuló por primera vez, hay algo de la mentada inquietante extrañeza. El estar explorando en solitario entre el afuera y el adentro del territorio de la ficción, avanzando en el laberinto de los posibles que tiene el secreto -al igual que en “La piedra lunar”- escondido en las arenas movedizas.