-Es plata regalada había dicho con acento de desprecio el encargado del Frigorífico, representante del poder entre las sombras congeladas que Bocage nunca conoció ni pudo imaginar.
En su laburo era así, el tal Bocage desconfiaba de la verdadera razón para citarlo tan temprano, a eso de las seis de la mañana al aire libre y en pleno invierno en un barrio alejado. El Comadreja era demasiado cobarde para haberle hecho una mala jugada, ni tan siquiera una cachada y lo agarró justo a Bocage. Estaba necesitando unos pesos de apuro para desaparecer por una temporada de Montevideo y largarse al norte –Fraile Muerto- a visitar a la hermana.
«Se juntaron el hambre y las ganas de comer» dijo el Comadreja cuando lo contactó para pasarle el dato, con la esperanza de arañar alguna miserable comisión por el servicio. La cosa parecía seria, discreción ante todo, sin papeles comprometedores ni testimonio escrito de lo pactado, la cosa venía de chamuyo entre gallos y medianoche. «Ha de ser una chanchada de las grandes» pensó Bocage, eso apenas le dijo al Comadreja y que arreglara un primer encuentro para conversar.
La noche previa a la entrevista convenida se quedó en la pieza donde vivía la tipa, no en pensiones del centro donde los encargados son informantes de la policía sino en lo de la tipa mismo, allá por el Pantanoso. «Con esta noche nadie vendrá por estos andurriales a pedir documentos» se dijo Bocage y con razón. Al principio sí pudo, después de las dos ni mal pudo dormir y se quedo esperando que llegara la hora. A las cinco era noche cerrada, el cielo estaba de un color negro acerado y el lucero brillaba como solitario de bacana en palco del teatro Solís. Bocage se lavó la cara, el cuello y las axilas sin parar de hacer ruido con la boca para aguantar el frío que pegaba fuerte. Si todo marchaba bien dentro de tres horas quedaría libre y podría dormir hasta pasado el mediodía. El primer contacto sería en la entrada de una panadería que quedaba a quince cuadras de donde vivía la tipa. «Allí te pasan a buscar a un cuarto para las seis. Eso si, se recomienda puntualidad» dijo el Comadreja como buen mensajero, tres días antes.
Bocage terminó de vestirse, cruzó el patio sin hacer ruido y terminó por salir a la calle. «Mala hora para caer en cana por averiguaciones» se dijo el hombre. miró para todos lados sin ver ningún movimiento en los alrededores. Esa parte del barrio más que parecer era una ciudad abandonada después del anuncio de una peste mortífera y dos perros insomnes mantenían un diálogo educado de ladridos alternados, parodia de conversación sobre temas trascendentes. Una vez relojeado el panorama el hombre emprendió la marcha hacia el punto de encuentro, andando debió admitir que después de meses complicados se sentía bien por primera vez. Despejado, él creía estar encaminado hacia otra vida mejor como sucedía cada vez que se involucraba en algún fato nuevo. Lo que hacía era avanzar sonámbulo hacia su desgracia. En esos casos Bocage recordaba las casualidades que le ordenaron la vida sin que hubiera intervenido su voluntad; se interrogaba cómo y por qué él pasó de remontar cometas en campitos donde pastaban caballos de lechero a ser uno de los tipos más buscados por la policía en el sur del Uruguay. El chiche obsesivo del comisario Cedrés y que la última vez que se cruzaron se la juró.
Le resultó sencillo, primero la convicción luminosa de que odiaba trabajar para otro. Vio de cerca deslomarse a hombres de bien de la familia bajo la idea que eso era ganarse la vida, de ahí la cascada de los acontecimientos: billares apostando por cerveza, monte por el aperitivo, garitos y timbas, amaños varios, puntos a desplumar como chorlitos, indagación de martingalas infalibles, naipes marcados leídos con las yemas, fullerías de todo tipo, combinaciones jodidas de todos los colores. Así hasta que llega siempre aquella noche entre todas las noches cuando un fulano se aviva de la joda montada y se calienta, se pone cargoso con razón y Bocage, que hasta entonces lo único que hacía con la manos era barajar el mazo a su conveniencia, lo dejó seco de una puñalada como si lo hubiera hecho toda la vida eso de ensartar cristianos.
Hubo sorpresa sin remordimiento, el aturdimiento fue acompañado de una callada satisfacción y encuentro sorprendente con una vocación ignorada. Después fueron llegando la ausencia de emoción, la indiferencia por los muertos sumados y haciendo del pibe que remontaba cometas entre caballos algo parecido a un profesional. La relación era clara hasta para un muchacho humilde: matar sin motivo personal daba más plata fresca que la baraja. Bocage se hacía el clásico cuento, decía que era el arma utilizada y apenas, el verdadero crimen lo cometían los que pagaban batiendo el encargo sin olvidar detalles de la víctima. Lo que él nunca imaginó, fue que había en esa ciudad algo pachorrienta y aspecto de inmenso jardín tanta gente deseosa de suprimir al prójimo mediante métodos violentos y también a la prójima. Bocage se volvió lo que de él se contaba: asesino a sueldo, artesano independiente que nada preguntaba sobre los designados evitando mezclar afectos con trabajo.
Cada muerto era una parte de su vida que se apagaba, otro camino al que debía renunciar viéndose obligado a seguir adelante sin volverse, como en esa precisa noche avanzaba por la calle precisa del suburbio, última recta rumbo a la panadería. Había algo de luz en el interior del local, por el portón lateral donde se descargan las bolsas de harina entró un empleado apurado dispuesto a recuperar el atraso que traía. «A esta hora, ha de ser el encargado de preparar la factura» se dijo Bocage. «Si me quedo parado aquí más de tres minutos los de adentro pensarán que soy un campana y son capaces de chumbearme.». El auto que debía sacarlo de esos pensamientos defensivos fue puntual, una mano inmensa y más que alguien concreto abrió la portezuela del lado de la calle.
-Suba, le dijeron y fue una orden.
Bocage subió al automóvil sin decir los buenos días. En esos casos la primera palabra es suficiente para captar el perfume del contrato y donde él jugaba la parte del cáncer necesario. La mayoría de quienes lo contrataban a pesar de la desesperación preferían tener el menor contacto con el profesional; temían que los contagiara y devolviera su escamoteada imagen de criminal. «Con coche de lujo, chofer uniformado y tutti cuanti. Acá hay guita grosa» pensó Bocage y se recostó con toda la espalda en el fondo capitoneado del asiento trasero, justo en el medio dejándose llevar sin pedir explicaciones, con la mano en el fierro por si se trataba de la vendida de algún rencoroso.
El coso que manejaba no era chofer y Bocage lo supo junándolo por el retrovisor; tenía pinta de secretario de pacotilla, a lo máximo hombre de confianza de gabinete o gerencia disfrazado de chofer. Manos delicadas para ser otra cosa, ni pensar en guardaespaldas y por la manera de meter los cambios era claro que estaba contrariado por cumplir una orden de connotación clandestina, distante de las funciones para las que fuera reclutado. Mientras afuera comenzaba a clarear en serio ellos estaban –si es que así podía llamarse- en la zona industrial de la ciudad donde se amontonaban depósitos y fábricas, talleres y galpones inmensos, «matadero de los laburantes» pensó Bocage. El coche enfilaba para el lado de los frigoríficos de los ingleses a menos que luego siguieran más lejos.
Bocage lo miraba desde el interior, algunos tipos tiritaban de frío en las paradas de ómnibus, apenas abrigados con un saquito de lana remendado fumando el sexto cigarrillo negro del día y con tres cañas en el cuerpo. Los gatos esqueléticos husmeaban en las basuras por si en los tachos de esas calles hubiera quedado algo comestible tirado por error. Una vecina vieja y en chancletas baldeaba la vereda para limpiarla de un aceite engualichado que le vertieron de madrugada frente a la casa. Una tipa que venía de putear hasta tarde caminaba con los zapatos en la mano y los pies inmunes al frío junto a la pared, para que nadie la viera abrir la puerta de calle a esas horas. «Dan ganas de matarse» pensó Bocage. El coche aflojó la velocidad, fue frenando despacio hasta detenerse en la puerta de unos galpones grandes como catedrales del progreso.
Lo esperaba un tipo de bigotito rubio y finito, con lentes de montura de oro que le daban aspecto de estar en otro lugar, llevaba puesta una túnica blanca inmaculada planchada con esmero milimétrico. Aquello podía ser la entrada de un manicomio; era algo diferente y Bocage lo supo cuando bajó del auto. Antes de darle la mano al rubio que sonreía –a esa hora sintió el olor nauseabundo de la sangre amontonada- oyó bien cerca el ruido estridente de las sierras trabajando el hueso y el mugido desesperado de las bestias cuando van al matadero.
-Me llamo Doyle y mi castellano tiene acento inglés. Acompáñeme por favor, es hora de la inspección matinal.
En la puerta principal y grabado en una placa de bronce estaba el nombre del frigorífico. «Recibimiento curioso y efectista» se dijo Bocage. La recorrida prevista por el inglés consistía en el proceso de la faena. «Es para probarme mediante la provocación, hacerme saber que a él la vida de un hombre le importa un sorete. Tiene apariencia de pastor, pero el inglés es hombre duro. El asunto que vamos a conversar no es de concha». Doyle, si es que era ese su verdadero nombre parecía un hombre de modales medidos y sin prisas. Había calculado el encuentro con Bocage con la misma frialdad con que recortaría jornales de obreras de empaquetado, el viaje de cuartos traseros en cámaras frigoríficas hasta los depósitos en los muelles de Liverpool. «Pobre tipo el que algún día le disputó el puesto» pensó Bocage cuando empezaron el paseo, sin omitir detalle Doyle fue contándole a Bocage el proceso de la faena y como si el tiempo insumido fuera lo de menos.
Distrayendo asco y repugnancia de neófito, Bocage vio el marronazo entre las guampas y siguió los cuchillos del matarife entrando en el animal abombado todavía con vida; luego vio cuando lo cuelgan del gancho, lo abren en canal, vacían las vísceras en un torrente de sangre y mierda y sacan el cuero de la bestia que parpadeaba. «La ganadería es el fundamento de la riqueza patria. El nuestro es un país cuyo mayor patrimonio son las carnicerías y nadie parece admitirlo», pensó Bocage con razonamiento de escolar informado. Lo impresionó la cantidad de obreros trabajando, era curioso ver a esos padres de familia degollando animales a razón de diez horas por día. «Un día se retoban y lo cuelgan al inglés de un gancho». Buscando soportar con dignidad el cursillo que le dictaba Doyle con ejemplos eficaces, miraba la actividad de los operarios, sobre todo los brazos, era preferible a fijar la vista en la inmundicia palpitante del piso. Había la parte hormigonada y en el resto de la superficie la sangre fluía en abundancia mezclándose con barro bordó, mierda vegetariana. La sangre fresca y colorada se filtraba hasta el centro de la tierra, lo desconcentró uno de los obreros que, sin botas y en patas chapaleaba sobre eso ensayando la danza de su infierno. Hacia lo que parecía el final del recorrido premeditado y una vez dejada atrás el asco del realismo, ellos pasaron por la parte frigorífica y que su pulcritud hacía acordar a un gimnasio.
Las formas embolsadas y prontas para entrar en cámaras de congelamiento tenían aspecto más humano. El amontonamiento, la orgía de matanza tachonada de vísceras oscuras pertenecía al pasado lejano, un mal recuerdo de Bocage.
-Hay un hombre que molesta, dijo Doyle, como si conociera al uruguayo desde antes.
-Indiscutible condición de la especie, dijo Bocage. Con los novillos y las ovejas la convivencia es más llevadera.
-Por eso hay frigoríficos como el que yo dirijo y hay individuos como usted Bocage. La división del trabajo supongo. Por ahí se dice lo toma o lo deja, y usted ya lo tomó. Lo que necesita saber para llevar a buen término la misión está en un sobre, en el asiento trasero del coche. Si prefiere se lo dejamos allí donde usted pasó la noche.
-En el auto está bien. Usted lo sabe casi todo de mi Doyle. Carajo con la fidelidad del Comadreja… ahora mismo y aprovechando la ausencia se estará cogiendo a mi prima.
-Es asunto de ustedes. Tiene dos semanas de plazo, el hombre está preparando una huelga desproporcionada con lista de reivindicaciones. ¿Conoce Buenos Aires Bocage?
-Algo. Alguna vez me tentaron las luces del centro.
-Mejor así, dijo Doyle. Mañana viaja para allá. Le conseguimos un pasaje en lancha yendo por El Tigre. Modesto y discreto, menos espectacular. En su actual situación se me hace difícil imaginármelo en la Aduana presentando carné de identidad.
-Ahí está en lo cierto.
-¿Necesita saber algo más?
-Poca cosa, respondió Bocage. Nunca me importan las razones siempre y cuando se cumplan ciertas reglas, usted sabe.
-Puede dormir con la conciencia tranquila, dijo Doyle sin ocultar cierta ironía por los pruritos morales de Bocage, pues de eso se trataba. El chofer le dará tres mil pesos como adelanto, el resto lo encontrará siguiendo al pie de la letra las instrucciones que hay en el sobre. Ya vio, se trata de asuntos sindicales. El objetivo de la operación es extranjero y vino al Río de la Plata sin familia, parece sencillo pero igual cuídese.
-Ahá, más que un trabajo es casi un favor que me hace la empresa.
-Es plata regalada, dijo Doyle.
La manera más adecuada de expresar lo que Bocage sentía en esos momentos sería hallar una analogía con el estado de trance; una manera de escapar, deseo de concentrar intención y voluntad en la tarea pactada sin que nada lo distraiga: ni mujeres ni carreras de caballos, tampoco la milonga ni copas de la madrugada. Mientras durara la espera, en el tiempo que iba del arreglo concluido a la eliminación del desconocido Bocage se comportaba como un hombre derecho. Le agradó la idea de marchar a Buenos Aires si bien aparecieron reparos comprensibles; era inevitable un temor provinciano, como si fuera un boxeador canario yendo al Luna Park del bajo porteño a combatir por el título sudamericano contra el crédito local.
Se tranquilizó considerando que la cobertura del anonimato era una ventaja. Allá tendría que estar más alerta que nunca, el menor descuido podía costarle la vida, del otro lado del charco nadie podría cuidarle las espaldas. Doyle cerró la canilla de información, él estaba para darle una certificación teológica a la eliminación de un individuo que molesta con sacrificio de bueyes incluido; un extranjero en estas tierras, como el inglés, como lo sería Bocage en un par de días. Tal vez Doyle ponía la cara esa mañana por el deseo perverso de conocer al personaje que haría el trabajo sucio por orden de sus patrones. El inglés estaba seguro desde antes de la entrevista, demasiado seguro, dio por descontada la aceptación de Bocage y esa concordancia con cada detalle de su estrategia podía estar en el origen de la sonrisa.
Eso lo confirmó el malevo uruguayo cuando los movimiento subsiguientes se sucedieron y con precisión que merece ser calificada de matemática. En el auto y sobre el asiento de atrás estaba el sobre; el chofer, sin esperar había dejado el paquete seguro que tirándolo con desdén. Buena guita, demasiada para un simple sindicalista de matadero. Los papeles ni los miró dejándolos para más tarde y total, conociendo al inglés, estaba seguro que estarían por escrito el detalle de horarios, lugares, hábitos, maneras de identificación. En eso Bocage cometió un error considerable: ahora él debía preocuparse por su persona.
Fue claro, hubo una fuga de información confidencial en su entorno, «el Comadreja y por cien pesos» pensó Bocage y se lo habían hecho saber. ¿Por qué? Lo innegable es que debía estar alerta. El chofer arrancó sin preguntarle nada y regresaba a la esquina donde horas antes lo había recogido a velocidad moderada.
-Vamos para el centro, ordenó Bocage. Ahora tome el bulevar y cuando lleguemos a Agraciada le aviso.
-¿Y eso? preguntó el chofer, desconcertado por el cambio de rumbo que se le imponía.
A Bocage le gustó eso de haberlo desacomodado a ese, seguro y tan atildado. La primera regla del oficio es sorprender al que contrata, la segunda desaparecer por completo y la tercera hacer lo contrario de lo convenido sin perder de vista el objetivo. Romper el centro. El inglés sabía demasiado de un cierto Bocage y ese hombre previsible debería morir por un tiempo.
-Orden de Doyle, mintió; él sabe, me dijo que le dijera.
-No estaba previsto, replicó el chofer queriendo conciliar la atención en el tráfico con miradas furtivas por el espejito, tratando de descubrir el engaño.
-Haga como quiera, si perdemos un día de faena usted mismo le explica. Le deseo suerte, el inglés está hoy más ácido que de costumbre.
El chofer quedó entrampado y se fue al mazo, cuando llegó a la esquina de Bulevar dobló con rabia y tomó rumbo al centro por Agraciada. Hasta ahora el chofer era un cómplice, entre divertido y despectivo de un asunto misterioso de Doyle. Bocage lo transformó en taxista fastidiado.
-Por aquí está bien, dijo.
Se bajó cerca del Palacio Legislativo, nada tenía que conferenciar con el chofer sobre detalles del contrato que ignoraba, era tiempo de tutearlo y ordenarle.
-Andá y decíle al Comadreja, vos sabés bien dónde que gracias por el dato y que cuide la mercadería, él sabe. Lo que dejé en la pieza va al fuego. Es poco. Avisále que me mudo de barrio por quince días y que nadie trate de buscarme. Chau botija.
Bocage ni esperó la respuesta del tipo, dio un portazo y se marchó derecho a la cervecería de los alemanes. Entró en el local y saludó a la pareja de propietarios, pidió de comer dos milanesas con papas fritas, lo que él llamaba desayuno y se fue a un reservado a estudiar el expediente nuevo para tomar las primeras decisiones. Ya solo en el rincón, recobró la euforia habitual de cuando se abre un paquete de billetes nuevos y parejitos recién salidos de fábrica.
Del fajo sacó un toquito que calculó imprescindible para llevar adelante el trabajo y lo guardó en un bolsillo del saco, el resto del efectivo quedaría depositado en el establecimiento. Allí estaba el pasaje vía El Tigre, que pensaba vender regalado en algún boliche para escapar a la trama de Doyle o tirarlo en una alcantarilla. En el trayecto en coche decidió irse de sopetón, al otro día y en el Vapor de la Carrera comprando el pasaje arriba del barco. A esto llegaba el mediodía, fue por eso que comió bien repitiendo porción de papas fritas y pidió de postre una enorme jarra de cerveza que allí tiraban como en ningún otro lugar de la ciudad. Luego encendió un cigarrillo, era el momento de ponerse a estudiar el expediente. Las mejores ideas le venían durante la digestión como a las boas.
La fotografía era mala, mostraba a un rudo mocetón de bigotes a lo italiano y mirada determinada, de aquellos que tiene por objetivo modificar el mundo. Tenía la cara encerrada en un círculo que aumentaba su condición de objetivo y pieza a abatir, era innecesario el grafo inglés para que el hombre se destacara del grupo. «Tiene una mirada de cumplir la misión a como de lugar» pensó Bocage. Sin duda era valiente y corajudo para inquietar a alguien como Doyle. Había que matarlo por sorpresa sin darle ni un segundo para reaccionar. El resto de los informes eran banales y redactados de manera pretenciosa; era grosera la suma de palabras, obrero, peligro, anarquista, antecedentes, italiano, sindicato, grupúsculo, intereses. Se hacía llamar Dante Batistera, faltaba una localización concreta y cada semana cambiaba de domicilio. Ahí Bocage entendió, se le pagaba lo grande para localizarlo, encontrarlo y por la muerte previeron un porcentaje pequeño.
Matarlo era sencillo, lo complicado era encontrar a Batistera en el infierno de Buenos Aires. Bocage había ido varias veces a la capital porteña, conocía al dedillo timbas y milongas pero ni minga de la ciudad. Como suele sucederle a los uruguayos Buenos Aires lo fascinaba y lo intimidaba a la vez, era la ciudad de las posibilidades, la excusa para quedarse de este lado del río pregonando las relativas virtudes tranquilas de Montevideo. Cada oriental es como si tuviera un sosías del otro lado del río. Bocage se dijo que el mapa de Montevideo cabe y de manera perfecta en alguna configuración de Buenos Aires. Allá habrá otro Doyle igual de empeñoso y Dante Batistera se les escapó del mapa a los sabuesos ingleses. Desde ahora la plata era lo de menos, importante era cumplir la tarea.
-Buenos Aires… dio el alemán. Viví unos años allá y vi de todo. Hay que tener cuidado señor Bocage. Esa ciudad se traga a sus habitantes, enloquece a extranjeros como yo. A ustedes los uruguayos los aniquila. Les aparente la ilusión de estar en casa y en momento menos pensado les recuerda que se equivocaron de barco. Hombre, Bocage, prefiero saber nada de tu viaje, espero por tu bien que te hayan pagado mucho.
-Esos asuntos de largo plazo me tienen sin cuidado. Alemán, yo quiero ver lo que se escapa a primera vista.
-Escucha: «Per me si via ne la città dolente, per me si va ne l’etterno dolore, per me si va tra la perdutta gente» ¿Te suena? «Lasciate ogni esperanza, voi ch’intrate» ¿Y eso te dice algo Bocage?
-Me suena a ópera italiana. Verdi, algo así.
-Así que te suena a ópera… al fin de cuenta sos animal con olfato. Escucha Bocage, aquello es laberinto, verdadero infierno. Buenos Aires, a lo largo de su agitada historia y desde que mi compadre Ulrico pasara allí una temporada, se volvió metrópolis exagerada. Dejó de ser ciudad para volverse paisaje de pesadilla. Más monstruosa que París, dejó de ser toldería pergeñada por el cerebro sifilítico del adelantado Mendoza. Es cosa inabarcable, entidad extraña que crece sin cesar y nadie sabe qué es. Turco amigo mío me contó la idea descabellada de Alsina, una zanja de cuatrocientos kilómetros de largo. Disparate que pretendía proteger el territorio bonaerense del asedio de la indiada. Alsina fue el ministro que propuso la zanja, antes de la expedición Roca con resultado antropológico y de hacienda sabido. Buenos Aires es eso que hay entre memoria de esa zanja inconcebible con perspectiva de genocidio y río como mar. Marrón león, que los ingleses llamaban infierno de navegantes. Una ciudad fundada dos veces debe tener tara, algo inquietante por indefinible. Como hermafrodita griego. A los aborígenes no les fue mejor. Hace años se publicaron los trabajos científicos de un tal Florentino Ameghino; por huesos viejos mal medidos y cadena evolutiva de dudosa consistencia, resulta que don Florentino demostró que el origen de humanidad y de totalidad de especie por consiguiente, estaba en arrabales de Buenos Aires. ¿Qué tal como delirio? Atenti Bocage, si vas a quilombos de Avellaneda podés contagiarte una pudrición en la cuna de la civilización. Es apenas la punta de la madeja, esa ciudad está llamada a un destino, pero terrible. Cuidado Bocage, aquella es ciudad condenada, cuidarse de apariencias que te hacen suponer que todo marcha bien. Sin casi darte cuenta puedes verte perdido en corredores mentales. Pasajes misteriosos sin salida, cloacas inmundas de otra Buenos Aires. Estaba allá y todo iba bien para mí, una noche me perdí en arrabal y tuve miedo terrible por nuevo y distinto; por primera vez tuve miedo de poderes maléficos en los que no creía. Durante esa noche vi imágenes terribles. Esa ciudad es la puerta del infierno, debajo del barullo de la milonga y entrada la noche pueden oírse gritos de dolor de condenados. Los escuché y hasta hoy los recuerdo… cuídate de Buenos Aires señor Bocage.
-La Reina del Plata te pegó duro alemán. La saqué liviana, pero si ese infierno me devora te regalo la plata depositada.
-Si la tuviera la plata, te daría diez veces más para verte de vuelta entre nosotros.
-A lo máximo diez días. Andá preparando milanesas para la vuelta.
-¿Desaparecerás como siempre?
-Como si estuviera muerto. Ni me viste esta mañana ni sabés de mi para nadie. Traéme otro chop bien helado. De aquí me voy a dormir una buena siesta, hoy me levanté temprano como si laburara en matadero de frigorífico.
-¿Vos laburando en frigorífico? Eso sí que tiene gracia… Ya vuelvo.
Virtud de Bocage era diluir su existencia en el mundo. El dinero que ganaba con su oficio, importante para la dimensión delictiva reducida de Montevideo apenas había modificado sus hábitos. Buenos vecinos del barrio La Comercial lo consideraban el encargado de una ferretería de la calle General Flores, nadie podría hacer la relación entre ese hombre taciturno y asuntos sin dilucidar, algunos bastante macabros de la crónica policial. Ese era el Bocage de los fines de semana, el resto de los días y por obligación él era viajero de hoteles y pensiones baratas, de pocos bodegones. Jugaba a la mosqueta consigo mismo, para sobrevivir debía evitar caer en la rutina y desterrar los gestos repetidos. Cedrés le dijo que los malandras son su propia policía y él le dio la razón. En un perímetro de veinte manzanas, cambiando de boliche con sistema él podía pasar más de un año. Cuando regresaba a alguno de los viejos barrios la gente que cruzaba lo había olvidado. Ninguna traza, ni guardaba por orgullo recortes de los diarios con noticias que lo implicaban. Bocage era el lado insondable de la historia ciudadana, agente que provocaba la aceleración de hechos sin ser determinante para la dimensión de secuelas; crónica viva de crímenes sin ser el periodista, el rol secundario con un par de líneas apenas cuando algunos episodios terminaban en tragedia.
El uruguayo llegó al puerto de Buenos Aires la mañana de un viernes santo, entreverado en otra procesión y con la certeza de que Doyle le perdió la pista. Sabiendo que Batistera aprovechaba la beatería de la ciudad para esconderse de los sicarios ingleses buscando eliminarlo. Bocage era el agente absurdo que se coordinaba entre dos historias, había perdido el derecho a pensar otra cosa que la estrategia de llevar adelante la misión.
Apenas puso un pie en la ciudad civil Bocage era ser nadie; rearmaría el hecho necesario para la continuidad de la historia tal como la entendía Doyle y eliminar los contratiempos a tales fines. Nada se le había pedido y sobre todo la opinión. Entró en la ciudad porteña por un pedazo de puerto en la dársena sur; como cientos de recién llegados a la ciudad provenientes de Catamarca, Nápoles, Río Gallegos, Sarajevo, se fue a una pensión de Avenida de Mayo. Allí y una vez instalado podría ser confundido con un guitarrista polivalente, aspirante a fonomímico, malabarista de antorchas, clavas y argollas. El centro de la ciudad, estar en el centro era el refugio más seguro, la mejor manera de ocultarse para alguien que llega a Buenos Aires con la misión de matar a otro.
Los últimos datos que se conocían de Batistera, el hombre que venía a matar lo decían refugiado en algún lugar del delta de El Tigre, por eso lo del pasaje. Curioso: lo enviaron a la gran ciudad del sur y tendría que buscar la víctima escondida en un tigre geográfico e inconcebible archipiélago de islas. Buscar entre las islas. El Tigre era un Peloponeso cimarrón, manchas infinitas de la tierra, animal de vegetación producto de dos ríos voraces que bajan desde las entrañas del continente. El Tigre, lugar perfecto para ocultarse y despistar a cazadores de hombres, imagen lacustre de Buenos Aires, tierra de nadie donde podían refugiarse poetas a la búsqueda de la última metáfora; amantes urgidos por el abrazo clandestino, estrellas alcohólicas hastiadas del teatro de revistas de la calle Corrientes. Un lugar que es todos los lugares y que se llama El Tigre debe ser bueno para ocultarse y suicidarse. Batistera, si de verdad se movía en El Tigre estaba allí para ocultarse, queriendo arrastrarlo hacia la locura y el fracaso. La selva que se llama El Tigre. Era la ilustración de la situación de Bocage buscando a Dante.
El encargo tenía connotaciones de prueba de fuego. La variante de los entreveros políticos era novedosa, ajuste de cuentas entre clandestinos de carreras, amantes posesivos, deudas de juego, odios irracionales. Ese había sido su mundo laboral; eliminó a malos pagadores y gente que traicionó cláusulas de contratos orales. Era la primera vez que se sentía bicho raro viviendo su bautizo en territorio de ácratas, italianos, prostitutas, policías venales de poder, irlandeses, falsificadores de whisky, franceses de navaja nerviosa, guitarristas del montón y húngaros peludos con animales amaestrados. La peor calaña del universo parecía haberse dado cita en Buenos Aires, sin dejarle esperanza a un destino pacífico donde inventar las instrucciones del próximo milenio. Creía que el ser uruguayo le daba alguna ventaja, allí se hablaban otras lenguas venidas de lejos y sin ninguna relación con su pobre pasado.
Buenos Aires tenía una administración paralela y estaba dividida en sectores controlados por diferentes mafiosos, razón suficiente para que, pocos años después se afirmara que la Argentina era gobernada con criterio municipal. Ayudado por la ventaja de unos pesos consiguió instalarse en una pensión limpia y discreta; allí tirado en la cama se percató que aparte de tahúres y personajes circunstanciales él no conocía a nadie en la ciudad, Su saber de Buenos Aires se limitaba a vagas referencias de boliches y esquinas tradicionales, algunos sobrenombres que se perdían en la noche porteña.
Los dos primeros días instalado en el centro de la ciudad los pasó viviendo una luna de miel de hombre soltero; caminando como paisano deslumbrado por el movimiento, curioseando con el interés de provinciano, observando vidrieras de grandes almacenes, mirando la multitud de gente transitando el corazón porteño. Tomando tragos hasta entrada la noche, en bailongos inmensos con orquestas típicas, en locales lujosos donde las coperas eran coristas de un espectáculo de la calle Talcahuano. Lo hipnotizó la agitación constante de la urbe viviendo como si la ciudad fuera un animal inconcebible en movimiento perpetuo, le atraía la condición de discreto anonimato, sabiendo que podría desaparecer sin que allí nadie lo notara lo que renovaba su obligación de ser cuidadoso. Fueron dos días de espera hasta confirmar que la gente de Doyle le había perdido la pista y asegurarse que era su turno de moverse para ir tras la changa.
Batistera estaba oculto, un secreto que debía ser protegido con la ayuda de cinco mil obreros de frigorífico parecía algo insostenible, con paciencia y patacones flamantes esa conspiración de silencio tendría una falla, al final se filtraría alguna información. ¿Por qué él había sido elegido para el trabajo? Tampoco se trataba de eliminar un diputado empecinado, que se niega a firmar el decreto sobre exportaciones desventajosas para la Nación. El crimen propuesto tenía algo de episodio cantado de antemano, bastaba atravesar Buenos Aires de una punta a la otra para hallar decenas de elementos discretos y eficaces, hombres dispuestos a aceptar el contrato sin dudarlo un instante. Salvo los otros obreros nadie se interesa por la salida de circulación de un obrero, y si como era el caso el susodicho es un extranjero reconocido anarquista, la noticia puede despertar incluso simpatía en determinados sectores de la sociedad.
En la opción uruguaya de Doyle y los que mandaban al inglés había una justificación oscura que se le escapaba por el momento, detalle de conexiones de alto vuelo yéndosele de las manos. Demasiado bien aceitada la máquina para que pudiera ser verdad, en su presentación efectista hace unos días, el inglés fue parco en datos sobre la justificación para suprimir a Batistera y era su derecho; cuando el episodio de eliminar a un hombre se reducía a una fórmula tenía el peligro de ser demasiado simple: patrones, obreros, anarquistas, sindicatos, salarios y servicios especiales de Bocage. Se termina la mano, se baraja, se dan cartas recomenzando el juego y aquí no ha pasado nada… una relación innegable entre palabras altisonantes sin sentido y suficientes para justificar el contrato a los ojos de los mandatarios. Nunca se interesó por la trama secreta de su trabajo qué podía hacer sólo en Buenos Aires, pero quería entender el argumento de la obra donde lo hicieron entrar estando empezada. Son esas cosas, le dio por conocer la razón por la cual debía matar a Dante Batistera. Esa duda iniciaba el envejecimiento como el cambio de lentes para leer pronósticos de carreras de caballos, el reumatismo que diagnostican crónico y el primer par de dientes postizos.
Se entretuvo en el mostrador para acostumbrarse al ambiente, más que de un prostíbulo aquello tenía aspecto de paisaje pretérito incrustado en medio de la ciudad. Difícil calcularlo pues superaba las dimensiones de una casona grande, era el conventillo infinito y las muchachas decenas, cientos de mujeres paseándose como de compras en una galería comercial de barrios elegantes. La música se oía sin interrupciones: a su manera y de reojo, captó que detrás de una cortina azul se había armado una timba de las fuertes que le recordó su pasado. El bar donde estaba acodado tomando una ginebrita era más impresionante que los de su barrio por allá, en aquella ciudad que comenzaba a tomar dimensiones de pueblo chico. Estaba trabajando, podía charlar con las pupilas sobre el tiempo y subir sin perder tiempo las escaleras que llevan a cuartos en los altos. Bailar un tango si le venía en gana, tentar suerte en la mesa de monte y filosofar con otro parroquiano sobre el carácter inconfundible de los pingos para el domingo que viene.
Tenía puesto sus objetivos laborales en lugar prioritario; nadie parecía interesado por su presencia, el uruguayo advirtió que varios ojos lo miraban con desconfianza, conjeturando que podía ser un comisario asignado al sector en paseo de reconocimiento, el padre vengador de una pupilas reclutada en pueblos del interior con el cuento de los anillos y boda capitalina. Lo aturdía la complejidad de las lenguas que escuchaba hablar, allí y tratando de divertirse para olvidar estaban los desterrados del mundo, campesinos de países inconcebibles para un oriental y arrojados a la selva urbana sin pedirles su parecer. Selva más implacable que las plantaciones del infierno misionero, donde había la ilusión de la yararacuzú redentora.
Algunos de los gringos ya tenían maneras prepotentes de guapos de cuarta, sobrevivieron a las pruebas iniciales de desarraigo accediendo a una nacionalidad incierta, otros estaban borrachos sin sacudirse el recuerdo de los campos de Varsovia. Lo que esperaban del futuro era la puñalada absurda que les daría una muerte ridícula, justo corolario de una vida miserable. «Carajo con la patria que crece» pensó Bocage», «gobernar es poblar» agregó mientras dos matones del local sacaban a patadas a un gringuito rubio de ojos celestes, que no entendía lo que estaba pasando, porque el jueves pasado en la cubierta del barco atiborrado de pobrerío se creía tocando el sueño americano.
Era hombre de quilombo chico, allí tendría que reaccionar antes que lo confundieran con un curioso a la violeta y vinieran a pedirle explicaciones. Sin chistar y despacio terminó su segunda ginebra; era de los pocos clientes que no andaba por ahí hablando en voz alta ni pidiéndole tal estilo a los musiqueros, menos tocándole el culo a las atorrantes calibrando las yeguas. Le fue sencillo adivinar a la bataraza que mandaba en ese gallinero.
-Nas noches forastero, dijo ella cuando Bocage se acercó. ¿Podemos hacer algo por usted?
-Busco a la tana, contestó.
-Pero hombre, si ella está ahí cerquita, le dijo la mujer y señalando hacia la muchacha de rasgos duros, sentada en un sillón recamier.
-Tiene razón, dijo. Hoy ando medio pelotudo y el viaje en tren fue largo. La última vez que vine creo que la señorita tenía otro color de pelo.
-Usted sabe como somos las mujeres de coquetas. Pero apúrese hombre, le aseguro que es de las chicas más solicitadas, con esto de la rural y las domas llegó del interior mucho galán ansioso de encantos importados.
Ese era el local de esparcimiento variado más próximo al frigorífico de la huelga. La tana -debía haber necesariamente una tana en el local- le pareció la pista para empezar, se trataba de rearmar desde el comienzo la conexión italiana y hacerlo con paciencia. Desde antes de abordarla el uruguayo advirtió que se trataba de una mujer áspera y desagradable, una semana de intimar en ese ambiente es suficiente para aniquilar todo resabio pasado con modestas esperanzas. La mujer tenía modales imaginables en alguien que con razón detestaba a los hombres; para que –por si acaso- ella desistiera de manotearle la billetera de un descuido, Bocage se encargó de que viera el fierro cerca del sobaco; él le mintió que ya había estado con ella y la mujer dijo que podía ser. Argumentó algo de dudoso gusto sobre el pendejal de las italianas y la mujer lo oyó como quien escucha llover. Luego él le preguntó si había en la casa otras muchachas italianas y ella dijo que antes; hacía un año los marselleses boletearon a los hermanos Debenedetti los antiguos patrones. Desde entonces sólo se arrimaban mujeres de pelo colorado, pecosas como sucias y de carne lechosa, parla entreverada; según la Pía la importación de mujeres de la Europa central era una traición cultural.
La dejó hablar sin insistir con preguntas evitando que la Pía desconfiara de sus intenciones, puede que se tratara de una pista equivocada, era el único camino que se le ocurrió para llegar hasta el ambiente de los italianos. La mujer estaba rencorosa contra el destino del mundo como para darle otra información y hasta para hablar de ella, todo intento por profundizar la complicidad saliendo del trato carnal sería sospechoso. La Pía era hembra de armar un escándalo en dos patadas y esa eventualidad era desaconsejable. El uruguayo cogió para no despreciar ni despertar suspicacias en la italiana, montado sobre la Pía recordó que hacía días que estaba sin mujer y fue así que acabó a lo animal pensando en la piecita del barrio el Pantanoso en otra vida, sin saber que estaba cogiendo por última vez. Entre las tonterías del lavado antiséptico, comentarios al pedo para llenar el aire y el volver a vestirse logró sonsacarle la hora aproximada que ella terminaba de trabajar.
Bajó descargado al gran salón del ágora prostibularia, se tomó otras copas ostentando su satisfacción por la calidad de la pupila y se dejó ganar algunos pesos al monte para alejar la suspicacia de malandras mediterráneos; después, si bien era abril y hacía un frío anunciando un invierno furioso, se acomodó en un portal oscuro enfrente de la casa de tolerancia a campanear la salida del personal. La primera noche se perdió en el entrevero de una partida colectiva como si hubieran cerrado de apuro por redada. De un saque salieron doce mujeres y vistas desde lejos, a oscuras, le fue imposible identificar en el lote a la tana, porque avanzaron todas juntas hasta dispararse a paso militar.
La segunda noche y previendo la repetición de la salida múltiple se dijo que algo de instinto de cazador debía persistir en su cabeza; descartó a unas mujeres que fueron saliendo con poca distancia de tiempo entre ellas. La tana, si él había comprendido bien era bicho rencoroso y solitario también fuera del prostíbulo. Así fue, una de las mujeres salió despreciando compañía y sin tener la certeza absoluta se decidió a seguirla a prudencial distancia. La noche esa era negrísima para convocar cualquier peligro, los lugares que la mujer atravesó en su recorrido eran para asustar al más pintado, ella marchaba con la determinación de alguien que desprecia el peligro y hasta lo desafía. No había duda posible: era la tana.
La siguió por andurriales que él desconocía hasta desembocar en un agujero de la ciudad, una placita parecida a un terreno baldío y pensó dos veces si estaba entrando en una emboscada. Ese era el barrio de la tana, el oriental para no sentirse perdido quiso recordar el nombre del teniente escrito en una chapa de la calle, la presencia de un almacén, la herrería y el edificio cercano. Era suficiente por hoy y debía regresar al Congreso a patacón por cuadra. Se quedó parado sin saber por cual rumbo decidirse hasta sentir el olor inconfundible y después oyó el motor de un camión. Era un cargamento de carcasas podridas indicando el rumbo para el centro de la ciudad u en el cielo amagaba amanecer. Durante el camino se dijo que encontraría un boliche abierto donde tomar un café con leche caliente, leer la prensa que otros camiones estarían repartiendo por la provincia.
Teniente Pedernera era el nombre de la plaza, por unos días ese sería su barrio y lástima tener que dejar el centro, a lo bueno uno se acostumbra rápido. Era el barrio de los obreros frigoríficos, una fábrica textil que por ahí cerca machacaba su traqueteo a razón de tres turnos por día y si de noche aquello era un desierto, desde la mañana temprano había una enorme actividad. Se olfateaba la inquietud de un ambiente de huelga larga, olor de trabajo mal pagado y que siguió viaje cruzando el charco hasta el Cerro de Montevideo; aquello era un hormiguero de gente y en las esquinas se formaban grupos de hombres para discutir. Los camiones del ejército merodeaban a manera de advertencia de la patronal, si años atrás se la habían dado con todo a los indios levantiscos del lugar, las orejas y cabeza de algunos gringos era poca cosa, detalles de la vida laboral, ejercicio de rutina y desprecio.
La excitación del vecindario tuvo efectos sobre la estrategia, el uruguayo debía obrar rápido siendo extraño a los protagonistas del evento; una vez más el ejercicio de pasar inadvertido. Durante los días siguientes fue a comer a una fonda llamada Nueva Calabria, pedía mortadela con ensalada de papas y polenta con estofado, a veces tallarines con salsa y queso, tomaba vino tinto suelto. El lugar bullía de conversaciones a toda hora. Allí estaba la tanada, aquello era un cacho de Italia trasplantada a los arrabales de Buenos Aires. Lo supo de inmediato, alguno de esos hombres estaría al tanto del paradero de Batistera. Debería apostar más fuerte de lo previsto y provocar soluciones al misterio.
Un día creyó que la suerte vino en su ayuda. ¿Vino la suerte en su ayuda? Hacia el mediodía cayó por el Nueva Calabria un hombre con pinta de obrero de matadero. Mozo algo mayor cercano a la treintena, traía unos pescados envueltos en papel de diario y un bicho embalsamado. Los presentes, ese conjunto improbable eran seres extraños a la pestilencia de sangre que impregnaba al barrio hasta en la juntura de los ladrillos, a la acumulación de carne trozada que parecía colgada por todas partes y la conciencia de matadero eterno que había en las cercanías. Bocage centró la atención por largo rato en el hombre de los pescados, el rasgo más destacado era la desconfianza, que se hacía visible en movimientos incesantes de su cabeza buscando si alguien lo seguía. A ese hombre sería bravo rastrearlo con la facilidad del seguimiento de la tana unas noches atrás. Más que ir detrás de un hombre, la pista que se le abría era averiguar en la totalidad del delta de El Tigre que le podría consumir varios años; como de muertos se trataba, decidió indagar por los embalsamadores de las islas achicando las complicaciones, creyendo que se trataba de una pista segura.
Le pareció curiosa la coincidencia en ese hombre que llegó a la fonda de los oficios vinculados, la alteración de la historia por la violencia según se lo contaron y la quietud de la vida fijada en la apariencia tal como se veía en el bicho embalsamado. La estrategia cambiaba de rumbo, ajustándose a la geografía caótica donde ocurriría la cacería final; quedaba descartada cualquier posibilidad de encuentro directo con Batistera en la olla de las conspiradores. Pensar El Tigre era admitir islas infinitas, canales como corredores, lugares que nadie podría conocer por completo en el transcurso de una vida. Detestaba la humedad y se quedó un par de días en la influencia del Nueva Calabria, postergando el encuentro con un paisaje desconocido que le daba mala espina, espina de pescado de río.
Había finalizado el estado de gracia popular con la periferia laboral de frigorífico. La presencia reiterada del intruso aunque fuera un desgraciado, podía llevar a que lo consideraran matón infiltrado para romper la huelga, delator de la policía. Veinte años de trabajo en un frigorífico dejan huellas en el cuerpo que ni el mayor arte de la simulación pueden lograr y algo de Bocage comenzaba a diferenciarlo. La huelga estaba creciendo y en consolidación, El movimiento sindical unitario resistía a pesar de las fuertes presiones patronales, si bien había cada día enfrentamientos aislados con provocadores, la resistencia tal como evolucionaba provenía de una cabeza pensante con capacidad de organizar movimientos de cientos de hombres y mujeres. Era la cabeza que quería Doyle, la cabeza de Dante Batistera.
En el barrio se percibía que tanta organización trascendía la reivindicación por condiciones de trabajo mejores. Era una protesta extendiéndose más lejos del límites de los portones del frigorífico, lejos de la plaza Teniente Pedernera y llegaba a consideraciones que escapaban a la comprensión del uruguayo. Se trataba de la expansión internacional del pensamiento anarquista y de cortarle el paso a otra conjura, una conspiración del capital. Se hablaba de implantar una verdadera justicia humanista en una sociedad de hombres desengañados a quienes les estafaron la vida. Sensibles a las arengas proclamando un apocalipsis de felicidad en su realización; desesperados que asistieron, estupefactos e indignados a la masacre implacable de Roca para hacer retroceder la frontera de la barbarie. A los europeos les limpiaron un país para ellos que pasaban por ser dóciles y trabajadores, quienes a los ojos de los poderosos eran intrínsecamente mejores que los indios por tener lecturas de la Biblia. La excusa se acabó en el momento de repartir la tierra, despoblar a sablazo, eso es gobernar. La repartija de los campos estaba hecha y duraría hasta la eternidad que Dios y el Amor a la Patria dispusieran, los mandamás de siempre en menos de un siglo lograron la independencia y la prepotencia. Los bambinos venidos de la bella Italia se morían hacinados en casas de porquería, los tanitos eran indios más la tarantela y una fuente desgraciada de tallarines.
La línea de Batistera trazaba una reivindicación que pasaba por la familia, la lengua y la solidaridad creativa, utopía conciliando el trabajo en una tierra lejana guardando lo mejor de una memoria de siglos. Bocage comenzaba a entender viéndolos vivir, entre esos hombres se armaba algo distinto a un sindicato sulfuroso que pelea dos pesos de salario para el turno de la noche. Lo pergeñado en la clandestinidad por Dante Batistera se volvió crimen político, los proyectos de los colonos debían fracasar, tal era la consigna de la contrapartida. Doyle era representante de otras tierras, intereses foráneos que pasaban por encima de los responsables criollos de las matanzas. Era necesario la prolijidad de un asesino venido de afuera y poco informado, el extranjero que cortara por lo sano.
Desde su mesa del Nueva Calabria, Bocage mira hacia los alrededores para descubrir al otro. El porteño a quien le habían pagado la tercera parte de su precio para que lo matara en cuanto él liquidara al italiano. Entre Doyle y el Comadreja lo habían vendido, puede que denunciándolo como un agente del presidente Batlle; seguro que estaban metidos en el baile los servicios secretos ingleses y argentinos, nada de delirio en la cabeza y los hechos daban esa impresión. Estaba envejeciendo como le decía la tipa del Pantanoso, ablandándose también de ánimo. La imagen de Batistera se perfilaba diferente en el espíritu del uruguayo que se hizo humo de la barriada frigorífico y fue acercándose al objetivo.
Cayó mal el sábado inglés para vigilar el movimiento en los embarcaderos que llevan a El Tigre, cientos de personas buscaban cambiar de aire; se proponían decenas de combinaciones por alcanzar el delta. Los tanos se decidirían por las líneas con más público, confundiéndose con familias y pasando inadvertidos entre los agentes que pulularían por el lugar. Ese fin de semana era preferible renunciar a detectarlos, a medida que avanzaba la hora de partida la locura del gentío fue en aumento. Comprendió que El Tigre era otro país, arrecife tropical en el lugar equivocado, respiradero al horno bonaerense, escapada salvadora para miles de ciudadanos agobiados por el cemento y para ir al dominio con nombre de animal buscando soledad, perderse en un dédalo de islas. Bocage se aburría contemplando la agitación popular, espectáculo confuso que le desagradaba y su negocio suponía dominar el juego de la espera.
En una casa de empeño compró la lechuza embalsamada y el domingo se paseó por el animalito entrando en boliche tras boliche del barrio de los embarcaderos. Tomando caña y guaseando con los patrones, diciendo que quería vender el fruto de su trabajo, mintiendo que buscaba un trabajo igual para un perro querido que venía de morir, inventando que juntaba una colección de la fauna del delta por encargo de un museo francés. Mentiras de mostrador que hacia el final de la tarde, pescaron tres nombres de embalsamadores viviendo en las islas. Buena cosecha para un solo día de trabajo.
El primero de los contactos resultó un fracaso. El lunes aquello era un desierto y el recuerdo de lo visto la víspera parecía un sueño. Bocage se subió a la lancha que hacía el recorrido extenso y trató de indagar entre los tripulantes con los escasos datos que tenía; turista distraído con falta de sol pensaron los lancheros y lo llevaron directo al profesional de los embalsamadores. Resultó un judío polaco que tenía una tienda destinada al público y a la vista de todos, negocio inapropiado para esconder el anarquista más buscado que un tesoro. Volvió sobre sus pasos sin dejarse ganar por la tropilla del fracaso; al otro día repitió la operación y cuando le evocaron al polaco él dijo que no, que buscaba al jubilado, un hombre que vivía retirado.
-Seguro que es el de la hija boba, dijo el lanchero.
-Ese mismo, repitió al boleo, buscando soldar la conexión.
-Haberlo dicho antes. El hombre vive lejos pero despreocúpese, tome sol tranquilo en la cubierta que le aviso cuando lleguemos.
Viajaron durante dos horas, era la primera vez que veía un paisaje parecido, siendo hombre de ciudad él moriría en un callejón sin haber conocido el resto de su país. Uruguay era para él apenas la capital, hijo de un país chico la patria era un perpetuo ajuste de cuentas entre malandrines del bajo. A medida que la lancha se internaba en el cerebro del delta dejando atrás referencias de la selva urbana, entendió que tenía más miedo de confrontar las islas perfilándose desde la embarcación que frente a una banda rival armada hasta los dientes. El temor de ahogarse en esos parajes lo asaltó más que la probabilidad de morir en la explosión en un atentado entregado. Tenía miedo de morir como un bicho, hasta la insistencia del sol le daba miedo, los únicos paisajes diferentes que conocía eran los que se ven en plena borrachera.
A los pocos minutos de navegación fue consciente que perdía el control de la situación, estaba viajando a un país con leyes donde él podía ser el hombre excluido en cualquier minuto.
-Es ahí don, dijo el de la lancha. Pregunte en el parador.
Sin necesidad de consultar mapas del lugar el cuerpo supo que estaba en una isla, experiencia que le resultaba desagradable. Desde que puso pie en tierra se instaló un vaivén que lo acompañaría hasta el final de la aventura, decidió darle tiempo al tiempo y las circunstancias lo favorecían. A pocos metros del muelle de madera donde lo dejó la lancha se levantaba el edificio clásico del parador o un hotel. Siendo lunes el paisaje reivindicaba su derecho a la soledad como si paseara en el ambiente isleño el suicidio de Lugones, le pareció que antes, alguna vez olvidada él había visto la terraza donde había reposeras abiertas evocando atardeceres de verano. Del parador, punto de partida y convergencia de los rincones de la isla salían sendas que se bifurcaban en varias direcciones, el uruguayo pensó que podría resultarle fatal tomar el camino equivocado.
Habían pasado algunas horas desde que se desprendió del embarcadero de Buenos Aires y tenía cansancio muscular, como si hubiera hecho la travesía del Mekong trabajando en cubierta. Se hallaba en un lugar alejado de la geografía de su vida, podía ser en el interior del libro que narraba su muerte y era flagrante el desencuentro con la naturaleza insular. Necesitaba descansar y decidió tomar un cuarto en el parador, ni prestó atención a la gente que se cruzó en su camino recordando sí que había pedido ser despertado para la cena. Otro lunes cualquiera y después de sonados suicidios flotando sobre el Delta, un hombre solo en el parador de esa isla alejada concita sospechas variadas sin provocar preguntas comprometedoras. En las islas los lugareños están habituados a recibir escapados, descubrir seres desesperados, desterrados de la existencia que tientan el atajo y nadie puede suponer nada extraño antes. Sobrenada un silencio a la deriva siendo incertidumbre, hueco entre banalidad y tragedia, se bañó y el espesor del agua lo sorprendió por lo distinto. Era el río. Al final se sintió ligero, esa agua fluvial le desprendió costras invisibles.
Luego se vistió liviano con lo poco que traía, andaba con ganas de ponerse una camisa blanca. Salió a la terraza del parador pensando que llegaba atrasado a una cita de negocios, tenía hambre. Le prepararon una mesa para él de manera impecable, bien ubicada frente a un horizonte cuestionando la idea de línea perfecta y haciéndose sinuosidad de verde enmarañada. Por encima del ronroneo del río huyendo hacia el abrazo marino, se oían trepidantes solos de las últimas lanchas del día más rápidas que por la tarde. La brisa era fresca y agradable, los pájaros que acostumbran cantar a esa hora lo hacían sin estridencia particular que anunciara el peligro a la especie. Apenas sentado y habiendo terminado de acomodarse, como si le hubieran adivinado el pensamiento le trajeron un vermú italiano con hielo, de un dejo amargo que renovó el apetito del uruguayo. Aquel era un recibimiento entre casualidad e ironía, otras dos mesas estaban ocupadas, en la más alejada una pareja con apariencia de viejos amantes disfrutaba reacomodos y gratificaciones de fidelidad y que pocas veces depara la pasión. Más cerca, un hombre mayor que estaría cerca de los setenta años leía un libro, lo hacía como si repasara la crónica de un amor juvenil o estuviera en la inminencia de la revelación alucinante, abriendo intervalos de verdades literarias contradictorias.
Desconfiaba de la felicidad, el límite de la alegría podía llegar a hora y media, la duración de una película americana de pistoleros. Después de meses de comida recalentada había olvidado el sabor de una ensalada fresca cuando al masticarla se está mirando un río; le trajeron luego un pescado a la parrilla –ignorante de la vida de río sería incapaz de identificarlo- cubierto con una salsa que degustaba por primera vez en la vida, papas hervidas con manteca, perejil y limón. Evitó el postre y disfruto un café cargado, áspero, perfumado. La vivencia del placer sensorial regresaba cuando la muerte lo andaba rondando. Con la panza llena de un vinito blanco que la mujer le dijo venido de Mendoza, temió que sus oscuros presentimientos le dieran una noche de sueño agitado. La isla pareció hacer del cuerpo un alma separada y durmió profundamente.
Había el embalsamador claro, pero mañana sería otro día.
-La mañana está linda para caminar, le dijo a la mujer de la hostería que hacía sus tareas con parsimonia de vestuarista de ópera, sin apuro después de una representación de La forza del destino. ¿Qué hay de interesante para visitar en la isla?
-Nada, fue la respuesta tajante de la mujer, resultó más fuerte la gana de charlar y terminó describiendo a los vecinos callados y modestos, también los excéntricos.
Quienes decidían instalarse en ese grupo de islotes más al norte deberían tener un carácter particular y puede que una concepción especial de la vida. Huir de algo o alguien no era a descartar cuando se prefería la soledad a cualquier alternativa de convivencia que pudiera ofrecer el mundo. Nada era gratuito en las entreveradas razones para vivir en esas islas. Los referidos por la patrona estaban allí por una razón poderosa y la fuerza oculta del lugar permitía la persistencia de la respiración salvaje, pensar que avanzaba el siglo de los milagros científicos y se hacían retroceder los arcanos mejor protegidos de la naturaleza. Decidió ser un periodista deportivo en busca de reposo espiritual porque venía de perder a un familiar querido. El Tigre era el sitio ideal para distanciarse de la pesada carga de recuerdos difíciles que quedaron en Buenos Aires, tan lejana. La insinuación de una orfandad tardía o una viudez temprana enternece los corazones, al segundo café matinal, en la misma terraza de la cena y sin compañía de otros viajeros, estaba en poder de valiosa información sobre los habitantes del islote.
El embalsamador en la versión de la mujer resultó ser buena gente, vivía en la zona apartada de la isla y había el drama de la hija, muchachita bonita y algo boba dijo la posadera en voz más baja. Las desgracias no vienen solas, ahora mismo tenían a su cuidado un pariente italiano enfermo. Eso sí: era gente discreta, ni una queja, ningún barullo por la salud del pobre convaleciente. «Batistera» pensó y se sorprendió de lo fácil que resultaban las cosas desde hacía dos días, cuando puso pie en la isla. Había más historias de otros locos sueltos que el uruguayo escuchó como quien oye llover, la tregua de cierta felicidad, veinticuatro horas que para Bocage comenzaban a ser demasiado terminaba. Era tiempo de trabajar.
Ese primer día después de la revelación se dedicó al reconocimiento del terreno, coordinación de tiempos y horarios, medir distancias en metros y esfuerzo respiratorio. Afinó la manera de dar el golpe con la máxima eficacia y meditó la estrategia de escape. Escapar de la desconfianza de Batistera y la geografía desquiciante para luego, un día de estos ganar por fin la costa de su país; la República Oriental del Uruguay durante las caminatas de inspección estaba en las antípodas de su situación presente. Temía que una selva tupida hecha de millones de islotes terminara por sofocarlo, se interpusiera entre el cumplimiento del contrato y su rutina cotidiana. Lo de Montevideo le sucedió a otro Bocage, alguien sobre quien él tuvo noticias alguna vez, antes.
Los miércoles había feria y mercado en otra isla cercana. A eso de las nueve de la mañana ellos salieron de un rancho que hacía a la vez de casa y taller. Un viejo flaco y esquelético con barba de chivo, pantalón de pescador de azul desteñido, botas de monte, camisa resistente de dril crudo y a su lado una adolescente hermosa que hacía más dolorosa la modificación de la bobera. El signo del mal se advertía porque la muchacha se desplazaba de un costado a otro con trotes cortos de animalito asustado. Podría afirmarse que la suerte estaba de su parte y a Bocage le tranquilizó saber que tenía el panorama despejado. La nena y el chivo llegaron hasta los dos tablones que hacían las veces de embarcadero. A pesar de que la chalana tenía un pequeño motor, el viejo manejó los remos con pericia de profundo conocedor de las trampas del delta. Ellos no volverían hasta pasado el mediodía, tiempo suficiente para Bocage que podría liquidar el asunto, volver al parador y tomar la lancha de las doce antes que esa pobre gente descubriera el cuerpo sin vida de Batistera.
En los últimos tramos del camino debería ser más precavido que nunca; por lo que sabía y aquello que fue descubriendo después de unos días Batistera era hombre corajudo y astuto, es posible que tuviera cerca de la casa una guardia personal. Fumó un cigarrillo dejando correr el tiempo para que el bote del embalsamador se alejara de la costa. Las nubes cargadas que prometían una mañana amenazante desaparecieron, se cocinaba a fuego lento un día soleado y luminoso, mala hora para matar a un desconocido. Debía terminar de una vez con el contrato del inglés Doyle; podía concretar el golpe mediante una emboscada brutal, estaba intrigado como nunca le ocurrió durante sus largos años de oficio en asuntos de muerte. El interés era un error y se salía de la ruta prevista, necesitaba ver de cerca a Batistera, tentar matarlo y desentrañar el misterio del hombre condenado.
El uruguayo salió de su escondite y llegó hasta la senda que conducía a la casa sin tomar precauciones, casi yendo a visitar un amigo querido. Avanzó por el camino de tierra con naturalidad dadas las circunstancias, entró por el jardín de hortalizas simulando que llegaba al terreno del embalsamador cada semana del año, en los alrededores el aspecto del lugar era de un ordenado abandono. Aparentando que era enviado trayendo un mensaje urgente del congreso anarquista celebrado en Bruselas, avanzó hacia la puerta, subió tres escalones de madera y en gesto inimaginable golpeó en medio de las tablas.
-Pase, le respondieron desde el interior de la vivienda.
Bocage estaría dopado para el criterio de testigo imparcial si lo hubiera, ni consideró tampoco que podría tratarse de una emboscada. Apretó el pestillo y entró en la vivienda, las ventanas estaban entornadas, casi cerradas por completo.
El aire era cargado y había un olor de pieza de hospital sin lavar después de muchas semanas, cercanía de morgue y café fuerte o alcohol a la vez. Nadie disparó un revólver en los primeros segundos y los ojos tardaban en acostumbrarse a la penumbra.
-Lo estaba esperando, Bocage. No se quede ahí parado como si fuera un forastero, pase, hombre, pase…
Si hubieran querido matarlo él ya sería hombre muerto. La voz, el recibimiento de la voz era de alguien estando al corriente de la intriga y la trascendencia mirándola desde un minarete inexpugnable. En algún momento que escapó al control de Bocage el operativo comenzó a ser sencillo, se sentía manipulado, marioneta de un titiritero desconocido, metido en un guiñol del que ignoraba la trama. En un final de piola estaba la mano de Doyle con carencia de información y en otro la voz campechana de Batistera. Voz grave y conciliadora, digna de alguien participando en planes demasiado sublimes para ser comprendidos por un malevo de la talla de Bocage; más compleja que un mero asunto de quincenas en un matadero de arrabales porteños dirigido por los ingleses.
-Pase, repitió la voz. No hay nadie emboscado esperándolo.
-Usted sabe por qué vine hasta aquí, dijo Bocage excitado e incómodo.
Nunca antes había tenido con sus víctimas una relación parecida ni creado esa zona de palabras previa al gesto. Antes había rabia, desesperación, miedo e incredulidad; algo o una extraña decisión venida del fondo de Bocage le deparaba un curioso milagro, como si entre el golpe del percutor en el tambor y la bala rasgando la tela de la camisa de Batistera –ese tiempo inexistente- él lo pudiera detener para conversar con la víctima sin intentar impedir lo inevitable.
-Le agradezco que venga así como un nuevo amigo a terminar con mi sufrimiento, comenzó Batistera ante un sorprendido Bocage en lo que sería un parlamento de furia y misterio. Me será de gran ayuda, continuó. Tenemos dos horas por delante para liquidar nuestro asunto; en cuanto ellos marcharon al mercado, sospechando que usted estaría en las inmediaciones esperando el momento oportuno, me tomé la mayor dosis de medicinas que mi cuerpo resiste. Cuando regrese el dolor con saña vengativa un buen balazo uruguayo será un bálsamo bienvenido. Está escrito que por una y otra causa me perderé la próxima gran lluvia que caiga sobre el Delta. Esto es un privilegio, digo lo de ser asesinado y de saber por quién. Toda enfermedad es variante del suicidio, en cierto momento el cuerpo harto de las fatalidades del alma que lo habita, se elimina a si mismo mediante una peritonitis, la embolia fulminante. Las células se niegan a continuar obedeciendo a la conciencia que las organiza. Un atentado anarquista, porque la vida es anárquica. Voy a morir por un cáncer de próstata apoyado por úlceras exteriores y es desagradable. El anonimato de mi vida se apaga, la enfermedad resultó más eficaz que la policía para eso de darme alcance y sacarme de circulación. Ahora sé que voy a morir con la inestimable ayuda del uruguayo Bocage. Conozco el tipo de revólver que calza el hombre y hasta podría darle la bala elegida por mí, pero sería una ofensa para su persona y conciencia profesional. Qué quiere que le diga… saber que en los minutos decisivos la muerte tendrá rostro humano me resulta emotivo. No se sorprenda, la suya es la única información que negocié firme con los patrones de Doyle. Se arreglaba la huelga si ellos jugaban con las cartas sobre la mesa, denunciaban los planes que me tenían preparados. Ellos contaron la conjura preparándose en Montevideo, me dieron sus datos y la filiación del hombre encargado de eliminarme. Bocage, desde el minuto que subiera al barco en tierra oriental era un hombre vendido por los contratantes. Ellos, para limpiarse del todo esperaban que mis hombres lo sacaran de circulación discretamente. Yo decidí esperarlo para charlar.
-Charlar.
-Usted es la muerte Bocage. Todo el misterio de la muerte se concentra en su persona. Los últimos días pensé en pegarme un tiro, tomar cianuro mezclado con caña. Desde niño creo en la división del trabajo y eso de matarse se lo dejo a los poetas, los anarquistas merecemos otra suerte y la muerte violenta nos hipnotiza. Cuando llegó hace dos días toda la isla lo esperaba, deberá admitir que mis camaradas encargados de recibirlo hicieron un buen trabajo. En el parador temieron un ataque de cobardía de su parte que yo descarté por inaceptable. Temían un arrepentimiento; pero sus antecedentes deberían confirmarse, lo que forma parte de sus debilidades. Nos tuvo inquietos con ese tiempo de reflexión que se tomó, el reposo del guerrero previo a la batalla, al acto capital. Era evidente que usted venía agotado. Ahora no puede fallar, todos preparamos su huida de la isla sin trabas, impedimentos ni molestias.
-Usted da largas al asunto y lo que busca es salvarse.
-Levante la mecha del farol.
Bocage obedeció, en cuanto aumentó la luminosidad vio a su víctima en la estancia clavado a un sillón desvencijado y tapado por una manta vieja sobre las rodillas. Batistera era un muerto de tres días todavía sin descubrir por la familia. Esa piltrafa no podía, no debía ser el peligrosísimo sindicalista anarquista a eliminar a como diera lugar por el bien de la empresa. El hombre levantó la manta y por el bajo vientre había una herida purulenta, boca negra enorme que devoraba el cuerpo del italiano, el sexo era un animal inanimado desmesurado en su agonía y de allí emanaba un olor nauseabundo a carne podrida obligando a que Bocage girara la cabeza.
-¿Salvarme de qué? Usted puede tirar y nadie le impedirá escapar del lugar. Todos creen que se trata de un ardid inventado por mí, la provocada planificación de una muerte violenta para despertar conciencias, se trata de la puesta en escena de una debilidad operística. Si decide disparar, si ahora saca el arma y hace fuego para cumplir lo pactado con Doyle los dos nos quedaríamos sin conocer la respuesta a la pregunta que nos da vuelta en la cabeza.
-Por qué mandar eliminar a un hombre moribundo.
-Exacto y además por qué detener esa empresa a medio camino. Para charlar sobre eso tenemos menos de dos horas. Después tire sobre mi sin que le tiemble la mano, dicen que los orientales nunca fallan, es lo que dicen… ¿Me cree cuando le aseguro que volverá a Montevideo sin inconvenientes si sigue mis instrucciones?
-Le creo, dijo Bocage convencido.
-Bien, confirmo que estamos entre caballeros. Pero atención, si decide regresar por Buenos Aires desde el instante que ponga un pie en la capital yo no apostaría ni un vintén por su suerte. Cuando los míos sepan del asesinato lo van a perseguir como una rata y los otros, los muchachos de Doyle ni le digo.
-Sé cuidarme, tengo mis propios planes.
-Eso lo daba por hecho. En otra circunstancia nos hubiéramos entendido bien, solía ser un buen adversario. Sin el cáncer me hubiera encargado yo mismo de meterle tres balazos en el corazón. Recuerde que durante la indagatoria en las islas estos últimos días usted cometió errores inadmisibles en un hombre de su experiencia, un profesional de su talla y antecedentes.
-Fue el paisaje creo, el clima. Me estoy volviendo viejo.
-Es posible… somos los mismos y este encuentro nos devuelve imágenes diferentes de nosotros mismos. ¿Por dónde empezar Bocage?
-Usted es mano y por momentos me siento un idiota.
-Incrédulo sería la palabra apropiada. Usted creyó que su vida valía más que el dineral que le adelantaron y tiene una fe infantil en las reglas de su profesión. Conceptos ingenuos para los tiempos que corren si me permite el atrevimiento, lo terminarán matando como a un perro.
-Hasta ahora me defendí bastante bien.
-Recuerde que trabajó para mediocres capangas de la política, maridos celosos y cornudos, industriales de medio pelo. Los tiempos cambiaron.
-Y lo dice usted, que quiere cambiar el mundo…
-Se equivoca Bocage, al mundo quiero destruirlo. Nos estamos impacientando, ahora somos una comedia que podría llamarse la muerte y el moribundo. En pocas semanas nuestros nombres desaparecerán de la memoria de la humanidad. El mundo es el supremo destructor y por eso hay que combatirlo. Ahora que vio de cerca su objetivo baje la lámpara por favor. ¿Quiere una ginebra?
-Nunca tomo cuando trabajo.
-Desconfiado hasta el último minuto el oriental. Yo si quiero una ginebra, tiene algo de soberbia romana que uno mismo se sirva la última copa.
-La del estribo.
-Eso, la del estribo.
Dos horas después, cumpliendo un gesto de amistad antigua y más que liquidando un ajuste de cuentas por encargo, Bocage bajó al mínimo la luz del farol, sacó el revólver de la sobaquera. Disparó una sola vez sobre lo que quedaba del cuerpo de Dante Batistera, apuntó al corazón y fue suficiente. El hombre ni se movió cuando recibió el impacto en el pecho, dejó caer la cabeza igual que si se hubiera dormido de repente.
Bocage estaba seguro de no encontrar obstáculos en la escapada, Batistera dejó órdenes que fueron obedecidas. Los habitantes de la isla anarquista se comportarían durante la huida del intruso de la misma manera que cuando llegó: imágenes proyectadas con apariencia de realidad, actores en medio de una filmación, reflejos vivientes de espejos invisibles, comando camuflado de conspiradores actuando en la realidad que pretende demoler. En las dos horas pasadas se impregnó de información, secretos, revelaciones de moribundo que podían costarle la vida y salvársela si sabía jugar las cartas como cuando era fullero. Puede que Batistera delirara por la dolorosa enfermedad, había en él algo de profeta agonizante llevando a que se tomaran en cuenta sus disparates.
Más que la huelga del frigorífico, episodio menor en la economía de la historia lo que estaba en juego era el futuro de la región y las fuerzas enfrentadas estaban en una partida a largo plazo. Había fuertes intereses para que las tierras del sur del continente, las provincias de Río de la Plata, el antiguo virreinato y buena parte del Brasil terminaran por desaparecer deglutidas por una unidad supranacional. Se preparaba el Virreinato de los poderes desconocidos; esos países, que se mataron con envidiable vehemencia por más de un siglo, hasta lograr una falsa apariencia de naciones orgullosas y definidas, se irían al carajo. Todo, había dicho Batistera será una estancia infinita con patrones viviendo lejos. La lengua, las costumbres de cada región, los objetos artesanales, la manera de asar la carne, los cantores y las habilidades camperas se disolverán en lo inauténtico para ser la pulpería más grande de la historia. No un destino de imperio ni de nación sino de pulpería.
Batistera lo dijo con todas las letras: hay una enorme conspiración en marcha que busca destruirnos, la cabeza está en algún lugar de Buenos Aires y habrá otro foco en la costa uruguaya, por eso trajeron a Marconi para que experimentara con el telégrafo en las costas de Maldonado. Sólo a un ingenuo se le ocurría pensar que fue por puro azar que la batalla naval que abrió la segunda guerra mundial se libró frente a Maldonado y terminó en la bahía de Montevideo.
-Ellos se van a pasar las banderas por el culo. En menos de un siglo piensan liquidar la conciencia obrera y van a imponer el reino de la guarangada sin fronteras. Ya verá, si sobrevive el triste papel de nuestros gobernantes, meros fantoches, verdaderos fantoches.
Bocage estaba abrumado y desde los primeros minutos de la charla, desbordado por la cantidad de información que salía como un torrente de la boca del italiano. La herida del bajo vientre también hablaba; para el uruguayo el mundo era definitivo como estaba, así había sido creado y seguiría hasta la eternidad. La realidad no es algo que se pueda cambiar, él escuchaba esa letanía apocalíptica del anarquista pensando que el cáncer le había estropeado la cabeza, tal vez los compañeros buscaban eliminarlo porque era una cabeza fuera de control.
-Desde que supe que me mataría mandé averiguar lo que podría saberse de su persona. Con orgullo infundado usted se precia y a veces se pavonea de ser un oriental de pura cepa, como si significara algo, tuviera importancia. Usted de oriental ni el apellido tiene… disfrute esa equivocada pertenencia a una patria. El poder secreto de que le hablo, que trabaja sin cesar día y noche terminará por borrar de la faz de la tierra esa curiosa categoría de la humanidad llamada los uruguayos. No hay nada de despectivo en mis palabras, se lo aseguro. Joden Bocage, se negaron a entender la conspiración desde el comienzo, por eso alguna vez y con insistencia quisieron hacer de ustedes porteños a la fuerza y el intento falló, transformarlos en brasileros y fallaron. Les preparan la tercera transformación, ustedes joden. Las cosas cambiaron cuando participaron en la guerra de la triple alianza contra los paraguayos, ahí sí dieron la dimensión real de su infamia, mostraron la hilacha y comenzaron a ser vistos con ojos diferentes. Escuche, van a ser algo peor en los años que vienen. Un híbrido sin memoria, tontos convencidos de tonterías, engatusados por cualquier saltimbanqui de feria que les agite unos pesos delante de las narices, confundirán la vida con un tablado y van bastante encaminados. Hasta ese cantito al hablar de antigua provincia pobre del castellano van a perder y hablarán como cualquier imbécil de patota futbolera. La conjura es demasiado grande para detenerla, lo único que podemos hacer es postergarla a la espera de tiempos mejores. Ellos se comportan como una secta, por encima de todo hay un tal Moriarti, Es el que manda, recuerde ese nombre: Moriarte. Doyle tiene que morir, si tiene oportunidad hágalo por el bien de alguna patria grande inexistente. Alguna vez los orientales fueron treinta y tres para salvarse, eran pocos los que entendían y los están matando uno a uno, alguien está tachando las caras al óleo del cuadro de Blanes. Hay un chino que quiere instalarse allá en la zona donde están los frigoríficos de Montevideo, por eso Doyle tiene instrucciones de llevarlos a la destrucción. El chino es de la ciudad de Mun, nosotros tenemos un traidor en el movimiento, usted pregunte por un tal Asmodeo. Ellos ya están en la iglesia, la obra no conoce límites ni los respeta, es la única manera de funcionar. Usted me mata pero debe tomar el relevo, busque Bocage… avívese antes de que sea tarde. Matarme lo mete en el medio del lío, le da una enorme responsabilidad. No le crea a nadie, esta tarde no regrese por nada del mundo a Buenos Aires, lo están esperando para asesinarlo. Vuelva en lancha, monte en lancha el cauce del río Uruguay hacia el norte, no pare hasta llegar a Bella Unión cerca de la frontera brasilera y una vez allá busque entre los cañeros; eso había dicho Batistera y ahí se quedó quejándose, volvían los dolores insoportables y le pidió al visitante que terminara de una buena vez.
Una vez cumplido su deber Bocage salió de la casa, estaba aturdido, confundido como si saliera del museo de los horrores, consultar una bruja adivina que hubiera predicho una sarta de disparates. Había caminado unos doscientos metros cuando se cruzó con el viejo taxidermista, lo saludó sin mediar palabra y sacándose el sombrero; parecía apurado, la hija boba lo seguía a unos pasos caminando normal y llevaba un paquete de la compra, la compra de la farmacia. Ahí entendió, con horror, el sentido de unas frases sueltas de Dante Batistera.
-En la cabeza no Bocage, que me queda trabajo por hacer. Muero como mártir de la causa, pero ellos verán mi cara en todos lados y habrá decenas de Batistera en cada trinchera proletaria. El dueño de esta pocilga es un sabio.
Cuando el uruguayo llegó a la costa un muchachito lo estaba esperando y el parador estaba abandonado como si allí nadie hubiera vivido en los últimos cinco años. El muchacho le entregó a su saco azul que estaba bien planchado y llevó el bolso rumbo al embarcadero, como un mandadero de almacén. Faltaba la lancha con paseantes que lo trajo a la isla hace un par de días y buena parte del muelle estaba destruido, había un bote y en él un hombre fumando pipa: pensó en una trampa, de querer matarlo hubiera sucedido durante la caminata y el río era una escenografía inapropiada para liquidarlo; al menos él llegaría hasta la tierra firme.
-Usted dirá, comentó el botero.
-Buenos Aires, dijo y perdió su última oportunidad de hacer la buena elección.
El viaje de regreso fue el tiempo necesario para olvidar. Estaba abrumado por las circunstancias sofocando su reciente contrato y se propuso reducir lo inexplicable a los inestimables gajes del oficio. Podría desandar camino y regresar a las seguridades, abandonar el disparate de inmiscuirse en asuntos de desconocidos alucinados volviendo a su ambiente. Con la plata que lo esperaba en Montevideo tenía para un año de buena vida, después vería. Dante Batistera estaba loco, se hacía cuentos para justificar su vida de fugitivo y asesino, morir por alguna razón válida en los labios a modo de confesión. Bocage parecía mareado por el recuerdo de tanta historia y nombres, le intrigaba el destino de la cabeza embalsamada del anarquista italiano. Confrontado con el final valiente de Batistera el recuerdo de Doyle era el de un hombre soberbio, pusilánime, retorcido sin llegar a la condición de enemigo y se quedó sin tiempo de ir más lejos en sus consideraciones.
Apenas desembarcado en la ciudad grande entró en un boliche de las cercanías del muelle a mear. En eso estaba cuando sintió en la espalda el golpe de la puñalada, el tano tenía razón puta madre, trabajo fino pensó el uruguayo. Le quedaban pocos segundos de vida, los necesarios para pensar en algo agradable. En la madre por ejemplo si la hubiera conocido, tratar de recordar algún día lindo si lo hubiera, sentirse que era uno más de los Orientales del cuadro de Blanes que moría. Le salió el timbero del alma que él era, recordó que Dante no había apostado ni un vintén por su vida si decidía regresar a Buenos Aires y que Doyle hace años de ello, le había dicho que el pago por el trabajito del anarquista era plata regalada. La banca lo desplumaba, hubiera querido mirar el cielo azul y si fuera posible sin miércoles: vio una letrina infecta entre los zapatos, restos de mierda de otros con moscas empachadas, una sangre de intenso colorado manchando la losa mugrienta y era la suya que se iba por el caño. Buscaba lo que esa imagen final significaba para ilustrar su vida y le faltó tiempo para la conclusión.
Mire usted si un malevo de su condición remontaría el río Uruguay hacia el norte, hasta perderse como fugitivo asustado entre cañaverales con víboras venenosas. Faltaba más… qué diría el comisario Cedrés cuando lo supiera.