Los dos estamos sentados uno frente al otro repitiendo la rutina, él sin decirme nada y yo sin saber qué decirle. Como en otros encuentros previos, quiero suponer que en cierto momento -mediante un gesto cualquiera- él me reconoció como el reemplazo dominguero, es decir de domingo por medio; parapetado en los muchos años de amistad, mis visitas periódicas y el silencio que es el tercer amigo que integramos al número. Me inclinaba por esa razón que daría sentido a su manera de mirar, al sudor discreto de las manos y movimiento de labios insinuando una mueca de sonrisa.
Hoy también todo debería repetirse de acuerdo a lo previsto, la docilidad y su manera nueva de desplazarse por el mundo donde persisten movimientos tan suyos e incontrolables del Esteban que conocí. Fijado como está en un mutismo acaso perpetuo, él estaría pensando lo mismo de mí si le quedara algo de cordura. Mi amigo bloqueaba con naturalidad la impaciencia de enfermo hasta que yo le entregaba los paquetes; un atado de ropa limpia, algunos caramelos sueltos y dos cajillas de cigarrillos rubios. Nunca se los daba directamente, los dejaba a un costado suyo, en el largo banco de madera descascarada al final de un cantero de azucenas descuidadas.
Olvidando los paquetes le ofrezco un cigarrillo de los míos, el hecho llano de fumar estaba lejos para nosotros del placer, el vicio periódico y la costumbre; era una suerte de ceremonia exterior ayudándonos a permanecer callados sin necesidad de dar explicaciones, pensando en cosas para no decir, sintiendo en el paladar y pulmones el tiempo que tarda en pasar medido con un cronómetro de humo. Los veinte dedos, ágiles y torpes a la vez golpean cigarrillos contra la uña de los pulgares, descabezan fósforos contra la arena vidriosa pegada a la caja pequeña de cartón, hacen girar varias veces la ruedita del Zippo, hasta el momento de la llama equilibrando la presión justa y un ruido sin provocar chispa en la piedrita. Los encendedores de gas eran un objeto poco común entre los fumadores y costaba desacostumbrarse al olor a disán que empapa la mecha humedecida. Una vez instalados en la situación aunque parezca extraño yo era de los dos el más nervioso. Sin terminar de acostumbrarme a ese tipo de residencia y ese lugar en especial; pensaba más en los enfermos que observaba que en el reposo de las tardes de visita suponiendo una tregua vigilada.
Apenas salía por el portón principal era sencillo olvidar los jardines y sacudirme la tibieza del sol durante la visita. Normal proyectarme en pensamiento a las otras horas escamoteadas y la insomne intimidad nocturna de los enfermos. Me daba por imaginarlos juntos participando en un aquelarre, representando tragicomedias completas del mundo en diálogos esperpénticos improvisados cada noche. Viviendo la locura en los cuartos prohibidos a los que nunca acceden los familiares, exteriorizando manías recónditas y elaboradas, jugando con su cuerpo a flagelarlo, escupiendo con malicia contagiosa a enfermeros vengativos. Odiando las horas de duchas, descargas de electricidad, correas de las camas y golpes archivados en el armario de la discreción. Tampoco era de las mejores clínicas montevideanas, sin embargo para alguien que llegara por primera vez a la casa aquello parecía tener la perfección de la armonía; retiro recomendable, cuidados personalizados y buenos tratos que se daban por descontado.
Esa tarde el jardín prodigaba una belleza delicada desacostumbrada, las lluvias de las últimas horas tenían en ello buena parte de responsabilidad. Los muros aislando la institución del mundo, cubiertos en su integridad por una enredadera verde mentirosa, permitían mirar a todos lados sin sentir la agresión de la demencia circulando ni adivinar lo estricto del encierro. De no ser por los pijamas, uniforme adoptado en la mayoría de esos lugares, se hacía complicado distinguir por las facciones a los enfermos –incluso aquellos incurables- de las visitas, y más cuando grupos numerosos de unos con otros se entrecruzaban en los contraluces. La mayoría de ellos caminaban lento distanciados de toda prisa, recorriendo repetidas veces hasta la obsesión caminitos empedrados reproduciendo el mismo sistema de las calles antiguas de la ciudad.
Los senderos nuevos, conectando las dos glorietas laterales y el cantero central, contaban con el beneplácito de los paseantes, supongo que todavía más de los nuevos pacientes. A diferencia de los antiguos, que eran la prueba de tiempos mejores del terreno, los caminos recientes se limitaban a diferenciarse por una capa de pedregullo volcado sobre una tierra que se sabía negra, buena para plantar remolachas y lechugas. El arrastrar sobre las piedritas de zapatos de suela de caucho y pantuflas, producía un sonido monótono especial que podía asimilarse al silencio. Los días en que el sol era intenso subía del suelo una capa de polvo invisible produciendo efectos de luz interesantes. Los enfermeros vestidos para pasar inadvertidos, ubicados con método por todo el perímetro visible, se abstenían de intervenir cuando los incidentes eran breves. Si -por ejemplo- un internado inquieto llamaba la atención a familiares de otros pacientes más allá de lo conveniente, ellos se acercaban al perturbador dispuestos a poner en marcha instrucciones precisas de la dirección para tales situaciones. A veces –me di cuenta- era suficiente una mirada que los enviara a consecuencias en la impunidad de los consultorios para que el sacudido se aquietara. Hoy me llamó la atención el hombre pequeño y calvo, con palidez demasiado blanca para ser optimista en cuanto a su mejoría.
De los huéspedes merodeando a esas horas era el único al que nadie visitaba y esa excepción social parecía tenerlo sin cuidado. Como nosotros pero solo, él prefería quedarse sentado a la sombra; como algún otro domingo creí entender que nos vigilaba con excesiva lucidez. Ello hizo que pensara en nosotros y el banco de madera, caramelos y cigarrillos; me inquietaba la sospecha que sin distracciones ni parientes molestos que distraigan, el hombrecito calvo comenzara a entender algo de lo que yo ni quería que intuyera; tampoco deseaba invertir el proceso vigilándolo a él y de hacerlo, podría confirmarle situaciones que ignoraba si él presentía. Terminado el segundo cigarrillo fumado en silencio yo comenzaba a hablar, al comienzo despacio mientras Esteban escuchaba desde profundidades insalvables. Creo que algo en él condescendía a conocer mi entrecortado repaso del día y la semana, de temas varios de dudoso interés.
En los últimos tiempos no colabora ni con una pregunta y debo adivinarlo todo, armar una continuidad lo mejor que puedo. Cuando algo así sucedía, parecía que andábamos en desniveles sin encontrarnos, apurando contramarchas hacia direcciones opuestas. Lo que le contaba nunca correspondía a lo que Esteban deseaba preguntarme, si es que tal acuerdo podía ser posible. Las irremediables carencias de la comunicación verbal eran compensadas con movimientos del cuerpo, hombros, rodillas y cabeza; a pesar de su esfuerzo por dulcificar el código, era complicado descifrar sus movimientos. Esteban retrocedía, se volvía niño ingobernable precipitándose sin resistencia al país de la confusión, inventado en deterioro del entendimiento en esas circunstancias a pesar de mi empeño por empezar de nuevo todo, contar hasta cinco, decir oso y pala, repetir como un mimo mamá me mima mucho. Cuando llegaba ese declive había que guiarlo tomado del brazo por el pedregullo y darle una pelota roja de goma para conformarlo.
Mi profundo convencimiento eran pequeñas trampas que me hacía -nos hacía- para negar la clausura definitiva más notoria cada día; me aferraba fuerte a esos hilos delgados pensando qué tan atrás había que comenzar. Imposible suponer cuales imágenes o palabras pasaban por su mente porque algo pasaba de seguro. Frente a él y cuando intuía que esos pensamientos eran insistentes me plegaba al silencio; hasta transformarme en cómplice culpable por admitir que nada que pudiera hacerse valía la pena, tenía sentido de remisión. Ciertas tardes llegué a envidiarlo, prolongaba la visita más de lo debido obligando al enfermero a recordarme cordial y firmemente la hora pasada. Nunca fue sencillo resistir la mirada de Esteban, mirada hermano todo es así, una mirada es mejor que sea así, que así sea. Adivinaba los trámites de las despedidas y cuando me retiraba él volvía la cabeza buscándome, cerciorándose de que era el minuto de partir, ansiando desde ese instante de separación la próxima visita. Era su manera de decirme adiós entre vistazos confundidos, con gente que en orden salía por el gran portón, queriendo ser el último entre los últimos dando así el saludo más cercano al próximo encuentro.
Recuerdo que a las pocas semanas de iniciadas las visitas yo era experto en esa ceremonia. Con el tiempo, llegué a establecer una tipología organizada sobre los grados de enfermedad, tiempos de frecuentación de visitas e intensidad de afecto que mostraban los saludos entre los seres queridos. Algunos entre los visitantes comenzamos a reconocernos, acercados por el horario y la coincidencias en las paradas de ómnibus. El que subía en la calle Yaguarón frecuentaba a la rubia gorda, el de la esquina con Paysandú era constante con el joven de pantuflas azules. Entre todos sin ponernos previamente de acuerdo pactamos un acuerdo tácito: nos saludábamos recién al bajar en las cercanías de la clínica y dejando el resto del trayecto a cada uno con sus asuntos. Al principio una casi imperceptible inclinación de cabeza; luego comentarios livianos sobre el tiempo y el costo de la vida, después la etapa terminal: confidencias evocando diagnósticos, posibilidades de mejoría, remedios y laboratorios, técnicas de acercamiento, regalos obsesivos. El guarda del ómnibus a esa hora nos reconocía, los domingos de tarde el vehículo circulaba con pocos pasajeros y el conductor conjeturaba si marchábamos a la reunión de evangelistas, una mentada casa de salud, otra kermesse familiar.
El silencio referido, una vez instalados con Esteban en el jardín me dejaba tiempo suficiente para observar a los visitantes y catalogarlos; si bien lo hacía con método poco científico el margen de error era reducido. Los había graves, tranquilos y zafrales; las visitas del primer grupo se caracterizaban por ausencia de resignación a medida que el enfermo se les iba de los manos, cuando llegaba ese momento lloraban más y más creyendo en la recuperación del desgraciado. Las visitas de los enfermos calmos, agradecían interiormente la recuperada paz de sus hogares después de la internación, aspiraban a la mayor prolongación del tratamiento para que cuando-vuelva-pobrecito-esté-curado-del-todo-. El matiz humorístico lo proporcionaban los pacientes zafrales, de ellos dependía en general la manutención presente cuando no el futuro económico de los visitantes; sabedores de eso, aún en lo agudo de las crisis incrementaban sus tics con desenfado, haciéndose complacer deseos extraños y caprichosos. No era raro observar de vez en cuando en las inmediaciones inmensos conejos rosados de felpa, monos histéricos retenidos con cadenitas plateadas e inmensas tortas de cumpleaños con la cara de Blancanieves. Los halagados de tal guisa suelen tener chispazos de lucidez, en esos momentos sostienen que los parientes los internan con intenciones criminales; para nada se consideran enfermos pero muestran una marcada tendencia a la depresión.
Cuando resulta imprescindible una nueva etapa de internación, los parientes afectados sufren calculando lo que la temporada de control, como dicen, incidirá en la merma de las cuentas definitivas. El desgraciado lo sabe y se divierte con la idea sin ocultar la desfachatez propia de quien ya no depende del dinero. Contradiciendo las bromas vulgares, ninguno se cree mariscal prusiano de la primera guerra en funciones, ellos se limitan a pasearse entre los jardines completamente desnudos y tienen amartillada la acusación de abusadores en los labios y la punta del dedo índice. De esa generosa tipología que construí sólo dos enfermos parecen excluirse del bestiario irracional, los visitamos una viuda y yo. Son una hija que se empecinó en quedarse a vivir en los siete años y un amigo que se hizo demasiadas preguntas sabiendo que nunca tendrán respuesta; esta diferencia tiene mucho de arbitrario y es injusta con otros que ni conozco. La excepción de Esteban que es mi amigo resulta razón suficiente para rechazar toda clasificación. En el caso de la viuda, porque los ojos tristes de niña muñeca -en un cuerpo envejecido pronto- tienen poco de humano, es otra cosa. La madre siempre me cuenta que viene de hablar con el doctor, que si viera usted lo contenta que estoy con las novedades, que Clarita hace notables progresos y falta poco para que, un domingo de estos nos vayamos para siempre con valija y todo. La escucho con respeto y siempre es lo mismo repitiéndose, como si el avance en la familia fuera el de la irracionalidad. Ella insiste sin cuestionarse los tonos y la esperanza ficticia, al susurro de esa voz chillona recorrida por buenos augurios las cosas pierden sentido, inclusive los domingos de tarde sanos y soleados, calmos y solitarios.
Al final del camino empedrado, sendero enmarcado de acacias y abetos, se levanta el pabellón central de la clínica, una casona con demasiadas ventanas y mucha pintura blanca. La quinta, todo el predio, era una antigua residencia que conoció su esplendor por el año 1890. Un par de episodios confusos y truculentos precipitaron al olvido ese esplendor, sembrando una zona de historias folletinescas sensiblemente mejoradas con el paso del tiempo. Tentado por esas crónicas deshilachadas, alguna vez busqué en los diarios de la época y memorias vecinas clarificar, para mi curiosidad, el tramado secreto. Resultó un intento infructuoso, encontré apenas evasivas contradicciones, ganas de mantener tapado un historial de tiempos pasados con la única finalidad de asegurarse la dicha inexplicable del misterio. La casa así mirada sin estorbos ni argumentos complicados, cuentos o razones aparentes me sugirió desde que la descubrí por primera vez, la existencia plausible de una noche última y definitiva. Estando cerca de ella me daba por pensar revelaciones terribles en las que había olor a sangre. Tramé varias hipótesis imaginarias con suntuosos vestuarios y formas de morir; fotografías desvaídas de PBT y Mundo Uruguayo, estampas de personajes anónimos con una absurda naturalidad para intentar parecer eternos. Una vez organizada esa escenografía finisecular llegaban hacia el final escenas de niños corriendo, niños diferentes al aspecto de Clarita.
Observada desde lejos la casa era altanera sobrellevando bien su transformación en apariencia, detecté resentimiento en los balcones de pisos superiores, siendo la única rebeldía que la casa parecía no poder ocultar. En el interior del edificio el corredor se volvió el lugar donde los enfermos escuchaban la radio, el antiguo emplazamiento de la gran estufa fue el lugar para instalar la recepción y central telefónica. El resto del inmueble lo ocupaba el caos previsible organizado por enfermos y enfermeros. En el sótano y altillos presumo que el dolor será visible por palpable y seguro que puede olerse. Antes de llegar a la escalinata de acceso, a la derecha, entre un cantero de azucenas y otro de malvones hay una pequeña fuente que todavía funciona. La dirección de la clínica pone especial cuidado en preservar la atmósfera original, como si la persistencia de la memoria ayudara las interferencias del presente. Moderniza el entorno apenas lo imprescindible, el agua mana homogénea de la fuente; a juzgar por el aspecto del fondo lleno de hojas, algunas colillas y monedas esta mañana olvidaron limpiarla para impresionar a los visitantes. Por el costado de la fuente un sendero estrecho conduce a la casa principal, a diferencia de la entrada grande los arquitectos no proyectaron una escalera; en compensación abrieron una puerta dando a una amplia terraza cerrada.
Detrás de los cristales hay toldos desplegables, sillas de hierro forjado de un blanco agonizante, almohadones castigados todavía en buen estado. Esteban y yo pasamos allí las tardes lluviosas y las muy soleadas cuando el calor se hace molestia. Tomando limonada. Los gajos traslúcidos flotaban adentro de la jarra, los pedazos de hielo golpean cada tanto el cristal del interior. La casa más que a crecer tendía a expandirse y la estructura primordial se había respetado para desarrollar las ampliaciones. Creo que la última fue hace dos años, cuando, cubierta la capacidad de recepción de internados, se construyó, en pocos meses, un pabellón anexo que, visto del exterior, tiene aspecto de hotel pequeño acompasando las líneas del estilo original. Algunos detalles rescatados con premeditación lo integraban sin disonancia al conjunto; ello sucedía de manera natural y nunca pretendió competir en calidad de materiales ni espesor de misterios con la casona. A causa del azar, más que por endebles derechos de antigüedad Esteban estaba hospedado en la casa principal. Por su historia merecía ser en el reparto uno de los antiguos moradores claustrofóbicos; esto no pretende ser una acusación sino el desvío queriendo entender la razón por la cual lo imaginaba viviendo allí desde el siglo pasado. Cuando el Prado tenía la apariencia que conserva en la memoria de poquísima gente, un paseo presidido por un enorme rosedal, con caballos trincando la gramilla tierna al borde del cauce de agua e historias suspendidas que nadie proyecta despertar. Paisaje insospechado, arquitecturas de inspiración europea que parecen exentas de pozos negros, cloacas nauseabundas, chantajes indignos o la posibilidad de traducir las fantasías en hechos concretos; nuestro querido Prado intocado por el tiempo, territorio aparte donde cualquier historia con tintes de abyección será desprestigiada por falsa. Osar ir más lejos de la añoranza opaca lleva al fracaso del intento, sofocado por la lápida de la incredulidad.
Faltan veinte minutos para que termine la visita y debemos aprovechar cada segundo, inmerso en esta locura transitoria Esteban tiene una inclinación pudorosa por los árboles, la atención por el canto singular de algunos pájaros y afán por descifrar lo escrito en la forma de las piedras. Pretender hacer durante la vigilia lo que debe hacerse sólo en sueños suele ser peligroso, las dudas se hacen sutiles y los deseos perseverantes más sencillos de enunciar. Se abre un camino seductor para emprender e inútil de desandar, situaciones irrepetibles en las que se constata el retorno ilusorio a un estadio precedente y la imposición de avanzar. Hay que dejar de entender, resignarse a sentir, prepararse a huir; lo supe desde la primera visita. Esteban se respetaba demasiado para aceptar vivir así hasta el final del cuento, pensarse muriendo mientras la vida absurda se desgasta. Esperamos los últimos minutos para aprovecharlos, salimos de la terraza cerrada y tomando el camino de la fuente, vamos hasta el espacio detrás de la glorieta. Vigilé que nadie se percatara de nuestros desplazamientos, estaba un tanto fresco el aire entre los árboles sin que fuera impedimento para continuar con la operación. Esteban parecía presentirlo, comencé a desnudarme; cuando me quito la camisa, el saco y la corbata estaban colocados en el banco de mármol y recién ahí -cuando voy terminando- Esteban comienza a desvestirse. Sus pocas prendas significan una ventaja, desaté las moñas de los cordones de los zapatos y él estaba desnudo, comenzaba a ponerse la camisa azul. Todo es más rápido que otras veces, el pijama de Esteban esta húmedo de sudor, por el contrario las pantuflas que habían quedado unos minutos al rayo del sol estaban tibias.
Esteban me toma del brazo, es un amigo muy bueno, además me prometió venir el domingo que viene. Todo es más fácil, la gente presta atención a las ropas, las caras desprendidas del mundo aquí son fáciles de confundir. A lo lejos encuentro los ojos pícaros de Clarita ordenando que esta noche jugaremos los dos en su cuarto a escondidas. Vamos con Esteban hacia la salida y de pronto se cruza un hombre pelado, pequeño, blanco en demasía. El personaje nos mira sonriendo con malicia. Esteban me abraza y se despide, mientras cierran las puertas del reposo.
Los enfermeros fuman sin apuro pensando en redoblonas, en bailes nocturnos en Casa de Galicia y yo busco caramelos de miel en el bolsillo derecho. ¿Quedará limonada?