-La Traviata-
El entrañable Hugo García Robles me lo había contado al pasar su relato sobre el portaaviones japonés -hundido el 29 de noviembre de 1944 en la bahía de Tokio- durante una cena cerca de Punta Carretas, en un restaurante que venía de abrir sus puertas y aguardaba el comer opinando del Magíster. Hasta recitó a los postres el comienzo con emoción: “Atento a la señal de la línea, a los latidos reveladores en índice y pulgar de su mano derecha, el viejo Kenzo espiaba el pez hambriento.” Para otro almuerzo que concertamos en otra mis estadías invernales en Montevideo, prometió llevarme la disquete con el texto original para que lo leyera en su totalidad.
Habiendo conocido la versión oral estaba impaciente por leerlo en pantalla y luego sobre papel. El proyecto narrativo se titulaba “Shinano”, nombre del artefacto predestinado a la tragedia marina del sol naciente en guerra, portaaviones secreto que evocaba una provincia japonesa. Maliciaba tener que leerlo de atrás hacia delante en el sentido Manga y resultó una intuición equivocado, nosotros estábamos lejos de Naruto Shippuden, siendo más bien dos dinosaurios mutantes tipo Godsila (circa 1954) de otra época dejada atrás tal como se verá de inmediato.
Al mediodía de los días laborables García Robles almorzaba y recibía en un restaurante acogedor bien frecuentado de la calle Maldonado esquina Jackson llamado Su Bar. Se comía -la última vez que pasé por Montevideo me di una vuelta y sigue abierto en setiembre del 2020- por encima de la media ciudadana en sabores, porciones generosas y calidades de materias primas. Allí se cruzaban amigos sociales dejados de ver tiempo atrás, famélicos y felices por tener mesa asediando niños envueltos, canelones de choclo, milanesas a la napolitana empanadas con ajo y perejil en el huevo batido, guarnición de fritas con textura belga o rusa de mayonesa casera. En uno de los mediodías más memorables yo había ido a almorzar a Su Bar con Oscar Brando, Hugo nos invitó improvisando a compartir su mesa y allá fuimos.
– ¡Alejandra, Alejandra! decía Hugo y la moza –creo que era hija del patrón- venía hacia nosotros con porciones de tibieza justa en la pascualina para comenzar la ceremonia.
Momento operístico digno de Mario Cavaradossi, cuya perfección preludiaba el éxito de la conversación subsiguiente en el sentido hospitalario de Sebastián Elcano, “nom de guerre” del crítico gastronómico y musicólogo, adoptado en tiempos felices de Caracas –también dirigió allá la biblioteca Ayacucho- antes de la agitada aventura Barcelonesa como editor y el regreso al pago Oriental. Nunca me atreví a desmentirlo sobre sus convicciones culinarias bien arraigadas, allí se cocinaba la mejor pascualina del país, -si exceptuamos la que preparaba mi madre- lo que en su manera metonímica significaba del mundo, pero era él que lograba esa magia de generosidad de mantel celeste: “Un clásico de la cocina uruguaya que proviene de Génova y que se reconoce en su nombre como un plato que por su ausencia de carne era de Semana Santa. Los recetarios genoveses del siglo XIX son unánimes en la identificación del plato como propio. La otra recomendación es que la fórmula original supone el empleo de acelga y no espinaca, aunque nada impide cambiar de vegetal.” (Hay que hacer cinco huecos una vez dispuesto el relleno sobre la primera hoja de masa y colocar en cada uno un huevo crudo, detalle que todo lo puede decidir) “La receta incluye algo de panceta, que contraría el uso de Semana Santa pero mejora sensiblemente su sabor. Los huevos crudos cuajan en el horno y la clara se distribuye en el relleno con un resultado estéticamente válido y se evita, al colocarlos crudos, la doble cocción que sufren si se ponen ya cocidos.”
La pascualina era una epopeya horneada de los orígenes con cosmogonías milenarias y divinidades coléricas ataviadas de colores magníficos, con arco y carcaj de flechas envenenadas. Tenía secretos trasmitidos entre iniciados y de quienes dependía el equilibrio del Cosmos: el Gran Dios de la Cocina estaba sentado inmutable y velando por la humanidad sobre una pascualina tibia –variante huevo crudo- recién salida del fuego homogéneo. Cualquier gesto de Hugo compartiendo una comida suponía estar en el banquete de la vida de ese día único, bella ocasión a disfrutar porque se consume de forma inexorable sin que podamos percatarnos.
El momento era irrepetible estando él cerca, mágica la secuencia de hechos, el dispositivo planetario de la bóveda celeste, la escena cercana en el rincón del salón y concentraba la intensidad de una filosofía de vida. En la última cantina del bajo, si bien llevado por gente de humilde condición (había que visitar fondas populares donde se alimentan los trabajadores a la antigua), antes de escanciar del néctar divino y libaciones de ancestros transportado en damajuanas de ambigua procedencia, trasegados a recipientes cerámicos con pico pingüino, aunque se tratara de un engatusamiento en el procedimiento productivo, sabiendo estar ante una aguada versión de la tradición, él sacaba del bolsillo superior de la chaqueta un termómetro de vino –tecnología OVNI ignorada por vecinos del barrio, más apropiada para secretos alquimistas que parroquianos del establecimiento-, medía la temperatura del líquido oscuro, decía “perfecto, perfecto” participando con gracia del embuste. La bodega más trucha del territorio canario se volvía el mejor año de los setenta de Château Petrus.
Si estaba en vena (los últimos años dependía de la salud, el capricho de la circulación de sangre en las piernas, la puntualidad del taxi que lo movía por la ciudad, del esfuerzo para meterse saliendo del departamento de Barrios Amorím en el día activo de Montevideo) García Robles recitaba a grandes poetas italianos. Dominaba la sublime trinidad contemporánea de Montale, Quasimodo y Ungaretti, también otros marginales de los cuales olvidé sus nombres pero vendrán más adelante. Algunos mediodías se ponía borde con las camareras debutantes (seguro habías sido alumnas de sus cursos) cuando descubría pasta “marcada” lo que a sus ojos constituía un pecado sin redención; se sucedían momentos incómodos entre reproches y pedagogía compensatoria aunque tuviera razón -parecía estar en disputa la cocción del pato a la naranja Gran Tradición, obra suprema de Auguste Escoffier-, pero había algo de Gran Inquisidor de la pasta casera que debería salvarse.
Ortodoxia que aplicaba asimismo al modesto fainá, la popular “farinata” de origen genovés y piamontés que era la madalena de su niñez de memorioso visitada por artesanos ambulantes del manjar. Era cuestión de rachas, también dependía de lo que hubiera escuchado durante el desayuno, y cuando se hablaba de música como sucede con las fieras salvajes Hugo se calmaba. Volvía a ser el memorialista elegante de una Montevideo que había capitulado, estaba en estertores ante nuestra mirada en la vereda de enfrente mientras almorzábamos. Sólo restaba ante la inminencia del ocaso preservar gestos de elegancia que no se estila, como pregona el conocido vals peruano; olvidé si la anécdota del bell canto que recuerdo venía a cuento, – ¿me había pasado la disquete de “Shinano”? – pero la sigo recordando y me da rabia no lograr evocar sus palabras exactas.
-Un día le preguntaron a Toscanini si pensaba dirigir la ópera más sublime del repertorio y el maestro respondió: “¿Estamos hablando entonces de La Traviata?” dijo.
Permaneció melancólico y feliz ante la confirmación de una evidencia irrefutable, como si durante años hubiera hecho comparaciones detalladas hasta llegar feliz a compartir el juicio del director de Parma, aliviado por coincidir con el gran maestro y rechazando con gesto despectivos argumentos contrarios a esa sentencia; refutando tesis germánicas que desdeñan la tradición popular peninsular, anteponiendo el elogio de maestros cantores y otros dioses nórdicos entrando al Valhalla. Ese tipo de controversia era inútil e importa tan solo la emoción personal que uno emplaza cuando se siente en trance de morir. Traté de imaginar qué estaría pensando Hugo en ese momento: en María Callas nacida en los años veinte, me dije. Su historia de cenicienta griega inmigrante, dudas narcisistas sobre la belleza del rostro y delgadez, años de esplendor en escenarios del mundo, público entregado al don vocal trabajado, su amor con el magnate aristotélico del yate y collares de perlas inmensas, esmeraldas engarzadas, discos vinilo de recitales en directo; el retiro forzado al cono de sombras avanzando si la voz se aleja, cuando llega la Gran Viuda Americana a las islas del Egeo y cantando ella como ninguna otra Addio, del passato bei sogni ridenti.
Hubiera apostado sobre ello una botella o dos de Cheval Blanc 1981. Entonces quise aprovechar que Sebastián Elcano tenía la guardia baja para exponer mis propias carencias o dudas.
-De tango, Hugo, ¿entonces?
-Nadie tiene la voz de Gardel, esa voz y el cine explican la supervivencia milagrosa del género. En cuanto al mejor tango que tanto preocupa a los apresurados… te lo digo después de las peras al vino tinto. Sólo él puede cantar maravillas como
Cuando el ombú de la existencia
sacude el viento del recuerdo
se llena el alma de murmullos
que cuentan cosas
del tiempo viejo
y luego el estribillo de Juan Carlos Patrón, que en su decir eran versos dignos de Guido Cavalcanti,
Murmullos que traen al alma
la tropa de los recuerdos
p’a llegar vienen al trote
p’a dirse siempre son lerdos
murmullos, murmullos son
que aprietan el corazón…
La respuesta insinuada nunca llegó y fue mejor así. Hugo continuó ese mediodía sus variaciones eruditas sobre la voz de Gardel, sucumbió a la historia simultánea que fluye con las peras al envinadas y nos pasó la receta del pesto de su abuela Josefina. Pasaron los años necesarios al cuento y fui yo que me encontré en esa incómoda situación de clasificaciones por mi condición de uruguayo viviendo en París desde el siglo pasado.
Siempre se espera tratándose de música popular, que uno caiga en el lugar común de reivindicaciones patrióticas de país pequeño falsamente modesto y rencoroso. Desde hace años me vengo preparando y los franceses con pátina tanguera de tinte imperialista por la irracional versión gardeliana Toulusse -que tienen por inamovible a pesar del error enorme como se verá cuando se festeje el centenario en 2035- son los peores y creen que se las saben todas.
– ¿Y dónde fue a su parecer que nació Gardel? (dicho con sorna)
-Él lo dijo repetidas veces y además corroborándolo en sus documentos privados. Ahora mismo escapa de mi mente el lugar exacto… es por el norte… Lo que tengo presente es la fecha: diciembre de mil ochocientos ochenta y pico y que su madre se llamaba María Lelia Oliva. Puede que le interese… sólo las situaciones trágicas con mediación de semidioses permiten el nacimiento de los monstruos.
– ¿Dónde se origina el tango? (pregunta que hace alguien conociendo la respuesta y que quiere divertirse a mis expensas)
-A usted le intriga la cuna del tango lo que es comprensible, yo prefiero interrogar el momento del parto que fue con cesárea. Lo inventó Doménico Scarlatti en el siglo XVIII y para más datos en la sonata en sol mayor K 547. ¿Tiene a mano la versión de Vladimir Horowitz?
– ¿Cuál le parece el mejor tango? (seguro que caés en la trampa como un boludo)
-Podría decirle cuál es el más popular sin explicación necesaria e irrefutable, el que bailan Norma Desmond y Joe Gillis y se intuye en La Guerra de los Mundos difundida el 30 de octubre de 1938, el preferido de Franz Kafka como le escribió un lunes pasada medianoche a Milena, pero eso usted lo sabe. En cuanto al mejor tango… hay muchos títulos que pueden aspirar a ese honor y nunca me interesó terciar en la disputa, aunque tengo mis ideas en el taller mecánico… Lo que me importa es cuando el tango se sublima en música, eso deja de ser asunto del mejor pasando a otros dominios.
-La Cachila-
Para qué abrí la boca… siempre el mismo pelotudo… ahí quedé atrapado en mi propia red de suposiciones. Desde entonces pienso cuál tango pudo haber sido compuesto por Bach, con mentalidad de colonizado musical asumido, dirían los defensores del malambo con espuelas y el berimbau ceremonial. Al principio fue herejía de Dj andar en tales comparaciones, un dislate sin final lindando el ridículo cual interrogante digna del movimiento perpetuo.
La cuestión igual rondaba volviendo como las lluvias de marzo cerrando el verano, pegándose en los dedos en esparadrapo molesto, volviéndose obsesión tipo absceso de grasa, que requirió terapia de reposo ante el anuncio de una depresión de cuidado. A las respuestas que desestiman la ambigüedad uno jamás llega por método y razonamiento, más bien es una verdad exterior incorporada espiritualmente, evidencia sagrada o epifanía divina cercana al estado OM de los hinduistas y al amor trovadoresco. Un segundo previo al milagro era el Caos primigenio, donde todo es idéntico e indiferenciado antes del advenimiento de los Dioses que se apoderaba de mis intentos y al segundo después, todo resultó resplandeciente.
Ocurrió una mañana en París cruzando el pasaje Brady cerca de la estación de Metro Château d’Eau. Caminaba por ahí buscando escenarios y climas sensoriales para otro relato cuando llegó la evidencia, trata la novela esa de dioses hindúes y siendo tarde en esta vida de avatar uruguayo para salir a recorrer el Delta del Gánges, mojarme el pelo y hacer ablaciones -cuando convergen las aguas de los tres ríos sagrados- entre millones de peregrinos en su avatar humano, de ver la danza cósmica de Nataraja preludiando la batalla última de mi existencia, me acercaba al barrio de los hindúes apaches como Mantra de recorrido a la espera de algo diferente.
Esos cruces forzados –obviando una peregrinación de meses y cambiándola por turismo de brevedad- jamás funcionan del todo bien. En casa pensaba en el exotismo de materias sedosas y colores ocres, las imágenes del dios Ganesh reproducidas al infinito e inciensos de Patchouli ardiendo accediendo a le meditación, los textos narrando lo infinito e imposible. Estando ahí dentro de lo que más se le parece en París y cerca del mediodía quería pasearme en el mercado del puerto de Montevideo cuando se calma la agitación del almuerzo, los medio y medio del mostrador en Roldós, pedir una tablita con morcilla dulce, chinchulín crocante, tira de asado cocido y chimichurri. “Ya te diré dónde ir con confianza para evitar la carne esté marcada” me parecía escuchar a García Robles mediante transmisión de pensamiento desde el otro lado, fiel sacerdote de la diosa Annapurna.
Intentaba de averiguar cuál es el momento, procedimiento, inquietud, azar o karma haciendo que ciertos momentos de la vida pasada, alguno de esos murmullos –evoco el almuerzo con Hugo- de pronto se imponen como lo único que uno puede escribir: addio, del passato bei sogni ridenti… Si ello llega así tan de repente, desde ese momento tenemos que proceder como lo hacía Sebastián Elcano contrariando la devastación ineluctable de las ilusiones juveniles. Servir un Tannat De Lucca y transfigurarlo –por la fuerza de voluntad, meditación y sosteniendo que la belleza es la suprema verdad- en un Romanée Conti, si es que todavía pueden producirse esos milagros aunque luego advenga el desastre.
Fue así, atravesando un corredor onírico que es maqueta siglo XIX de la India infinita cuando supe qué tango hubiera escuchado Ganesh escribiendo con el colmillo el Mahabharata: “La Cachila” de Eduardo Arolas y me gustaba eso de que se hubiera interpretado por primera vez en 1921 en mi amada Montevideo y que Arolas hubiera muerto en París en 1924… después se suceden casualidades a las cuales la mente atribuye configuración de destino hasta convertirlas en mensajeras del sentido secreto.
Golpeó la evidencia del rayo anunciador y claro que estaba tranquilo pero era exiguo el entusiasmo. Debía contárselo al mundo dando testimonio como Violetta Valéry en la última arremetida del bacilo de Koch. Vinieron en mi socorro dos episodios diferentes con pocos días de separación, en un universo auditivo seducido por la notación tropical que nos arrincona contra el río (porque lo queremos) y el olvido de lo que fuimos con gomina y corbata (también lo queremos), el regatón loando el culo depilado como paradigma del deseo carnal y otros ritmos de cuarteta, bailanta y bachatas que tiene su panteón de ídolos reverenciados como Rodrigo el Potro Cordobés (borrado por la descarga a los 27 años, igual que Jim Morrison, Jimmy Hendrix, Amy Winehouse, Janis Joplin, Kart Cobain y Brian Jones) y La Mona Jiménez -nacido como yo en 1951- que es inmortal versión Duncan MacLeod el Highlander nacido en 1592 -21 de diciembre igual que mi finado tío Rúben, que fue el primero en el barrio en tener una motoneta Vespa- y que todavía anda por ahí preguntando quién se ha tomado todo el vino… bueno… la redacción se pone fatal… que berrodo indigesto digno de la guardia vieja… la frase inicial ésta bastante cambalache se me perdió en el ordenador…
… lo que quería decir es que alguien estaba preparando un libro con artículos variados sobre el Tango y su vigencia melódica, iniciativa que me llevó a una sensibilidad de muchacho del barrio ciento uno, donde venía el doctor Alberto Castillo a cantar che madame que parlás en francés y tirás ventolín a dos manos. “Alguien nos pasó su nombre” decía el mail, el responsable me mandó la lista de colaboradores que habían aceptado, salvo uno ni la menor idea idea de quienes eran redactores y responsables del proyecto. Gente nueva, muchachos jóvenes como debe ser y había una piba responsable de Julio de Caro; no está todo perdido en el mundo y puedo morir tranquilo si hay mujeres bellas escuchando “Boedo” pensé.
Tampoco había dejado traza visible de mis gustos tangueros por ahí pero la razón del contacto ese era más pragmática, viviendo en Francia desde hace años acaso podía dar una visión del tango en París. El argumento era brutal por práctico y sin saberlo tocaba una fibra sensible que me interesaba, pedí una semana de reflexión que fue tal cual; escuché discos vinculados al asunto, mirándome al espejo mientras me afeitaba sentí que es un soplo la vida. Tomé nota sobre el efecto de las nieves del tiempo plateando las sienes, armé un índice cruzando cronologías, temáticas y protagonistas. Había un bonito filón a explotar pero estaba exhausto, vacío por dentro, temía no aportar algo original y excusando compromisos inexistentes desistí de la oferta. Esperé en vano la insistencia viniendo de los promotores, ellos dijeron gracias igual y que encontraron a alguien para el artículo.
Entre Ducasse, Gardel, Torres-García, Supervielle y otros asuntos – ¿cómo olvidar a Francisco Canaro “Pirincho” y el bandoneón de “Canaro en París” de Caldarella y Scarpino? – la relación de París con el tango orilla pobre era interesante. Había una lista larga de tangos donde el tema parisino aparece de diversa manera; en todas las épocas, desde los primeros visitantes de la generación pionera hasta las estudios de Astor Piazolla con Nadia Boulanger. Ese mundo abigarrado es íntimo y difícil de compartir con los otros tratando de inventar argumentos tendenciosos. Renuncié a convencer con método, estaba dispuesto a traicionar “La Comparsita” y eso se paga caro en el mundo chauvinista falto de otros soportes, que se apresta a festejar el centenario de una embocada de estudiante de arquitectura. La maravilla que llega sin avisar nunca debe explicarse, incluso parecía una historia de familia esas historias de ida y vuelta. Debía achicar la mesa siguiendo los consejos del gallego Enrique Muiño en “Así es la Vida”.
Recorrí el volumen 6 de una integral de Gardel (El bandoneón EBCD-16) titulado “Anclao en Paris” que es sorprendente, donde se camina por el piolín sin red del kitch emotivo con acento francés a la trascendencia sublime del lieder romántico. Escuché a Carlos sentenciar “con tres cortes de tango sos millonario… morocho y argentino, rey de París…” (guitarras de Aguilar, Barbieri y Riverol) y me incliné ante la sabiduría de García Robles. Cuando Gardel canta en francés “Folie” tiene un acento de uruguayo que mata y claro que la lengua de Verlaine no es la materna del zorzal. Había en otras recopilaciones que pude consultar verdaderas joyas, desde pequeñas historias terribles de pathos edulcorado hasta temas que no conocía como “Sueño de París” cantado por Héctor Pacheco, también “Siempre París” de los hermanos Expósito y que marcharon a un injusto olvido. Recordé que en un libro publicado hacía más de treinta años visité esos mismos asuntos y si le había invertido interés en su tiempo (estábamos con la euforia de la salida de la Dictadura y a defecto de escribir sobre la revolución triunfante había que compilar la crónica de la derrota y la tarea sería extenuante…) no habría nada importante para agregar.
Eso si pensara en los lectores, pero como en gustos así es lo que menos cuenta busqué igual en la biblioteca virtual de ilusiones perdidas. Se trataba de mi segundo libro de relatos y curiosamente el cuento implicado era el primero. ¿Por qué lo puse en primer lugar? Supongo que en esos años el asunto de cruce de los tiempos entre Paris, tango pionero y uno de mis autores preferidos me llamaba la atención. Era una premonición de mi vejez que interpreté de mala manera, el título del cuento era “Comme il faut” que era título de “otro” título de Eduardo Arolas, algunos sostienen que fue su primera composición entre los años 1907 y 1908. Los planetas se alineaban y veía venir estos tres relatos encadenados. Me detuve durante la escritura en dos acontecimientos que puse de relieve y estaban relacionados con el año 1954. Fue la fecha que elegí para que naciera el narrador que se pierde en los tiempos de París hacia la década de los años veinte y en la cual repatriaron a Argentina los restos de Eduardo Arolas, que tuvo un destino trágico y misterioso. Los tangos de Arolas me llevaban de manera anticipada a París como melodía de la premonición y salían de la cosa tanguera para dirigirse a otras regiones del genio.
Recuperé esas notas después de mis sesenta, la anécdota regresó intacta y para convencerme de retomar la partitura, el dios Ganesh se valió de “El Marne” en la versión del inmenso Horacio Salgán.