Gin tonic con Beefeater

Mamá falleció, nada justifica mantener abierta una casa sobrecargada de recuerdos ni tengo razones para quedarme a vivir en un país que como yo agoniza de verdades añejas.

Durante años y en la ignorancia aguardé la llegada de ese día distinto temiendo una reacción indigna de mi mundo afectivo. Los últimos meses la llegada de correspondencia al consulado me acarreaba un mal rato, demorando mi dificultosa digestión presagiando una noche de insomnio con remordimiento. A ello contribuían las cartas de Marica tan artesana en el estilo de la ambigüedad y que nunca eran suficientemente claras ni explícitas buscando castigarme así por antiquísimas culpas, enviándome noticias recortadas o incompletas de las que activan la parte oscura de la imaginación. Entre problemas con la administración de los campos heredados, la relación petrificada con el tarambana del marido y los hijos –a esta altura unos muchachones- la pobre Marica zozobrará en una tormenta familiar sin miras de amainar. Debo reconocerlo: a su manera se ocupaba de mamá sin olvidar -faltaba más- acentuando su vocación de víctima irremediable incapaz de conseguirse entre las amistades un chevalier servant que la cubra de besos y mentiras.

Desde lejos puedo imaginar el activo aburrimiento de su desvivirse que ella no percibe más allá de la queja constante, siempre en cada una de las carta escribía lo mismo: mamá está bien, quédate tranquilo y ocúpate de tus asuntos. Lo decía destilando lamentos que sin conseguir apaciguarme, lo que lograban en verdad eran hacerme sentir un incapaz y si ello puede que sea verdad igual necesitaba esa fórmula de consuelo. Por unos días olvidaba el pensarla apagándose sin que pudiera verla, apagándose, peleando, gritando insolencias a una servidumbre inexistente en dormitorios vacíos e inmensos, delirando de continuo, cantando al amanecer valses de una juventud entrometida preludiando la muerte. Besé a mamá por última vez hace poco más de tres años, ella me tomó la cara entre sus manos blancas, huesudas y mirándome a los ojos repitió varias veces “esa muchacha no te conviene, esa muchacha no es para ti y te hará infeliz…” creyendo presagiar lo que ya era mi lejano divorcio de Susana. Desde entonces, viví este tiempo deseando que las cartas familiares fueran las imprescindibles para no saberme del todo escindido del pasado. La distancia lograba esfumar el recuerdo de una vida actuando por un alguien para mi irreconocible.

Lo acaecido entretanto en el país continúa pareciéndome un incidente menor de entrecasa que en nada afecta la continuidad del mundo verdadero. Ofuscado y molesto debí conceder de mala gana pequeñas entrevistas nada comprometidas, carentes de información explotable confiado en la rápida desaparición de mis declaraciones por avalancha de noticias del mundo. Cada mañana me despertaba esperanzado en encontrar un conflicto lo suficientemente importante para alejarme del foco de los corresponsales locales, haciendo de Uruguay un envejecido suceso de rotativas, olvidado sin apelación como pasan de moda las canciones. El tiempo pudo más, desaparecido de los titulares de primera página, relegado por curiosos cronistas latinoamericanos acreditados por error volvía a la rutina consular con la tranquilidad de trabajar en una oficina donde nada relevante sucedía. Algún pasaporte extraviado por compatriotas de paso, tres llamadas diarias –lavandería, amigos, peluquería, cosas así-, la espera cada mes del rubro para sueldos, afinar el criterio para seleccionar recepciones mundanas evitando con diplomacia -de eso se trata- encuentros irritantes y desagradables.

Formaba parte del país salpicado en cientos de ciudades, en mi caso una bandera descolorida por el sol implacable coronaba bufonescamente el tercer piso de un antiguo edificio en la zona de los negocios. Durante todo este tiempo nunca llegué a conocer la naturaleza y actividades de nuestros vecinos; supongo que ellos nos creerían un centro de refugiados de republiqueta bananera recién inventada. Las únicas conmociones ocurrían cuando un hindú vestido a la occidental se confundía de puerta, creyendo haber entrado en la recepción de la compañía aérea polaca que desde algo más de un año comparte con nosotros el piso en el antiguo barrio de Bombay. En este punto del mundo que es como decir de otro mundo, que mamá se agrave día a día o haya muerto resulta poco creíble e indiferente. Debo tomarlo como un elemento adicional del castigo administrativo que me destinó a esta ciudad inmunda donde la vida es poco más que el estado degradado y previo de la muerte, mientras el calor que huele mal licua las memorias más férreas.

Un subsecretario tan influyente como apasionado, celoso de un joven abogado pudo hacer estragos en mi alentadora carrera en las intrigas del palacio Santos. En leyes nunca escritas estaba la obligación de aceptar estos destierros curriculares con sonrisa diplomática: después de todo me formé para eso y nada podía tomarme por sorpresa. Viviendo esta última eternidad pasada, siento confundirse valores perennes e instituciones objetivas como sucede con las calles de Bombay, callejones, zaguanes, ventanas de madera por donde se filtra esa irritante música de entre tonos durante horas dilatadas que pierden despacio la luz como mamá apagó su vida.

La valija diplomática llegaba vía Europa, su frecuencia dependía de funcionarios de la cancillería desconocidos para mí. En los años recientes los advenedizos tomaron por asalto lugares guardados por una tradición despreciada, haciendo de la eficacia del correo y la ignorancia del inglés una cuestión de honor. Por temporadas parecían promover desde allá una cruzada santa editando bulas de victorias mínimas e ignominiosas para hacerlas circular urbe et orbi. En ese plan de repercusiones celestes Bombay tenía una modesta función aunque más no fuera de cansada divulgación. Recibimos con regularidad la deplorable serie de publicaciones lustrosas con fotos a todo color, reproducciones infinitas de escudos y banderas así como la integral de discursos olvidables sobre la esencia de la orientalidad, es decir sobre nosotros. A nuestra dependencia en Bombay por capricho infundado y abuso le asignaron media docena de ejemplares. En mi condición de destinatario, dudaba entre repartirlos a los esqueléticos santones elegidos que merodean el mercado de legumbres de la ciudad, sortearlos en algún té entre las otras misiones acreditadas o estimular el intercambio distrayendo un hastío compartido: dos ejemplares consignando la inauguración de un puente con presencia de escolares de la zona y el ímpetu de la caballería gaucha contra reproducciones correctas de Turner, antología de selectas intervenciones parlamentarias, con foto y currículum de los oradores por un registro de famosas arias en la versión de Alfredo Kraus. Con sentido práctico infrecuente, para evitar incidentes diplomáticos en el Indico ante la llegada de material cultural tan envidiado, opté por la santa cremación purificadora de efectos probados a la distancia.

El acuse de recibo era tan inmediato como lo permitían mis escasas obligaciones, cada tanto procuraba modificar las aduladoras frases de rigor al servicio responsable. Por simple curiosidad algo masoquista conservé alguna de las fotos que me parecieron más representativas, puedo justificar dicha debilidad por el conjunto de increíbles señoras sofocadas en nutrias, astracanes o visones, expresión de haberse quitado los ruleros hace pocos minutos y vigilándose, con especial rapacidad las ubicadas en la primera fila, unas a otras sin darse tregua. Supongo que compartir una recepción con esos nuevos ejemplares sociales habrá tomado ribetes de experiencia alucinante; es seguro que no quedaron desfiles de alta costura, vernissages ni peluquerías libres de su presencia. Pobre Marica y su formación inglesa con destello de corona mustia… Por causa del referido aluvión de testimonios destinados a hacer historia dejé de recibir directamente la correspondencia, mi secretaria se encargó de la primera selección dispensándome de bochornosas lecturas. Se les adivinaba tan firmes y emprendedores en su labor reparadora que ni estarían al corriente de nuestra lejana indisciplina. ¿A quién sino a un paria se le ocurriría envidiar un destino de agregado, de cualquier categoría, en un sitio llamado Bombay donde las cartas recibidas parecen trasmitir otra cosa de lo realmente dicho?

Cortados así los vínculos racionales con mi patria de origen, dediqué algo del tiempo libre de que disponía para regresar a un olvidado antiguo amor y comencé a escribir cosas que se acercan vagamente al teatro. En un delirio de impertinente imaginé escenarios, personajes más verdaderos que la realidad de la gente frecuentada por cuestiones de trabajo. Algunos días apenas produje un par de líneas y la lectura de lo escrito me dejaba insatisfecho, eran palabras sobre nada, de nadie, de alguien sin mucha cosa para decir. Hojeando aquellos libelos entendí que permitimos escribir a unos y a otros, permaneciendo nosotros imperdonablemente callados, corriendo el peligro de perder el pasado como quien dilapida una herencia. Lo sentía en mi poca vida escondida, en el despacho alquilado dando sobre una calle lateral y discreta de Bombay. Susana y los niños estarían en Arkansas viviendo con el ingeniero de caminos que los tomó a su cargo mientras yo me pierdo en la escena cuarta del acto primero de lo irrepresentable.

Algunos atardeceres melancólicos yo miraba el mapamundi colgado en la pared recordando los destinos de Fino, Agustín, Lezama, Conrado. Marqué con líneas rojas el papel uniendo las ciudades implicadas hasta formar un diamante irregular que sólo hacía brillar la lejanía. ¿Sería comprensible la rebelión de los palafreneros? Me entristecía el destino de las casonas del Prado que fueron el paisaje de mi infancia, en poco tiempo pasaron del silencioso recato centenario, con hiedra lenta reptando por los muros a inevitables enanos de jardín coloreados, faroles de luz agresiva para disuadir eventuales intrusos, noviazgos claudicantes preservando el patrimonio en peligro, enjambre de decoradores, camiones llevando muebles de Caviglia y antigüedades rematadas en Gomensoro, quebrando así la paz de una siesta prolongada por décadas.

Estando lejos tiene un sabor extraño el exilio de noticias del país, la ciudad religiosa donde agonizaba era de otros tan extranjeros como yo. Allí ejercía los pequeños vicios con resignado desdén, hasta me inventé al correr de los meses un alcoholismo necesario y ficticio que tenía en el gin el ingrediente recurrido. Como la caricatura de antiguos funcionarios británicos enrojecí la nariz, formé un abdomen de cócteles en un estilo informal que suponía trajes blancos de tres piezas y sombreros livianos. En el bar climatizado del Sheraton Hotel de Bombay moderno encontré la primera noticia indirecta de lo que podría estar sucediendo en casa.

Ese día habíamos convenido encontrarnos a las ocho de la tarde con el agregado comercial belga, el objetivo era tomar unas copas y organizar la partida de póquer del próximo sábado. Deseaba estar unos minutos en soledad acodado a la barra del bar en penumbras, llegué temprano a la hora acordada para nuestra cita, recuerdo que estaba en el segundo gin tonic cuando en el espejo del fondo del salón, distinguí a mamá tal cual era hace muchísimos años. Ella estaba hermosa, parecida a ciertos recuerdos cíclicos, idéntica a la foto suya que me acompaña desde la época de Caracas mi primer destino fuera del país. Me prometí que esa misma noche sacaría el retrato del maletín para tenerlo entra mis manos y verla tal claro como la vi en el bar: el medio perfil que más la favorece, pelo a la garçon, sombrero de ala corta proyectando una deliciosa sombra en los ojos sin impedirle el brillo de la juventud. Era seguro que la mujer reflejada en el espejo enorme era una turista de paso por Bombay, pero también era mamá hace algunos años. Si yo la veía así era porque en una región interior había dejado de ser el cónsul uruguayo en Bombay para ser el hombre que fui alguna vez.

Miré mis manos y las hallé envejecidas, los dedos amarillentos de nicotina dejarían caer cualquier juguete, el temblor más nervioso que alcohólico dejaría caer abalorios chinos de madera, soldaditos de plomo, esferas de cristal llenas de copos de colores suspendidos y en movimiento perpetuo, títeres de cordel heredados de abuelo, las mismas manos de mamá. Cuando devolvía la mirada del espejo a la realidad mamá se había evaporado del mundo, la mujer extranjera pudo ser una ilusión pasajera. Encontré la puerta abierta del bar que daba a la calle, un hueco de luz y calor por donde cruzó una ambulancia con la sirena abierta. “¡Paul, Paul, ici!” grité desde la barra del bar. El hombre avanzó con la torpeza de un levantador de pesas retirado dispuesto a recordar competencias olímpicas tomando un gin tras otro.

Olvidé si fue al otro día de la aparición o sucedió a la semana después de la mesa de póquer. La carta de Marica enviada por la valija diplomática más urgente decía que mamá había sufrido un ataque de hemiplejía intenso con complicaciones sin precisar. Mamá -lo sabía- preferiría morir sin ese injusto prólogo de moribunda inmovilidad que la condenaba a esperar su nada poblada de arcángeles sin hablar ni poder hacer nada. El médico de la familia, escribía Marica, diagnosticó una de esas situaciones incontrolables que pueden durar pocas horas como algunos años. De inmediato envié un telegrama a mi hermana informando que viajaría a Montevideo un día de estos, cuando el trabajo en el consulado me diera un pequeño respiro.

La obra avanzaba, finalicé el segundo acto, estaba satisfecho, ese optimismo de autor a medio camino y una nueva relación llenaron mis horas asignadas a indagar cosas fallecidas. Las cada vez más impersonales cartas de Marica decían de una situación estacionaria de la salud de mamá. Mi hermana hacía lo debido, cobrar las rentas, administrar el dinero, pagar deudas y gastos de la enfermedad, sentarse junto al lecho de nuestra madre para informarla del avance escolar de los chicos el último trimestre, acariciarle el pelo y peinarla, darle la papilla de la mañana, preguntarle si quería algo. Así hasta despedirse pretextando compromisos impostergables, era mucho más que lo hecho por mí a incorregible distancia; quería verla como en la fotografía evitándome la pena de contemplar su decadencia.

Desconozco si mamá esperaba algo diferente de nosotros dos y nos educó con la esperanza de otro comportamiento. Quizá en sus planes estaba envejecer como lo hizo y aguardar la muerte en soledad; su carácter combinaba ternura y rigor, ella decía que la familia era más importante que los destinos de cada uno de sus integrantes. Años después me preguntaba si dos fotografías, recuerdos fracturados y distancias absolutas formaban la configuración marginal de la familia. La única verdad incuestionable era tal vez aquella imagen indirecta de una turista en un bar de Bombay, proyección alucinada de años fugados de las manos. Aspiraciones postergadas como mi sueño de ser destinado en misión a Londres, donde jamás llegaré hundido como estoy en la vieja colonia del Imperio, arrabales miserables de la diplomacia y paraíso de los teatros de vodevil. Estaba solo en Bombay, mi carrera terminaría en este estercolero sin percatarme del proceso de deterioro combinado por efecto del calor y el gin tonic. Gracias a Dios pude anestesiarme en la molicie de la aceptación de la circunstancia. El deseo de alejarme del país, implícito a las funciones de mi vocación logró que me fuera del todo sin regreso completo. Tanta envidia recibida, tanta competencia desleal para irse a vivir lejos y cuando lo logré -demasiado lejos para intentar el retorno- sucede que era para beber gin a discreción. Un apellido reconocible entre iniciados y una fortuna hechos a fuerza de pura vaca en matadero, las mismas que aquí son animales sagrados, intocables, ironía complementaria de mi situación que prescribe aumentar la dosis diaria de gin.

Miro sobre el escritorio de mi despacho la banderita en miniatura con pedestal del mármol, comprendo nuestra vergüenza mutua lejos de la patria y las connotaciones heroicas de tan modesto símbolo. Miro a los ojos al sol ufano regordete hasta decirle que somos poca cosa en esta región del mundo; somos, soy, un presupuesto ajustado para gastos de representación, trajes a medida, comidas informales con mis pares, papelería y algún polvo exótico. Poca cosa, allá en la metrópoli cambiaban de presidente nosotros en Bombay ni siquiera bajábamos el retrato; dejé colgado al Juancho por dejar a un amigo y jugar a que lo sucedido en casa fue una pesadilla de resaca de gin. Mintiéndome que la patria fuera de fronteras estaba intacta guardada por el celo inflexible de los mejores entre nosotros; que a mí me correspondía organizar los temibles lanceros de Bengala aunque más no sea para salvaguardar el protocolo. La última carta vino acompañada con un pasaje. Previsores como debe ser habían dejado el regreso abierto, una vez más llegaría tarde a los momentos importantes de la familia que obviamente se habría encargado de los detalles molestos.

Además de acentuar el dolor retrasado mi presencia tendría como única finalidad práctica estampar las firmas requeridas por la muerte a su paso. Aceptando los pésames de los funcionarios allegados del consulado que me asistieron en los trámites previos a la partida, me avergonzaba de asumir mi ausencia en el último minuto de mamá, en el primero de cerrar los párpados para siempre sin haber llorado lo suficiente. Comencé así un retorno largo y lento, engarzado por fastidiosas escalas de trasbordos en varios aeropuertos; por primera vez en mi vida el equipaje despachado no excedía los veinte kilos.

Llegué a Montevideo el miércoles dieciséis de agosto de mil novecientos setenta y siete, decidí no ver a nadie en las primeras horas y ocultarme en la casa de Antonio que asumió la tarea de llevarme en auto a todos lados. La mañana siguiente llamé al Ministerio, mis superiores entendieron mi deseo de comparecer recién dentro de unos días. Supe que Susana había escrito, los chicos y el ingeniero estaban de campamento pescando en un Parque Nacional del medio oeste, ella enviaba las condolencias en nombre de todos. Como era de esperar estaba en los detalles, sin faltar tampoco en el final de la mujer que le hizo la vida imposible desde la tarde que se la presenté. La segunda noche cené en lo de Marica, cuando sirvieron el plato caliente los dos comprobamos ser unos imperfectos extraños. Nunca fuimos mejores amigos que hermanos y era insuficiente el recuerdo de las idas al campo, vacaciones cómplices cuando a los ojos ajenos parecíamos una familia.

Varias veces durante la velada nos sorprendimos mirándonos, buscando en ese pariente lejano transformado en un casi desconocido el lugar donde permanecieron fijadas conversaciones interminables, desbordantes de planes que para uno y otro quedaron sin concretar. Los proyectos luminosos, la voluntad para llevarlos adelante se extraviaron entre un par de escándalos mundanos tan ingenuos como intrascendentes, algún divorcio sonado y la reincidente violencia de ambiciones cotidianas. Ateniéndonos a las apariencias era absurdo declarar el fracaso fraternal del reencuentro, optamos por atribuir al omnipresente recuerdo de mamá y la tensión de las última semanas la mala cara que teníamos. A pesar de la educación esmerada que se nos proporcionó al momento del café no nos soportábamos, en pocos minutos de embarazoso silencio, pasamos a ser el único testigo que el otro tenía de lo realmente sucedido en años imposibles de olvidar, semiplena prueba de corroborar nuestra incapacidad para vivir felices.

Quería recorrer la casa de mi infancia por última vez. Antonio me condujo hasta la entrada, él sabe que pasé una pésima noche y tiene la delicadeza de esperarme en el auto. Lo primero que hago es caminar por el fondo y los jardines; es extraño, cuando estaba mamá todo era más grande. Ella defendía los hábitos como un estilo de vida, la idea tradicional de familia, hasta nuestra casa misma. Ahora volvía a enfrentarme a rejas herrumbrosas, empujándome a levantar las solapas de mi Calcuta, esconder la cara contemplando por última vez rosales descuidados plantados para ser eternos. Papá falta en los recuerdos hechos de lugares de la niñez, los cristales opacos y sucios de la barbacoa me devuelven signos deformados de una historia manuscrita en sánscrito vulgar.

Entro a la casa por la puerta de atrás como un ladrón de objetos intangibles, todo está desmantelado, se quebró un orden aprendido en la infancia y capto la presencia invasora del intruso. Subí, bajé, bajé y subí las escaleras de madera varias veces, en un lugar indeterminado de la casa pareció que alguien me llamaba y temí escucharme a mí mismo jugar a la escondida en uno de los cuartos. Una soledad total más despiadada que la muerte misma desterraba cualquier consuelo, adentro de la casa hace frío y está más húmedo que en la intemperie de los jardines. Miro el hogar involuntariamente buscando cenizas del fuego extinguido, las arañas con caireles de cristal están desarmadas pieza a pieza, embaladas en cajas marrones de cartón entre cajones desparramados de La Higiénica. Algunas puertas están rasqueteadas hasta la verdad insoportable de la madera, la cerámica de la cocina, que mamá importó de Italia aparece partida en los lugares donde arrancaron la vieja grifería. Algunos muebles rezagados de la violenta mudanza están enfundados en sus mortajas de rigor, en las grandes paredes se delinean los claroscuros asimétricos de una pinacoteca fantasmal. Mamá no hubiera permitido tener así de manchados los cristales, pero ella falta debajo de este techo y nada de lo contemplado pertenece esta mañana a nuestro apellido.

Prefiero ignorar quién fue el comprador, me deprimiría saberlo sin regatear pagando en dólares y al contado, como si durante años hubiera esperado agazapado bajo el porche el momento preciso para ofertar. A más tardar mañana a esta sala entrarán pintores, albañiles, en pocas semanas habrá bullicio de festejos y por las escaleras correrán otros niños ignorantes del misterio de la olla de hierro llena de libras esterlinas enterrada junto al castaño, la escapada de tío Jacinto con una sirvienta y tantos secretos que morirán conmigo. Es apenas una casa que cambia de dueño, pienso mientras camino pisando hojas de diario amarillentas y quebradizas olvidadas sobre el parqué hasta llegar al zaguán en sombras y atravesar la puerta. Afuera los escalones de mármol están limpios de hojas del invierno, los desciendo despacio disfrutando cada paso como si fuera la escalinata de nuestra Embajada en Londres.

Subí al auto y partimos en silencio, a las pocas cuadras nos atrapaba el tráfico de la ciudad cuando Antonio creyó que estaba digiriendo la despedida de pasos y cerrojos. Entonces se decide a hablarme.

-Mirá que hubo cambios importantes en el Ministerio, tu situación puede arreglarse… si estás interesado mañana mismo puedo iniciar ciertos contactos.

-El lunes regreso a Bombay, me sorprendí diciéndole sin haberlo dudado ni un instante.

-Estás desconocido, realmente no te entiendo.

-Sucede que ando en la mitad del último acto.

Durante el resto del viaje con Antonio no intercambiamos palabra, como hacemos con el amigo Paul en el bar del Sheraton Bombay mientras bebemos el tercer gin tonic especialidad del barman.