Este relato surgió de varias hipótesis de trabajo relativas a la historia de la literatura rioplatense y que nunca busqué verificar sabiendo que encajaban en la pura ficción; al menos de estar dispuesto a creer que por debajo del canon o encima de las tesis doctorales el continuum narrativo presupone sus propias canalizaciones. De ahí tanto tema del doble rondando, el género confesional de los diarios íntimos afectos a la identidad y el género últimamente, el poema “Borges y yo” o nuestra versión Carlos Liscano manifiesta en “El escritor y el otro”. Desde las primeras armas literarias tuve una inclinación por el cuento que aún perdura; primero fueron ensayos para desentumecer las manos con gamas preliminares como pianista de bar; luego avancé alguna excusa sofista justificando que la novela extensa sería para más tarde. Le fui con tomando gusto al género breve desde las aperturas y continué en ello llegando a la vejez, al punto que tengo por ahí varios inéditos que seguirán asomando en El Club de los Narradores de La Coquette.
Quizá había cierta facilidad resultado de la práctica salteada y enseñanzas rigurosas de los fracasos; luego de meditarlo creo haber hallado unas razones enunciables que puedan explicarla. Primero fue el interés por realizar una maqueta uruguaya de la comedia humana; a falta de combustible waterman o cross para viajes hacia novelas lejanas de varios tomos, decidí hacerlo con materiales de descarte que pudiera tener a mano. Ello permitió -si bien hay excepciones- explorar los tiempos que me tocaron vivir, retroceder al horizonte histórico delimitado por mis abuelos y aprovechar el rastro insistente de algunas lecturas. Una segunda maniobra sobre el teatro de operaciones fue el desdoblamiento teatral, posibilitando ordenar la función del narrador en sus variantes gramaticales y los disfraces recurridos, explorando puntos de vista acordes al reparto de personajes. Era la forma escénica de opacar la historia personal y ser un narrador invisible adicto a transfiguraciones de todo tipo según lo requería la historia. Esa variante Frégoli contribuyó a disponer otra tramoya: siendo profesor de literatura, habiendo subrayado textos de tantos autores, conocí la zona solfeo del escribir asumiendo la cuestión técnica -perfil o invención de una cuestión, tentativos por resolverla, decidirse por una puerta condenada para salir del laberinto- o la necesidad de indagar el baúl de las formas narrativas. Todo cuento es palabras, historias, personajes y formas de narrar; todavía recuerdo aquello fundador de los cursos de Vladimir Nabokov en cuanto al juego en la narrativa entre estructuras y detalles. Estaba además el deseo asordinado de adherir a la tradición circulando en el Rio de la Plata insumiendo la mayor parte de horas de lecturas: Borges y las invasiones inglesas, Quiroga enamorado precoz y la selva misionera, Felisberto en barrios montevideanos y la música, Cortázar aficionado al boxeo y París. Más que suficiente para colmar una vida de lector, los nexos entre esos universos los transité por “El puente romano” de Héctor Galmés que escuchaba discos de Julio de Caro y tradujo La Metamorfosis. Entre esos cuatro la reacción puede explicarse por la teoría de conjunto en las intersecciones, el rotar de planetas en mutuas dependencia que fui descubriendo en trabajos críticos.
Había sin embargo un punto ciego preocupante y descuidado hasta finales del siglo pasado, que fue el eclipse impredecible entre Quiroga y Borges. Recordé que todo sistema tiene su aporía o variaciones sobre el primer teorema de Gödel: bajo ciertas condiciones, ninguna teoría matemática formal capaz de describir los números naturales y la aritmética con suficiente expresividad, es a la vez consistente y completa. Claro que todo devine así más complicado, pero esa fórmula saltó al comienzo de los años 30 y la fecha es importante considerando el marco cronológico del cuento; luego seguí postergando con ese consuelo teórico, casi negando que ambos escritores coexistieron cuarenta años. Pese a mi pasado de lector, su ingreso desafinado a la educación literaria y el suceso en los cursos universitarios parecía que ese contacto era algo sin solución. Ese amor el cuento me llevó a emprender un proyecto y habiendo una inclinación intelectual por el argentino, si de verdad quería implicarme a conciencia debía escribir un homenaje al salteño con la evidencia del mandato. De ahí surge “El misterio Horacio Q” cuyos intersticios creativos han sido evocados varias veces aquí mismo; mentiría si dijera que en el plan inicial estaba la sombra de Borges como personaje invitado, de cualquier manera él siempre aparece por alguna parte y más tratándose del cuento. La pieza faltante fue una epifanía permitiendo que el relato se impusiera de manera fantástica; lo ignoraba, pero son los textos los conjurados urdiendo su propia tradición. El episodio disparador fue casual como el inicio de “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”. Habiendo coexistiendo con Borges treinta y cinco años tuve la ocasión de leerlo, estudiarlo, asistir a sus charlas en el Teatro Cervantes de la calle Soriano y viajar a un famoso congreso en Buenos Aires allá por los años ochenta. Sabiendo que las biografías de Borges forman un pequeño género, cada tanto me da por consultar alguna; pasó mucho tiempo, perdí la referencia exacta o quizá lo soñé a tal punto de hacerlo profecía autorrealizada. La información decía que Borges estuvo en el barco que acompañó el traslado de los restos de Quiroga luego de su muerte, de Buenos Aires hasta Colonia en la Banda Oriental cruzando el Rio de la Plata. Tal vez el habitué de la confitería Richmond de la calle Florida creyó estar en la nave Argo tras el vellocino de oro, en un Dakar sajón o que viajaba espectral hasta la isla Avalon; puede conjeturarse que sabía lo que estaba haciendo sin medir las consecuencias del gesto en su propia vida. A veces hace falta una nada de realidad para activar la ficción; eso ocurrió en el año 1937 y luego como suele escribirse los hechos arreciaron. Los biógrafos aseguran que el argentino acaso acosado por la ceguera al galope sufrió en diciembre del 35 un accidente doméstico serio, con fiebres, insomnios, pesadillas… Afirman que se trató de un punto de inflexión y para probarse que todavía dominaba la materia literaria en su mente escribió un cuento no de crónicas intertextuales -o acaso…- sino de ficción. El relato control fue “Pierre Menard, autor del Quijote” que integrara “Ficciones” de 1944 (alguna vez tuve en la biblioteca esa primera edición) y que se publicó por primera vez en mayo de 1939 en la revista Sur. Nuestro cuento del hombre con sombrero entonces, quiso dar cuenta del extraño episodio del viaje a Colonia narrado por alguien desaparecido del circuito; teoriza que el famoso punto de inflexión de la obra de Borges no fue el accidente en la escalera, sino la llegada al barrio antiguo de Colonia con una misión y que Menard -hay una bella novela de Michel Lafon al respecto- fue una invención sublimando a alguien que existió y es en el misterio incesante que se perpetúa entre papeles la tradición del cuento fantástico rioplatense.