El Caminante de Praga

Guillermo Apollinaire (una traducción)

Fui a Praga en marzo de 1902.

Venía de Dresde.

En Bodenbach, donde estás las aduanas austriacas, ya el aspecto de los empleados de los ferrocarriles me hizo saber que la rigidez germánica no se expandió al imperio de los Habsburgo.

Cuando en la estación pregunté por la consigna con la intención de guardar mi valija, el empleado primero la tomó de manera brutal; luego, sacó del bolsillo un comprobante sobado y grasiento, lo partió en dos y me dio una mitad invitándome a conservarla con precaución. Me aseguró que él haría otro tanto con la segunda mitad y que, con los dos pedazos del recibo coincidiendo, yo probaría, de tal manera, ser el propietario legítimo del bulto cuando me viniera en gana recuperarlo. Se despidió de mi levantando apenas su miserable gorra austriaca.

A la salida de la estación Francisco José, después de haber despachado a unos fulanos impertinentes rondando, de una melosidad bien italiana que se ofertaban en un alemán incomprensible, me metí en las viejas calles con la intención de encontrar un alojamiento, en relación con mi billetera de viajero más bien escasa. Según una costumbre bastante inconveniente, pero relativamente cómoda cuando no se conoce nada de una ciudad, me informé interpelando algunos peatones.

Para mi sorpresa, los cinco primeros interrogados no comprendían una palabra de alemán y hablaban solamente checo. El sexto peatón al que me dirigí escuchó sin inmutarse, sonrió y me respondió en francés.

-Monsieur, hable en francés. Aquí detestamos a los alemanes más que ustedes los franceses. Nosotros despreciamos esa gente que quiere imponernos su lengua, se aprovecha de nuestra industria y nuestra tierra cuya fecundidad produce de todo: vino, carbón, piedras finas y metales preciosos. De todo excepto la sal. En Praga, nosotros sólo hablamos el checo; pero cuando usted les habla en francés, aquellos que sabrán responderle lo harán siempre con alegría.

Me señala un hotel ubicado en una calle cuyo nombre está escrito de tal manera que se pronuncia Porjitz, y se marchó afirmándome su simpatía por la Francia.

Pocos días antes, París había festejado el centenario de Víctor Hugo.

Pude percatarme que las simpatías bohemias manifestadas en esa ocasión, no habían sido vanas. En los muros de la ciudad unos bellos afiches anunciaban las traducciones al checo de las novelas de Víctor Hugo. Las vidrieras de las librerías parecían verdaderos museos bibliográficos del poeta. Sobre los cristales estaban pegados recortes de prensa parisinos contando la visita del alcalde de Praga y de los Sokols. Me pregunto todavía cuál sería el papel de la gimnasia en ese asunto.

La planta baja del hotel que me fuera recomendado estaba ocupada por un café cabaret. En el primer piso me aguardaba una vieja que, después que negocié el precio, me llevó hasta una habitación estrecha donde había dos camastros. Insistí sobre que esperaba hospedarme solo. La mujer sonrió, y me dijo que hiciera como mejor me pareciera; que en todo caso encontraría fácilmente compañía en el café musical de la plata baja.

Salí con la intención de pasearme mientras hiciera día todavía y cenar después en una taberna bohemia. Siguiendo mi costumbre me informé interpelando a un peatón. Sucedió que el interpelado reconoció mi acento y me respondió en francés.

-Yo soy extranjero como usted, pero conozco Praga como la palma de mi mano y sus bellezas como para invitarlo a que me acompañe a través de la ciudad.

Miré al hombre. Me pareció un sexagenario pero todavía algo prematuro. Su indumentaria aparente se componía de un largo abrigo marrón con cuello de nutria, un pantalón de casimir negro, lo suficientemente estrecho como para modelar una pantorrilla que se adivinaba bien musculosa. Estaba cubierto de un amplio sombrero de terciopelo negro, de los que usan generalmente los profesores alemanes. La frente estaba rodeada de una cinta de seda negra. Los zapatos de cuero blando, sin tacos, amortiguaban el ruido de sus pasos parejos y lentos como los de alguien que, teniendo por delante un largo camino a recorrer, no quiere llegar fatigado a destino. Nosotros avanzábamos sin hablar. Escruté el perfil de mi acompañante. Las facciones casi desaparecían en la espesura de la barba, los bigotes y cabellos muy largos pero peinados con cuidado, de una blancura de armiño. Sin embargo, podían verse sus labios violetas y espesos. La nariz prominente, curva y peluda. Cerca de un urinario, el desconocido se detuvo y me dijo:

-Con permiso señor.

Yo lo seguí. Vi que su pantalón era cruzado. Y en cuanto salimos:

-Observe esas casas antiguas, dijo, ellas conservan los detalles que las distinguían antes de que las numeraran. Esa es la casa de la Virgen, aquella otra la del Águila, y ante nosotros la casa del Caballero.

Encima del portal de esta última había un fecha grabada.

El anciano la leyó en voz alta.

-1721. ¿Dónde estaba yo por entonces…? El 21 de junio de 1721 llegué a las puertas de Múnich.

Lo escuchaba espantado pensando estar frente a un demente: él me miró y sonrió, descubriendo las encías desdentadas y continuó:

-Llegué a las puertas de Múnich: pero al parecer mi aspecto no fue del agrado de los soldados del retén, pues me interrogaron de manera muy indiscreta. Mis respuestas no los satisfacían, entonces me agarrotaron y me condujeron hasta la presencia de los inquisidores. Si bien mi conciencia era transparente yo no estaba demasiado tranquilo. En la ruta, la visión de San Onofre, pintada en la fachada de la casa que es actualmente el 17 de Marienplatz me tranquilizó, asegurándome que al menos yo viviría hasta el otro día. Porque esa imagen tiene la propiedad de acordar un día de vida a quien la contempla. Es cierto que para mí esa visión resultaba de escasa utilidad; poseo la incómoda certitud de sobrevivir. Los jueces me dejaron en libertad y durante ocho días me pasee por Múnich.

-Por entonces, usted debería ser muy joven, articulé, para decir alguna cosa; ¡demasiado joven!

Él me respondió con su tono de indiferencia:

-Aproximadamente unos dos siglos más joven. Sin embargo, excepto las vestimentas, tenía el mismo aspecto que hoy día. Por cierto, tampoco era mi primera visita a Múnich. Ya había estado en 1334 y todavía recuerdo los dos cortejos que crucé. El primero estaba compuesta de arqueros que paseaban una soldadesca, que desafiaba valientemente, cabeza bien alta, los insultos del populacho y llevaba como una reina su corona de paja, infamante diadema en la cual, bien arriba, tintineaba una campanilla; dos largas trenzas pajizas bajaban hasta las piernas de la bonita muchacha. Sus manos encadenadas estaban cruzadas sobre su vientre que avanzaba venerianamente, según la moda de una época cuando la belleza de las mujeres consistía en parecer embarazadas. Era por otra parte su única belleza. El segundo cortejo era el de un judío que llevaban a la horca. Con la muchedumbre gritando y borracha de cerveza yo caminé hasta el cadalso. El judío tenía la cabeza aprisionada en una máscara de hierro pintada de rojo. La máscara disimulaba una figura diabólica; esas orejas tenían a decir verdad, la forma de cucurucho que son las orejas de burro con que adornan a los niños malvados. La nariz se alargaba en punta y haciendo sentir su peso, obligaba al desgraciado a caminar encorvado. Una inmensa lengua aplanada, estrecha y enrulada completaba ese incómodo juguete. Ninguna mujer tenía piedad del judío. Ninguna tuvo la idea de enjuagarle el rostro sudado bajo la máscara –como esa desconocida que enjuagó el rostro de Jesús con la tela llamada santa Verónica. Habiendo notado que un integrante del cortejo llevaba dos enormes perros del lazo, la plebe exigió que los colgaran a los costados del judío. Me parecía que era un doble sacrílego, desde el punto de vista de la religión de esa gente, que hacían del judío una suerte de Cristo desgraciado, desde el punto de vista de la humanidad, porque señor yo detesto a los animales, ¡no soporto que se los trate como humanos!

-Usted es israelita, ¿no es cierto? dije yo simplemente.

Él respondió:

-Yo soy el Judío Errante. Sin duda usted lo adivinó. Soy el judío eterno, es así como me apostrofan los alemanes. Yo soy Isaac Laquedem.

Le di mi tarjeta y le dije:

-En abril del año pasado usted estuvo en París. ¿Es así? Y escribió con tiza su nombre en un muro de la calle de Bretaña. Recuerdo haberlo leído un día que, sobre la imperiale de un ómnibus me dirigía a la Bastilla.

Él dijo que era cierto y entonces continué:

– ¿Sucede que algunas veces le atribuyen el nombre de Ahasvérus?

– ¡Por dios, esos nombres me pertenecen y muchos otros más! La cancioncilla que se canta luego de mi visita a Bruselas me llama Isaac Laquedem. Ello según Philippe Mouskes, que en 1243 puso en rimas flamencas mi historia. El cronista inglés Mathieu de Paris, que la conocía por vía del patriarca armenio ya la había contado. Desde entonces, poetas y cronistas han referido bastante seguido mis pasajes, bajo el nombre de Ahasver, Ahasvérus o Ahasvère, en estas y otras ciudades. Los italianos me llaman Buttadio, del latín Buttadeus; los bretones Boudedeo; los españoles Juan Espera en Dios. Yo prefiero el nombre de Isaac Laquedem bajo el cual me han visto seguido en Holanda. Ciertos autores pretenden que yo era guardia en casa de Poncio Pilatos y mi nombre era Karthaphilos. Otros no veían en mi más que un zapatero remendón, y la ciudad de Berna se honra de conservar un par de botas que se rumorea estaban hechas para mí y que yo habría dejado luego de mi pasaje. Pero no diré nada sobre mi identidad, sino que Jesús me ordenó caminar hasta su regreso. No leí todas las obras que inspiré, pero conozco el nombre de los autores. Son Goethe, Shubart, Schlegel, Schreiber, von Schenck, Pfizer, W. Müller, Lenau, Zedlitz, Mosens, Kohler, Klingemann, Levin, Schüking. Andersen, Heller Herrig, Hamerling, Robert Giseke, Carmen Sylva, Hellig, Neubaur, Paulus Cassel, Edgar Quinet, Eugène Sue, Gaston Paris, Jean Richepin, Jules Jouy, el inglés Conway, los praguenses Max Haushofer y Suchomel. Es justo agregar que todos esos autores se inspiraron del pequeño libro de cordel que apareció en Leyde en 1602, que fue de inmediato traducido al latín, francés y holandés. ¡Pero mire! Ahí está el Ring o Plaza de Grève. Esa iglesia guarda la tumba del astrónomo Tycho-Brahé; Jean Huss sermonea allí, y las murallas guardan marcas de las balas de las guerras de Treinta Años y de Siete Años.

Luego nos callamos, visitamos la iglesia y después fuimos a escuchar sonar la hora del reloj de la Municipalidad. La Muerte, tirando la cuerda, sonaba moviendo la cabeza. Otras estatuas se movían mientras el gallo batía las alas y que, delante de una ventana abierta, los doce apóstoles pasaban echando una impasible mirada a la calle. Después de haber visitado el desolador penitenciario llamado Schbinska, atravesamos el barrio judío de las estanterías de ropa vieja, de hierro viejo y tantas otras cosas sin nombre. Los carniceros decapitaban los novillos. Las mujeres con botines llevaban prisa. Pasaban judíos enlutados reconocibles por sus vestimentas desgarrados. Los niños insultaban en checo o en la jerga hebraica. Nosotros, con la cabeza cubierta, visitamos la antigua sinagoga, donde las mujeres tenían prohibida la entrada durante las ceremonias pero miraban por un ventanuco. Esa sinagoga que tiene la apariencia de una tumba, donde duerme oculto el antiguo rollo de pergamino que es una Tora admirable. Luego, Laquedem descifró en un reloj de la municipalidad judía que eran las tres. Ese reloj tiene las números hebreos y marcha al revés. Cruzamos el Moldava sobre el Carlsbrüke, puente donde San Juan Nepomuceno, mártir del secreto de la Confesión, fue tirado al río. Desde ese puente adornado de estatuas pías, se tiene el magnífico espectáculo del Moldava y de toda la ciudad de Praga con sus iglesias y conventos.

Delante nuestro se imponían la colina de Hradschin. Fuimos charlando mientras subíamos entre los palacios.

-Yo creía –le dije- que usted no existía. Su leyenda, me parecía, simbolizaba vuestra raza errante…. Yo amo a los judíos, señor. Ellos se desplazan agradablemente y es muy desgraciado…. Entonces es verdad, ¿Jesús los echó?

-Es verdad, pero no hablemos de eso. Estoy acostumbrado a mi vida sin fin ni descanso. Porque ya no duermo. Camino sin parar y caminaré todavía hasta que se manifiesten los quince signos del Juicio Final. Pero no recorro un camino de cruz, mis rutas son felices. Testigo inmortal y único de la presencia de Cristo sobre la tierra, yo testimonio a los hombres la realidad del drama divino y redentor que se jugó en el Gólgota. ¡Qué gloria! ¡Qué alegría! Pero soy también, después de diecinueve siglos, el espectador de la Humanidad, que me procura diversiones maravillosas. Mi pecado, mi estimado señor, fue un pecado de genio y hace mucho tiempo que cesé de arrepentirme.

Luego se calló. Visitamos el castillo real de Hradaschin con sus salas majestuosas y decadentes. Luego la catedral, donde están las tumbas reales y el relicario de plata de Santo Nepomuceno. En la capilla donde coronaban a los reyes de Bohemia y donde el rey santo Wenceslao sufrió el martirio, Laquedem me hizo remarcar que las murallas eran de piedras preciosas: ágatas y amatistas. Él me señala una amatista:

-Mire, en el centro, las vetas dibujan un rostro con los ojos llameantes y locos. Se insinúa que es la máscara de Napoleón.

-Es mi rostro, me dije a mi mismo, con mis ojos sombríos y celosos.

Y era cierto. Allí estaba, mi retrato doloroso, cerca de la puerta de bronce donde cuelga el anillo que aprisionaba a santo Wenceslao cuando fue masacrado. Nosotros debíamos salir. Estaba pálido y desgraciado de haberme visto delirante, yo que temo tanto volverme loco. Laquedem, compasivo, me consuela y dice:

-No visitemos más monumentos. Caminemos por las calles. Mire bien Praga; Humboldt afirmaba que estaba entre las cinco ciudades más interesantes de Europa.

– ¿Usted es buen lector entonces?

– ¡Oh! a veces, algunos buenos libros, caminando… ¡Vamos, sonría! Algunas veces también amo caminando.

– ¿Qué? ¿Usted ama y nunca está celoso?

-Mis amores de un instante valen los amores de un siglo. Pero, por fortuna, nadie me sigue y no tengo tiempo suficiente de tomar esa costumbre donde se engendran los celos. ¡Vamos, sonría! No tema el futuro ni a la muerte. Nunca estamos seguros de que vayamos a morir. ¿Usted cree que yo soy el único en no estar muerto? Recuerdo a Ënoch, a Elie, a Empédocles, a Apolonio de Tyana. ¿No queda nadie en el mundo que crea que Napoleón sigue con vida? ¡Y ese desgraciado rey de Baviera, Luis II!  Pregunte a los bávaros. Todos dirán que su loco y magnífico rey todavía vive. Usted mismo, quizá nunca morirá.

La noche caía y las luces se encendían sobre la ciudad. Cruzamos el Moldava por un puente más moderno:

-Es hora de cenar, dijo Laquedem, la marcha despierta el apetito y soy un gran comilón.

Penetramos en el albergue donde estaban tocando música.

Allí había un violinista; un hombre que tenía un tambor, la gran caja y el triángulo; un tercero que tocaba una especie de armonio con dos pequeños teclados superpuestos y ubicados sobre los fuelles. Esos tres músicos hacían un ruido del diablo y acompañaban muy bien el gulasch de páprika, las papas salteadas mezcladas a granos de comino, el pan con granos de amapola y la cerveza amarga de Pilsen que nos sirvieron. Laquedem comía parado paseándose por la sala. Los músicos tocaban y luego pasaban el plato. Durante esos minutos, la sala se llenaba de las voces guturales de los parroquianos, todos bohemios de cabeza enrulada, facciones redondas, nariz levantada. Laquedem habla deliberadamente. Yo advertí que me señalaban. Me miran; alguien viene a estrecharme la mano diciendo:

“Viva la Franntchia!”

Se escucha la música de la Marsellesa. Poco a poco el albergue se llena. Había allí también algunas mujeres. Entonces bailamos. Laquedem atrapó la bonita hija del tabernero y al verlos me dio un arrebato. Los dos bailaban como ángeles, según el decir del Talmud que llama a los ángeles maestros del baile. De repente, él atrapa a la bailarina, la levanta y gana así los aplausos de todos los presentes. Cuando la muchacha estuvo nuevamente en sus cabales, ella estaba muy seria y casi desvanecida. Laquedem le dio un beso que resonó juvenil. Él quiso pagar su parte que se elevaba a un florín. Para ello sacó su portamonedas, hermano de aquel de Fortunato y nunca vacío de las cinco monedas legendarias.

Salimos del albergue y atravesamos la gran plaza rectangular llamada Wenzelplatz, Viehmarkt, Roosmarkt o Vèclavské Nèmesti. Eran las diez de la noche. A la luz de los faroles rondaban algunas mujeres, que al pasar nos murmuraban palabras checas de invitación. Laquedem me arrastra hacia la ciudad judía diciendo:

-Usted verá: cuando llega la noche cada casa se transforma en lupanar.

Era verdad. En cada puerta había, parada o sentada, la cabeza cubierta por un chal, una matrona murmurando el llamado al amor nocturno. De repente, Laquedem dice:

– ¿Quiere visitar al barrio de los Viñedos Reales? Allí se pueden encontrar muchachitas de catorce o quince años, que incluso los pedófilos encontrarían de su gusto.

Rechacé esa oferta tan tentadora. En una casa próxima, bebimos un vino de Hungría con mujeres en batón, alemanas, húngaras y bohemias. La fiesta se volvía indecente y preferí no implicarme.

Laquedem desprecia mis pruritos, él elige una húngara culona y tetona. Bien pronto desalineado arrastra a la muchacha, que tenía miedo del viejo. Su sexo circunciso evocaba un tronco nudoso, o ese tótem colorido de los pieles roja, abigarrado de tierra de Siena, de escarlata y violeta sobrio de los cielos tormentosos. Luego de un cuarto de hora ellos volvieron. La muchacha, fatigada, amorosa pero espantada, gritando en alemán. 

– ¡Caminó sin parar, él caminó todo el tiempo!

Laquedem reía; nosotros pagamos y salimos. Él me dijo:

-Estoy muy satisfecho de esa muchacha y eso que estoy raramente satisfecho. No recordaba un gozo parecido desde el año 1267 en Forli, donde seduje una doncella. Fui también feliz en Siena, ya ni recuerdo en que año del siglo XIV con una molinera casada y que tenía el pelo color del pan dorado. En 1542, en Hamburgo estaba tan prendado que fui a una iglesia y descalzo a rogar a Dios, en vano, que me perdonara y me permitiera detenerme. Ese día, durante el sermón, fui reconocido e interpelado por el estudiante Paulus von Eitzen, que más tarde fue obispo de Schleswing. Luego le contó la historia de su aventura a su compañero Chrysostome Deadalus, que la imprimió en 1564.

– ¡Usted está con vida!, le dije.

– ¡Si! yo vivo una vida casi divina, semejante a un Wotan, jamás triste. Pero lo siento, es necesario que parta. ¡Estoy hastiado de Praga! Usted se cae de sueño. Vaya a dormir. ¡Adiós!

Yo apreté su mano seca:

– ¡Adiós Judío Errante, viajero feliz y sin destino! Vuestro optimismo no es mediocre. Qué insensatos son aquellos que lo representan como un aventurero macilento y atormentado por los remordimientos.  

– ¿Remordimientos? ¿Y por qué? Que la paz habite vuestra alma y sea malo. Los buenos os estarán agradecidos. ¡Al Cristo! lo ridiculicé. Él me hizo sobrehumano. ¡Adiós…!

Lo seguí con la mirada en tanto que se alejaba en la noche fría, los juegos de su sombra, simple, doble o triple según los reflejos de los faroles.

De pronto él agita los brazos, lanzó un grito lamentable de bestia herida y se desploma sobre el piso.

Yo me precipité gritando, me arrodillé y desabotoné su camisa. El gira hacia mí los ojos extraviados y habla confusamente:

-Gracias. Llegó la hora. Todos los noventa o cien años, un mal terrible se abate sobre mí. Pero me recupero, y ahora tengo las fuerzas necesarias para otro siglo de vida.

Luego se lamenta diciendo:

– ¡Oï! ¡Oï! lo que significa “por desgracia” en hebreo.

Mientras tanto, todo el puterío del barrio judío alertado por los gritos salió a la calle. La policía se hizo presente. Había también algunos hombres apenas vestidos que salieron con urgencia de sus lechos. Algunas cabezas asomaban a las ventanas. Yo me separé y miraba alejarse el cortejo de los agentes policiales llevándose a Laquedem, seguido de la muchedumbre de hombres sin sombrero y muchachas con batones blancos almidonados.

En poco tiempo, no quedaba en la calle nadie más que un viejo judío con ojos de profeta. Me miró con desconfianza y murmuró en alemán:

-Es un judío, él va a morir.

Y yo vi que antes de entrar en su casa, él abría su chaqueta y desgarraba su camisa diagonalmente.

Guillaume Apollinaire

El heresiarca y compañía.