Ah mia patria si bella e perduta!
Oh membranza si cara e fatal!
Coro de Nabucodonosor
-22h.04-
De lo único que estoy seguro en esta vida es de que jamás iré a Eskimo Point, antes de conocer la historia de la enfermera Ivón ignoraba la existencia de un punto del planeta que llevara ese nombre. De niño creía que la nieve imitaba los copos artificiales adornando pinos navideños hechos de alambre en los países cálidos; efecto especial para películas de colores tenues con alpinistas tiroleses, que los austriacos colocaban en la cumbre de las montañas más altas. Con el paso de los años la experiencia me sacó del error infantil, en aquellos días veía en nieve y hielo vastos territorios para incitar expediciones en solitario hacia ninguna parte. Configuraciones demoníacas de la materia acortando la duración de los días enturbiando el resplandor del sol en derrota imponiendo el imperio invicto de noches interminables. El hielo era el dominio donde los niños usan orejeras, llevan puestas cuando salen manoplas marrones, esas forradas de piel de conejo para evitar que los meñiques se desprendan por congelación, moldean muñecos blancos redondeados que adornan con sombreros viejos y escobas atravesadas. Un lugar ficticio donde la nevada nocturna cubre por completo vehículos particulares dejados a la intemperie, obligando a despejar las veredas a la mañana siguiente con palas especiales.
El frío era la sospecha de espacios inhóspitos donde la vida se organiza entre osos pardos hambrientos y bosque de coníferas centenarias, en cabañas de troncos rematados con chimeneas de piedra por donde sale humo azul de leña seca. Imaginaba que cada tanto, por peligrosos senderos estrechos y pendientes del alud traicionero, descendían soldados espectrales sobrevivientes de antiguos batallones, vestidos con restos de uniformes raídos de diferentes épocas. Los pies descalzos envueltos con trozos de rasgadas casacas militares rapiñadas a soldados muertos. Arrastrando parihuelas improvisadas entre el barro y donde a los cuerpos gangrenados de reclutas malheridos se les cristalizaban de color rubí la costra de sangre de tajos de sable, el boquete abierto por mosquetes a quemarropa y el surco calado de bayonetas ferruginosas hincadas con fiereza en la carne.
Dejando otras la infancia, hubiera imaginado así ese punto del frío que se proclama punto desde su mismo nombre. Después de varios años alejado del país -acogido por inviernos civilizados en el norte europeo y luego de conocer lo sucedido en Eskimo Point- acepto que la nieve es el estado más triste y melancólico de la naturaleza. Odiosa mutación del agua arrastrada a temperaturas inhumanas, prisionera por siempre de las cimas soberbias que nada serían sin esa blancura cautiva y pese al simulacro de fuga que ensayan cuando pega el sol de primavera. El hielo es el peor destino para los hombres friolentos de la costa chata con arena amarilla, nacidos con la angustia de vivir donde los horizontes prescinden de enormes cordilleras a escala para probarse a sí mismos. Sin interferencias entre la mirada y la disolución de las distancias, condenados a un avanzar incesante: exonerados de la pregunta sobre qué mundos desconocidos existen detrás de las cumbres eternas. Más allá siempre está Eskimo Point el lugar, las palabras que sueñan Eskimo Point. Es también el nombre evitado del informe con aspiraciones enciclopédicas que redacté a lo largo de los últimos siete meses. Esas dos palabras, el sonido en cuatro tiempos que se adhirió a mis pensamientos igual que las costras rubí de infanterías entrevistas en sueños regresando de batallas perdidas y éxodos de derrota. Del mismo modo quedará al descampado la verdad, pasando las montañas inatacables con la apariencia de relato de mediana extensión, fosilizado como un celacanto a la espera de ser descifrado algún día.
Me reconforto recordando que deseché el episodio, sin permitirle la excusa de mi conciencia profesional requerida de acotar su objeto y reconocida seriedad de investigador, haciendo del trabajo un todo cerrado e inexpugnable de cifras contundentes. Prolija confección de cuadros estadísticos, sin intersticios para la prosa sentimental que tiñera de emoción amarga las conclusiones y mermando el impacto racional. Donde sea, ante quien sea sostengo que la función de las ciencias sociales, cuando se trata de colectivizar información, es más útil y eficaz que cualquier interpretación impregnada de subjetividad o testimonios pergeñados en raptos de dudosa inspiración. Ahora que pude desprenderme del trabajo y debería estar liberado de tensiones emocionales regresan las letanías de Eskimo Point. Fue hoy, que debió ser el día señalado para salirme del asunto y desprenderme de los detalles. Error.
-22h.39-
Debo comenzar por lo sucedido esta tarde, supuesta la humildad implícita del trabajo académico fue confusa la sensación de saber a mi cuerpo incluido en la presentación del libro. Con el apoyo financiero de La Fundación concretaba mi aspiración de ver el informe transformado en tomo contundente, objeto multiplicado que saldrá de mi vida confiscando recuerdos queridos, sentimientos hostiles y silencios inexplicables. La última parte de la operación resultó más sencilla de lo esperado, tenía gracias a la experiencia en el extranjero una agenda nutrida, la fortuna de conocer el interior del sistema de producción editorial y fuentes de financiación para dar el paso al libro. Me aseguré un prólogo inobjetable de un compatriota exitoso con ambiciones de tener más notoriedad, una editorial cumplidora y el respaldo institucional del exterior dieron el convincente toque final. El círculo cerraba de manera perfecta con un medio sensible a un trabajo con tales características; que depondrá el espíritu crítico, resaltando (tengo firmes promesas al respecto) mi (reconocido) rigor en el manejo de información, la (apabullante) diversidad y amplitud (años de búsqueda) de las fuentes consultadas (sin olvidar detalles), la oportunidad (se trata de un trabajo imprescindible) y pertinencia (en momentos cuando el olvido programado comienza su tarea) de semejante trabajo (rescata una zona oscura del pasado del país), la utilidad para la tonicidad de la conciencia colectiva y necesidad de saber. Lo que nadie sabrá es que allí falta la anécdota trivial incinerada en el horno crematorio de Eskimo Point frente a cuatro testigos, que retorna a mi existencia sin explicación ni razón, siendo una nave negra cargada de animales condenados al sacrificio.
El libro se presentó hace unas horas, con cara circunspecta escuché intervenciones halagadoras y a mi conciencia fatigada regresaron situaciones durísimas que otras veces me dejaron triste, abatido, vacío, sin respuesta. La descarga por escapar de tantos meses de trabajo obsesivo, la satisfacción científica y moral debieron contentarme. Pesaba sin embargo la ausencia de la carilla desestimada en el libro, siendo tarde para reparar lo que puede ser considerado un error de mi parte intentaré incorporarla de manera clandestina en la diskette. Como si de verdad la historia pudiera alterarse con el deseo y la entrega a la imprenta estuviera prevista recién para mañana. La excusa consiste en comprobar si ahora el asunto resiste el tránsito de la oralidad a la escritura, hasta convencerme de que la historia está de verdad integrada al libro presentado. El testimonio sobrevive apenas en mi cabeza, ninguna grabación archivada puede ayudarme, el relato flota en algún lugar improbable fuera de mi memoria, fugitivo, congelado en otro estado de las ideas y recuerdos. Se alterna como agua entre ebullición y cristales inadvertidos a simple vista. Si decido postergar la corrección hasta mañana, la anécdota se instalará en mi tomando la apariencia de un recuerdo propio. Es pensando en algo que está acechando en el futuro que debo resolver el entredicho sobre la pantalla del ordenador. No es de las historias más originales que me fueron contadas, tampoco de las dolorosas si por una escala el sufrimiento pudiera medirse con exactitud. Le reconozco una melancolía intrínseca sin enseñanzas posteriores y el nudo que logra hacerme en la garganta. La modestia uniforme de negarse a salir a la intemperie, una vergüenza de provocar lástima e incitar pensamientos de justicia necesitada de sentencias escritas sobre papel. Es noria despiadada moliendo el grano derrotado sin nada para demostrar, la aceptación mansa y sin lágrimas del final desfavorable de una partida de cartas jugada mientras se espera el tren atrasado en un ramal desafectado.
Dudo si mediante este procedimiento subrepticio traiciono mis métodos de trabajo, cediendo con facilidad a la introspección fluctuante de la Macintosh con ratón incluido; si fuera verdad como afirma la propaganda que los caracteres fluorescentes, oscilando en el cristal líquido de la pantalla conectan pensamiento y escritura. Será por esa protección tecnológica que pretendo descongelar la anécdota mientras dure la noche y hasta que el sol de la mañana la encuentre aguachenta llevándosela para siempre. Quiero convencerme pues desde hace unos minutos mis pensamientos y signos titilantes en la pantalla son lo mismo, mis manos incitan al rumor y los dedos teclean mientras me repliego a la neutra función de ser canal de paso.
-23h.11-
Me llamo Luís Alberto Batlló y soy abogado, estudié leyes y después sociología porque eran a mi criterio lo más cercano a la Historia –es lo que siempre me interesó- con posibilidades de tener trabajo. Como tantos compatriotas quise modificar mi pasión por la historia desde el interior, pasé años estudiando leyes y códigos de una sociedad que se desmoronó sin estruendo. Fui un ptolomeico al otro día de conocerse los trabajos de Newton sobre la gravitación universal, luego de memorizar leyes de la patria Oriental sin ninguna incidencia fuera de fronteras, debí adiestrarme de urgencia para otras sociedades y ello sucedió en las afueras de Gotemburgo. Allí aprendí la sutileza de los matices del frío practicando por años un ejercicio neurótico de ciencia ficción que rastreando preservar estructuras pasadas logró desdoblar mi cabeza.
Cuando escribía “Suecia” en los controles trimestrales pensaba Uruguay, mientras pronunciaba “funcionarios de Upsala” veía obreros de Funsa apaleados por coraceros uruguayos de pura cepa. En tanto evaluaba planes de educación para adolescentes nórdicos, recordaba los recreos en el liceo Elbio Fernández y cuando luego de grandes esfuerzos hablaba sueco con cierta corrección –que me enseñaron monitores con paciente cariño de incipit vita nouva- me regodeaba en recuperar las variantes antigramaticales del habla montevideana. Esa obligada reconversión produjo dos efectos: que fuera un mediocre estudiante extranjero reciclado y un sociólogo que teorizaba a media lengua, el inglés que hablo y escribo correctamente me ayudó en la travesía. Lo que al comienzo fue dura militancia, pronto se volvió deseo de forzar lo aprendido buscando saber qué fue de verdad lo que nos pasó a los uruguayos. El daño estaba hecho y habrá que esperar años para conocer la verdad última, las respuestas que busco siguen sin llegar y otros serán quienes las formulen; nuestra fracasada generación, destinada a no llegar a ninguna parte tiene la oscura tarea de repetir las mismas preguntas sin olvidar las pendientes. Mi película dolorosa sólo para mí es la de tantos y puede resumirse sin omitir detalle en un verso de tango: batida, celular, viaba y gayola. Los cuentos de salida tienen base simple y un tinte homogéneo proveniente de circunstancias similares, debidas a un clima de violencia cotidiana alejado de nuestras preocupaciones como las patriadas del siglo pasado; por el contrario, ningún regreso al país fue parecido. En ese otro viaje lo idéntico del comienzo se difumina para dar paso a historias cada una diferente de las otras, como si se tratada de una noche de verano para la cual está predicha una lluvia de meteoritos provenientes del norte, que resplandecen un instante y luego desaparecen de nuestra vista cuando el mineral deja de ser incandescente al entrar en la atmósfera.
Me llamo Luís Alberto, tengo una esposa rubia y alta que adopta maneras irracionales de drogada cuando escucha una comparsa de tamboriles uruguayos. Nuestra hija adolescente nacida allá y mientras espera tener los años suficientes para mandarse mudar a su país, se disciplina cada día en el desdén de algunas costumbres nuestras, en la reiteración de una idea fija: la felicidad está en otro lugar. Allá, el lugar donde quiere marcharse nuestra hija única yo tenía un buen puesto de trabajo incluso envidiable para los propios suecos. Sin embargo, un sábado de tarde decidí dejarlo todo cuando acepté la oferta de volver, por tres años, a coordinar una investigación sobre las secuelas del exilio y los problemas de la repatriación en el marco del convenio entre la Universidad y una fundación dirigida por democratacristianos europeos. El proyecto tenía algo de apuesta controlada, tres años de trabajo seguro pagado en dólares y después se vería.
En pocos meses entre carta que va y postal que viene, para mi sorpresa, el asunto se concretó. Luego se sucedieron las despedidas que los amigos nórdicos, con filosofía vikinga, sabían definitivas a pesar de mis tibios argumentos en contra. Las explicaciones esquivas justificando el regreso, por el contrario aceleraron la contratación de billetes y conteiner con empresas de transporte, las cartas diseminadas sin criterio a compañeros de la juventud avisando la vuelta, la transferencia de la cuenta bancaria, contactos telefónicos con inmobiliarias montevideanas para informar si era más conveniente comprar o alquilar. Uno cree que regresa mientras muda de vida, pega el paso atrás hacia la muerte más dulce soñada durante años de ausencia dejando el mundo en el mismo lugar donde lo conocimos. Había pasado demasiado tiempo para suponer una revancha personal y años suficientes para decidir yo mismo si quería irme del puerto del exilio. Me encaminé a una experiencia parecida al aterrizaje de un Boeing marcha atrás, con las economías solucionadas a medias pensé que lo demás vendría por añadidura durante un pausado acomodo.
Desembarcado en Montevideo apenas pasados los días de confusión y emociones, cuando mi asidua presencia dejó de ser sorpresa y habiendo visitado añorados rincones de la ciudad, una querida amiga me avisó que estaba vacante un grado cuatro de Sociología en una Facultad. Era claro que cubría el perfil exigido al candidato hipotético; con sentimientos cruzados, provocados por la ventaja de haber trabajado afuera durante años difíciles me presenté, convencido de que mi aporte sería útil en la nueva etapa de la enseñanza superior. Para mi asombro, casi de inmediato fui apelado por uno de los órdenes del cogobierno; se chimentaba que estaba financiado por una entidad extranjera y alguien –de quién insistieron en darme el nombre- llegó incluso a pedir por Cancillería antecedentes detallados de mis ingresos en Suecia. Sin batirme a fondo, debilitado por la sorpresa, tocado a fondo por una actitud impensable en las jornadas de lucha por la Ley Orgánica de la Universidad, acepté a regañadientes la incorporación de novedosas reglas de juego académico; otras actitudes de la gente me dije y reconocí que el trayecto hasta las aulas sería más azaroso de lo supuesto. Buscando compensar el tropezón con la enseñanza superior y el contacto desencantado con la realidad del desexilio, me concentré con tesón en el trabajo para el que había sido apalabrado.
El conflicto medular era la diversidad de materiales y la necesidad impuesta de hallar elementos comunes, cada caso era diferente formando episodios laterales de una trama que lograban hundirme en pozos depresivos. Recién ahora, alivianado del lastre semejante al arqueo de un sótano abandonado, comenzaré a vivir en mi país sin depender del recuento interminable. Un largo sueño donde el cuerpo descansaba sobre una superficie mullida en la Montevideo reconciliada mientras mi cabeza marchaba sin rumbo por un atlas demencial. Yendo y viniendo a lo loco de un país a otro, oyendo en el cerebro el sonido metálico de un fichero cerrándose con violencia dentro del cual se multiplicaban informes densos, abrumándome sin descanso mientras escalaba laderas en pendiente de cartulinas cuadriculadas, manuscritas con bolígrafos de colores diferentes para cada sector de información. Era pretender controlar una explosión, mirarla en su totalidad sin bajar los párpados, sin que ningún destello escape a la tentación. Debí deponer efectos haciendo de cada testimonio reciclado un cuento salido de una matriz común para explicar lo inexplicable, empezando por mí mismo y era la desesperación inadvertida por mis colaboradores. Me coloqué en la situación de recibir cuentos antiguos de siglos, trasmitidos de boca en boca, de pago en pago de la vieja Provincia Cisplatina; así avancé hasta que tuve sobre la mesa de trabajo las piezas de un puzle que debía armar sin conocer la figura que resultaría. Lo consideré aporte pertinente para defender mi estabilidad emocional, atajo que dio sentido a cuentos fantásticos que muchas noches me dejaron en vela con la menta vaciada y otras borracho con jaqueca durmiendo poco en un sofá incómodo. Bueno sería que cuando todo está terminado regresara sobre las base metodológicas de la mezcolanza publicada, ni a justificar conclusiones sobre las que sigo dudando, no es el momento. Que el libro se defienda solo si puede, esta noche que comienza lo visceral es el material descartado y recorte silenciado de la indagación.
-23h.55-
La historia excluida comenzó cuando coincidieron dos situaciones conectadas a mi investigación: la tarea relativa al trabajo de campo, el interés en un aspecto del proceso que me comprometía por haberlo vivido y pienso en el sentido de dispersión similar a la explosión de la nova enana en una esquina del universo. A cada paso avanzado, verificaba con estupor la multiplicación de lugares hacia donde disparó la gente eyectada de Uruguay. Extraña reacción me parecía, como si el instinto de preservar una memoria se hubiera impuesto un oscuro deseo de destrucción apelando al recuerdo de la fragmentación, partiendo la cabeza en miles de esquirlas. Había causas cercanas a la visión de la muerte personal y muertes humillantes de amigos en la soledad absoluta, otras rondando el miedo, asomaban explicaciones sociopolíticas a granel e infinitos temores de pellejos concretos instigando a la resolución nunca libre del todo de marchase bien lejos.
Esa lectura me dejaba insatisfecho por ser evidente, explicando la casi totalidad de los gestos de fuga excepto mi incomodidad carcomiéndome. Manejaba con información firme la conducta migratorio de especies y colectividad, en nuestro caso la resultante era una dispersión conduciendo a la soledad depurada y total. Sin molestos vecinos extraños salidos de películas de Polanski, aprendiendo las correspondencias del Metro debajo de capitales lejanas, calculando horarios de apertura de los grandes almacenes cuando comienzan las rebajas, diciendo agua según el acento del lugar donde nos acuciaba la sed. Pensar en ello era considerar mi propia liberación, buscaba incorporar a la explicación del proceso sucedido a los otros vergüenzas que me abrumaron cientos de tardes idénticas. En los salones impecables de comedores universitarios, refugiado detrás de lentes oscuros de ciego, sintiéndome mayor para estar ahí callado, mirando a jóvenes estudiantes nórdicas sacarse anoraks de colores mientras se acomodan sonriendo en las mesas centrales del salón; siempre amparado junto a los ventanales, sabiendo que el calor de los radiadores de energía atómica era distinto al del sol de la patria. Esta madrugada sigo siendo un exilado, guardo en el fondo de la mesita de luz los papeles de refugiado político desde el primero de los documentos sin haberme atrevido a quemarlos cuando decidí la vuelta al país. Ciertas noches los releo despacio por las dudas y preparándome para otra pesadilla de expulsión.
Mi caso considerando la incumbencia de mis recuerdos eran obstáculo en el proyecto de formular el paradigma de la matriz buscada. En la forma recordada de los relatos -según fui sabiendo a medida que me documentaba- quien cuenta asume la función y responsabilidad de ordenar los elementos, uno de los cuales resulta el mismo narrador y estaba sin fuerzas para organizar tanta desgracia acumulada por oleadas sucesivas. Desde entonces me preocupó la interferencia de la introspección, que disimulé de múltiples maneras empezando por la inutilidad de querer restarle importancia y comencé en consecuencia por aplicarme yo mismo el modelo. Los ancestros son de una aldea de Piamonte por la parte materna y de Mataró en la costa catalana por la paterna. En el corto trayecto de dos generaciones, hasta la ortografía del apellido familiar perdió algo en el camino; Batlló, Battló, Ballió… vaya uno a saber. Hace cien años era diferente al escrito en mi documento de identidad, la anomalía está en algún punto entre la parroquia catalana administrada por un mosén miope, mi abuelo analfabeto hijo de payeses con hambre de pan fresco y un funcionario sordo en un día de mal humor en los juzgados de la ciudad vieja de Montevideo a finales del siglo pasado. Es una conspiración enorme la supuesta en esa secuencia de hechos para creer que un apellido pueda sobrevivir tanto equívoco sin ser desvirtuado por la costumbre. Haber nacido aquí me dio a la vez una memoria limitada y dos otras genéticas encontradas por herencia, tirando cada una para su lado: “tiene la frente de los Batlló”, “pero las orejas apantalladas de la parentela italiana”. Me sentía el precipitado híbrido de una alquimia de migraciones, factor transitorio de experimento aproximativo a medio terminar. Por esa irreconocible pluralidad, cuando me llegó el turno de ser expulsado de la memoria sólo mía no busqué remontar el curso de las memorias familiares ni un profundo arquetipo de reconocimiento entró en crisis.
¿Cuáles fueron las razones por las que evité las dulces estribaciones del Piamonte y jamás subí a un tren que me llevara a Mataró cuando alguna vez llegué a Barcelona en condiciones favorables? Había al comienzo dificultades objetivas como para elegir con felicidad un destino siendo innegable un persistente aire de rechazo, siempre se es el extranjero en todas partes. ¿Por qué contradije una conducta inflexible de cualquier animal desde los elefantes a los salmones salvajes del Yukón? Era la versión invertida del mito de pueblo elegido, el designado para probar que era posible una diáspora disolvente. Prueba viviente de que los grupos humanos -en especial los orientales- pueden desaparecer de la crónica leve de los hombres y que el recuerdo nunca es de los otros. Es pasión ficticia e inicio de la muerte pretender vivir de memorias prestadas, en los antiguos cuentos el héroe es invitado a abandonar la aldea principiando la aventura imprevisible. A pesar de todos los caminos tentadores del viaje de iniciación hacia la maravilla, nuestro personaje guarda un recuerdo de aquello que escuchó de sus abuelos que a su vez lo oyeron del padre de su padre. Puede entonces encaminarse a la aldea A y también a la B pues a ambas las conoce a la perfección por cuentos recurrentes de la infancia. El actor de la trama armándose tiene un momento de duda, no es lo que puede decirse un A puro ni un puro B: es ciudadano C. Impedido así por X razones de permanecer en C decide marcharse, tiene que dirigirse a vivir en la aldea K, uno de los infinitos K porque K nunca será un punto final del trayecto: K es el mundo.
Hubiera sido cruel aunque atinado que a los indeseables nos hubieran enviado juntos al norte de Australia, como vinieron para aquí en masa italianos y españoles. Los anfitriones nos querían dispersos por la tierra para evitar reclamaciones diplomáticas; hubiera sido bonito, a pesar de la vigilancia y equidistancia sanitaria adecuada a los apestados, saber que ensayamos un mecanismo de integración donde proliferaban restaurantes Rodelú, zapaterías Nueva Montevideo, panaderías La Flor de la Curva y clínicas dentales Punta Gorda, el ghetto hacerlo de verdad hasta formar el Urutown de ciudades monstruosas. Ese proyecto faltó en la desesperación del abandono, ningún país nos dio un barrio para nosotros como en París hicieron con los vietnamitas adinerados; a lo máximo nos permitieron confundirnos con otros latinoamericanos que aseguran que somos melancólicos y nos apabullan con música de salsa bebiendo aguardiente de la caña de azúcar. En curioso proceso de obligación y decisiones inminentes hicimos como los pingüinos ante el peligro. Nos tiramos sin pensarlo de cabeza al mar yendo directo a la muerte, ahogando de una vez por todas la memoria de A más la de B, también la memoria de C y prontos a ser los K. En esa desbandada, quienes llegamos sin planearlo hasta las proximidad del frío polar no morimos de nostalgia, permanecimos congelados hasta que pasara el tiempo y empezara el deshielo bajo el sol conocido. Añorado en la desesperación de ventanales abiertos a terribles cielos grises, entre gente desconociendo la tibieza del solcito primaveral pegando en árboles ásperos de la plaza Matriz en la manzana donde flctúa la ciudad vieja de Montevideo.
-00h.31-
El trabajo consistía en el encuadre estadístico de consecuencias siendo la traducción de lo incontable al paradigma, algunas tardes olvidé las verdaderas causas del desastre que intentaba ordenar como si maniobrara con la contabilidad de una mercería de barrio. Otras, tampoco tenía claro a cuáles consecuencias me refería y la pregunta reiterada fue si era posible rearmar una memoria colectiva dispersa. Era observar un escritor a quien, camino de la editorial, se le caen de las manos los folios sueltos de una novela sin encarpetar ni numerar en medio de una plaza cruzada por una ventolina rapaz haciendo volar las holandesas errantes. Pasada la primera impresión, en el momento de reconocer la página inicial del manuscrito anegada en un charco sucio, el malogrado autor sabe que será imposible reescribir la novela ni recuperar la totalidad de hojas poseídas arremolinándose cerca suyo, exoneradas de la continuidad impuesta por el argumento. Sentado en la vereda el escritor tocado por la fatalidad se resigna a la casualidad que le reintegra hojas aleatorias a su alrededor. A paseantes comedidos que le devuelven minucias del botín del viento sur, acepta recobrar fragmentos inconexos, leyendo como si fueran de otro las frases incompletas, intuyendo en tres palabras finales presuntas oraciones estupendas y acreditando por ausencia la añoranza del valor raro del texto perdido para siempre.
Siendo uno de los fragmentos de la memoria, diseñé con perfección maniática y envié por correo certificado a cientos de personas un juego de formularios, inspirados en un programa de estadística social que compré en Londres hace mucho tiempo. Ello sucedió en una oficina siniestra de la calle Misiones, alquilada en nombre de la Fundación solidaria compartiendo piso con rematadores, consignatarios de ganado, asesores de marcas y patentes; allí realicé durante meses cientos de entrevistas, leí miles de cartas, evalué testimonios y escuché. Algunos datos quedaron consignados en artículos dispersos, sendos adelantos de la investigación en marcha y que serían para informes parciales con resultados provisionales, balances aproximativos, aciertos y errores a lo largo del camino.
Otras veces, la propia tangente del trabajo y el armado dificultosos del tramado nos reunía en asados fervorosos, organizados con regularidad entre gente en situación parecida, encuentros donde niños forzados a ser orientales por la tenacidad volvedora de los padres, jugaban a la pelota pronunciando interjecciones políglotas como si se tratara del jardín de infantes de Babel. Los veteranos sentíamos un agradecimientos cauto por estar juntos, removiendo brasas del fuego patrio, templando la piel del vientre igual que tamboriles antes de la llamada del Cordón. Vigilando la altura de la parrilla y la cocción de las achuras, comentando cómo es posible que los carniceros del resto del planeta corten el costillar del novillo de manera distinta a la criolla, que tiene la perfección de la evidencia. En estos cruces mundanos de cielitos recuperados y noticias atrasadas dejaba de ser el encuestador autorizado en misión. Con unos vinos soltaba la lengua reclamando sin decirlo el derecho a contar mi propia experiencia, gesto que por función circunstancial -sabida por los otros invitados- me estaba relativamente prohibido. Intentarlo hubiera sido mal visto y desubicado, de hecho fui el depositario de confesiones embromadas de verbalizar, siendo la persona en quien hicieron confianza para contar la bueno y lo peor vivido lejos del terruño.
El mareíto buscado mediante los whiskies del aperitivo me dejaba un margen respetable de temas para conversar sin herir susceptibilidades de compañeros encuestados por mí. Uno de los sábados en cuestión, después del almuerzo, ahíto de achuras, carne y ensalada andaba medio abombado caminando de un lado para otro en el inmenso fondo de la casa que tocó ese día para la reunión. Deambulando sin objetivo con un vaso de vino tinto en la mano, sonseando con mis cositas, dándole vuelta al avance del proyecto que acometía los últimos meses y empezando a preocuparme por el futuro personal, digamos que estaba envejeciendo. Al rato me senté a la sombra de un ceibo reventón de inconfundibles flores coloradas, en una hamaca de metal pintada de blanco. Esas que tienen un toldito plegable de lona verde pálido de restaurante vegetariano y almohadones duros, pesados, desacomodados en sus juegos de volúmenes sin los botones del centro. Estaba pronto a sucumbir a la tentación de una siesta de aquellas cuando advertí que se acercaba una mujer, lo primero que me llamó la atención fueron sus zapatos negros de taco bajo, muy cerrados para el mes en que estábamos, como si buscara aprisionar los dedos de los pies.
Ella dijo «se puede» y sin esperar otra respuesta que mi mano levantada con el vaso de vino se sentó a mi lado. A pesar de su cuidado los fierros de la estructura igual se resintieron, haciendo oír el contacto de un cuerpo extraño y la hamaca, acostumbrada a mi peso, durante unos minutos intensificó por inercia su movimiento. “Hace días que llevé el formulario bien completado a la calle Misiones. Quédese tranquilo, puedo distinguir entre horas de trabajo y de descanso.” La última evaluación de la mujer me pareció ambivalente, ella reconocía el valor de mi tarea considerándola a la vez poco menos que una tontería burocrática. «Me llamo Ivón, soy enfermera, fui enfermera. El formulario once setenta y siete, original y tres copias. Le jugué varias veces a la quiniela sin suerte. Quiero contarle una historia de la que fui testigo en un hospital donde trabajé cinco años, tres meses y siete días. Es la primera vez que me animo a hacerlo, estuve tentada de escribirle una carta pero después de pensarlo me dije que era absurdo, si la historia quedara por escrito sería apenas otro dato a considerar. Quiero que guarde su condición de mentira piadosa y cosa oída perdiendo la aureola de secreto saliendo de la muerte, hoy que tenemos un sol tan bonito para que el olvido tome aire. A usted lo reconocí en cuanto llegó, asistí a una mesa redonda en la Asociación Cristiana donde participó con tino, discreción y prudencia. El formulario me lo hizo llegar uno de sus colaboradores. Vengo poco a estas reuniones a pesar de ser una vieja conocida de la dueña de casa, de cuando había confiterías elegantes en la avenida 18 de Julio. Le dio duro al tinto durante la comida, en esas condiciones quiero aprovecharme, sorprenderlo con la atención en guardia baja y modorra digestiva. El lunes me negaré a repetir cualquier cosa que pueda decir ahora así que trate de no dormirse.”
Levanté por segunda vez la mano con el vaso de vino ahora vacío en señal de asentimiento resignado. La había mirado una sola vez de frente y acomodé mi cuerpo de perfil fijado en la voz sin distraerme en minucias dispersantes. Miraba hacia un frente indefinido y ella se acomodó en uno de los rincones de la hamaca. Yo veía el grupo de gente allá lejos figurándome una escena campestre para un acuarelista inglés aficionado, hice el gesto simiesco de tomar la última gota del vaso vacío. Al querer dejarlo sobre el monolítico vi que junto a la pata de la hamaca había una botella de vino abierta sin tocar. No recordaba haberla traído y era de mi bodega preferida como lo venía probando desde hace tres horas, me serví un vaso tan lleno que me obligó a llevarlo hasta los labios con sumo cuidado. Cuando la cota de tinto dejó de ser peligrosa entre mis manos recosté el cuerpo en el respaldo dejándome caer admitiendo la fuerza de una trampa.
La hamaca recomenzó a balancearse creo o era mi cabeza que daba vueltas a lo ciego. «¿Tiene alguna idea por dónde cae un lugar llamado Eskimo Point?» Las dos palabras finales de la mujer sonaron con la distante premeditación del título rebuscado de un relato exótico, sólo por eso jamás iré a Eskimo Point. Es seguro que a la historia contada aquella tarde por Ivón le recorto detalles decisivos, seguro que olvidé circunstancias dándole sentido secreto al relato, agregué matices aleatorios de mi propia cosecha convencido de su existencia al suceder los hechos. La memoria es cualquier textura temporal excepto algo vinculado al presente y está acechando en el futuro.
-00h.58-
Mientras avanza esta noche irrepetible durante la madrugada del ego satisfecho -tan propicia a marchar contracorriente- sólo ante el zumbido de la Macintosh soy el viajero a quien correspondió en suerte contar su historia para entretener a los peregrinos fatigados en la ruta del regreso. ¿Qué harían los caminantes los minutos inmediatos después de ver pendular el botafumeiro de la nave central en la catedral de Santiago de Compostela? La mujer cuya voz llegó con el desarreglo del vino es parte del cuento que incluye un narrador y una enfermera de nacionalidad Oriental frisando la cincuentena resultó ser la intermediaria que la historia se procuró para sobrevivir. ¿Qué delicadísimo bordado de palabras brujas pudo que, tres días sin fecha anegados en el discurrir del mundo resistieran la avalancha de hechos, el aturdimiento de gritos que precipita al olvido? ¿Cómo hizo para desplazarse en el espacio, volar por encima del tiempo nublado hasta infiltrarse entre estentóreas sentencias de la Historia grandilocuente, novelas prodigiosas de extranjeros y disponer escribirse ella misma en la noche que avanza?
La situación me recuerda a los enfermos que pasan años en estado de coma y en quienes una perceptible actividad eléctrica de la corteza cerebral diferencia la vida de la muerte. Sería irrisorio presentar lo sucedido con la apariencia de informe estando plagado de inexactitudes, en inadmisible egoísmo tampoco la quise comentar a mis amigos escritores, temeroso de que la esencia terminara estropeada por circunstancias forzadas y esa nada sucedida resultara una versión deformada de la verdad. La sola idea de ser otra articulación necesaria para el proceso de supervivencia narrativa me aterroriza. No soy yo, es ella quien cuenta y quedo fuera por segunda vez a pesar de que sean mis diez dedos transcribiendo sobre el teclado.
-01h.43-
“En la prehistoria de nuestro presente, en la corta era de una vida mi situación estaba distanciada de los barullos políticos. Ya ve usted, las definiciones pierden pureza… pasado el tiempo terminé actuando en solidaridad con el dolor compatriota como una militante cercana a las ideas de Enrique Erro. La crisis profunda atravesaba mi departamento de la calle Cavia en Pocitos, después de doce años de matrimonio y habiendo vivido bastante de esos años en mutua demolición con mi marido un buen día decidí divorciarme. Como dicen en las películas de vaqueros, sentía que el pueblo era demasiado chico para que pudiéramos vivir los dos para compartir el Saloon.
“A mis cuarenta años cumplidos me hallaba en una situación por lo menos irregular, la vida continuaba igual de inocua menos un marido, odiarnos con lenta pasión y hacer el amor habían quedado atrás en los calendarios. Pasé meses de dudas y miedos anexos a la separación y al ocurrir fue decepcionante por la ausencia evidente de secuelas terribles. Viví los primeros tiempos en tonta resistencia y mentalidad de viuda, luego maticé una serie de aventuras con amigos cercanos a la pareja y compañeros de trabajo dispuestos a esporádicas sustituciones sin compromiso. Creía hacer algo novedoso, pero entendí que me acostaba con hombres conocidos desde la misma época que estábamos ennoviados con mi marido, en algunos casos desde más atrás, lo que era una manera de continuar casada y decidí divorciarme en serio.
“Por consejos de allegados, oídas casuales de anécdotas en el sanatorio y la necesidad de renovar emociones, sin darme cuenta me encontré un día llenado extensos formularios en los consulados de Australia y Canadá, lo que para una mujer de mis características equivalía a planear una excursión a Ganimedes. Careciendo de estatuto político en peligro así como de apremios económicos y de la juventud requerida por los planes de partida, a los funcionarios debió desalentarlos mi relativa indiferencia durante las entrevistas. La falta de ansiedad por parecer simpática a los reclutadores y deseosa de contribuir al desarrollo triunfal de sus respetivos territorios. Les decía -sinceramente- ignorar la causa por la que deseaba irme lejos del país, se los repetía hasta desconcertarlos e incluso pidiéndoles asistencia para que me tentaran con los encantos irresistibles de aquellos países; me convencieran de que no tenía más nada que hacer en la Banda Oriental.
“El impulso buscado en los consulados, imperioso al principio de la separación como la compra de ropa interior seductora, pasó y llegué a olvidarlo. Una parte mía estaba resignada, aceptando que era tarde para intentar un cambio radical de vida. Sólo podía aspirar a mudanzas parciales, cortarme el pelo, ponerme a estudiar inglés en el súper intensivo de la Alianza, ir a todos los espectáculos teatrales en cartelera como no hice de casada. Comenzar a saltar con otras veteranas rellenitas sobre un piso de tablas en Pocitos, al ritmo de Bee Gees y vestidas con equipos Adidas fluorescentes. A pesar del movimiento agitado en la superficie mi cotidiano seguía transcurriendo en un vértigo insulso que debía tener algún sentido secreto.
“Fue cuando llegó la carta firmada por el administrador de un sanatorio evangelista de Toronto. El responsable decía que, luego de haber considerado el dossier profesional estaban interesado en mí si bien por el momento no había plaza disponible que correspondiera a mi perfil. Al menos, insinuaba, que me interesara trabajar en una clínica dependiente de su organización y recién inaugurada en Eskimo Point. Sin agregar información sobre el proyecto expansionista les parecía evidente y normal que yo conociera el lugar mencionado. Por el tono del comunicado supuse que Eskimo Point era lo bastante lejos e inhóspito como para desanimar a las enfermeras de Toronto. Las condiciones laborales, querían ser sinceros en la eventualidad de que estuviera interesada, eran más «complejas» de lo habitual. En consecuencia, ofrecían un salario suplementario al año más otra serie de beneficios menores para la instalación y que considerados desde aquí no eran nada desdeñables.
“Cuando terminé de leer la carta por segunda vez entendí que tenía en mis manos la única propuesta de trabajo que, dada mi edad, recibiría del extranjero. La última oportunidad de llevar a la práctica lo que teoricé con amigos, amantes, todo ser dispuesto a escuchar la incontinencia verbal sobre mi ida de país, también con mi ex con quien almorzaba cada tanto y resultó mejor amigo que marido. La carta entreabría una última puerta de salida poniéndome en situación de estar obligada a decidir en pocos días. Era de no creer: esperé a firmar el compromiso en el consulado canadienses, tener pasajes confirmados en la cartera, pasaporte nuevo y luego de liquidar los asuntos vivir los últimos días en casa de una amiga, para buscar una noche en un Atlas a escondidas el destino que me tocó en suerte, el lugar designado para la aceleración de comenzarlo todo nuevamente.
“Usted sabe cómo se viven esos días previos a un largo viaje, puede entender mi estado de ánimo de entonces sin que comience con divagaciones. Algo en mí se relacionaba al espíritu de conquista, superando el miedo de marchar tan lejos debía explicar una resolución rotunda de mi vida monótona de la cual era la primera sorprendida. Lo admitiera o no estaba implicada en una aventura colectiva. Era tener un tío carnal llamado Mario viviendo en Alice Spring y que para no sentirse solo en el desierto, primero hace viajar un cuñado, después la familia y así sin detenerse hasta la seducción distante del barrio de la infancia. Desterrada sin papeles era una mujer condenada antes del proceso, un despilfarro incomprensible en aquellos momentos.
«La patología de la lenta integración puede suponerla, usted conoce el empecinamiento por hacerlo pronto como si la velocidad perturbadora de entender el nuevo sistema pudiera ser remedio y bastara la inseguridad de alejarse del pasado acumulado millas aéreas. Quería olvidar por el recuerdo de la asfixia, mi cabeza habituada a lidiar con cuerpos moribundos, descreída de tantas cosas en razón de una serie de fracasos se adecuó pronto a la nueva circunstancia, aceptando vivir días cortos sin la hermosura de una primavera soleada. Agradecía el silencio glaciar del universo que me rodeaba y de la gente, el idioma diferente sin puertitas de emergencia para pasar las confidencias. Reconocí el desinterés de los vecinos por conocer mis orígenes y cuando en un encuentro alguno me interrogaba agradecía su ignorancia haciéndole creer, dependía del día, que nací en plena amazonia entre antropófagos, en la cordillera de los Andes… dependía.
“Allá el universo es bosque infinito de árboles gigantes, tráfico intenso de barcos escoltados de gaviotas chillonas a pocos metros de los muelles de madera petrificada. Hallé refugio en el trabajo intenso, cargándome de guardias dobles con el propósito de quedarme sin tiempo para reflexionar sobre el pasado. En el hospital hice amistad con una española oriunda de Albacete que durante meses fue la única relación cercana a lo humano, le diría que la excusa para comprar un contestador automático. A consecuencia de la dedicación exclusiva, al poco tiempo crecieron los ahorros tanto como la estima profesional, parecía mentira que lo uno y lo otro llegaran con naturalidad, sin temor a un algo que arruinara ese idilio con la vida. Entonces viajé muchísimo, subí a más trenes y aviones de compañías regionales en veinte meses que todo lo hecho en más de cuarenta años. No lo quise así pero el correo con el Uruguay disminuyó en forma progresiva. Entre huelgas, violaciones de envíos y olvidos, de una abundante correspondencia que recibía recién llegada a Eskimo Point, pasé a cuatro destinatarios fieles.
“Ignoro como sucedió, alguien de nuestra colonia en Toronto consiguió localizarme y comenzó el envío de información sobre las actividades de una asociación compatriota. Acusé recibo como corresponde a una persona educada, mandé cheques cuando hicieron falta para ayudar a gente que llegaba destrozada. Con la misma firmeza esquivaba participar en encuentros de camaradería, temerosa de una indigestión de nostalgia y discursos encendidos con una mecha larga de veinte mil kilómetros. Esa precaución era la forma de evitar que alguien descubriera mi transformación en una matrona de hospital como mi amiga de Albacete. Por uno de los envíos que venían firmados por un tal Lucas que nunca conocí, supe que otros cuatro orientales vivían en la región de Eskimo Point. En la postdata el informante de disculpaba por la falta de detalles precisos pensando en una eventual localización. A partir del día siguiente, entre sorprendida y curiosa por mi iniciativa me hice el propósito de conocerlos, sin excesiva angustia pero ansioso como una muchacha me di a la tarea de localizarlos.
“Así por unos días, pero a medida que agotaba fuentes de información más incierta parecía la existencia real de los compatriotas. La gente del lugar, en un radio que aumentaba con voracidad daba direcciones o teléfonos que resultaban de panameños, polacos, camboyanos. Luego de siete intentos adicionales concluí que todo era un error desde el principio, fantasmas imaginados. Le cuento esto de entrada, porque una noche que estaba de guardia sucedió un hecho incontrolable. Mientras pasaba mi hora de pausa en la cafeterías de la clínica leyendo una revista de chismes sobre las estrellas de cine, Malcom se paró a mi lado. Era un negro inmenso salido de un equipo de básket profesional que coordinaba con endiabla eficacia el sistema de guardias del sanatorio. Llegó y dijo “pronto hispanish”.
-02h.23-
“Quería decir que en urgencias se requería la presencia de alguien que hablara castellano, fue forzoso que me levantara de inmediato y callada caminé a paso de practicante veterana al lado del negro por el corredor llevando hasta los ascensores. Una vez adentro del montacargas de camillas Malcom me entregó la ficha médica del paciente ingresado. De acuerdo al internista de la mesa de entrada, hacía diez minutos se había presentado en el pabellón en estado desesperado Juan Antonio Lavalleja. Tiene razón en lo que piensa: releí el nombre como si tuviera en mis manos un manual de historia patria para escolares. Me conmovió pues salvo error imputable a Dios, ese nombre evocaba alguien nacido en nuestro país, una variante de reencarnación fonética del jefe de los 33 orientales; y a medida que el ascensor bajaba hacia el encuentro frustrado las últimas semanas mi corazón se aceleraba.
«El pabellón C estaba reservado a enfermos de cáncer terminal para quienes no hay tratamiento que valga. Recuerdo que entré en la habitación con espíritu perturbado, lo primero que vi fue tres hombres que tenían en las manos gorras marineras de lana; en la cama estaba tendido el cuarto hombre, era calvo y presentaba la palidez de cuando la muerte acelera. El resto del cuerpo estaba asaeteado por cánulas y agujas sostenidas al pellejo inconsistente por tiras de esparadrapo blanco. Diversas tuberías de caucho formaban un sistema de irrigación exterior al cuerpo, el funcionamiento estaba conectado a máquinas con gráficas verdes en monitores de pantalla fluorescente, que editaban líneas coloradas sobre pliegos de papel milimétrico. Por primera vez desde mi llegada a Eskimo Point los instrumentos que utilizaba para trabajar eran objetos ajenos a mi vida, agresivos.
“En cuanto los vi lo adiviné todo, nadie tenía que decirme nada ni explicarme, sabía que eran ellos los señalados por Lucas de Toronto; por la misma intuición e informante ellos sabrían de mi existencia en la región. Era claro que nunca intentaron conectarme desde entonces, por un segundo pensé en decirles “y a este qué bicho raro lo picó”. Sería inadecuado dadas las circunstancias, menos quería presentarme como tonta distraída, deseaba que me reconocieran sintiéndose mal por haberme evitado escondiéndose de mí. Había pensado muchas veces la alegría posterior al encuentro y la manera en que llegarían los recuerdos comunes, había manejado para mí las posibilidades de la primera entrevista menos la real, excepto la verdadera que estaba sucediendo. Ahí tirado en la cama había un hombre moribundo, opté por ir frontal al asunto sin rencor diciendo: “son más difíciles de cruzar que marido millonario”. Uno de los tres hombres de bigote espeso como no se usa me miró con expresión de cordero degollado y dijo: “perdoná gorda, Juan Antonio pasó los últimos meses muy embromado de salud y se nos viene quedando.”
“La historia result***iguió. Te necesitamos Ivón, n ó simple siendo cuatro amigos que tenían un taller de chapa, pintura y mecánica por Gaboto y Gonzalo Ramírez en la zona sur de Montevideo. Según fueron contando eligieron el barrio para estar cerca de la Escuela Industrial donde los cuatro estudiaron siendo muchachos; cuando se conocieron y desde los primeros días de clase andaban juntos para todos lados, sabiendo que seguirían inseparables por siempre. Pasados los años de formación en el oficio llegó el momento de abrir el primer taller propio, estaba cantado y les preocupó más el nombre que le pondrían antes que juntar una clientela que daban por descontada. El primero que se les ocurrió fue “Los tres mosqueteros” por la evocación de la aventura y manido juego con el número de integrantes; en conclusión les pareció adecuado para una fiambrería, tal vez agencia de quinielas. Tres de ellos venían del interior, de Rivera, Tacuarembó y Flores, sólo Juan Antonio había nacido en la capital. Con ese panorama telúrico y un poco de audacia, resignados a la pregunta tonta que les harían varias veces al día decidieron bautizar el taller “Los tres gauchos orientales” tomando el nombre del poema de Antonio Lussich. Fue una solución aceptable y consensual si bien echaron de menos la presencia un vocablo de connotación mecánica en tan insólita denominación.
“El resto de la historia la conozco mal y ellos decidieron que la supiera hasta ahí nomás. Según parece los cuatro gauchos orientales tuvieron parte activa en la preparación mecánica y estética de los autos utilizados en aquella famosa fuga de los tupamaros de la Cárcel de Punta Carretas. ¿Se acuerda? Pues bien, como el suceso ocurrió en los primeros tiempos de la crisis y antes del golpe de Estado, cuando los detuvieron, gracias al resto de legalidad que circulaba en el país y la tensa cuestión de competencias entre justicias civil y militar les cayeron condenas cortas. Entre el día de la liberación y el aviso de que quedaban comprendidos bajo el sistema de medidas prontas de seguridad, con obligación de presentarse a firmar al cuartel del Buceo cada lunes a las seis de la mañana, una noche cruzaron en auto la frontera con Brasil. Siguieron de largo sin parar hasta Río de Janeiro, dieron con la oficina del Alto Comisionado para refugiados de Naciones Unidas y de allí a las cuarenta y ocho horas vuelo directo a Canadá; de preferencia a una región del gran norte donde no tiraran los autos de cinco años a cementerios de chatarra, los radiadores de calefacción funcionaran doce meses del año, se empastaran bujías, carburadores de motores fuera de borda y las sierras eléctricas se trancaran de repente por fallas del sistema eléctrico en medio de los bosques.
“A los pocos días de haber llegado al refugio asignado por un diligente funcionario, la manualidad probada y la astucia para resolver problemas mecánicos les permitieron instalarse con un mínimo de comodidades, tener trabajo asegurado y sobrellevar una vida sin sobresaltos. El nuevo taller se llamó “Punta Carretas”, barrio elegante de su ciudad de origen decían, que por debajo de edificios suntuosos seguía “oliendo a troperos desconfiados y con sueño, a bosta de yunta de bueyes”; a otros más crédulos les decían que homenajeaban un famoso hotel casino sudamericano, especie de Hollyday Inn del Sur con todas las comodidades a las que aspira un viajero de paso incluyendo un centro comercial con cientos de locales. Yo, que los había buscado por cuanto rincón pude los tenía delante mío como pollos mojados. El gaucho montevideano se moría sin remedio y nada podía hacerse para salvarlo, como supimos desde el comienzo de la consulta.
-Se muere sin remedio, dije sin mayor trámite, al estilo Albacete. Vivirá apenas un par de días.
“Los tres quedaron pálidos, callados y rabiosos como si creyeran sin aceptar estar ante la última recaída, esos hombres curtidos por la vida puchereaban como chiquilines. Ellos, que desarmaban en una mañana el motor de un barco de pesca estaban impotentes ante las fallas irremediables del mecanismo querido y que se pudría sin retorno hora tras hora. Nada podían contra la muerte, sin embargo la obligaron a una última pulseada antes de aceptar la derrota. Eso sucedió en julio de 1978, como para olvidarlo.
“Juan Antonio se despertó confundido por efecto de los somníferos que le suministraron cuando ingresó al pabellón de los terminales y apenas movía los ojitos.
– ¿Es la gallega que labura en el hospital?, preguntó.
-Tranquilo Juan, es la otra enfermera. La auténtica criolla que nos dijeron y con el defecto de ser bicho urbano como vos.
-Qué metida de pata, avanzó el enfermo. Encantado de conocerte… perdonarás la facha, por casa las cosas se complicaron, en lo personal digo.
-Es un jodón de primera, este Juan siempre igual, acotó uno entre ellos.
-Ahora déjenlo descansar, que buena falta le hace, dije.
“Con un gesto severo ordené a los hombres que salieran de la sala. En el corredor cuando escuchamos el brazo neumático sellar la puerta el de Tacuarembó se acercó para hablarme sin rodeos.
– ¿Se muere de verdad?
-Si, le respondí.
-Tiene que morirse contento, afirmó.
– ¡Pero qué me dice! Contesté, imponiendo de entrada un tratamiento distante y en guardia por lo que pudiera llegar luego, con la forma de una imprudencia de cualquier tipo producto de la desesperación.
“Fue como si yo no hubiera hablado.
-Tengo un plan, siguió. Te necesitamos Ivón, no podés fallarnos.
“Ese fue el comienzo de mi complicidad en una conspiración inofensiva que con perspectiva de años dejé de juzgar, sólo sé que ayudé a adelantar la muerte de Juan Antonio y sin arrepentirme. El plan de Isabelino tenía la descabellada belleza de las improvisaciones, era grotesco y tosco en su esencia. Logró emocionarme desde el primera momento tamaña muestra de amor para el amigo frente a la que fue imposible negarme.
-Primero hay que doparlo, dijo Isabelino que hablaba sin dirigirse a mí, como si en vez de consultarme estuviera dándome instrucciones.
-Dopado está, respondí cortante e inflexible. de otra manera estaría en un grito.
-Más, hay que doparlo más, hasta que pierda la lucidez, dejarlo medio bobo.
-Eso puede matarlo, comencé a decir.
-Ivón: Juan Antonio está muerto, argumentó el hombre mirándome a los ojos y le faltó sacudirme de los hombres para hacerme comprender esa verdad irrefutable.
-Es cierto, atiné a contestar aceptando cualquier cosa que viniera después.
-Con más razón hay que doparlo.
-Me niego rotundamente.
-Vos primero escuchá. Si no estás de acuerdo se hace como digas… pero antes escuchá.
“Le decía hace un rato que sucedió en julio de 1978, como siempre las fechas son importantes, fue durante el mundial de fútbol que se jugó en Argentina en plena dictadura de Videla, cuando algunos relatores miserables decían que los argentinos sin excepción eran derechos y humanos. Uruguay perdió de forma vergonzosa las eliminatorias previas y quedó afuera de las finales; pero al Isabelino se le ocurrió que el regalo para el amigo moribundo, mejor que el consuelo de la verdad religiosa revelada descreída y una conversión a la causa perdida in articulo mortis, era obsequiarle un campeonato mundial de fútbol color celeste puro.
“A Eskimo Point llegaban pocas noticias referidas al fútbol, salvo esos cuatro o algún que otro latino perdido en ese andurrial del mundo conocido, el campeonato mundial era indiferente al interés de la mayoría de los habitantes y hubo que esperar la guerra de las Malvinas para que supieran la existencia de un país llamado Argentina. Previendo el vacío de información Isabelino compró una Grunding transoceánica y seguía el campeonato partido a partido a pesar de todo.
-Tenemos que darle la última alegría con la final, para ello necesitamos que esté dopado y la escuche en sueños.
-Pero si ni siquiera fuimos, por favor… le dije.
– ¡Sí que fuimos Ivón! Sos vos la equivocada… fuimos, nos clasificamos con la fusta debajo del brazo y mañana, con toda la tribuna en contra jugamos la final en el estadio Monumental de Núñez, ¿entendés?
“Ninguno de los otros discutió la iniciativa y lo vi tan excitado que preferí callarme. De inmediato se acercaron a la cama de Juan Antonio y comenzaron a hablarle con la mayor naturalidad, tomando la internación como si se tratara de una congestión pasajera mal curada.
-Justo ahora se te ocurre andar mal… vas a tener que disculparnos por una vez, mañana de tardecita vamos a fallarte. ¿Te acordás cuando te decía que a pesar de toda la mierda que pasa allá le tenía fe al cuadro? Para empezar, me debés una botella de Canadian Club. Si mal no recuerdo largaste, como a vos te gusta, muy sueltito de cuerpo, que ni llegábamos a los octavos de final. Bueno: para vos y otros contras como vos, mañana de noche hay final contra los porteños en Buenos Aires, jugando de visitantes como nos gusta para agrandarnos.
“Al Juan Antonio, que no recordó haber apostado ninguna botella de nada se le iluminó la mirada, lo milagroso es que había decidido creer. Al borde de la muerte, la idea de Uruguay disputando la final era un disparate tan enorme que terminó por aceptarlo. Las debilitadas defensas del moribundo se desarmaron por esa carambola fantástica a tres mil bandas, el contraataque de la muerte pareció tenerlo sin cuidado.
-Nos van a cagar a pelotazos, comentó con una voz que buscaba decir lo contrario.
-Dale con eso… Vos tranquilo, aquí la compañera Ivón que prometió una pascualina para cuando salgas de esta, y a riesgo de perder el laburo salteándose los controles fijados por el ñansa que vimos hace un rato nos dará una mano. Mañana te traeremos la radio portátil así no te perdés detalles. ¿Te sirve Juan?
“El muerto sonrió, Juan Antonio tenía por delante un inconmensurable proyecto de noventa minutos para la exigua revancha después de tanto fracaso acumulado. Distrayendo hora y media a la muerte, haciéndole un dribling pizarrero sobre una baldosa del área del purgatorio. Más intenso que el cáncer que segundo a segundo mataba las células una a una, le dolía no haber tenido la oportunidad de volver ni una vez al país y caminar por Gonzalo Ramírez mientras amanece. Pasar delante del portón de la Escuela Industrial, pararse a prender un cigarrillo frente a la entrada condenada de lo que fuera “Los tres gauchos orientales”.
-03h.14-
“Ese loco tenía razón en cuanto al peligro de mi puesto de trabajo, si por casualidad llegaba a destaparse la maniobra, más bravo que la falta sería explicar la verdadera naturaleza de la infracción. El puntapié inicial se daría al día siguiente a las siete de la tarde, que allá en Eskimo Point es noche cerrada. Media hora antes, mi tarea dentro del complot consistía en administrarle a Juan Antonio una sobredosis de poderosos sedantes, dejarlo al borde de la conciencia y la credulidad.
“Como le decía, después de tantos años pienso en lo hecho aquello sin arrepentirme, durante el día señalado organicé lo necesario al plan con habilidad y desparpajo desconocidos en mí; argumentando solidaridad compatriota dadas las circunstancias alteré el sistema de guardias de la jornada. La propuesta se admitió sin reparos ni la menor sospecha, expliqué que por motivos laborales de los amigos el paciente debía pasar la noche solo y me permitieron acompañarlo unas horas. Malcom se portó de maravilla, a Soledad que algo sospechaba le prometí contarle los detalles más adelante; ella jamás me preguntó ni mu sobre lo sucedido esas horas.
“Al otro día, una vez terminado el revuelo de las visitas permanecí en el cuarto de Juan Antonio. En una cartera grande pasé el equipo de recepción, cuando estuve segura de que nadie entraría en la sala hasta la mañana siguiente lo escondí bajo la almohada. Hasta donde podía Juan Antonio seguía con la mirada cada uno de mis movimientos, en un momento acerqué mi oído a su cara y escuché “parece mentira gorda, ojalá tengamos suerte. Lo que será Montevideo a esta hora. Es mentira que aposté una botella de whisky, el Isabelino no da puntada sin nudo”, escuché y vi lágrimas perfectas que dejaban una traza salada por su cara huesuda.
“Le acomodé la cabeza en la almohada y gradué la luz en la intensidad adecuada para permitirle proyectar en la pared las imágenes que él quisiera. Coloqué el aparato entre los blancos de las telas, en entresijos de sábanas almidonadas, como si fuera otra aguja de sueño le acomodé en las orejas dos audífonos diminutos, por los que llegaría el goteo de otra solución al cien por ciento de palabras.
-La conexión está prevista para dentro de pocos minutos, le expliqué hablando despacio haciendo lo posible por convencerlo.
“En otro cuarto del piso superior sin pacientes pues estaban arreglando ventanas y el sistema de calefacción se refugiaron los amigos, abrigados con camisas a cuadros de leñadores, bufandas de lana y gorros calados de pescadores para protegerse de un frío parecido al de la intemperie. Eran tres polizones orientales en la aséptica noche del hospital, habilidosos en cuestiones electrónicas decidieron el plan de trasmitirle al amigo moribundo la verdadera final de la copa del mundo. Con el correr del tiempo fui adivinando la distribución de tareas.
-Cuando jugaba al fútbol allá en mi pueblo natal –comentó una vez Agenor el gaucho de Rivera- trasmitía el partido desde adentro de la cancha y más me gustaba cuando yo tenía la pelota. Al principio lo hacía para darme ánimo y meterme en el juego, después descubrí que eso volvía locos a los contrarios: queridos radioescuchas de ambos lados de la frontera, la toma Agenor con la pierna izquierda y hace rodar el esférico, cambia para la derecha, la pisa con pasta de crack y como hacen los que saben levanta la cabeza. Ve venir al colorado Da Costa trotando por el terreno igual que un bagual desbocado y lo esquiva, justo cuando el taimado pelirrojo tira un tremendo patadón ¡con toda la intención de quebrar en tres pedazos la zurda prodigiosa del príncipe Agenor! le erra de puro animal y queda chupando… Cuando relataba los goles de mi cuadro hasta el juez quedaba caliente como un brasero, así que me animé a trasmitirlo. En cuanto calentara la garganta estaba hecho.
“Isabelino sería el responsable de introducir comentarios sagaces a lo largo del partido, el vasco Echavarren se encargó de la locución comercial y que nada pareciera improvisado. En unas pocas horas los tres hombres reconstruyeron de memoria un universo de palabras olvidadas formado de retazos descoloridos, igual que si la proyectada final fuera a jugarse con una pelota de trapo remendada cientos de veces. Rescaté de un placar el viejo ejemplar del diario El Día con el aspecto de un rollo del Mar Muerto y sobre el que ellos se abalanzaron como si fueran la descendencia de Abraham; entresacando nombres de uno y otro ejército, agregando epítetos heroicos de un poema extraviando, buscando fórmulas verosímiles. Agenor sería el aedo del tiempo electrónico, vidente a ciegas que contaría la epopeya imaginada; para lo cual preparó un relato dividido con vacíos y minutos, donde se sucedieron trampas que divierten a los dioses, otros peligros acechando el campo de batalla, las adversidades de goles contrarios, una agonía por herida certera en muslos untados con linimento, expulsiones infundadas decretadas por árbitros venales. La progresiva venganza, hasta el logro de la victoria final con cánticos y libaciones por tres días consecutivos con sus noches respectivas. Isabelina sería el comentaristas de la patrística que objetivo sin contrariar la doctrina dominante, establecería para la posteridad la edición crítica definitiva con introducción, comentarios y notas.
“Lo más fuerte de aceptar sin charrúas, sin garra absurda, sin levante era que no se trataba de una broma sino del juego desesperado implicando al amigo de toda la vida para ayudarlo a morir, inventarle que pasara las últimas horas en alegría de despedida aunque se tratara de una gloria falsificada. El vasco entreveró todo lo que le vino a la cabeza, anuncios que leyó en páginas macilentas de periódico con recuerdos de idas al Estadio Centenario, la experiencia de oyente fanático de Carlos Solé tomando mate en pensiones los domingos de tarde, dándose a la invención de slogans publicitarios que anotó en hojas de cuaderno. Hasta urdió la recepción del telegrama de los compatriotas residentes en Eskimo Point “a quienes llegue también nuestro entrañable recuerdo en esta nueva hora glo-rio-sa del balompié celeste”, dijo el muy payaso.
“La orden de silencio en el sanatorio era estricta, apenas se escuchaba el rumor de los cuerpos tumbados en las camas debatiéndose buscando la mejoría. Siempre era la misma espera, que las enfermeras se alejaran y remontar el tributo que cada noche se pagaba a la muerte para llegar al amanecer. Por primera vez mi situación era distinta a la que decide el celo profesional, pasé de reflejos de enfermera competente y experimentada al desasosiego de una hermana mayor dispuesta a pasar la noche en vela a la espera de lo inconcebible. Era poco más de las dieciocho y treinta cuando Juan Antonio abrió los ojos, buscando en las referencias monótonas del cuarto la línea de un alambrado, el aliento de una muchedumbre enloquecida, los equipos rivales entrando a la cancha, banderas rioplatenses agitándose confirmando un presente lejano llegando por los oídos; señal de que en el piso superior los muchachos empezaban con lo suyo.
“Nunca escuché nada de lo inventado durante la espera, pero leía en el parpadeo del moribundo, el ritmo agitado de la respiración, los labios apenas moviéndose por la interferencia del tubo plástico, en las manos corriendo detrás de una pelota larga tirada a un puntero petizo y zurdo. Leía el gesto del cuerpo entregado, incapaz de continuar viviendo si no era con estertores y sudor nervioso. Me resultaba increíble a pesar de estarlo viendo que Juan Antonio desconociera la voz de sus amigos, incluso con la dosis que le suministré. Las pupilas se le dilataron y cuando intentó reincorporarse en la cama se lo impedí, haciéndole saber que comprendía lo que él trataba de explicarme. Cada tanto le humedecía los labios con algodón impregnado de agua azucarada fresca, imaginaba a los amigos embocados por el frío de Eskimo Point en el piso superior hablando sin parar, armando el mensaje, llenando de palabras el aire helado, tal vez ellos también creyendo.
“Comencé a inquietarme a medida que pasaban los minutos, temía que el paciente hiciera una crisis fulminante. Juan Antonio permaneció con los ojos abiertos, me miraba pidiendo que le dijera la verdad que merece un moribundo y luego se concentró en la pared apenas iluminada, donde quién sabe las escenas que proyectaba. Los últimos minutos debieron ser fatales, la cara de Juan Antonio se descongestionó y luego lanzó un gemido, estertor de puma herido de muerte que se oía terrible entre los caños. Con el resto de coraje que le quedaba se dejó caer agotado sobre el almohadón empapado de sudor. Cuando lo creí más tranquilo me acerqué, cambié la funda de la almohada y lo reacomodé para el descanso que él necesitaba con urgencia. Mientras yo trabajaba él hacía gestos, el pobre hombre estaba anestesiado al punto que sería imposible articular palabra, igual trataba de zarandearme las manos con las exiguas fuerzas que tenía, parecía que me estaba invitando a bailar aunque ahora que lo pienso era un disparate. Al final consiguió dormirse rendido de agotamiento; fue inaudito que en su estado le hiciera tanta resistencia al poder devastador de la droga que le inoculé dos horas antes.
“Pasados siete minutos luego de la quietud escuché que la puerta se abría, eran ellos. Parecían el espectro demacrado de los Max Brothers y queriendo en vano moverse sin hacer ruido, a cada gesto se llevaban el dedo índice a la boca exigiendo silencio de manera ridícula. Uno a uno fue abrazando al amigo dormido como si nada raro hubiera sucedido en esa pieza las últimas dos horas; sacaron de un bolso la botella de bourbon, después de darme un poco de whisky en un vasito de plástico se le pasaron entre ellos y cada uno se mandó un largo trago. A Juan Antonio le mojaron los labios con un pañuelo blanco como si el whisky fuera láudano y Agenor arrodillado junto a la cama, le susurraba las palabras que me quedaron fijadas para siempre: “te imaginás Juan, toda la noche caravana por 18 de Julio, te imaginás allá pelado… que nos quiten lo bailado.”
“Para excepciones lo sucedido era demasiado; pasadas unas horas muertas de espera debimos salir del sanatorio disimulando como ladrones, era cerca de medianoche y a las seis en punto comenzaba otro turno. Lo más que podía hacer por ellos era citarlos para el otro día; así lo hice y estuvieron de acuerdo. Me llevaron hasta casa, excusándose en que vivían lejos para ir y volver en pocas horas dijeron que se quedarían por la zona portuaria tomando sopa de pescado y jugando a la baraja, aunque era difícil que pudieran encontrar en las tabernas un cuarto tallador. Necesitaba dormir y estaba por verse si esa noche lo lograba.
“A las cinco y media de la mañana ya duchada bebí un café más apurada que de costumbre, miré por la ventana tratando de adivinar cómo pintaba el día. Lo hice por costumbre; afuera seguía ocurriendo la misma noche y haría tanto frío como todos los días desde que llegué a Eskimo Point. Frente al portoncito del jardín estaba estacionado el Land Rover esperando, entonces tomé mis cosas y salí a la intemperie. El que manejaba debió de verme pues cuando llegué a la camioneta el motor estaba en marcha. Abrí la puerta y me acomodé en el asiento delantero que habían dejado libre; por el silencio y las caras ojerosas deduje que pasaron la noche sin pegar un ojo, escuché sonido de botellas vacías golpeándose en el piso de la camioneta cada vez que frenábamos en un semáforo.
“Era temprano todavía, en las inmediaciones del sanatorio había movimiento y a lo lejos -sobre la ruta nacional que se dirige al sur- era incesante el flujo de camiones de carga. La proximidad del hospital aceleró los pensamientos de todo tipo, dejamos el jeep mal estacionado cerca de la entrada principal y fuimos derecho a la habitación de Juan Antonio. Cuando entramos en el cuarto nos impresionó la limpieza y un fuerte perfume a lavanda fresca, eso era un claro en el medio del bosque. Había sobre las banquetas ropa de cama planchada durante nuestra ausencia y en el wáter un precinto de papel cruzado asegurando la desinfección. “Lo siento”, escuché que alguien decía a mis espaldas casi disculpándose. Era Malcom hablándome a mí como si el muerto fuera un pariente cercano dejado de ver hace años, mi padre, mi marido. Sabía que Malcom había arreglado todo lo necesario, disponiendo de la mejor manera los detalles prácticos activos en la órbita del sanatorio cuando muere un paciente; como la vida sigue, me entregó la planilla de trabajo con mis obligaciones bien establecidas para el resto del día.
Le dije a Echavarren: “Vasco, andá con él a la morgue a reconocer el cuerpo.” Echavarren obedeció sin chistar y se fue con el moreno que aminoró su ritmo de marcha habitual. Visto de atrás el vasco parecía más chiquito, un infeliz con las manos metidas en los bolsillos y la cabeza hundida entre los hombros, sólo le faltaba un pedregullo en el suelo para ir pateando despacito.
-Gracias gorda, me dijo Agenor cuando quedamos los tres solos.
-Vamos, dijo Isabelino. Tenemos mucho que hacer. Cuando tenga claro el panorama vengo a avisarte.
“Presentí que era esa la despedida definitiva; incluyendo la lástima contenida por una linda relación que pudo haber sido en el pasado, cuando todos estábamos con vida. Después nos vimos unas pocas veces esporádicamente; nunca en la conversación volvimos a los pormenores de aquella noche en que los orientales jugamos la última final de algo memorable.
-04h.04-
“Cuando decidí regresar al país tal vez por miedo a morir lejos como Juan Antonio preferí no encontrarlos por última vez. Les mandé una carta a cada uno y los llamé por teléfono desde el aeropuerto siete minutos antes de embarcarme en la repatriación. Contestó Isabelino, así que me dejé de rodeos.
– ¿Cómo salió aquel partido final?
-Me olvidé gorda, creo que perdimos, dijo. Vamos a seguir perdiendo por mucho tiempo.
-Pero me pareció que Juan Antonio…
-Vos lo conociste apenas… andá a saber… capaz que hizo biógrafo para dejarte contenta. El loco Juan era flor de bromista y eso desde chico, en la Escuela Industrial ni te cuento. Chau gorda, ahora sí pero antes un pedido final: cualquier tardecita sin apuro cuando recién asoma el verano por Montevideo y si no tengas nada mejor que hacer date una vuelta por Gonzalo Ramírez.
– ¿Cuándo los veo por allá?
-No en pleno verano porque el calor es insoportable, cuando recién asome. Acordate.
“Ya ve, había la verdad para mí destinada y otra que se guardaron para ellos cuatro… quien le diga que ahora mismo no estoy haciendo lo mismo con usted y le entrego una verdad para callarme otra. Perdone el atropellamiento final, en cualquiera de las versiones por la cual se decida también sufrirá la incertidumbre en carne propia y que en nada le servirá para el mentado informe que anda preparando. No hay testimonios verificables ni documentos escritos, tampoco fotos ni números engordando estadísticas. Le sucederá lo mismo que a mí, más que recordar pormenores que se lleva el viento desde ahora le costará olvidar el aire enrarecido de la historia escuchada, que tiene algo de la brisa costera soplando por Gonzalo Ramírez en atardeceres de mediados de diciembre, cuando recién asoma el verano en las veredas de Montevideo. No después y recuérdelo bien, no después.”
-05h.19-
Había pasado algo más de una hora desde que la mujer se me acercó y durante el relato me bebí la botella de vino, ni antes ni después interrumpí el relato de la enfermera y fui entendiendo que ella tenía razón por adelantado. Esa historia de barrio alejado del centro se quedaría fuera de la sociología orgánica, permanecería metida en mí como si yo fuera la enfermera Ivón o Isabelino. Ahora se trata de ponerle punto final a esta impertinente conclusión tan fuera de lugar al libro que presenté hace unas horas con singular suceso. Me consta que detrás de generalidades pocos elementos pueden sostenerse con objetividad fuera del ámbito de los secretos y faltarán por siempre. Nunca tendrá en mis manos los formularos de Agenor, Isabelino y Echavarren, menos el modesto pedazo de historia patria que Juan Antonio Lavalleja se llevó a la sepultura.
De hacerlo, la historia se daría maña hasta encontrarse un agradable principio inmaculado y otro final sorprendente, dejaría de ser masa intimidante de datos imprecisos para ser otra cosa: un cuento de apariencia improbable, como lo sería el intento de localizar a los tres orientales que viven lejos de nosotros en las afueras de una ciudad de pesadilla llamada Eskimo Point. Debo admitir que es demasiado tarde para esta madrugada y enfrentado a la impaciencia de la pantalla luminosa de un microcine proyectado de palabras, me pregunto si servirá de algo pulsar la tecla ENTER para salvar el texto que vengo de escribir.