El apodo secreto de la doncella londinense

Aquella muchacha escribía poemas;

Los colocaba cerca de las hornacinas,

de las lámparas

Marosa di Giorgio

Cuando la pasajera del camarote número seis se despertó, el largo viaje estaba próximo a finalizar y ayer -antes de que se retirara a descansar- uno de los oficiales se lo recordó.

-Falta sólo esta noche para llegar, que duerma bien y hasta mañana.

Ella dejó las sábanas desordenadas al levantarse, mientras se vestía le llegaba el escándalo exterior anunciando puerto a la vista, conocía el crujido animal del velamen plegándose, el rumor de las maniobras rutinarias y peligrosas de acercamiento a muelle. En la infancia siguió el espíritu aventurero de su padre, viajó más meses de los que un niño común pueda imaginar navegando con desigual fortuna por los siete mares que el Imperio sentía propios. Poder, colonia, riqueza y exotismo fueron palabras integradas sin recato a su temprana educación y el latín de rigor, así como los fundamentos de la religión protestante en la observancia de las buenas costumbres. La apertura al mundo, el conocimiento de culturas diferentes coincidiendo con el crecimiento se tradujo poco en conductas prácticas; quizá porque su padre le agregó al conocimiento directo (cuando hizo fortuna comerciando cacao) una disciplina estricta en los mejores colegios para señoritas europeas, establecimientos decididos a hacer brillar sus egresadas en la lucha por la elegante supervivencia en sociedad. Si su padre viviera le habría increpado el desperdicio de sus dones naturales, recordándole los esfuerzos persistentes de la familia por encauzarla. Llevado por un amor excepcional, él invirtió tiempo y malvendió acciones de explotaciones salineras en alza para acercarla al boato de las cortes; preparándola para contemplar tesoros, administrar palacios de cien habitaciones, protagonizar ceremonias tradicionales y juzgar sin error joyas, telas, fincas, músicos de los mejores conservatorios. A tan magnífico destino anunciado ella prefirió escabullirse como el orín londinense calle abajo, hasta ser un pilar de la sociedad en los estercoleros. Esas crisis, para la muchacha que se vestía en el camarote número seis parecían lejanas.

El viaje decidido por ella hacia el sur –la ruta donde había apenas antiguas colonias empobrecidas e islotes indignos de cualquier expedición punitiva- pondría la distancia adecuada entre ilusiones perdidas y resignación. De los múltiples itinerarios abiertos a su iniciativa la decidió el camino menos fatigado por sus compatriotas. Sería erróneo afirmar que estaba motivada por la curiosa ambición de hombres de ciencia de variadas disciplinas, ansiosos de contemplar de cerca el mundo salvaje, obsesionados por inscribir el nombre de familia en las futuras Historias Naturales. Tampoco heredó de su progenitor el espíritu puro de aventura propio del siglo de conquistas, ni la dependencia opiácea de alcanzar los confines del mundo por el placer de hollar con botas de montar la tierra donde la vista se pierde, tener esclavos a su disposición, vivir usufructuando el poder rigiendo vidas y dominios de propiedad privada inexpugnable a otra ley diferente a la propia. Ella aceptaba su horizonte en los contornos de la metrópoli entre crecimientos urbanos y demográficos descontrolados, donde desafío e incitación tomaban relieve particular y más disponibles que fiebres tropicales en el corazón palpitante de selvas impenetrables.

Ella embarcó en un velero que zarpó de Playmouth hace veinticinco días, lleva como equipaje dos baúles medianos, unos bolsos de mano y cartas de recomendación explícitas como para que las autoridades del “Mary Ann” le dispensaran un trato preferencial. Se aseguró una travesía tolerable, la tripulación y otros viajeros la aceptaron como mujer ordenada, tranquila y respetaron desde el primer día sus caminatas solitarias por cubierta. Leía la mayor parte del tiempo y en las horas de convivencia obligada del comedor resultó agradable compañía en las mesas que asignó la rotación de comensales; desenvuelta en sus modales y atinada en apreciaciones sobre la marcha del mundo. Los primeros días de la travesía el capitán se preocupó por su estado de salud, ellos se cruzaron en el salón de música después del desayuno y fue entonces cuando le dirigió la palabra.

-Espero que el inicio del viaje no haya desarreglado algo en su interior, le dijo. La encuentro algo pálida, si lo desea puede consultar a nuestro oficial médico que es una persona encantadora.

-Oh, mi buen amigo, le contestó la pasajera del camarote número seis. Le agradezco su preocupación por mi salud. Este color de las mejillas me acompaña desde niña y tampoco tiene usted por qué saber de mi fatiga los últimos meses. Le aseguro que estoy mejor que en los días previos a la partida, déjeme la ilusión de esperar los buenos climas del sur donde, dicen y usted debe saberlo, las mujeres son hermosísimas.

Los días siguientes acentuaron su mejoría, el sol durante la mañana maquilló sin querer su piel blanquísima y el humor a la hora del té adquirió nuevos colores. En aguas más azules y tibias ella comenzó a considerar los oscuros días pasados como una leyenda, fantasma entrevisto en la neblina y otros recuerdos recientes, conformes a un folletín desaforado que publica la prensa sensacionalista. Ante tantas historias recurridas de hipnosis catalépticas, fumaderos malasios, sociedades secretas en permanente conspiración, herencias malditas, claves guardadas en criptas y cadáveres congestionados por curiosísimos venenos de origen afgano, su debilidad resultaba menor. Como menor era, sin retacearle la contundencia de realidad su persistencia incontrolable que precipitó la salida.

En pocas horas ella gestionó el pasaje y una vez con el billete en su poder se dirigió a Falstaff Street, el callejón tradicional de las librerías de viejo. Compró tres volúmenes escritos por viajeros que le brindaron información pendular entre lo abstracto y lo particular.

-Es una buena decisión, sorprendente pero excelente, dijo el vendedor de libros. Lamento no tener el ejemplar de Darwin… quizá si regresa el mes entrante…

El primero de los libros era Impresiones de un viajero rumbo al polo sur. En lo medular el contenido se limitaba a cartas marinas profusamente documentadas, un prolijo y exhaustivo arqueo de puertos del continente austral sobre el Atlántico, incluyendo un apéndice donde el almirante Burton, autor de la obra y responsable de la expedición, se dejaba llevar por leyendas colonizadas. Su calenturienta imaginación pueda atribuirse acaso -como afirmó el librero que aseguró haber conocido al marino- al exceso del alcohol de la caña de azúcar de la ruta antillana. Si la primera parte de su crónica era deliciosamente erudita, la segunda incursionaba en el delirio; como si Burton, armado con gracia y don para navegar sobre la superficie se hubiera liado con ciclos de mareas profundas. El ejemplar tenía celadas escondidas, hacía falta la sensibilidad de un cirujano diestro para distinguir en cuál párrafo terminaba la documentación o irrumpían los espectros del ron.

El segundo libro presagiaba los trabajos de Hudson postulando una visión singular sobre la región del Río de la Plata; se desentendía del norte misionero considerando las provincias entrerrianas, la banda Oriental del río Uruguay, las capitales del Plata y se deslizaba más lejos de las Faulkland hacia las islas Coronel, como si el autor presintiera que allí y en un futuro predecible tendrían lugar memorables batallas navales. El libro en cuestión- Las fronteras invisibles del Río de la Plata -era el informe final de una misión militar, astutamente argumentada con hipótesis económicas referidas a materias primas, hipótesis antropológicas concernientes al destino de los aborígenes. Las fechas en clave usadas por la misión derivaron en tendido de vías y locomotoras, compañías del gas, líneas telefónicas y frigoríficos. El tercer volumen, pequeño y encuadernado en cuero de Rusia se titulaba Incongruencias contempladas ante la fortaleza, tenía como subtítulo «crónicas del desarreglo montevideano» y lo firmaba un tal Wiesengrund. Esas fueron las estimulantes lecturas que acompañaron a la pasajera durante el viaje. El primero de los libros oscilaba entre realidad e imaginación alcoholizada con generosidad, el segundo tenía la contundencia de misión oficial y el tercero era la crónica del dandy extraviado en la colonia, que sin el asombro de los naturalistas suponiendo en cada bicho o hierba otra ley de la naturaleza, se escandalizó por aquello que echaba de menos utilizando la crónica costumbrista y el humor ácido. En el último modelo la pasajera halló un destino opaco y adecuado: perderse en un arrabal hasta ser una desconocida. ¿Qué otro nombre podría darle ella a su partida? Alejamiento parecía más pertinente que huida; una decisión inteligente, evitando reiterar el error de subestimar a los otros. Ella volvería a salir de casa durante la noche pero lejos de Londres, la prudencia aconsejando distancia y la intuición, cuando lograron imponerse la inclinaron por las praderas del Río de la Plata. Descartando la confusión del color oriental que sucede al Mar Rojo y el panteón infinito de la India, cuyos brazos arborescentes estaban sofocando la garganta de la metrópoli.

Por el ojo de buey del camarote entra la luz rasante devuelta por un mar calmo. La mujer se vistió con prendas apropiadas a la cercanía del destino, ella abre un carné de notas para la escritura breve y poética de hoy: “Llegaremos al puerto de Montevideo bien entrada la mañana. Debe ser sábado y sigue siendo octubre. Soñé lo mismo de siempre, quiera Dios que esta ciudad pueda consumirme las horas.” Puede prescindir de trabajar pero le teme al ocio, sabe que los primeros meses deberá ocuparlos en fomentar nuevas amistades. Domina una técnica aceptable del retrato a la carbonilla, supone que la parte mejor de la sociedad quiere para sus hijos una educación correcta y que podría ser una buena institutriz. Se mira por última vez en el espejo del camarote, desde hace dos días tiene el equipaje dispuesto para el traslado a tierra.

Mientras se suceden las horas de desembarco los pasajeros pierden la abulia de días anteriores, reanudan una excitación irritante que los induce a estar incómodos en todas partes, faltan lugares confortables donde esperar, temen haber olvidado algo valiosísimo en los camarotes, en todo momento hay alguien que pasa cerca arrastrando bultos y hablando a gritos como los demás. Con la experiencia que dan incontables viajes anteriores, ella sabe que faltan minutos para que tanta exasperación contagiosa se disuelve y regrese el oleaje golpeando mansamente el casco de madera. La nave pierde velocidad, avanza despacio obedeciendo el rumbo estipulado de cartas alertas sobre los inmensos peligros de una bahía de apariencia apacible. Vista desde el mar Montevideo se asemeja a todos los puertos, alejadas de la costa se observan las brillantes cúpulas gemelas de un campanario, y nada más que el recuerdo del Nuevo Testamento pobremente ostentoso tiende a las alturas en el paisaje. Se adivina un caserío sin interés arquitectónico, una línea costera exigiendo un muro de contención con trazos humanos, antes del vértigo del verde, la soledad narrada y estampidas imaginarias de lectura reciente. Ese caserío informe y amurallado rechazó los embates de la armada real, esas tierras quedaron fuera de los mapas coloreados del almirantazgo. A la pasajera la perturban otros episodios menos trascendentes que la inestabilidad de los dominios transoceánicos de la Soberana.

Pasará la próxima hora ubicada a un costado hacia popa, sobre el barandal de cubierta, el acercamiento a los muelles dibujó mejor los perfiles que ella comienza a identificar en el horizonte ciudadano, comparándolos con estampas firmadas por viajeros anteriores. Sin tener la continua actividad de los grandes puertos del norte, había en los aledaños un número considerable de barcas ancladas aguardando combinaciones de tráfico marítimo y el trasiego de mercancías. La mujer se sofocó por la conjunción de tanta luz y la gritería de trabajadores, hacía tiempo que no estaba ante un espacio disparándose sin freno en todas direcciones incluyendo el Océano, disfrutó el olor del viento cargado de salitre diferente al de ropa sucia de sudor amontonada. La mirada se perdía sin la tensión de la vigilancia obligada, alejada de lenguajes rústicos y diálogos vulgares, guardaba como reliquia el silencio que fuera administrado con cautela durante el viaje. 

¡Oh! estaba feliz por lo sencillo que había resultado todo hasta el presente. Creía en Dios, pero más en la religión de la voluntad cuyo culto a su criterio la protegía en acechos y cacería. La imbecilidad de los otros también la decidió a partir, exhausta de leer falsas interpretaciones de sus maniobras deseaba ponerse a prueba de manera distinta a la vivida hasta el presente; consideraba que sus avatares estaban afectados por la presión de la ciudad dejada atrás. Por un tiempo se detendrían noticias adulteradas sobre ella misma; si lograba concentrar proyectos en la ciudad, haría leer a niños mestizos poemas de Keats y del resto quería despreocuparse. La prueba consistía en permanecer al borde de la línea fronteriza por desconfiando del territorio oscuro que extravió la mente del almirante Burton; lo condujo a describir palacios de jade donde pululan rancheríos, cultos de dioses bellos y crueles predicados por concupiscentes sacerdotes romanos, unicornios blanquísimos donde se reproduce el ganado marcado a hierro ardiente, teólogos de Alá y monjes de Siddartha donde la religión es de alambrados de púas y bosta, reyes paradojales devotos de Averroes donde campea la violencia de capataces sobre peones devorando carne ovina revolcada en cenizas calientes.

El viaje hundió el pasado de la pasajera en una pileta de formol, el futuro estaba prisionero en una palabra malgastada como aventura, el mero deseo que sucedan hechos; de ser posible prodigiosos como cazar un real tigre de Bengala montado en elefante, ver de cerca una insurrección de tribus incivilizadas de la costa africana. La inventiva del ocaso del siglo XIX se distanciaba de la poesía brotando en la obsolescencia del asombro periodístico, la ingenuidad que exige a cada día una aventura inventando la noche. La palabra destino conseguía en cambio satisfacerla; los héroes de la antigüedad se anteponían a la anécdota de sus trabajos –los sabidos- con conciencia tan lúcida como trágica, protagonistas de segunda. Ella que llegaba por primera vez a Montevideo, mujer de aventuras limitadas en abismos insondables, estaba agotada como cualquier muchacha y recostada sobre la baranda se dejaba llevar por su destino; como si durmiera en una sola de sus noches alienadas que horrorizaría a un húsar despiadado, en dos de sus horas entrañables capaces de inflamar la imaginación de la turba y quién sabe… puede que también a futuras generaciones.

Entre recuerdo y suposiciones rondándola ella era un presente concreto, comprendido por los próximos días y el proceso de integrar su vida en Montevideo; podía alivianar la urgencia de los nervios pensando que regresaba. Nunca conoció antes un montevideano ni se había interesado por su color de piel, medidas antropométricas, variaciones del dialecto regional y si comían carne cruda con las manos. Sabía que allí fueron exterminados los salvajes en una emboscada, se hablaba una suerte de castellano degenerado y era inconcebible mensurar qué tanto la mar océano logró erosionar la gramática de Nebrija. La facilidad que siempre tuvo para los idiomas, el recuerdo de las declinaciones declamadas y la lectura de dos Novelas Ejemplares, le dieron confianza y un conocimiento elemental del idioma que la esperaba. Estaba dispuesta a mantener con orgullo su acento incluyendo los modismos de barrios populares; pasando por puerto las lenguas rectoras derivan pronto en híbridos intraducibles y deseaba permanecer en el interior de una lengua coherente, tranquila al gozar un léxico suficiente para hacerse entender en días venideros.

La pasajera traía cartas para tres compatriotas tentados por la aventura y tenía la esperanza de encontrarlos, tres mensajes lanzados a suerte diversa, para quienes se les perdió el rastro y los últimos contactos fiables remontaban a mucho tiempo atrás. Ninguno de los destinatarios sabía de su llegada ni la estaría esperando; uno de ellos -en su último contacto con Inglaterra- se confesó aquejado de fiebres tropicales, escalofríos continuos y alucinaciones pobladas de pájaros. Al segundo se lo suponía al frente de la explotación ganadera en un campo de insolentes dimensiones, aunque escribió sobre sus deseos de trasladarse a la Patagonia; para la pasajera habituada a calles estrechas de barrios miserables, la sola idea de casas separadas por millas de vacío le causaba vértigo anticipado. Del tercero se contaba que se extravió más lejos de las últimas poblaciones fronterizas hundiéndose hundiera con plena lucidez en la espiral de la locura; partió -se había comentado- a inciertos territorios de la imaginación para jamás regresar; excepto bajo la forma de relatos de crueldad y despotismo, contrabando, saqueo y violencia incitados por un hombre educado, buscando ser signo de los extraviados en trillos cimarrones. A ella le agradaba la misión de llevar mensajes a la nada y que deberían ser entregados a como diera lugar, aceptó ser portadora por gentileza y curiosidad de acercarse a humores de esos hombres, tratando de entender las nuevas tierras al precio de la vida, al costo de la racionalidad, acoplando el mecanismo entre la partida a buscar fortuna y el fracaso por razones desconocidas.

A su manera extravagante durante el último año, tentando la resistencia de sus limitaciones descubrió con placer que, partiendo de modestos propósitos, se podía llegar lejos; atrás la resguardaba ahora el territorio infinito del mar océano. Apoyó los antebrazos en la madera húmeda del barandal de cubierta, el viento pasaba sin resistencia entre los mástiles desguarnecidos y la proa del barco olfateaba la cercanía de puerto seguro. La intensa actividad a bordo tenía, en el espejo del bullicio aguardando en los muelles el rito del contacto formal: representantes de compañías de seguro, grupos de curiosos, el Correo esperando sacas, autoridades sanitarias rastreando pestes y la tuberculosis, esas ratas, siempre las ratas… Están los hábiles del puerto para quienes el quehacer es rutinario y comerciantes aguardando impacientes la llegada del té, casimires azules, juegos de loza y especies. Se asoman peones prontos a entrar en acción, más lejos el paso taciturno de marinos de bajeles anclados en muelles y acercándose cuando llega un navío de las dimensiones del “Mary Ann”. El capitán Edberg se pasea satisfecho supervisando maniobras, a los representantes de la naviera que contrató sus servicios les entregará la carga en tiempo, pasaje engordado y satisfecho, tripulación laboriosa disciplinada hasta el final. Las expectativas de llegada diferían apenas unas horas con el minuto presente, que consultó en el reloj de bolsillo y ello seguía enorgulleciéndolo a pesar de ser viejo conocedor de la ruta del sur.

Sin inconvenientes a la vista la muchacha londinense cumplía en orden el itinerario de su voluntad y aun así estaba incómoda, como si por primera vez le pesaran los años que tiene. Enigma corporal para quienes la frecuentaron de cerca, ocultos en su fisiología de muñeca fibrosa y facciones de máscara de Colombina. Una fuerza desconocida le hace desear permanecer a bordo del “Mary Ann”, repetirse que si de ella dependiera se encerraría en el camarote número seis como en una posada mientras la nave permanece en puerto. Es el mejor método para conocer otras tierras y con esos datos imaginar futuras impresiones, determinar la estatura de poetas uruguayos -si es que los había- y la veta del mármol decorando corredores de palacios ocultos a la vista del viajero primerizo. Impregnarse del olor a madera de los árboles de la selva profunda, exigencias rituales de dioses desnudos verdaderos, la forma de animales fantásticos desdeñados por Buffon, las leyes que rigen su álgebra prediciendo eclipses lunares según astrólogos oscuros y calendarios llovidos de sangre. Así podría imaginar imaginaciones más verdaderas que la taciturna realidad que la aguardaba, nada le impedía otear la tierra desde el barco, desde el montículo del mar interrumpido por el violento apareamiento de los tiburones voraces. Su deseo acuciante sería regresar a la nauseabunda putrefacción del Támesis, ante ese imposible brotan de sus ojos lágrimas de niña y la necesidad similar a una llovizna de razones, admitir el precio del exilio voluntario, el impuesto repliegue con castigo sin justicia; el tácito acercamiento al primitivismo atenuando la distancia entre sus esfuerzos morales y la hipocresía social, en la que sus gestos de pericia fugaron del círculo de lo impresionable, del escándalo gratuito para recuperar la esencia: ecos de ritos sacramentales, sacrificios justificados en una sociedad sustentada por masacres. Cadáveres amontonados en la morgue, niños prostituidos y vejeces abyectas: submundo admitido en un mundo cruel, incapaz de digerir con dignidad el golpe efectivo de la violencia exagerada. La evidencia del asco de la condición humana es distinta que la advertida en los amaneceres, cuando los vagabundos borrachos dan voces de alarma.

Se dejó mecer y arrimar a la costa por una embarcación sobre el mar calmo; durante días contempló el avance migratorio de los cachalotes, vio balleneros a toda vela persiguiendo en el horizonte chorros de mar ensangrentado y el espectáculo estremecedor de una tormenta arreciando en la distancia. Eso recordó que había visto durante el viaje, mientras el barco se acercaba a la costa, el “Mary Ann” se recuesta al muelle y hace oír el crujido prolongado de la estructura. La desidia consistente en olvidar pensar gestos prácticos por concentración de otros pensamientos terminó, era el momento de tomar decisiones, conociendo las exigencias de la soledad la pasajera bajará a tierra a terminar de una buena vez con la pausa marina. Le llevará tiempo ubicarse a su gusto en la ciudad, ordenar la documentación ante las autoridades, alquilar casa y evaluar posibilidades de trabajo. Quiere moverse con libertad sin el peso del equipaje, con un funcionario llegado a bordo desde una de las lanchas que rodeaban el “Mary Ann”, la pasajera contrató la custodia de sus baúles en depósitos de la misma aduana; con un segundo caballero comedido que hablaba un inglés aceptable reservó habitación en el Hotel del Globo.

-Excelente decisión milady. El hotel está cerca de los muelles y en el corazón de la ciudad, le dijo el comisionista. Tiene suerte, quedan sólo tres habitaciones disponibles. Es cierto que hay otros hoteles de categoría como el Colón y el Pyramides, pero están hacia las puertas de la antigua ciudadela.

Por primera vez en mucho tiempo la mujer estaba fuera del agobio de grandes preocupaciones que la decidieron a embarcarse. Dentro de diez días el “Mary Ann” pasaría por Montevideo pero rumbo a Europa, tiempo suficiente para escribir a los amigos, los pocos a quienes tenía ganas de remitirles unas líneas. Algunas misivas serían protocolares y en todo caso debería ahondar en falsas justificaciones del viaje, contagiar un distante entusiasmo por lo encontrado, deslizar la promesa de un regreso sin hastío ni cansancio para retornar a su patria, en su casa, entre su gente. La sonrojó recordar que las últimas páginas que garabateó en tierra a las apuradas estaban lejos de la correcta retórica epistolar.

Las despedidas formales entre el pasaje y la tripulación sucedieron la noche anterior, de día hombres y mujeres se saludan con cortesía, pendientes de inquietudes inmediatas; así quedó la pasajera solitaria más reconcentrada. Durante el viaje escuchó conversaciones que la incluían de forma tangencial, más de una vez estuvo tentada de refutar a los entusiastas charlatanes, ponerlos al tanto de aspectos omitidos por la completa ignorancia de los hechos. Prefirió dejarlos anegarse en la fantasía confiada de que, en las plazas de Montevideo, dejaría de oír esa mala novela; otra correntada de historias fantásticas -proveniente del corazón del joven continente- cancelarían aspectos confusos de su vida pasada. El rumor era la peor lacra, desinformación insoportable y persecución sin tregua de perdigueros delirantes. Allá las lenguas, palabras dichas, suplicadas y escritas la acorralaron; también por ello decidió escapar.

Lo que parecía un movimiento endémico dentro del puerto en una hora se desvaneció, los hombres que abordaron el barco proveniente de Inglaterra igual que piratas autorizados, una vez finalizadas sus tareas de contacto compra y venta, desaparecieron por encanto. La inglesa del camarote seis cató el tránsito de la exaltación del gentío a la soledad recuperada de las tardes oceánicas; por allí quedaban, pasada la marea del bullicio mercantil hombres rezagados, pasajeros sin acompañante e intimidados por la pérdida del anonimato, el retorno al inconfundible protagonismo de los gestos. El puerto trabajaba a pleno sin regularidad, con un simple golpe de vista se deducía que tenía instalaciones preparadas y fue pensado para intensos tráficos futuros. Cuando llegan mensajes por telégrafo y se divisan velámenes a lo lejos, por unas horas el puerto recupera -como si se tratara de una maniobra de naufragio simulado- la febril actividad que luego languidece hasta disiparse por arte de hechicería, haciendo del paisaje portuario un decorado listo para la representación alucinante de El buque fantasma. El Sur era eso: presencia obsesiva de imágenes hasta abarcar la realidad, como plumaje de pavos reales y un replegarse hacia la soledad evocando la opción de los suicidas.

Su decisión de ingresar en la naturaleza inhóspita responde a razones complejas, disponía de argumentos idóneos vinculados al desplazamiento para continuar engañándose y supo que rebasadas ironías oídas las últimas semanas, la verdad era que recorría la senda del exilio. Esa conciencia mientras de un momento a otro cambia el viento, alteraba el cuento del pasado, las justificaciones a sus actos y ciertas lecturas sosteniendo lo fundado de sus tesis. Al fin del viaje, el agrado del desencanto viraba de tono y así se sustituyen constelaciones del firmamento al saltar de hemisferio. La satisfacción hallada en sus iniciativas y la convicción ética relacionada con su tarea, toman tintes punzantes al saberse destinataria de una forma de condena flagelante. Algo entre los medios empleados y los objetivos perseguidos se había atascado, allá. ¿Qué otra cosa había hecho? Viajar sola hacia los confines del mundo donde se miente que mana la fuente de la eterna juventud, llegar a la ilusión de la existencia nueva imponía alejarse de su centro: ratas más enormes que gatos, rumor ácido de orines venéreos corriendo como el más humano de los ríos por arterias despreciadas, olor de heces subiendo en alcantarillas obstruidas por bosta de caballo, repollo podrido y pelos, color de coágulos espesos, cosméticas amontonadas para el falso disfraz de pretender cubrir el tiempo, eructos de cerveza agria al final de baladas llegadas desde el norte, melodías desentonadas por viejas desdentadas abrazadas a ebrios mutilados de guerra, perros fornicando mientras los apedrean niños en harapos, voces de jovencitas fregando a cepillo y en cuatro patas escaleras endebles llevando a cuartuchos alumbrados a vela… y el miedo rancio de la pasajera paseando por su noche tan distinta a la noche de todos. En el desplazamiento que concluye su etapa mayor ella perdía un capital de visiones y el sentido del tiempo, la vigilia del insomnio por la llegada de una lucidez superior. Estaba segura: los murmullos de la imaginería venida de la selva americana nunca lograrían distraerla del pasado.

Bajó la escalerilla del barco tambaleante, tensa, con recato de muchacha extranjera predestinada a devenir cautiva de los indios y advirtió estar pisando el confín del mundo, el punto marcado sobre cartas de tarot prediciendo su exilio. Desde ese instante comenzó a odiar la ciudad con el espesor del odio desterrado que desconoce razones. Llegaba sola a un país de nombre indígena, palabra de una lengua anterior a la llegada del inglés y del tosco español, midió en presentimientos la distancia insalvable entre sus lecturas y la hostilidad de territorios en estado semisalvaje. ¿Esos pensamientos eran circunstanciales, coincidentes con su desembarco anónimo y durarían el resto de la estadía indeterminada? ¿Tendría la oportunidad de hallar algo amable en ese caserío? Comenzaban igual a pertenecerle esas piedras de los muelles por donde caminaba, depósitos ante los cuales pasó inmensos como catedrales del progreso a medio construir. Tenía en la entrada los rostros opacos de funcionarios verificando su documentación y el gran portón de rejas abierto a la ciudad.

El día de fines de octubre presagiaba el verano, una molestia blanquísima hecha de reflejos sangrados al sol enceguecía al rebotar en superficies lisas y ella sudaba entre los senos por la piel acostumbrada al frío. A un costado escuchó el sonido del magnesio explotando; uno de los pasajeros del “Mary Ann” -un joven francés gesticulador y ruidoso- comenzaba el álbum fotográfico de la ciudad, encomendado por una casa editorial dedicada a viajeros y sociedades científicas de reputación intachable. Carruajes tirados por caballos aguardan a gerentes de empresas europeas que abrieron filiales antes de navidad. Los pasajeros de aspecto más aventurero, la mayoría hombres apenas salidos de la adolescencia, marchan decididos con sus arreos hacia el centro urbano y convencidos de que la travesía les usurpó días preciosos. Buscando comenzar cuanto antes las peripecias soñadas durante años de formación en pueblitos cercanos al milenio de haber sido fundados.

De ser ciertas las indicaciones recibidas a bordo el Hotel del Globo estaría en las cercanías del puerto, es ocioso alquilar un transporte y a ella le gusta caminar. Los baúles quedaron en el depósito y sus bolsos grandes de mano estarían en la recepción del hotel esperándola. La impresionaron las distancias que se organizaban alrededor de su cuerpo, de la planchada a la Aduana, de allí a los grandes portones y luego todavía. Muchos pies hasta la primera línea de bares portuarios que, mientras dura el día, disimulan su densidad genuina. Las explanadas de grandes piedras pegadas unas a otras se suceden como jardines en la campiña, los hombres son insectos terrestres atravesando desiertos cuadriculados de granito. La pradera artificial es interrumpida por un trazado deforme de vías férreas, sin locomotoras a la vista arrastrando vagones por ningún lado, paralelo doble de acero dando la vuelta al mundo marcando una latitud innecesaria a Dios. Su mirada se desparramó en la horizontalidad, la elegancia de la pasajera -cosmopolita y discreta- contrasta con el desaliño de los trabajadores caminando en silencio. Debajo de la falda, del juego plural de fraguadas enaguas, ella apuró el paso con la intención de llegar pronto al hotel reservado.

A unas doscientas yardas descubrió por fin un cartel indicando en inglés y francés la dirección hacia el Hotel del Globo. El maletín de mano le pesaba, estaba cerca del primer objetivo en tierra sin depender de la rutina organizada por la vida a bordo. Caminaba para sentirse a salvo, huía y consiguió salir del descampado alcanzando la primera línea de construcciones. Contrariando lo percibido desde cubierta –la apariencia de un caserío amontonado, trazado tosco de murallas rocosas- a uno y otro lado de donde se hallaba se extendía la perspectiva de construcciones recientes. Si a la derecha se insinuaba la continuidad de los mercados, barracones y depósitos, a la izquierda se percibía el inicio de un distrito tranquilo ajeno al pentágono pétreo de fortalezas y puertas defensivas; auguraban un desarrollo urbano sostenido, algo desaliñado que un observador paciente podría percibir de permanecer inmóvil por unas horas.

El Hotel del Globo era contiguo al puerto y rayano del centro de la pequeña ciudad que comenzaba a desbordar sus límites de baluarte colonial. En la zona se confundían mareas llegadas de las aguas más insólitas, marejadas humanas empujadas a esas playas por vientos diferentes. La calle del hotel caía perpendicular en los atracaderos, oficiando de precaria línea de demarcación para parcelas internas de la ciudad y tenía la singularidad de dar al mar en ambos sentidos. Separando el antiguo apéndice del casco original de las primeras casas efecto del crecimiento doble: paisanos venidos del interior llamados por el milagro de la capital, emigrantes llegados a tientas desde campiñas negras. El hotel resultó de una categoría más que aceptable, la pasajera conocía ese tipo de hospedaje; el inmueble sostenía cierta jerarquía, pero la proximidad implacable del puerto decretaba de antemano su condena y la ubicación probaba dos hechos evidentes. Que la ciudad era joven: los inversores evaluaron mal el riesgo del crecimiento anárquico vertiginoso del poblado recostado a una bahía, abierta a desesperados de toda Europa ansiosos de probar fortuna. Segundo, que el Hotel del Globo dejaría de ser establecimiento de clientela distinguida, para devenir lugar de encuentro de amantes y luego, cuando una prostituta hiciera en sus habitaciones el primer servicio de media hora consentido por la gerencia, se iniciaría una decadencia irreversible hacia la pensión, hacia el edificio abandonado con papel de diario en las ventanas y roedores –siempre las ratas- resbalando pezuñas por escalinatas de mármol de Carrara.

Ello sucedería en años cuando ella quedara excluida del mundo real. Hoy la esperaban como a un viajero cualquiera, uno de los cuales firmaba el libro de registros cuando la pasajera apoyó sus manos en el mostrador de recepción.

-Good morning. I’m Miss…

-Oh, si, la estábamos esperando. Bienvenida. ¡Welcome!

Era visible en la construcción del hotel la conspiración de arquitectos italianos, que en el sur del nuevo continente tenían la virtud relativa de lanzarse a combinaciones heterodoxas, capaces de confundir a un extranjero atento, dejándolo perplejo entre el rechazo y un vago sentimiento de pertenencia.

Buscando aparentar un pasado inexistente no se escatimaron materiales nobles comenzando por la fachada y la entrada principal; sin disponer de espacio suficiente igual se atrevía a jugar con la fuga de planos, las posibilidades de luz subtropical, la fragilidad de espejos y cristal, dando al hall talante de serenidad, hasta la bienhechora prescindencia de lo ocurrido puertas afuera. Los mármoles tenían sobrecargada elegancia de forjas entrecruzando rococó y solemnidad dieciochesca. Insinuación de manierismo decadente atemperado por grandes plantas de verde intenso, presagiando la cercanía de selvas húmedas y exuberantes. Si la distribución de ventanas, vitrales y claraboyas altísimas utilizaba las tendencias del sur mediterráneo, la recepción se decidió por el recato y sobriedad de la mampostería inglesa. Maderas finísimas prestaban cálidos toques de humo, licores entibiados acompañando lámparas y utilerías de un verde seco. Había en el conjunto cierta impunidad para disponer sin remordimiento del repertorio arquitectónico occidental. La intención disimulando la operación fluctuando entre saqueo y provincialismo; deseo de aparentar inteligencia y voluntad, alejarse por esa escenografía y ser decoradores del exterior. ¿Qué otra cosa podía ser un hotel? Una irrealidad aceptada, voluntad expresa de ser distinto al mundo exterior. Lugar de tránsito, antesala, refugio, leyenda de secretos ocultados y ausencia de preguntas.

La mujer, versada en el arte de observar temperamentos reconoció el carácter contenido de los empleados. Cortesía ostensible, indagación poco disimulada, servicio constante al cliente y criterio prescripto de la distancia. Durante su estadía ella sólo tendría trato con el personal visible; el otro, formado por negras y chinitas en zapatillas de yute, acarreando toallas tibias, lavando retretes y amontonando sábanas manchadas, sería presencia espectral en las horas que ella esté ausente de la habitación; sombras atravesando huecos de corredores y de quien la pasajera lo ignoraría todo. A su entender el personal visible era excesivo, parecía preparado para un número y calidad de viajeros que jamás llegaría al hotel. Ella podría ser un modelo cercano a tanta expectativa y frustrada en cada llegada de otro barco proveniente de Europa. El “Estrella del Atlántico” así como otros paquebotes del mar buscaban menos cada año los puertos del sur y las vías de Victoria Station pasaban lejos de Montevideo. La llegada de tales pasajeros se postergaba y sin ser ella la excepción: su viaje era lo distinto. La ciudad, en su primera línea de contención estaba pronta para recibir la melancolía de condes decadentes, el bullicio de amazonas envejecidas, artistas famosos del bel canto y banqueros dispuestos a invertir. Los barcos descargaban gente con olor a ajo dispuestos a partir siendo menos que nadie; devenir antepasados de estirpes vengadoras y rapaces, que esconden en casas señoriales cajones con fotos del abuelo zapatero remendón, guardaespaldas, clandestino de carreras de caballos. Esos no podían pagar las habitaciones del Hotel del Globo ni en la primera noche de encuentro con la tierra prometida, se perdían en calles de tierra y almacenes donde se escucha hablar en calabrés, húngaro, vasco.

El Hotel del Globo se niega el lujo de especulaciones al respecto, un hotel es el cuento con cien llaves necesitado de consumir novedades sin cesar. Así sobreviviría, hasta que el uniforme solemne del botones del turno de la noche pase a vestir el judas de los niños pobres del barrio y haya caído la penúltima letra del anuncio de entrada. Pensando en eso y clasificando los empleados ella se comportaba en entomólogo y le desagradó; si antes cayó en tentaciones similares rechazó repetir la experiencia con los empleados de hoteles que se estaban pareciendo unos a otros. Después de tantos días quería dormir en una cama apoyada en tierra firme, recobrar el espesor de lechos amplios con olor a lavanda, diferentes a los empotrados junto al ventanuco minúsculo, alineados detrás de puertas ruinosas, en corredores oscuros al final de empinadas escaleras de madera carcomida. La cama resultó grande y de bronce bruñido, la ropa blanca estaba impecable y limpia, sin una arruga. Ella entró en la habitación, cerró los ojos, respiró profundamente y en vez de impregnarse del asco previsible orillando la llegada del vómito, fue abrazada por un perfume de jardín recién segado, mezclado con olor a maderas de Oriente incrustadas en la puerta del ropero, en los cajones de la cómoda.

La habitación tenía lo necesario para alguien de paso y sumaba la grata sensación de que allí nadie durmió nunca antes: el aposento la esperaba y ahora comenzaba recién a cumplir la misión para la que fue decorado. La intimidó la soledad, el despojamiento cuando los cuartos disimulan el pasaje de otro ser humano. ¿Estaría la sobrecarga de ropas amontonadas en un rincón, sillones de raso raído, imágenes de vírgenes martirizadas, velas –el olor de velas- apagándose, mesitas cubiertas de carpetas bordadas repletas de baratijas, veladoras de porcelana, gatos gordos y peludos, mantillas cayendo hasta el tapiz pelado, el vaivén de orinales a medio llenar, peinetas con un diente de menos, jabones resecos y agrietados, cadenitas de bisutería, sillas enclenques, muñecas sin brazos y un párpado cerrado, frasquitos con líquidos colorados, pedazos de adornos, tazas, muchas cucharitas de metal y diarios viejos, cajas vacías de bombones desbordantes de agujas, dedales e hilos de colores, repisas donde apoyar pájaros de cristal, daguerrotipos ovalados con la efigie de los padres muertos, ceniceros a medio llenar? Eso la esperaba en habitaciones pretéritas cuyos bajos fondos nunca daban al callejón de la amnesia.

La mujer dejó la maleta a un costado, se desnudó despacio delante del espejo ovalado y se estiró en la cama queriendo descansar. Eran las ocho de la tarde cuando se vistió de manera informal y bajó al comedor; tenía apetito, pidió sopa de apio y un estofado con demasiada carne, el pudding la sorprendió gratamente lo mismo que el café a la italiana, aunque ella lo prefería a la usanza turca. Había pocos huéspedes a esa hora en la gran sala del primer piso, la desconcertó tanto silencio si bien preferible a la compañía de cientos de pasajeros, las inevitables sopranos que se hacían rogar poco antes de arremeter romanzas desgarradoras. Así como separaba miguitas de pan sobre el mantel, separó mentalmente con la punta de los dedos casi, lo sucedido durante el viaje de rutina aburridora, preguntándose si tendría fuerzas suficientes a partir de mañana para asumir las nuevas obligaciones. Las horas podrían ser planificadas sin inconveniente, lo extraño sería pasar la primera noche en territorio extranjero después de muchos años; sonó el carrillón discreto de recepción, ella miró el reloj de bolsillo que fuera de su padre y antes de su abuelo, atrasó las agujas hasta hacerlas coincidir con el horario de su nueva situación. Seguía viviendo con la hora de Londres y cinco horas eran poco según se calculara; dejó para mañana las secuelas de atrasar unas horas de su vida y pasar el tiempo leyendo la prensa inglesa -editada en Buenos Aires- mientras transcurría el ansia de la luz filtrándose, hasta suponer en la ciudad la presencia abarcadora de la noche.

Del comedor marchó a su habitación, ella entró y aseguró el pasador, acomodó las primeras pertenencias en los estantes del ropero, de la cómoda. Dejando sobre el sillón la ropa utilizada para bajar a cenar, se vistió con prendas más apropiadas para ir de paseo y antes de salir revisó el segundo maletín verificando si todo estaba en orden. Se propuso dar una vuelta inicial por las cercanías del hotel, por experiencia propia sabía que era peligroso para una mujer caminar sola de noche. Preparada para una de sus incursiones quiso partir sin plan determinado, pasear buscando ser otra más diferente, laborando las horas hasta conocer mejor que nadie rincones y callejones, portales mal iluminados, escaleras de puentes.

La escasa información que tenía en su poder desaconsejaba una larga excursión en la ciudad de nombre tan extenso. Cuando al recepcionista la vio decidida a salir, creyó su obligación aconsejarle el circuito menos temerario para los próximos minutos.

-Luego de la tercera calle, saliendo a la derecha, comienza la zona desaconsejable para una dama, dijo el recepcionista llegando a las instrucciones prácticas. Usted sabrá lo que busca… al hotel llegan pasajeros que me preguntan sobre tolderías de indios antropófagos, mansiones de gauchos, tortugas gigantes y campos de la guerra civil, siguió. ¡Ah! y de insectos gigantes. ¿Se imagina? Pobre de mí que apenas puedo dar información sobre tan poquito del país. Usted puede preguntarme lo que se le ocurra, me adelanto a decirle que ese entramado de conventillos y calles sin adoquines es la zona de la ralea. Por Dios, imprudente excursión para la primera noche… está a tiempo de encontrar actividad en la calle principal, que es muy coqueta. Salga y a la derecha, en pocos minutos encontrará una street iluminada. ¡Ah, mi querida amiga! El puerto dejó de ser lo que era hace unos años… nuestro establecimiento es rara avis que debemos cuidar. En la calle principal están la catedral, el Cabildo de la época colonial y el Club Uruguay donde encontrará personas de su clase. ¿You understanding?

-Si, bastante, dijo la mujer. Usted habla con prisa.

-Lo mismo decía mi finada madre, que en paz descanse. Feliz paseo.

Las historias del país y la ciudad la tenían sin cuidado. Creía en el valor incuestionable de la monarquía y los malones de arrabal los dejaba a la etnografía; no venía detrás de una caballada gritona de oposición sino de la distinción cercana al poder. Aunque lo intentara le resultaría fatigoso entender las causas de luchas fratricidas, compadecerse por la suerte de unos apasionados ciudadanos malogrados sacrificados por razones incomprensibles. Después de escuchar los consejos del recepcionista, la pasajera tenía claro el plano de ficción del lugar concebido con debilidades y prudencia.

La información iluminó la zona agradable del afuera, ella identificó sin error veredas que terminaría frecuentando tarde o temprano; era perceptible: a medida que avanzaba hacia el bulevar de grandes faroles la actividad se intensificaba. La gente del lugar discurría con desenfado sumiéndola en la grosera paradoja, acercándole el desconcierto sobre conflictos civiles -que ella suponía incesantes sucediendo fuera de los ejidos- y el atractivo contenido en bodegas de grandes barcos con cargamentos provenientes del norte. Caminó hasta la calle iluminada, las luces de faroles románticos se extendían a un lado y otro metiéndose en el mar tendiendo a la izquierda, perdiéndose ciudad adentro hacia un centro que se alejaba, el núcleo de una galaxia en fuga buscando confines del universo. Habituada a la cautela de pasar inadvertida se integró a grupos de transeúntes como una muchacha más. Las defensas iniciales dieron paso a una progresiva sorpresa, ella que esperaba sorprender la potencialidad de una epifanía de violencia inmediata estaba desconcertada; avanzaba en el espejismo menor de una ciudad europea, reconoció imágenes vistas en el pasado y oía el eco de avenidas transitadas con anterioridad. La primera réplica fue atribuirlo a un engaño de los sentidos fatigados por tanta tensión acumulada, propensos a cualquier mala jugada del encuentro entre la dimensión real y algo imaginado. El atractivo estaba en lo otro, caminó con curiosidad propia de cacería sin distinguir si era el zorro acechando una liebre o el zorro perseguido por la jauría. Podía concebirlo siendo la sucesión de imprevisible lo agresivo: comercios inmensos donde vendían pianos de concierto acordes a partituras de Chopin compuestas en Mallorca, panaderías alemanas ofreciendo tortas de manzana y dulces de Dusseldorf, salones de té cerrados por lo avanzado de la hora tras cortinitas de encaje y sillas de Viena junto a ventanales. Descubrió, emocionada, los escaparates de la Librería Inglesa con ejemplares recién editados en Londres, se detuvo ante una relojería exponiendo marcas prestigiosas de allá y en la vidriera había huecos necesarios para que -a la mañana siguiente- se colocaran anillos de oro con diamantes. Atrajo su atención la pulcritud de una sastrería para caballeros, que además de finísimos casimires exhibía una respetable variedad de sombreros. ¿Y si el viaje no estaba existiendo y ella permanecía en el muelle de embarque? ¿Se trataba del sueño en un wagon lit tibio que partió de Victoria Station para dejarla en Southampton, en Liverpool tal vez? ¿Tendría que subir dentro de algunas horas al barco de línea donde le asignarían el camarote número seis?

Al llegar a una esquina esas dudas prudentes se disiparon. ella enlenteció su marcha hasta quedar hipnotizada delante del cristal y detrás del cual un hombre sudado vigilaba un fuego. Desplazaba brasas rojísimas hasta dejarlas debajo de una parrilla apropiada a un martirio; sobre hierros paralelos de presidio, camastro de agonizante o alcantarilla, ventana enrejada de asilo mazmorra para enfermos mentales, le pareció inadmisible el espectáculo que revolvió su estómago. Trozos informes de carne colorada de sangre escurrida, costillares de corte transversal truncando huesos que dejaron de ser blancos para tostarse; a un costado la brutal disposición de naturaleza muerta que identificó al instante, riñones, intestinos, corazón, hígados, ubres, testículos, cabezas hachadas de lechones recibiendo calor pugnando contra la podredumbre. La imagen de las vísceras presentadas con una ordenación lindando la estética le congeló el tiempo vientre adentro. En el interior del círculo de fuego el hombre, incómodo cuando avistó a la mujer curiosa, sacó achuras para ponerlas en platos blancos, pasó de zonas tibias de la parrilla a rincones ardientes porciones solicitadas con urgencia.

Esa mujer no tenía aspecto de muerta de hambre, sus ojos eran más inquisidores que los de un simple paseante evaluando su apetito; ella se percató del rechazo que provocaba en el asador y salió del trayecto de miradas encontradas para recostarse en el muro, se llevó la mano al estómago sintiendo una punzada de embarazo avanzado. La violó el humo de la carnicería quemándose y devolviéndole los síntomas febriles de una enfermedad que creía arrancada del organismo, recuperó el antiguo trayecto de su itinerario bajo la forma de una atracción, el color interior, la necesidad de pelos y caricias, excitarse sintiendo que la acecha el peligro. A esa hora la ciudad se disolvía en una espuma sucia de sueño, en el penúltimo crepúsculo las personas desaparecían de las calles devoradas por la noche. Las luces se apagaban igual a velas a las que un viento venido del sur les desgarró la llama, a una señal inaudible al sentido se alteraron sonidos ambientales, rezagando un eco al nivel subterráneo de rumores trasnochadores. La masa amorfa de los sonidos de ciudad viviendo perdió intensidad, comenzaron ruidos nocturnos de individualidad fundiendo sonido con eco, certeza con duda, lo cercano y distante sin diferencia alguna.

La pasajera del “Mary Ann” en tierra distinguió el ladrido de un perro, venía del otro lado de una tapia de ladrillos derruida siendo la respuesta de algo parecido a un ladrido proveniente de mar adentro. Escuchó el grito de arenga del cochero incitando al caballo, la fusión del golpe sincronizado de cascos herrados en adoquines fundido al de los aros metálicos de las ruedas, el chasquido del látigo castigando la grupa de la bestia y el sordo relincho de dolor. Ella temía por otro sonido que de tan nuevo resultara imposible distinguir un aria inédita de la madrugada; al cuerpo llegaba el rumor marino reventando contra murallones y distinto al fluir espeso de mareas comprimidas pasando debajo los puentes de madera… después eran claros los pasos y risotadas, la música de instrumentos orilleros, portuarios.

Como ciego sediento en una ciudad a oscuras, ella se acercó al área vedada por advertencias del hombrecillo pusilánime del hotel, atravesó la línea imaginada sedada y tranquila. Desde el momento de embarcarse –escena que comienza a olvidar- cada gesto fue intento frustrado de ensayar ser otro personaje, ese arrabal del arrabal del mundo resultó a escala reducida, tenía tres, cuatro, puede que cinco calles insuficientes para sus planes, aunque el olor comenzaba a aparecer siendo el mismo de siempre. El ensayo para dejar de ser lo que había sido llegó a su fin, cada nuevo movimiento tenía un desafío de reafirmación, era un esgrimista alejado de la competición que intenta recuperar -en entrenamientos secretos- agilidad de avance, la estocada a fondo y distancia para tirar golpes a los puntos vitales. Pretendió poner un mar de por medio y su único bagaje auténtico era ella misma, que trajo íntegra de la isla, viéndose obligada a inventar artilugios, técnicas improvisadas, nuevos motivo de abordaje.

Estaba allí mientras ocurría el intercambio de miradas interesadas y las maneras lentas de caminar, donde ciertas urgencias requieren un ritual coreográfico de sombras haciendo pleno el placer de reincidir en la debilidad. La danza es el minué nocturno entre mujeres ofertando su declinación, jovencísimas doncellas soeces, gritonas y bebidas haciendo el invite insinuante a caballeros ocultos en portales, disputando tarifas con donceles a quienes les está permitida la altanería, simulando la custodia de rufianes discretos. La noche alternaba la luz de la luna con golpes de oscuridad total, la pasajera caminó de un lado a otro integrándose a la pavana en preludio con desenfado y le bastó una mirada para tener el panorama claro de la comedia. Tenía por delante varios meses para conocer entretelas de la ciudad, sería imprudente ahondar las vivencias en la primera noche; pudo marcharse, pero eran más potentes las ganas de mirar con desenfado. Algunas muchachas estaban sorprendidas por su presencia y repugnadas casi, como si la intrusa las desvistiera manoseándolas a la vista de todos. Una entre ellas, morena de algo más de treinta años intuyó lo buscado por la pasajera del camarote número seis, la agredió sosteniéndole la mirada, haciéndole saber que estaba dispuesta a darle lo deseado si pagaba el precio que exigía un servicio excepcional. La adivinó en la manera de encender el cigarrillo cuando estaban a menos de dos metros una de otra. En la firmeza de las manos iluminadas por la llamita, la morena también se excitó con el regusto de la caña subiéndole al paladar hasta provocar su propio infierno. Ambas sabían innecesarias otras declaraciones en la entrevista sin huecos para malentendidos, fueron directo al asunto, la pasajera aceptó sin regatear el precio establecido por la morena y pidió postergar el encuentro hasta el otro día por estar, dijo mintiendo estar al final del período invocando discreción que se daba por sobreentendida. Demostrando su buena fe y confianza en la desconocida, la pasajera adelantó algo de dinero, exigió con firmeza varonil la exclusividad total para mañana. Se encontrarían a las nueve de la noche en un lugar que despertara menos suspicacias, el pacto quedó convenido, la pasajera le obsequio a la morena tres cigarritos turcos y después la besó en la boca pasándole la lengua por las encías catándola por adelantado. La morena sintió la mano firme de la extranjera en la cintura, el olor de mujer limpita y se derramó pensando el goce postergado. Después se separaron sabiendo las dos que mañana sin falta se encontrarían para retomar el delicioso asunto interrumpido. A paso rápido, dejándose arrastrar por el instinto fuera de control la pasajera del camarote número seis del “Mary Ann”, que atracó esa mañana misma en el puerto de Montevideo, regresó al Hotel del Globo. Por fortuna estaba el conserje de la noche y pudo obviar el comentario de su primer paseo nocturno al comedido que hablaba apuradito; cuando pidió la llave evitó demostrar la excitación, subió las escaleras a paso de institutriz frígida, entró a su habitación y abrió de inmediato la ventana para respirar hondo el aire de la noche, la brisa con olor a salitre. El corazón le latía fuerte, ella bajó la intensidad de la luz de gas hasta que las penumbras deformaron sombras sobre paredes empapeladas. Se desvistió despacio como si la morena de la calle estuviera ahí con ella contándole los viles desgarrones de su puta vida; se quitó la ropa menos la camisa, fue hasta el costado de la cama grande y se sentó; abrió el maletín con iniciales grabadas y sacó uno a uno envoltorios de terciopelo azul que fue desplegando como muestrario de esmeraldas amazónicas sobre la colcha bordó. A la luz de la llama azulada los aceros del instrumental brillaban disparando efectos espejados, las formas conocidas adquirían una novísima perfección y reflejaban senos envilecidos de la morena que se dejó lamer las encías y su propia espalda acariciada por dedos ásperos de la mujerzuela. La pasajera tocó los bisturís, escalpelos, tijeras afiladísimas prontas a cortas las mamas y las tripas, preguntándose cuán larga será la noche de mañana o era preferible seguir huyendo del basurero de Whitechapel hacia Buenos Aires; lejos de sus amadas putas descuartizadas en la niebla y así -pensando como recién casada en el monstruo embrionario- la pasajera se recostó sobre el almohadón de plumas, hasta quedarse dormida para soñar con gallinas degolladas.