Capítulo V. Absenta, spleen y acordes disonantes

Plus on est musicien, plus on devient fou.

Satie

V.1) Lo que venimos de demostrar en capítulos anteriores: ¿podría explicar incluso considerando una juventud de pasos previsibles, condicionados por el ambiente familiar, el cambio radical ocurrido en las creaciones de Gervasio Nordeau? Mi categórica respuesta (me consta que ello desatará la cólera visceral de muchos musicólogos) es negativa. Hasta este momento crucial de la vida de nuestro personaje, la casi totalidad de las pautas rigiéndola pueden ser dominadas, tenemos en nuestro poder datos claves, trazas documentales de importancia y testimonios producidos en tierras conocidas. El viaje emprendido a París aquel preciso año tiene la virtud de trastocar la información acumulada, erigiendo un verdadero enigma para la tarea del biógrafo.

Es ahora, llegó el momento estremecedor por otra parte cuando resulta dificultoso conciliar episodios de la vida cotidiana del artista con el exabrupto contenido en las partituras. Creíamos dirigirnos sin sorpresas hacia un epígono provinciano de Debussy, se nos reintegra un émulo perturbado y precursor de Adrian Leberkuhn ensimismado en trágicos abismos del siglo. En el quinto capítulo quisiera explicar la transfiguración –al menos intentarlo- salvando la distancia demencial, que va desde los primeros daguerrotipos conservados de Gervasio, con sonrisa de dandi satisfecho para quien la música, la vida misma y el universo con enigma son una broma que admite el único género de la picaresca, al rostro final cuando el mal lo había golpeado; preludio contrastado a la máscara mortuoria donde piel y mirada, la barba y el desdén de la respiración que se advierte, traducen implacables, prueban el asedio de espectros invisibles para nosotros los mortales.

Al respecto mis colegas optaron por la tesis de la naturalidad técnica, decidieron que resulta suficiente una confrontación de partituras lo que es de una grosera evidencia. Se conforman con la explicación tautológica y de ahí pasan a la simplicidad del salto sin peligro mediante una interpretación más imaginativa que concreta. En el ambiente musical consta que durante mi juventud fui uno de los fervientes cultores de su obra, recorrí sin tregua los cuadernos de las piezas para piano, me introduje solo y como pude en la intrincada selva de sus tríos y cuartetos, en varios artículos especulé tímidamente sobre la ausencia de sinfonías en su obra. Debo confesar que dicha devoción sin claudicaciones dejaba en mí una amarga sensación de decepción. Era cierto, «interpretaba» las obras de Nordeau sin acceder a lo que llamé, con escasa retórica en un viejo artículo publicado en enero de 1957 en el dominical de El Día, «el misterio Gervasio Nordeau”; fórmula modesta y mediocre sin la potencia necesaria para conquistar certezas. El misterio Nordeau era la incapacidad de ver y nuestro conformismo montevideano con la lectura superficial de su producción, satisfechos y orgullosos aceptando el índex de valores que del desgraciado músico hallaban los otros. En especial sus buenos amigos de la otra orilla, quizá a la espera sabiendo que de tanta desocuparnos los uruguayos de Gervasio terminarían incorporándolo a su tradición cultural; por el derecho que otorgan la inteligencia y persistencia, nuestro proverbial abandono a pensar que la obra de arte se produce de hecho brotando celeste de nuestra idiosincrasia, sin necesidad del apoyo de la valoración. Así ocurrió con Florencio Sánchez, con Horacio Quiroga y admito en ello cierta justicia dictada por el respeto a la obra de nuestros compatriotas. Algo de esto lo intenté explicar en el prólogo del libro tal como recordará el lector. Me resultaba humanamente imposible acometer ambas tareas en paralelo y renuncié a una prometedora carrera de intérprete de concierto (ello era lo que en verdad mi corazón pedía) dedicando mis esfuerzos a dilucidar los nudos tenaces de la vida de Nordeau.

Al comienzo parecía enfrentado a una tarea vana, todo aficionado conoce los cinco estudios biográficos publicados cuya referencia hallará al final del volumen; sólo dos merecen ser citados y los otros un olvido piadoso luego de dejar constancia por escrito de la indignación. Con esos antecedentes voluminosos parecía ser suficiente para alguien discreto como Gervasio y sin embargo… una cuestión central, su modificación de la estrategia de composición quedaba sin dilucidar hasta que comencé a rastrear. Este capítulo comenzará a poner las cosas en su lugar al precio del desprecio y la diatriba, al costo de hundirme en la indiferencia por adelantar conjeturas que otros considerarán desubicadas.

El presente eslabón lo organizo y sustento con una serie de documentos inéditos, adelanto luego la importancia de algunos contados episodios, sobre los cuales no existen pruebas tangibles más sólidas que la tradición oral o la sospecha de coincidencias. Es la prueba luminosa proveniente del encuentro de cientos de detalles que urden una explicación desdeñada, jamás considerada por raquíticos espíritus racionalistas a la violeta. Cuando escribo las líneas iniciales del Capítulo V puedo adelantar la ironía asociada a los estragos de la senilidad, el hiriente mito referido a que quienes nos ocupamos de Gervasio Nordeau terminaremos por perder el dominio de la razón, como los arqueólogos ingleses que descubrieron la tumba del faraón Tutankamón. En este asunto todo resulta paradojal, los mismos que ponen los ojos en blanco al escuchar el cuarteto Las Misiones, que escriben parrafadas sobre la cita con lo inefable y la fuerza de partituras vegetales de Gervasio, al momento de acercarse al hombre de carne y hueso -el mismo autor de esos prodigios- se comportan con mentalidad de escribano, exigen documentos que prueben mecanismos infrecuentes en los restantes mortales; esa aporía es ahora lo de menos. Aquellos pues, con espíritu de escribiente o gacetillero de noticias policiales que se abandonen a tareas más gratificantes que la lectura. Los otros que lean lo que sigue como un relato tal vez suscriban que la imaginación es atajo apropiado para alcanzar la verdad; les pido considerar que tal vez en algunos años de la historia lo que hoy especulo podría resultar la versión canónica. Quien compuso las piezas desgarradoras del Cahier egorgé jamás pudo avanzar por la vida sin topar de frente la tragedia, nadie sale indemne luego de acercarse a la vida de Gervasio Nordeau y si lo fatal se integra a la música, algo más maléfico puede suceder de seguir sus pasos con fidelidad.

V.2) Tanta advertencia puede parecer exagerada pues esta etapa de la vida de Gervasio comenzaba bajo auspicios agradables. Los almanaques del mundo entero habían cambiado las tres últimas cifras, los pronósticos que arreciaron y extremados apocalípticos ellos anunciando el fin del mundo, hacia mediados del mes de enero de 1900 se convirtieron en el hazmerreír de los sobrevivientes a tan implacables augurios. Había una comprensible denuncia y persecución de profetas charlatanes presagiando prodigios lunares, erupciones inopinadas de volcanes apagados, maremotos en cadena recorriendo los siete mares y el despliegue sin fronteras de pestes de toda especie que acabarían con el reino usurpador del hombre sobre la tierra, para que todo resultara un páramo y luego una selva dominada por las especies resistentes. Gervasio -lo dejó escrito en dos cartas de juventud- se divertía mucho con esas calamidades anunciadas.

Si bien la historia de la familia Nordeau tenía episodios oscuros relacionados a la naciente psiquiatría, que podían llevar a una tendencia pesimista de su espíritu él los incorporaba a la estadística de la vida. Con cada hombre comienza una nueva historia de la humanidad. Gervasio insistía en la extravagancia diciendo que el cambio de año, el salto al vacío de un nuevo siglo daría un vuelco definitivo a su vida artística. Así fue; lo hizo en el sentido inverso al que suponía nuestro joven emprendedor. Convencido de que las luces del nuevo siglo disiparían las sombras tenaces de su pasado egoísta y egocéntrico, liberándolo del peso de episodios evocados en capítulos anteriores. Eso que induce a decir que la mentada experiencia de las drogas, además del air du temps que con acierto detectó Elbio Rodríguez Barilari tenía un fuerte aire existencial, la respuesta directa al cuerpo, lateral en relación al organismo social y una situación desesperante.

Fue Oreggioni una noche de julio al final de una cena agradable y conociendo mis afanes, mi monomanía en la cuestión que me sugirió la hipótesis del entrenamiento y la preparación. La experiencia pasajera de la droga había sido un procedimiento para alejarse de la vacuidad acelerando la llegada a los abismos. Estoy en parte de acuerdo con esa lectura avanzada pero faltaba la verdadera entidad de los abismos, siendo imprescindible para ello considerar el trasfondo supersticioso en el entorno familiar del músico. Es insuficiente el azar para explicar las fechas elegidas y resulta una paráfrasis mezquina; se trata de la coincidencia del cambio de siglo y la llegada de la primavera en el hemisferio norte. El derrotero era de una lógica indudable preparada de antemano, por razones que luego avanzó el malogrado Walter Benjamin y la forja íntima de nuestro músico. París era destinación obligada para alguien como Gervasio y allá fue como lo haría hasta el último momento de su existencia. Nordeau nunca rehusó las inaplazables citas con el destino.

Lo expuesto en los primeros cuatro capítulos se orientaba a una sublimación constante de sucedidos en la capital francesa de manera vicaria y persistente. Allí estaban componiendo la música que él admiraba, se vivía la tangible relación entre arte y substancias oníricas sin necesidad de pudores pueblerinos o actuaciones en la imposibilidad de conseguir cosas. Si desde la infancia Gervasio fue consciente de que ciertos lugares determinan la resultante final de la actividad artística, si desde que se marchó a vivir a la selva su obra adquirió tonalidades turbias que la hacen excepcional, la ida compulsiva a París tenía su objetivo trascendiendo el horizonte del capricho bohemio, por otra parte impensable en Gervasio. París para perderse, tal vez para acordarse melódicamente de vidas anteriores. En el cuaderno de notas donde consta la preparación maniática del viaje, con conciencia de apuntes para la posteridad Gervasio dejó una serie de bocetos por adelantado de la ciudad a descubrir y encontrar.

La escritura nunca fue su fuerte, los textos mencionados apenas escapan a la consideración de documento factual. Hay allí dos líneas, al final del cuaderno en las últimas páginas que pueden dar pistas. En la primera se capta el agotamiento de un modelo de vida, su pose exterior y la definición del viaje como necesidad de otra segunda respiración para salir del sofoco, por cierto bastante artificial en que se hallaba. Dice Gervasio «tal vez en un pasaje del barrio de la Bolsa, en la puerta entreabierta de una tienda de ultramarinos orientales, escuche la música que consiga salvarme del acorde final de la locura». Metáfora evidente que recuerda un Rimbaud inseguro y más adelante leemos «¡Y Satie!» ¿Gervasio había estudiado partituras de las Ginopedias y pensaba que era un camino a explorar? Que Satie pertenecía a una raza de músicos que a Gervasio le hubiera gustado adherir me parece hoy indiscutible, como lo es la parábola que va del impulso del émulo al desencanto del encuentro, que se diluirá en la decepción. Debió de ir hasta allá tras el atroz descubrimiento: su obra, aquella para la que él estaba destinado no lo esperaba en Montparnasse, cafés literarios y espectros sin paz de la Comuna, cabarets de música popular ni arpegios simbolistas. La verdadera obra estaba detrás de la vida de Gervasio Nordeau en el retorno a un estado anterior de la música y una tierra anterior a la de su nacimiento, una maraña inextricable de árboles, humedad y serpientes distante de la carpintería mecánica del ingeniero Eiffel.

V.3) Gervasio Nordeau se embarcó hacia Europa el 30 de marzo de 1900 en el Cittá di Torino. Existe una crónica anónima dando cuenta de aquella despedida del genio vernáculo, imbuido de la ambiciosa tarea de conquistar el mundo poético. Delicioso opúsculo anónimo que relata en detalle los tres días y sus respectivas noches que duró el adiós del elegido. Noticia al uso del tiempo de una excitada Montevideo finisecular, navegando entre verdad simulada e imaginación provocadora, alterna pistas de lo dejado atrás y proyecciones de lo que pensaba el periodista que encontraría Gervasio al final de la travesía transoceánica. En otras versiones apócrifas se menciona como verdad la existencia de un fumadero de opio ubicado en la zona de lo que es ahora el Palacio Peñarol y regenteado por un clan de pérfidos malayos; insinuaciones de una noche alucinante de debate y licor en la que uno de los asistentes de pie sobre una mesa recitó esquirlas de Una saison en enfer. Declaró el bardo que había incorporado minutos antes el espíritu sufriente del autor y se manifestaba en su poética adolescencia, dicho lo cual cayó en un profundo coma alcohólico semejante a la muerte. El café donde ocurrió el episodio espiritista aparece descrito con lujo de detalles, el autor comete la ucronía de ubicar un local semejante al famoso Café de la Paix en una calle adoquinada del Cerro de Montevideo.

La razón adelantada para justificar tal disparate fue para el autor evidente. Los frigoríficos allí instalados con cientos de obreros faenando ganada, eran anagrama de nuestra mugrienta riqueza semoviente y porque el Cerro resultaba lo más parecido que teníamos al Olimpo de divinidades griegas, al Monte Ararat de predicadores armenios y cuando perdiéramos el dominio del Cerro los uruguayos perderíamos al alma. Para hincar más el diente en el disparate, el café referido que se describía como si fuera el verdadero Café de la Paix se llamaba Le Chat Noir. En realidad un felino refugio de ácratas italianos y midinettes de trenzas negras venidas del interior, gastadas de ser violadas por patrones de estancia, mausoleo de poetas suicidas en vida sin haber publicado aquella plaqueta decisiva, paraíso sin clases de obreros que merecían la euforia de la revolución proletaria aunque ocurriera en la otra orilla del mundo.

De los episodios criollos y verdaderos de dudoso gusto, sobre lo que debo dejar constancia por honestidad histórica y para definir la caterva de aquellos individuos integrantes del grupo, acaso sea suficiente recordar la denominada purga nativista, iniciativa a la que Gervasio se prestó gustoso. La misma consistió en un cóctel repugnante de salsa inglesa y aceite de ricino que dejó al viajero desparasitado de achuras y mate, puchero y empanadas, guiso criollo y pasteles de dulce de membrillo. Durante tres días consecutivos, los amigos lo alimentaron a salmón crudo macerado en jugo de limones verdes, champaña comprado de contrabando, sopa de cebolla para restituir un alicaído espíritu proletario y pan marsellés amasado por un auténtico boulanger venido de la ciudad mediterránea, acompañando una reducida selección de quesos evocadores; sobre todo le prepararon como plato de resistencia un pato a la naranja, siguiendo la receta de un famosos chef del Café Inglés de París; pato sobre el que se juraba era un auténtico canard con pedigré, confiscado durante la noche del estanque de la residencia del embajador francés en Montevideo. El rito fue culminado con la iniciación a los placeres de la negada Venus Luteciana y para ello se instalaron una noche en un prostíbulo muy afamado por aquellos años, que funcionaba en las afueras de la ciudad de Pando e hicieron que Gervasio tuviera relaciones sexuales con asistencia de público. La elegida fue una pupila exótica de origen antillano, negra como carbón y que hablaba en francés insular cuando se emborrachaba. «¡Baudelaire, Baudelaire!», cuentan que gritaron los energúmenos asistentes del episodio cuando Gervasio estaba en estertores finales propios de tan insólita situación. Como si ello fuera insuficiente para saludar el encomiable desempeño de su amigo viajero, verdadera proeza dadas las circunstancias, alguien se las arregló para entonar una versión irrespetuosa de La Marsellesa, cuyos versos fueron adoptados al ritmo de un pericón tradicional.

Gervasio en ninguno de sus escritos ni siquiera de manera insinuante dejó una deposición detallada de la despedida. Es probable que la haya vivido como una traumática muestra de amistad de por vida, el precio a pagar por alejarse de las costas uruguayas aunque sólo fuera por una temporada. Quizá fue un brusco despertar para quien soñaba con refinadas doncellas del siglo de las luces, que adornaban sus lánguidos cuellos de cisne con camafeos, princesas ocultando el rubor de la pasión con polvo de arroz y la pícara sonrisa mediante abanicos trenzados de sedas chinescas y sándalo nipón. Nos consta que lo aquí consignado sucedió en sus grandes líneas, pato más o prostíbulo menos; recordando lo que de ahí en más sería la vida de Gervasio, es de esperar que haya disfrutado ese desbarajuste goliardesco. Haciendo un rápido balance era la última oportunidad que le daba la vida de ser feliz en el exceso y sin que tuviera que pagar nada a cambio.

La llegada al viejo continente se concretó en el puerto de Génova. Apenas desembarcado Gervasio escribió una postal a su querida patota, grupúsculo que se hacía llamar los sobrinos de Maldoror. La emoción del joven viajero era grande y se advierte desde la llegada una disminución en el manejo de la ironía; faltaba margen de negociación para especular con los proyectos soñados, era la emoción de estar en tierras europeas y tal vez más alejado de su verdadero destino. La ciudad de Génova perturbó al uruguayo siendo una escala de realidad en su incierto camino y el paisaje lo condicionó. Una pensión popular barata lindando la miseria, gente vestida como había visto en cualquier barrio pobre de Montevideo, fuentes de tallarines con salsa boloñesa, la sensación de estar confrontado ante una nueva postergación. Supo ahí que el sueño ilusorio de una París de revistas ilustradas y noticias de viajeros exagerados, la ciudad a la que podía llegarse por un golpe de magia había desaparecido; si quería llegar debería hacerlo por otros puentes y emprendiendo rutas demasiado humanas. Génova no atenuó por tanto el deseo inicial y acaso puso las cosas en su justo lugar. La ciudad italiana interrumpió la música interior de acordes inéditos con los cuales Gervasio pretendía épater al mundo, para machacarlo con música brutal de mercados salida de toscos acordeones, cantos del mercado de la pesca que fue para él una verdadera revelación.

En su pueblo de origen como fuera evocado en el primer capítulo, en las afueras del pueblo corría un modestísimo río. El conocimiento que el músico tenía de la vida submarina estaba limitada a bagres feos y sin destellos que pescaban los niños del lugar para matar el tiempo. El contraste era potente, había Génova y crustáceos que llegaban del mar Mediterráneo, una Génova de peces inconcebibles de formas y aspecto sorprendentes que allí provocándolo eran extraña metáfora de su ignorancia. Como si sus aspiraciones artísticas estuvieran destinados a sucias correntadas de riachuelos obsesivos y se le negara la embriagadora inmensidad del mar; sí surubíes, bagres y pirañas carniceras venidas de lejos, nunca el abrazo del leviatán, del calamar gigante, la danza de la pesca sangrienta del atún ni la visión mallarmeneana en un atardecer de aguas tropicales de la manada de cachalotes teleguiados rumbo al frío del norte.

Era así y de manera brutal que sucedía la confrontación europea de Gervasio con la ignorancia, imperiosa necesidad de creer antes de crear, leer el vasto universo y temió que con la música se repitiera la idéntica ignorancia de los peces. Nordeau pasaba sobre la superficie de cuestiones que en pocos meses serían decisivas. Ahora que redactamos, con el paso del tiempo es sencillo deducirlo, la visión del mercado era otra secuencia de la eterna confrontación con los signos que fue la vida de Gervasio y de los cuales nunca quiso descubrir el verdadero significado. La mayoría de las veces ni los vio en su presencia contundente, él pasaba por una selva de símbolos y era tal su obsesión, simulada en la caparazón del aprendiz de dandi snob que durante ese desajuste opera buena parte de la tragedia. Había si se quiere una retención de índole psicológica, podía pensarse que el viaje era la oportunidad de una experiencia de gozo y disfrute, la ocasión para componer un cuaderno de canciones, esbozos de ejercicios de contrapunto. Hacerlo sería absurdo, para Gervasio el viaje era el tiempo y la distancia que se interponían como irónicas barreras en los designios parisinos; como sí con años de anticipación él transportara hacia París en una urna las cenizas de su propia alma calcinada en hornos de carbón.

Gervasio creía ir hacia la vida de la consagración y se dirigía hacia el invierno de la creación. A partir del inicio del viaje y desde el momento que subió al barco, su trayectoria vital nunca da la impresión de una elevación progresiva sino al contrario. Inspira la declinación del vértigo, caída irremediable, descenso hacia abismos sin gracia final ni redención. Integrada en este contexto espiritual la mentada despedida de sus amigos fue la culminación. Algunas veces me pregunto ahora que tengo materiales para redactar el libro que yo quería si no había en Gervasio la conciencia del precio a pagar, si él no firmó otro tipo de pacto e inverso al habitual. Vivir el infierno en la tierra, conocer en carne propia los sufrimientos especulados entre teólogos por una improbable salvación del alma. Un pacto diferente y complejo por salvar otra alma querida dispuesto a duplicar el precio de la condena eterna. Dándose por adquirida la eternidad y la lucidez del terror en la vida, el secreto mejor guardado de abrir las puertas del infierno así como el antecedente mitológico y con las manos dipsómanas sobre el teclado.

Otro sería el itinerario que lo llevaría a su meta. El camino entre Génova y París es largo, recuérdese que estamos en 1900 y para quien lo recorre por primera vez se presenta pleno de agradables sorpresas habiendo varios itinerarios para pasar de una ciudad a otra. Gervasio siendo joven zanjó que la música era la que se componía por esos años, con prisa comprensible decidió desentenderse del patrimonio acumulado y el pasado, actitud característica de pueblos novato. Esa persistencia en la ignorancia privilegiando un ahondamiento circunscrito hace que su grandeza sea intransferible. Un solo viaje y único pozo de martirio, inamovible coherencia hasta el final de la conciencia: rechazo de cierta forma de cultura, arriesgado coqueteo con la irracionalidad y la muerte como privilegiada postal del viaje.

Debo aceptar mi temor que a la lectura del presente capítulo se me acuse de tender a los excesos, promover diferentes tipos de supuestos sobre una obra que estaba por cerrarse. Buscar peregrinas explicaciones que mutantis mutandi pueden ser mías por haber renunciado a continuar interpretando en público la música de Nordeau. Pensar así sería atribuirme un egocentrismo negado por los años y hay más grave, debilitar e ignorar el misterio Nordeau, que se arraiga en los meses evocados en el extranjero. Misterio que condiciona un cambio revolucionario, curiosa forma de suicidio musical consistente en renegar de la obra compuesta con anterioridad al día de embarcarse en el Cittá di Torino con un pequeño grupo de compatriotas. Refutación que es hallazgo azorado de otro imperativo de creación terrible desafiando fronteras sabidas de la naturaleza humana. ¿Qué puede haber de común entre Tres desvanecimientos donde está la presencia del Gervasio lúdico de publicaciones paródicas, pequeños escándalos mundanos por cuestiones de faldas sin olvidar semicorcheas y la irrupción de Alimañas interpretada al piano a su regreso a Uruguay, a mediados del mes de julio del novecientos en el cruel invierno montevideano y teniendo por público a los mismos amigos de la despedida? Quizá fueron ellos quienes lo prefiguraron con la grosera evocación del poeta que amó a Jeane Duval, quizá… la diferencia es el viaje.

Sostengo con vehemencia y por lo ello me bato estos últimos años –en la doble acepción de la expresión- la importancia decisiva de los cuatro meses que Gervasio Nordeau vivió en París. Como puede advertir el lector consumen la mayor parte de mi biografía, cuatro capítulos para ser precisos. La biografía deja de suponer una operación de extensión en la vida, reproducción carbónica de almanaque para ser experiencia desconcertante de la intensidad; la biografía repudia ser el puntual itinerario de la banalidad, agenda del ángel de la guarda burocrática para tender -como lo entendió el genio del siglo XIX- a las iluminaciones heterodoxas. En el presente capítulo quinto de título ambiguo seguiremos apenas los primeros tres días de Gervasio Nordeau en París.

V.4) Según testimonios dignos de la mayor confianza, el joven Gervasio Nordeau preparó meticulosamente su llegada a París. Igual que los exploradores de leyenda él marchaba hacia un lugar desconocido del mundo, había memorizado el tramado de calles y pasajes cercanos de la estación del Norte, conocía nombres y articulaciones. En paralelo al estudio de las nuevas partituras que llegaban al Río de la Plata, Gervasio se procuró un dominio elemental del francés que facilitara ingresar pronto en eso que desde un allá periférico se llamaba el ambiente. Hubo algo de ingenuidad en los preparativos, le hacían olvidar que lo aguardaba sólo una sombra de la soledad, la terrible presión que la dirección aproximada de un par de hotelitos disimulaba un tanto. Mirándolo desde la otra orilla nadie conocía a Gervasio en París, tenía poco dinero para financiar su aventura y el equipaje era ligero con vestimentas para vivir un veranillo atemperado a la espera del golpe de suerte.

De eso se percató cuando el tren llegó a detino. La soledad referida lo esperaba en todos los andenes con fidelidad de antigua amante envejecida, se trataba de detalles de peso que lo condicionaron esas primeras horas. Bajar del tren y comprobar que todos allí tenían un sitio concreto a donde ir, también los vagabundos menos él. Por segunda vez en la vida entendió que era nadie viviendo el pavor de la disponibilidad del tiempo como hacen los muertos. Estaba cansado y sin sueño, el viaje había sido largo y contaba el peso acusado de lo anterior vivido en el puerto de Génova. Gervasio debía hacer los movimientos despacio aplicando una absurda teoría del acostumbramiento. Salió de la estación del Norte como otros baúles, abandonó la última frontera del pasado y obstáculo simbólico a sus planes. París lo acechaba con la primavera adelantada, un golpe del mismo sol que caía sobre el litoral uruguayo en la niñez del músico, su arquitectura como tantas veces observó en revistas ilustradas con la diferencia de verdad y representación.

Salió de la estación de trenes, cruzó la calle con excitada aprehensión y se instaló en el primer café a intentar ordenar los pensamientos. Pidió una cerveza, era él quien ahora observaba la salida de pasajeros de otros tres trenes llegados luego del suyo y continuó así atento a otros tres arribos más, como si estuviera esperando al músico uruguayo Gervasio Nordeau. En cuanto sintió el gusto de la cerveza creyó ser un parisino viejo. Nordeau dejó el equipaje más pesado en la consigna de la estación, decidido a caminar por la ciudad, lo poco que llevaba en un bolso de mano era suficiente para los tres primeros días de instalación; al menos esos eran sus planes, Gervasio caminó lentamente por el espacio trazado de los bulevares y al mediodía cruzó por primera vez le Pont des Arts. Estaba en el corazón de París y era el fin de tantos afanes, hora cero de algo inexplicable.

La soledad aludida del cuerpo, el sueño realizado le ofrecían una París coqueta y hostil, maraña de desconocidos incentivada por el barullo cosmopolita de una Exposición Universal. Tanto proyectar y batallar –pudo pensar Gervasio- hasta llegar a lo que consideraba el centro del mundo y culminar en un presentimiento de temprana decepción; que el músico atribuyó al cansancio y efectos desconocidos de la diferencia horario en el hemisferio sur. Había por allí entre las calles del sueño mucha gente pobre. Gervasio pudo decirse que la París de Nordeau sería la ciudad de la noche habitada por mártires de la poesía y desesperados del simple hecho de vivir. Caminó a la deriva durante horas dejándose llevar en la inercia por indicaciones que orientaban hacia la Butte Montmartre. Anduvo hasta llegar al barrio de los artistas y cuando penetró en esas veredas estrechas se preguntó si sería allí que compondría su pasaporte a la inmortalidad. El hotel al que llegó siguiendo vagas indicaciones era una pensión modesta y sucia. Un olor rancio a esperanzas muertas y vegetación podrida se desprendía del cuarto asignado en el último piso. Tenía una pequeña abertura, ventanuco de prisión dando al patio interior sin tratos con el sol y habituado a la basura. Según escribió en su carné, apenas llegado al cuartucho se durmió vestido por temor a despertar en medio del incendio o algo parecido. Lo hizo decidido a cambiar de residencia en cuanto aclarara las ideas y estuviera en condiciones de organizar mejor el tiempo, consigna que en ese primer sueño parisino debió tener una pesadilla horrible. La olvidó y despertó desnudo acurrucado en el piso de tablas temblando de frío. Gervasio atribuyó al cansancio la represión del inconsciente, cuando se levantó hacía noche y allá todavía sería día… allá en América.

La ciudad estaba a su disposición y él sin lugar concreto a dónde dirigirse. Escribió que marchó sin rumbo por las inmediaciones del hotel y fue al biógrafo a ver una vista que lo aburrió. Luego comió un churrasco con papas fritas y se metió en un café cualquiera buscando a los poetas. Halló borrachos sin retorno metidos en vestimentas raídas, que lo interrogaban sobre su capacidad de reconocer a los artistas elegidos cuando el lugar común cambia de apariencia. Fue así que en recuerdo agridulce de su despedida montevideana y por curiosidad espontánea para abrumar los sentidos, entró al local a ver un espectáculo pornográfico que le desagradó por la ausencia de ternura hasta en las luces, la exigencia de la bestialidad en el acoplamiento circense. Anotó que fue subyugado por el acto de una mujer enorme, de un color de piel que él veía por primera vez y con el cuerpo tatuado de símbolos esotéricos jugando su actuación con una boa pitón de respetables dimensiones. Lo paradojal era que él venía del llamado continente salvaje y tenía que ser en París en su primera noche que descubriera un animal así, como si fuera el parásito coloreado de un implacable dios rencoroso. Más que la bestia reptante, a nuestro Nordeau le intrigó haberse planteado esa cuestión de pertenencia a una tierra que ignoraba y distanciada de sus intereses creativos.

Salió del espectáculo contrariado, era otro imaginario el que había ido a buscar para que lo interpelara y se sintió mejor cuando dejó atrás aplausos, gritos de los asistentes para confrontarse con la noche parisina al alcance de la mano. La proximidad del alcohol esperándolo y la violencia, prostitución disponible y drogas consumidas como parte de la vida y no en versos de Les fleurs du mal. La primera noche se sucedía y la segunda duda lo asaltó; saber si llegó hasta allí por partituras o a rescatar un aliento de libertad faltante entre sus conciudadanos, aceptar lo que era en verdad o buscaba ser un drogadicto dependiente. Un aire del tiempo, la inminencia simultánea del esplendor y tinieblas sería insuficiente para explicar la inclinación de Gervasio por la química de la marginalidad en esos meses. Llegó a otra certeza que me permito adelantar en ese quinto capítulo: Gervasio acordó la excusa de la música simbolista para ingresar al nuevo siglo por la puerta del horror personal. El ensimismamiento de la distancia para confrontar una obra liviana, original y chispeando que sabía falsa e impostada de epígono sin porvenir atendible. ¿Su trayectoria posterior no grita acaso el incontestable rechazo de sus años juveniles de formación? ¿No resulta evidente que habiendo alcanzado un relativo dominio de su oficio nunca se dignó a una revisión cautelosa, al menos nostálgica de su pasado?

Un Nordeau libraría la batalla del hastío, spleen y mal de siglo, humos agrios de la Comuna y experiencia decadente; como un extraño aguardaba lo mimético por la simple comunicación de estar allí provocando una reacción química que alteró su metabolismo. Fue a París para afinar la educación sentimental y volvió siendo un hombre distinto, el otro. Después, la suma de terribles sucesos conocidos por el lector de los que daremos cuenta en capítulos posteriores, pueden explicarse como deriva de la fractura parisina pero recuperemos los hechos ensayados que al final resultan lo menos interesante. «Esa misma noche fue la primera copa, la belleza del verde interior como escribir un trío demencial mojando la pluma en tinta herrumbrada color turquesa».

Es falso, como pretende hacer entender Gervasio que se trató de una sola copa simbólica, seguro que él consigna apenas el comienzo del delirio que duró tres días, habiendo descubierto la ceremonia equidistante de la despedida montevideana. Una encrucijada para cualquier biógrafo y yo -desdeñando por adelantado las burlas y a riesgo de ver vituperada mi vacilante prestigio de historiador de la música- debo confesar que no hallé mejor punto de vista que instalarme en el interior del delirio. Dejar de lado la persecución de un borracho atolondrado, buscar a como dé lugar el punto oscilante entre absenta goteando y visión devastadora; permaneciendo del lado de afuera de esa tentativa me comportaría como médico asustado de una clínica mediocre.

Dios bien sabe que intentó navegar en los intersticios que asemejan los abismos del alma y ello en el primero de los cuadernos de notas, el Verde. Hubo un viaje a la imaginación abierta en canal por el bisturí desafilado de la razón y que supura destellos de situaciones alucinantes. Estoy convencido de que el delirio ininterrumpido en aquellos tres días supuso la fractura, quiebre decisivo en la personalidad conocida hasta entonces. Con diferencia de horas Gervasio fue el músico que se había inventado antes de embarcarse; también destiló la prosa de un escritor torturado y fue pintor por una temporada. Período miserable de alguien tirado debajo de los puentes, atleta enloquecido corriendo por el bois de Boulogne, traficante de fantasmas, visitante a deshoras del museo de Artes y Oficios, tal vez el criminal que olvidó a la víctima.

El regreso precipitado de Gervasio Nordeau a tierras orientales puede especularse que resultó el retorno de alguien culpabilizado, probablemente cometió un crimen y sólo por el gesto. ¿No es el arrepentimiento prueba concluyente más poderosa que el macaco autopsiado por los forenses? Cuando avancé esta idea de un secreto impregnado de sangre, algunos colegas e incluso bienintencionados se preguntaban si ello se relacionaba con la realidad o el delirio alcohólico de Gervasio aquellos días. ¿Dicha distinción tiene importancia? Aquí y por segunda vez dentro del mismo capítulo falta documentación tangible para sustentar mis afirmaciones. Algún día seré blanco de pullas de colegas anglosajones interesados por la vida de Gervasio, ellos preguntarán por el motivo del delito y la suerte del cuerpo de la víctima. Interrogarán sobre el cliché dando cuenta del lugar del crimen, el arma utilizada con una etiqueta atada que la señale como prueba número uno del proceso y pormenores sobre circunstancias del asesinato incluyendo detalles insignificantes. A ellos sólo puedo darles como testimonio la confrontación de las obras finales de Gervasio Nordeau, exigirán hechos documentados y pruebas materiales. Yo entrego partituras embebidas de música inhumana siendo mis alegatos irrefutables.

V.5) Consta y sin discusión el argumento de la continuidad, la larga marcha del insomnio prolongado tres días. Un músico de origen uruguayo recién llegado a París sin conocer a nadie en la ciudad, sale durante la noche y se dirige hacia uno de los pocos lugares donde se continuaba vendiendo absenta bajo permisibilidad semi clandestina. Eso es lo que sucedió como episodio cerrado y parece el resumen del cuento que por improbable habría que catalogar de fantástico.

Nadie cuestiona que esos cafés marginales tolerados por las autoridades corrompidas, se regían con el código de honor de la Legión Extranjera y a nadie se le preguntaba por el pasado olvidado en las mazmorras de la memoria. Con el manejo de doscientas palabras en francés, bastaba una hora compartiendo media botella del licor verde para saldar una entrañable amistad hasta el amanecer y durante tales circunstancias anómalas era lo mismo que decir una vida. En esa primera hora de amnesia consentida supongo que Gervasio halló cierto equilibro comportamental aunque parezca paradoja; por esa hora fue la sombra de lo que había querido ser desde la adolescencia, improvisando un pasado común con otros parroquianos, motivado por la obsesión de olvidar la infancia vivida en las antípodas de su nueva situación existencial apenas pasada la veintena.

El goteo lento de la absenta aumentó el tamaño de la impostura arrastrada desde tierras americanas, el vacío y la urgencia de llenar ese hueco entre dos existencias irreconciliables e insondables como el pozo de dos vidas distintas. ¿Por qué no dos vidas? El doble vivido en uno mismo a plena conciencia y el hielo tornasol sentido en la propia mente inundada por el licor prohibido. Hipotética duplicación afectando músculos de brazos y cuello, necesidad imperiosa de vivir en otro lugar alcanzando la gloria relativa de seres marginales por el camino de la aniquilación. ¿No pediría Gervasio pocos años después ser recibido por deberes y obligaciones de otra nacionalidad? La patria argentina enfatizando paradojas y contrastes. Resulta insensato hablar en esa continuidad de distingos entre días y noches, a nuestro músico aquello debió parecerle sofoco del infinito. Los datos consignados en la libretita son precisos e imposibles de cotejar con otros testimonios, por ejemplo «al mediodía, encuentro con Satie en el Jardin des Plantes». Desde siempre despertó mi curiosidad de biógrafo la neutralidad del lugar elegido para la entrevista, a su carácter de espacio luminoso agregaba la sospecha de oasis en la jungla positivista parisina. En cartas posteriores, nuestro autor asegura que buscó a Satie porque era el compositor de las Ginopedies a la misma edad que él tenía cuando decidió viajar a París. Resulta una razón atendible si recordamos la debilidad de Gervasio por las coincidencias numéricas.

Es probable que el Oriental hubiera tenido acceso, quizá por alguna trascripción manuscrita y la intriga de los pianistas de varieté llegados por aquellos tiempos a Montevideo, de piezas para piano del músico y compositor oriundo de Honfleur. Me atrevo a afirmar que Animales chinos del año 1898 insinúa acordes, rareza de la frase, incertidumbre tonal y la elaboración vacilante de piezas juveniles de Satie. Si dicha partitura tiene valor es por lo que vino después, de lo contrario estaríamos ante el producto de un epígono menor de Satie más que de un entusiasta admirador de Chanson de Bilitis de Claude Debussy. Esa fidelidad en la apropiación pone en duda la causa de la búsqueda, fue Coriún Aharonian quien me señaló que el supuesto encuentro con Satie, que él considera fraudulento (como la supuesta fotografía de Isidore Ducasse) sólo se concretó en el terreno de fantasías peregrinas y la pura ficción; cuando Satie estaba en coqueteos intensos y esporádicos con el mundo del ocultismo en su vertiente más snob que peripatética. La cuestión que nos acucia al respecto es ¿tuvo Nordeau en Montevideo acceso a obras y predicamento hipnótico de Josèphin Pèladan, enigmático jefe de fila de esas derivas urbanas del irracionalismo decimonónico? Me resulta tan improbable lo uno como lo otr, a Montevideo por aquel entonces llegaban productos terminados sin acallar el rumor del aire de los tiempos; intersticios burlones de la vida cotidiana del músico, miserias que enclaustraron a Eric Satie en su departamento de Acueil-Cachan, amistades sustentadas en la excentricidad, praxis de misoginia y manías reiteradas que están sin elucidar por los exegetas.

Por momentos parece un exceso referirse a aquellos años en términos de belle époque. ¿Qué legitima la pertinencia de un nuevo libro si olvida aportar algo original? Me permito avanzar una tercera hipótesis para explicar el encuentro con Satie, si es que el mismo se produjo en una realidad ajena a la alucinación de Gervasio. Luego de muchos desvelos pude encontrarme con la primera edición de la biografía de Satie escrita por Pierre-Daniel Templer, fue allí que descubrí que el mismo año que nació Gervasio, la abuela de Satie moría ahogada en las playas de Honfleur en circunstancias nunca aclaradas del todo. Recuérdese la muerte del padre de Gervasio cuando él tenía apenas unos meses de vida así como las increíbles condiciones que rodearon el suicidio del padrastro. Considero que, supuesta la ligereza de las composiciones en ese fondo de tragedias infantiles, lo que acerca a los músicos evocados al punto de interceptarlos en un delirio es saber que se puede componer viviendo con recuerdos dolorosos sin abundar en explicaciones psicológicas.

Lo sabemos y al parecer, de acuerdo a la endeble tradición que lo rescata, el encuentro entre ambos hombres fue decepcionante. Era de antemano imposible cualquier diálogo entre ellos, el Satie que ya era y el Nordeau que sería fueron personajes solitarios, obligados a fingir por obligaciones del carácter y el oficio entre la sociedad. Conscientes de que la gloria en vida les sería negada y estándoles destinado un final de fracasados, deseaban asumirlo rápido con voracidad de suicidas sin retardos de la lástima. El mejor suceso de público, incluidas primeras audiciones de sus creaciones sería su velatorio; ni admiración latente ni proyectos reivindicativos, acaso un arqueo de odio y desprecio rondando. Satie llevaba la ventaja de sus años con el desencanto a rastras, la tercera mano momificada y la insobornable voluntad de persistir en su ser. En el delirio creciente de Gervasio era claro el imperativo del cambio radical tras su implacable transfiguración: yo debo ser otro.

El encuentro estaba predestinado a ser el momento del desencanto, cuando el uruguayo a su pesar calibró lo que nunca podría ser. Las reacciones ante el obstáculo insalvable fueron inmediatas y lo significativo es la ausencia de alguien llamado Satie, ni una mención superficial a su nombre después del supuesto encuentro en el Jardin des Plantes. Propongo que ese olvido es el principio del cambio o al menos su manifestación simbólica. Al interior del viaje parisino seguro que el delirio de absenta de los tres primeros días -que intentamos reseñar con insistencia- marcaría el cambio mentado cuyas manifestaciones y secuelas ampliaremos en el resto del libro. Del otro lado del encuentro, ubicados precariamente en la biografía de Satie ninguna referencia informa del encuentro evocado con Gervasio Nordeau, tenemos así pruebas de lo uno y de lo otro. Como si hubiera sido probable en la coincidencia del alcohol y exotismo un cruce mentalista, suerte de terapia para alguien como Gervasio que se define, medio en broma medio en serio un pararrayos de desgracias.

Según nuestro Gervasio, Satié comenzó por preguntarle qué hacía en la vida y él ofuscado por la orientación de la pregunta, molesto porque el francés hubiera supuesto que pudiera ser otra cosa que músico, le respondió con orgullo incomprensible «yo soy uruguayo, señor» a lo que Satie respondió «c’est une bien belle profession!» y luego –siempre según notas de Nordeau- que se había imaginado muy diferente al aspecto de los indios galantes y Gervasio dejó por escrito «había que desconfiar de las apariencias.” Tales eran los límites de la conversación entre ellos la única vez que se cruzaron, tres días de delirio ininterrumpido nunca podrían amortizar siglos acumulados de tristeza y desencuentro. Uno de los objetivos determinantes del viaje, el encuentro con Satie, se disipaba sin pena ni gloria al barullo de pájaros exóticos traídos de todos los rincones del planeta.

Por primera vez Gervasio se aceptó en tanto hombre derrotado arrancado de su tierra, olvidó de sopetón la música y concentró la atención en una hilera de hormigas enormes, movidas por tal afán que parecían transportar el cuerpo de un muerto para almacenarlo en su madriguera laberíntica. Dice Gervasio que lo miró al maestro Satie y le dijo «Usted va a morir el primero de julio de 1925» y el otro replicó «le agradezco tan interesante información. Esa precisión tiene algo de privilegio, hasta en eso de la muerte le llevaré doce años de ventaja. El doce es una bonita cifra pero volvamos a su problema, mire a su alrededor… esta selva artificial de jardineros le despierta la intuición, es probable que una música acorde. La vida nocturna de los cafés parisinos es inadecuada para alguien de su temperamento. Ninguno de nosotros daríamos un paso para ir a su país y ello a pesar de Isidore o justamente porque existió la escritura de Isidore. Es necesario el desprecio que le falta para vivir aquí con el plan de quedarse o darse por vencido, váyase y pronto, lo que podría componer permaneciendo en París lo hará Strawinsky. Está enrolado en la guerra equivocada, se lo aseguro». «Sentí –escribió Gervasio en uno de los pocos momentos en que la pluma de su cuaderno se hace confidencial- un ruido ensordecedor de pájaros cautivos y río desbordado, otro río que el Sena corriendo como un arroyuelo de postal bajo el puente de Austerlitz».

Tal la versión y sólo puede atribuirse la legitimidad propia a manifestaciones del delirio, proyecciones mudas del inconsciente atormentado. Satie se retiró de la escena a paso lento como lo haría un pensionista mutilado de guerra y Gervasio pasó la noche escondido en el Jardin de Plantas; él afirma que vio en el cielo las constelaciones del hemisferio sur desplazándose cerca, las estrellas estaban a la altura de las nubes y avanzaban. La absenta se movía infiltrándose por el cuerpo cual clorofila destilada, llevando de las raíces al delirio humores en la demencia y con efectos devastadores cuando llegan a la cabeza. Cuenta que se despertó estando el sol alto en el cielo parisino, con la boca reseca, recuerdo de serpientes que le pasaron por encima y gusto de la caña que probó alguna vez un enero caluroso de la adolescencia.

París dejó de existir para ser una jungla, absenta corriéndole en verde mayor por el organismo, río infernal de anguilas diminutas. Todo era inmenso a sus sentidos afectados y Gervasio advirtió certezas de que estaba del otro lado, extravió la memoria de los grandes bulevares de la víspera, el recuerdo de los cafés visitados y padecía la sed imposible, necesidad del monte tupido de las correspondencias. Salió huyendo del Jardin des Plantes y caminó sin rumbo determinado dejándose llevar por el instinto enfermo, caminó durante horas transitando veredas inhóspitas de la ciudad, hasta advertir estar metido en el agua. Había llegado a la fase final de delirio, límites humanos de la absenta, encuentro de vegetación destilada golpeándole el cerebro obligándolo a hundir su cuerpo y la conciencia en otra vegetación, la memoria almacenada en moléculas de absenta.

Los dados fueron lanzados sobre el paño verde y era dejarse llevar mansamente por la muerte o intentar un retorno a la conciencia previa con un alto precio a pagar. Gervasio olvidó o simuló que olvidó las razones que al tercer día del delirio lo empujaron al territorio del Bois de Boulogne. Si la jornada inicial fuera marcada por la vagancia y la segunda por el fantasma de Satie, la tercera resultó la apoteosis del delirium tremens. Lejos de ser un experto en tales asuntos, por más que me haya documentado no puedo afirmar con precisión lo que es un delirium tremens y menos describirlo por escrito. Intuyo apenas que debe ser lo más parecido a la experiencia vivida por Gervasio durante aquellas horas, hasta puedo arriesgar que el desplazamiento a París resultó una excusa elegante y creíble.

El segundo viaje era el importante, lo avanzo por lo que sigue luego como diario de viaje, sucesión de hechos previsibles y lugares comunes. Los encuentros verdaderos, anécdotas de soberbia juvenil, aventuras amorosos donde él era amante exótico de aristócratas venidas a menos en fortuna y años, la inocua carrera por la originalidad metafórica y la aventura menos prestigiosa, con mucho de picaresca miserable. Dinero que se agota, gestos claudicantes contrariando la dignidad inicial, cambios de domicilio y cuya categoría de camas caía en picada. La posibilidad de un agosto soporífero sin nadie que invite a pasar el verano a la provincia o junto al mar. Ello lo trataremos en detalle más adelante; me temo que salvo datos reveladores y documentados que me acercó Norah Giraldi no pueda ir mucho más lejos de donde llegaron los biógrafos precedentes, lejos estoy hermano lector de alcanzar con facilidad al cuarto día de Gervasio en París.

V.6) El Bois lo atrapó desde la primera visita. Gervasio dejó de ir a los museos de París donde nadie representaba a su tribu «somos el continente más vigoroso y sólo hay embalsamados de nuestro patrimonio que consideran digno de exponer entre los muros. Entre nuestra incapacidad y la ignorancia de estos señores hallo la causa en lo segundo». Después del primer encuentro Gervasio marchaba cada mañana al Bois de Boulogne. «Soy una vegetación trasplantada y vengo cada mañana enfermo a mi jardín de aclimatación». Durante el tercer día tan determinante es significativa la manera como él describe los «bichos», «criaturas que nunca había visto y me aguardaban en algún lugar americano. Me prometían cantarme al oído para que transcribiera melodías y acordes nunca escuchados por el animal humano». Como si de una zoología se tratara descubrió la existencia de otra gente que argentinos de Buenos Aires y uruguayos, lo interesó la heterodoxia de la calaña borracha cosmopolita topada en sus interminables paseos de madrugada. «Me enternece hasta las lágrimas la transparencia del fracaso de esos hombres, el valor o desidia por abandonarlo todo, la indiferencia con que marchan hacia su destrucción. Los músicos que conocí este último tiempo, viven en cada borrachera el equivalente al fracaso estrepitoso de una ópera cómica en el Palais Garnier. Tienen algo del batallón de infantería dejándose matar por el enemigo y ello para que venga detrás el regimiento que remate la batalla. Están cerca, pisotean un mundo que les pertenece y huelen a espíritus desterrados. ¿Qué hago metido en esa insensatez?»

El delirio era el movimiento de mutaciones del verde, del lago vegetal y senderos que Gervasio miraba en espectador de la comedia humana, alma del bosque incitándolo a lo impreciso alejándolo del París conjeturado en buhardillas montevideanas recalentadas en las siestas de enero. «Lo que me rodea es la sospecha de algo horrible. Esta tarde caminaba por uno de los caminos laterales y que dan sobre el costado de Auteuil, una de las zonas más distinguidas de París cuando de pronto me invadió lo que nunca antes. Tuve deseos intensos y ganas irrefrenables de matar.” Esas ganas resultan lo revelador definitivo; súbitamente en medio de una borrachera sucede que se dejan detrás la reivindicación de juegos, poses desafiando la inmortalidad, coqueteos eróticos con potencias invisibles y ello para retornar a la trama de una actitud propia de salvajes. La llegada sin intención previa al Bois de Boulogne borró del hombre Gervasio los barnices de la formación, rasgó vertientes residuales del dandi suficiente trastocando el cuerpo del muchacho deportivo que practicó el remo en la ciudad de Mercedes (Uruguay) para dejarlo seco, descarnado a los límites de la osamenta. Como si un taxidermista del alma que utilizaba absenta para empapar los tejidos trabajados lo hubiera retenido en su taller durante tres días.

El cambio de nuestro músico no fue sólo evidente en el carácter que saltó de Dadá a Blake ni lo testimoniado en partituras legadas, que llevan del correcto Debussy periférico al Villalobos extraviado en el Matto Grosso mordido en las várices por ofidios venenosos. La mutación se acentuaba en los huesos, era potente en la mirada acerada de las últimas fotografías conservadas donde aparece un hombre que vio a los ojos signos del horror más destructores que la muerte. La carrera hacia el objetivo de ser músico moderno le reveló la verdad de su condición de hombre del pasado, los atajos artificiales que transitó con furia buscando acordes disonantes inéditos lo condujeron a visiones fragmentadas de infiernos en vida, círculos verdes aguardándolo a él en un lugar del norte argentino y lo recóndito del alma atormentada. La absenta descubierta igual que un lago lo condujo al carromato de Brueghel que avanza proclamando el triunfo de la muerte, bastaron tres chorros de verde destilado y traslúcido, unas horas de un centro de tierra de París para que el Bois de Boulogne (como sabe el lector Bolonia es la ciudad de origen de la rama familiar materna de Gervasio) se volviera experiencia precursora disponiendo la dependencia de retorno. Droga de espacios abiertos desembocando en la conocida pulsión por buscar la corona vegetal del Río de la Plata, centro de nuestra América.

Llegó a París tras el secreto de acordes impresionistas o así lo hizo creer, topó con la urgente necesidad de ramas afiladas abriéndole la carne, vino a escuchar en este capítulo el irascible fluir de capillas sumergidas en estanques y halló caimanes voraces en correntadas de inundación llevando una vaca muerta entre las mandíbulas. Buscaba el deseado encuentro consigo mismo y el precio del peaje fue demasiado alto, la visión resultante era la de un alucinado, el viaje de embriaguez y lejos del origen le demuestra que lo soñado en nada era semejante a las vivencias de muchacho provocador, un Pierre Lotti de burguesía chacarera de Mercedes. La alucinación que Gervasio consigna en sus notas describe situaciones inexistentes en la realidad, colores y animales Chagal, niños metafísicos de Chirico, fragmentaciones de la conciencia parecidas a Max Ernst, absurdos ciclistas de parada de circo italiano, la irrupción de cazadores furtivos a la búsqueda de licornes y otros animales fantásticos.

«Y la manera como tres hombres que parecían turcos robaban y mataban a un muchacho delante de mis ojos. El muchacho quedó vivo después de la agresión y me pidió a mí que lo matara porque sufría demasiado, tal vez ni me lo pidió. Sin embargo lo maté y lo olvidé, de pronto me encontré con sangre en las manos, supe eso. Corrí con las manos ensangrentadas a ocultarme entre los árboles y estando allí olí mis manos, no sabía de donde provenía la sangre, cuál había sido la acción que las llevó de un cuerpo hasta mis manos y sabiendo que era sangre de muchacho». Sin discusión la escritura automática con tinta absenta es el corolario que explica las derivas violentas de la imaginación, Gervasio recuerda el episodio como la última visión del viaje dentro del viaje. Después se durmió en la humedad del corazón del bosque y regresó a la conciencia sin saber cuánto tiempo había transcurrido. Despertó a una media mañana interrogándose sobre qué hacía allí, sin aclarar en el cuaderno si ese «ahí» se refería al lugar, al bosque o a París; despertó en la sabiduría con la mala conciencia de borrachera culposa, cierta sonrisa por haber transitado como cometa errante del hemisferio sur y aceleradamente la ambicionada nocturnidad bohemia. Escapó de la vorágine de alteraciones corporales siendo el Bois de Boulogne lo que debía ser ese sitio amenazante en la mañana de un día cualquiera.

Criadas con cofia paseando niños vestidos de marinerito, deportistas imbuidos del entrenamiento dispuestos a intentar hazañas inmediatas, muchachas en flor malgastando su tiempo, y cachorros de poeta anclados en bancos de madera al sol con un libro de versos abierto entre las manos. Una hilera de discretos ciclistas cuenta Gervasio que avanzaba por el horizonte y podía escucharse el ritmo mesurado de los remos golpeando las aguas del estanque, los árboles tenían la discreción que impone la vigilancia de estrictos jardineros alsacianos. Luego de lo vivido estaba perdido, el trazado prolijo de los senderos parecía indicarle el camino correcto de retorno a la cordura y regreso a casa. Gervasio supuso volver al itinerario de los planes originales; no fue así, algo definitivo se modificó en tres días de delirio si bien él lo ignoraba.

Nosotros lo sabemos y fue el regreso precipitado al país decidido a renegar del pasado. La primera búsqueda tentada en la selva urbana bonaerense pronto se reveló insuficiente para su sed, la música que comenzó a componer le salía demoníaca, extraña y primitiva, salvaje y radiante. Recordemos sus tres cuadernos de composiciones para guitarra. ¿Quién hubiera imaginado que ese dulce instrumento inventado para loar jugueteos amorosos con la sensualidad, podía producir tonos grotescos y desgarradores acordes? Si los esperpentos de Goya venido el caso, armaran un concierto destinado a locos irrecuperables sobre una changada de troncos talados con navaja en bosques con hormigas ¿sería esa la música programada? Por ello sus piezas son poco frecuentadas en programas timoratos de nuestra época y rodeando sus partituras del regreso persiste un temor de maldición. Sostengo que esa música, acorde por otra parte con su manera de morir comenzó a engendrase en los evocados primeros días de su estancia en París.

Cuando regresó del viaje del delirio Gervasio Nordeau persistió con la idea que ahora parece ingenua de llevar adelante los proyectos primeros, Guiado por ese buen propósito y avergonzado por su aspecto de vagabundo desayunó en el primer café que encontró como si fuera un parisino de siempre. Eso ocurría cuando promediaba el cuarto día del viaje y que será tema del próximo capítulo.