El lado B del paraíso

Nosotros tres aquí reunidos venimos de barrios y pasados disímiles, somos signos zodiacales sublimados en las constelaciones, ni las caras nos conocemos. Menos el nombre usual condicionados por protocolos del anonimato a la distancia; dentro de diecisiete minutos cada uno tomará para su lado porque la vida sigue, usted hará lo que tiene pensado hacer mientras yo me disgrego como pompa de jabón lavanda. El narrador tiene la vida que dura la lectura del cuento que trasmite, vine en alter ego de otro a esta colonia de tránsito por primera vez, sin saber la hora cuando esto de leer está teniendo lugar, en cuál intersección del percance espacio temporal estamos orbitando.

Así va el mundo compartido en este año 2020 que finaliza… en ambos hemisferios del cerebro Tierra la librería vecinal está cerrada a cal y canto, lo mismo las peluquerías unisex para perros caniche. La gente compra “Esta bruma insensata” (última novela de Enrique Vila-Matas) en la plataforma Amazon y se sienta a esperar el cartero con el paquete que hay que desinfectar. Durante el encierro enmascarado el vecino del tercero se abona a Netflix con dos meses de promoción sin costo; mira por fin -en continuado de cinco episodios por tanda y otras tantas latas de cerveza- la integral de la serie que le recomendó el cuñado, la última vez que se encontraron en la Estación Central de Ferrocarriles Artigas. Esta lectura tiene hoy algo de speed dating en la confitería Del León, nueva modalidad del enamoramiento que augura el reino de eyaculaciones igual de precoces que los errores inexorables del casting romántico a ciegas. Las actividades humanas -hasta las más torpes- se realizan al ritmo de reloj del conejo de Alicia, con tapa decorada, a cuerda manual y que antes indicaba las horas con agujas y se guardaban en el bolsillo del chaleco de raso.

¿Habrá entre nosotros una segunda lectura que controle la primera impresión? ¿Quedaremos para otra copa de lo mismo la semana próxima? Esa segunda vez en otra taberna sin testigos, ni planillas impresas que vaticinaron nuestro encuentro, siguiendo algoritmos programados cruzando afinidades fluctuantes. Entrar en detalles en eso periférico de circunstancias resulta decepcionante, debemos aprovechar en consecuencia estos escasos minutos que tenemos por delante, que ya son sólo doce. Siendo apenas mensajero vengo a pasar una única idea aislada del cabecilla, que allá quedó en París confinado y se excusa por comisionar un narrador novato en representación. Él tiene nombre y pasaporte, yo soy espectro de palabras cruzadas creado ex profeso para esta misión suicida y bien definida en sus objetivos. Me siento un insecto narrativo efímero que tendrá una única duración de los minutos que están corriendo, luciérnaga destinada a una sola chispa de incandescencia que agotará su batería narrativa. En cuanto finalice la lectura de un tirón desapareceré del paisaje mental, sólo perdurará en la hora siguiente y si acaso, la memoria pastel de la muchacha embarazada cortando jamón según la profecía.

Oh que sí… que fueron bien intensas las horas de preparación de nuestra complicidad durante la corrección y a pesar del encierro… El que ahora vive allá recluido, dudó al escribir si yo sería hombre o mujer cuando abriera la boca y es difícil saberlo si se lee el texto hasta el punto final. Con un poco de fantasía serial podría conjeturarse que soy una grabación traducida, que se autodestruirá en cinco segundos dando paso a los créditos de Misión Imposible. Tampoco él tenía claro si hacer pasar la acción aquí cerca en Bilbao -donde nació su abuelo Juan Nazario- o en La Roque Gageac, por escoltar el sino medieval que viene tentando espíritus confusos, amenazados por fuerzas invisibles de la Naturaleza. Incluso una mañana pasó bien cerca del peor de los lugares comunes en el invierno de nuestro descontento: el narrador sería alguien de su misma edad aguardando la ambulancia del coronavirus; sabe que será un traslado de emergencia sin retorno al lar familiar y quiere echar una última confesión, por si había algo de verdad en la primera comunión. Hay tanto de eso cotidiano empalagando el ecosistema narrativo, que por suerte renunció a la facilidad y yo me hubiera sentido fatal en actor invitado de Dr. House tercera temporada.

Luego de algunos días creo que logré convencerlo, lo único rescatable del proyecto encaminado era la imagen femenina suspendida, que motivó las ganas de apremiar un inédito y evocando Madonas de la escuela de Siena. En cuanto a las circunstancia de verosimilitud, lo preferible era evitar sobrecargar la barca; su entusiasmo comenzó en una visión recordando la serenidad del amanecer aterrizando en Madrid y que me parece sincera. El enclaustrado estaba fastidiado de caminar una hora por día dándole vuelta a la manzana cuadrada, sin tener perro con correa; discutir con colegas del Instituto de Narradores Anónimos en video conferencia; pasarse todo el santo día con sandalias Mephisto, escuchando a médicos pagados de sí mismos, llenando de palabrerío horas de tertulias sobre artistas de la tele realidad. Tanto tontaina dictando cátedra sobre máscaras chinas con gusto a salsa de soja agridulce, lavado de manos de cuarenta segundos con jabones de glicerina, gestos protectores de pantomima sin el genio Bip, ni poder descarrilar el tren de mercancías cargado de pangolines ofuscados.

Después de toda esa nefasta gestión del cotidiano, allá él si fue tocado por la nostalgia pictórica y le dio mono de sus horas de escala pasadas en el aeropuerto de Barajas durante años; quién lo hubiera pensado -siendo un ser sensible para la música- eso de caer en la variante azafata de drogas duras del consumo. Estoy convencido que fue su reacción cuando miró un reportaje sobre Madrid bajo presión de la epidemia, con su cortejo de féretros baratos y clínicas desbordadas, salas de urgencia emulando la nave de los locos; enfermeras tatuadas fumando entre sollozos, sentadas en las escalinatas lavadas con lejía después de cada mortaja desalojada de la morgue.

-Tienes que entenderme, me dijo queriendo convencerme por las buenas. Cada vez que hacía escala en Barajas me sentía Gardney Mc. Kay en el papel del capitán Adam Troy… te recuerdo que murió con mi misma edad que tengo ahora…

Era la sensación del cruce en otra temporalidad pisando el aeropuerto, el lugar de paso entre el ahora y los años de la infancia en el virreinato del rio de la Plata. Único lugar mágico donde se cotejaba a ojos vista la simultaneidad de la agitación moderna, el dolor insistente de que la vida es breve, estamos de paso y nunca se podrá conocer la plétora variopinta de la especie humana. Eso ahí deslumbrante siendo parque de diversiones, funcionando en ritmo de moto perpetuo, era en su movida muestra derviche de la expresión más densa de las dudas que nos despistan el criterio y desde los toros de Altamira. 

-Barajas no tiene magia cuando llegas o cuando sales de la Villa, ahí es sólo un aeropuerto con taxis esperando.

Algo debería haber de frustrante para el regreso en vigilia de esa experiencia entre dos aviones de Iberia, además del informe del telediario. El sueño irrealizado de pilotear un avión durante una tormenta eléctrica, vigilar en la torre de control la llegada de naves provenientes del planeta K-Pax, resistir encerrado en un cockpit con gorra de comandante, cortándole el paso a islamistas munidos de cuchillos asesinos. Retenía cada vez la angustia durante el paso sin cinturón ni zapatos del control de pasaportes en el puesto de la Guardia Civil y luego la emoción de ingresar al duty free. Dejó de fumar hace años, igual se detenía largos minutos a contemplar la cava de cigarros; tiene debilidad por el whisky y era emotivo contemplar botellas que compraría de ser hombre de fortuna, capaz de destapar una Macallan 1951. Nada relevante para live black matter y las bodas de Oro del Frente Amplio, pero oxígeno puro para la vida indivisible eso de mirar los últimos modelos de Persol, junto a la foto de Steve McQueen. Detenerse en la vidriera de Victoria’s Secret pensando en ella y comprar tres boxers Calvin Klein azul petróleo pensando en ella desnudada. Cruzarse a menos de cinco metros con Peter Handke, querer abrazarlo por su fidelidad a los serbios y el miedo del golero frente el tiro penal. Hojear una biografía no autorizada de Javier Gurruchaga, hijo de San Sebastián y cantante legendario de la orquesta Mondragón, buscar el modelo Longines de expediciones polares francesas y calcular si se puede pagar con Visa en cinco cuotas.

Ahora, encerrado en el departamento, haber ingresado varias veces cada año al sitio donde despegan los aviones a conquistar el cosmos le parecía enorme como vivencia. Una expedición a una ciudad legendaria y devorada por el avance de las dunas del desierto azulado. Cada atardecer se asoma al balcón y escruta en vano el firmamento Norte tras estelas de luces parpadeantes; trazas de carbono a siete mil metros de altura, sonido de motores Rolls-Royce en alas de aviones comunicados con radares de Orly pidiendo pista. Tal prodigio le insumió siglos de ingenio a la humanidad, la gente desagradecida correteaba en tanto con carritos de valijas para despachar a tiempo, sin pensar tres minutos en ese milagro de los privilegiados; para la mayoría de los árboles genealógicos que estaba en tránsito, era esa la primera rama quebradiza que se subía a una aeronave en business class.

Las cuatro horas de la escala -elegía enlaces que al menos permitieran pasar tres horas en el aeropuerto- eran tiempo vivido diferente y en retiro obligado le recordaba rasgos, la ropa tropical de tantos brasileros y vietnamitas, latinos con acento americano del Bronx donde nació Jennifer López en el 69. Gente ensimismada regresando a la rutina del pueblo, luego de cumplir el sueño juvenil de conocer Londres, diciendo que fueron a la Tate Galery y en verdad queriendo probar si existía el 221 B de Baker Street, de donde sale con prisa de heroína Benedict Cumberbatch acomodándose el deerstalker. Mi amo –al final me decidí por ser un cocker spaniel anglais negro que habla- estaba melancólico y depresivo imaginando Barajas estas últimas semanas como en huelga cósmica y dos aviones apenas. Uno regresando a Heathrow vacío, el segundo con once pasajeros munidos del test negativo destinación El Prat. Sufría pensando en corredores mecánicos de cien metros detenidos hace meses, pantallas de información vertical con la única frase de vuelo cancelado en caracteres rojos. La tienda Persol (foto de Steve Mc. Queen en moto) cerrada hasta nuevo aviso y se olía las manos, lavadas con la última pastilla verde Heno de Pravia que le quedaba entre las toallas.

Hasta se resistió por contraste, diciendo que aquello era absurdo y no había un lugar en ese aeropuerto donde comer una tortilla decente a la manera de Betanzos, hasta que ocurrió el milagro. Eso lo sabía de antes, estuvo así concentrado con mala uva un fin de semana hasta que el lunes me convocó y dijo:

-Bueno, que la vida sigue… así que ve y dile a esa gente que hallé otra forma de decir el dolor por las cosas perdidas para siempre.

Por eso estoy aquí con usted siendo tan tarde y le avanzo el final del cuento, que me llevará apenas los tres minutos que nos quedan de crédito. Después nos diremos adiós y amigos como siempre… la obsesión del confinado era hallar sentido a las situaciones asiduas. Ese paisaje cerrado de novela con sol e iluminado y a cambio de salvarlo, comenzó a repetirse en las interrogantes cuando se impone el paso de los años; las expresiones comunes del lenguaje tomaban una pátina de sentido refutando lo descriptivo situacional: cambiar de Terminal ¿qué significaría cambiar de terminal?

Los largos corredores eran puntos invisibles de la línea llevando al secreto de su propio monasterio para el retiro final. Sospechaba -considerándose el objetivo de un complot planetario- que tras el listado de las conexiones, había una trama en clave que le estaba destinada; terminal, conexión y línea imaginaria eran puertas secretas de un saber que debía perforar. Buscaba e inventando justificar el placer de esas horas fuera del todo experiencia de desplazamiento, donde Barajas Aeropuerto era una mano con naipes inabarcables, satélite colonizado por gente distraída que va de paso. Estoy ahora pasando el último mensaje; él leyó en signos con estigmas el miedo de que jamás volvería a transitar Madrid, supo cuál fue conexión final que le estaba deparada y quería dejar testimonio de esa vez que fue a buscar en Barajas una puerta de embarque.

-Mira, aunque no te lo creas tiene algo de iluminación.

Ocurrió entre las seis y las siete de la mañana de hace algunos meses, esa hora bruja donde aterriza el último avión de vuelos transoceánicos y antes de iniciar la ronda de viajes nacionales. El suyo destinado a París, era siempre el cuarto en despegar de la puerta final de la última terminal, media hora después del vuelo a Roma Fiumicino. El avispero aquella mañana estaba enloquecido y fue mágico encontrar una silla libre en la barra de Enrique Tomás; sin que él pidiera nada -de eso estaba casi seguro- un camarero con alas sin abrir todavía, le trajo un vaso grande de cerveza fría recién tirada y dijo que el jamón ya venía. Tampoco lo había pedido el jamón, pero eso era precisamente lo que él quería masticar antes de dirigirse a la zona asignada por Iberia.

Episodio tan extraño, que fue acompañado por un silencio de oración instalado de pronto alrededor, como si estuviera comulgando en una nave de iglesia consagrada; fue entonces que la vio. La muchacha con menos de veinte años tenía rasgos de virgen incaica, seguro venía del mundo andino y estaba parada junto a un jamón recién abierto, cortando lonchas con un 3 Claveles radiante y maestría de inspiración tocada por la gracia. Apenas tuvo tiempo de advertir que la pata tenía la pezuña para arriba y saber que ella cortaba lo que sería su ración de eucaristía bucólica. Se diría aquello pertinente de alineación de los astros en el firmamento para describir lo conmovedor de la escena, el pasajero supo que estaba viviendo una experiencia única y progresaba la conexión presentida desde tiempo atrás. La chica miró en su dirección, le sonrió y la cubrió una luz venida desde lejos ya que sin ella saberlo estaba embarazada; mi superior lo supo, entonces la muchacha dispuso las rajas perfumadas sobre el plato inmaculado. Sería la última vez que el cliente de la barra -que entendió lo que sucedía y su significado- pasaría por ese punto velico del mundo. Ni tiempo tuvo de pensarlo porque la realidad recuperó el aturdimiento sensorial de los minutos previos a la aparición.

El altoparlante del aeropuerto al que se le entiende todo, dijo algo sobre que estaba prohibido fumar en el paraíso. Alguien idéntico a Marcello Mastroianni preguntó en italiano si la silla de junto estaba libre, y el camarero – chulo como un serafín expulsado del primer círculo celeste- le colocó el plato servido (probando la existencia de Dios) junto al Samsung que se había quedado sin batería.

– ¿Le pongo otra cerveza, caballero?