Detalle de cuadro

Despojadas de lo accesorio y lo repetitivo las historias de apariencia compleja resultan simples. Inversamente, cualquier hecho sencillo puede convertirse en relato que escapa de lo ordinario y con este razonamiento -que repite un lugar común- no busco jerarquizar un curioso episodio del que fui más testigo que protagonista.

Menos compararlo sin precauciones con otras historias de las tantas en las que nos implicamos a diario, la mayoría de las veces sin nuestro consentimiento. La que ahora evoco me importa solamente a mí, justifica el destacarla entre paréntesis narrativo porque retorna insistente en los momentos menos oportunos para recordarla. Cuando mi conciencia está ocupada –me temo- por objetos, seres y sucesos que deben guardar una lejana o delicada relación con los hechos concretos agendados. Si bien intento internarme en otros asuntos más intensos es imposible huirle. La reconstruyo al despertar los fines de semana, caminando por las plazas menos frecuentadas de la ciudad, viajando en ómnibus abarrotados al barrio insulso de las gestiones. Me llega cada uno de sus detalles disipando el presente consciente y entretejiéndome mediante zurcidos invisibles a un pasado que menos termina de explicarse.

Los hechos verificables por verosímiles ocurrieron del lado tranquilizador llamado realidad. Claro que alguien desconocido los contó por primera vez; luego ese alguien los rescató a último momento del olvido o secuestró del inocuo acaecer del mundo el fragmento irradiado. Una partícula elemental que entendió imperativo reconstruir mediante las palabras del pensamiento, la oralidad y la escritura. El proceso desatado tampoco se detiene allí, en el origen de las narraciones -admitiendo su espontáneo encanto folclórico incuestionable- el principio oral resulta de efecto más mitigado que la existencia testimonial cuando entra a tallar la escritura.

Este último atrevimiento que vengo de redactar, la trampa en el bosque rutinario es de mi entera responsabilidad; siendo a mi entender la manera satisfactoria de confiscar el incidente de entre otras irreverentes conversaciones familiares. Hurtarla sin violencia a los apresurados encuentros en la calle, evitarle imperfectas variaciones que adquiere a medida que trabaja incansable la usura del tiempo. Al menos en mi espíritu dejará de ser una tradición oral devaluada ascendiendo al rango de incidente biográfico para ser releído. De aquí en más puede que varíen las interpretaciones contradictorias mientras que las palabras para decirlo serán las mismas.

Con Federico nos conocimos siendo ambos adultos. Juntos descubrimos -con un contento otoñal resignado varonil- que se puede ser amigos sin haber compartido los bancos de la escuela, los primeros partidos de fútbol en la tribuna Ámsterdam y la emoción de las revistas prohibidas; es más, esa carencia de pasado común nunca formó parte de nuestras preocupaciones. La estadística enseña que esas relaciones, pretéritas salvo casos excepcionales, continúan lo que dura la belleza desconcertante de la maestra de cuarto grado, la vigencia del deseo de remontar cometas multicolores. Imposibilitados de coincidir en recuerdos infantiles, nosotros nos dimos maña para compartir horas de vivencias que se sumaron, orientándose al infinito del dolce far niente y hasta confundirse con el pasado hipotético.

Es curioso comprobar, darme cuenta ahora que lo escribo por única vez, que la vida íntima –en la acepción inicial que viene al circuito mental- nunca fue entre nosotros tema de conversación. Un pacto ni siquiera insinuado en su primera cláusula nos impedía –pudor, reserva, quién lo puede saber- hablarnos de conquistas esporádicas, hazañas amatorias en escapadas de fines de semana, planes de seducción para el futuro. Esa ausencia de natural complicidad sobre temas que suelen degenerar -creo que es el término justo- en necesidad de confesiones graves que remueven los muertos. Sirvió, por el contrario, para abordar otras confesiones irrepetibles que se manifiestan muy de vez en cuando.

-Mañana parto lejos –me dijo Federico cuando promediaba nuestra última entrevista. Emprendo un largo viaje y creo que mereces una explicación, también de la información de último momento.

Formaba parte de los sobreentendidos que yo simulara la sorpresa. Estaba presagiado -en todos los métodos adivinatorios conocidos- que me sería imposible evitar reflejar el asombro en mi mirada; la tristeza consecuente por escuchar esas palabras que sabía definitivas, nacidas de la decisión sin marcha atrás, inmodificable.

-Tú sabes… más que una explicación –continuó sin alterar el timbre de voz- quiero contarte ciertos detalles para que comiences a entenderme mañana mismo. Estoy convencido de que me hará falta tu comprensión sin exigencias.

A partir de este momento del escrito continuo yo bajo mi absoluta responsabilidad. Por más que me aplicase a coordinar memoria y escritura, será irrealizable reproducir las palabras exactas que escuché sin atreverme a interrumpirlo. Me consuela saber que algo de aquella atmósfera intraducible permanece en esta versión potenciada, el consuelo que aporta toda trama difusa. La imagen diluida que se confronta con el blanco de la hoja después del séptimo carbónico, que a pesar de la distancia y el sucesivo desgaste del golpe inicial en la tecla, mantiene algo del original enterrado. Sombra y fantasma: el espectro fugaz de la escritura.

Como todos los días después de muchos años, Federico caminaba en la hora crítica por las veredas de la calle Sarandí cuando algo hizo de aquel 17 de diciembre un día distinto. Por un impulso que –extraño en él- calificó de irracional compró en la galería de un conocido el cuadro que lo aguardaba sólo a él y decidido a pagarlo en mensualidades. Segundo gesto desconcertante en el mismo episodio, Federico era de los maniáticos que siempre pagan al contado. Tenía una preocupación relativa -Hasta donde yo tengo información- por escuelas definidas, nombres de pintores y seguro que no consideró la compra como inversión a largo plazo. El impulso –me dijo alguna vez- ya en explicaciones más irónicas, tampoco respondía al deseo de decorar una pared con manchas de humedad. Lo motivaba, transó para poder seguir adelante, el clásico e irrefutable “me gusta”, esa empatía inexplicable que el azar despierta ante pocas imágenes pintadas y determinadas personas. Vínculo que valoriza en secreto una obra y puede hacerla una entidad mediocre apenas cambia de propietario.

-Me gustaba demasiado para permanecer indiferente. Como hago con todo quise averiguar la razón que motivó mi debilidad, reconvertida en gesto posesivo en cuanto vi la pintura.

Una mente deductiva como la que le conocí a mi amigo Federico, decidió que al comienzo el atractivo oscuro de la tela estaba en la propuesta de conjunto. Un recorte abrupto de superficie trabajada luchando con la prolijidad maniática del passe-partout. La mancha de veleidades agresivas, resultado de un pincel grueso recargado de óleo evocando la inminencia de una ola gigantesca al fondo del paisaje. El plumín probable que raspó retenido el papel de arroz buscó, mediante un único trazo irrepetible, unir el tendido de redes al sol, las barcas de pesca suspendidas a la cresta de una ola cercana a la orilla. Quizá las nubes, enturbiando el papel de una química distinta a la soñada por el autor y a las reales en el motivo original, perdido para siempre, estaban al origen del hechizo.

Además de lo que puede describirse sobre la superficie el cuadro tenía -contó Federico- un detallismo maniático sobre todo para ese tipo de obras seriadas. La agudización de los sentidos, en la vertiente del cultivo y la otra innombrable habitando el cuerpo de mi malogrado amigo, detectó que ciertas zonas del cuadro daban la impresión de haber sido pintadas por otra mano intrusa y decisiva. Avanzó como ejemplo flagrante la figura que estaba sobre la arena; a primera vista parecía otra niña más del caserío de pescadores, pero a los pocos días tenía el aspecto de una mujer joven que venía caminando desde una playa extranjera. Como si en el avance del tiempo breve de la contemplación, la figura hubiera envejecido varias décadas. El pie, más frágil que la arena reseca – ¿que el papel de arroz y la levedad de la mirada? – apenas dejaba la sospecha de una huella y el sol adivinado fuera de la perspectiva, con prepotencia de mediodía, olvidaba las otras sospechas necesarias en una pequeña sombra. Ella, la figura de la niña y mujer joven, era el centro imaginario del equilibrio, confluencia luminosa de la composición.

Los ojos entrenados de Federico eran insuficientes para formular con precisión lo recelado, las dimensiones reducidas de la obra imponían una zona crítica de necesario acercamiento, Dominio pictórico donde el efecto daba entrada a celadas dispuestas del pintor de firma indescifrable, haciendo evidentes recursos y decepción de descubrir el emplazamiento de materiales. En la inminencia del saber el goce estético directo era desplazado por el placer analítico. Federico dijo que le importaba poco identificar la razón principal de su satisfacción, lo que buscaba era saber por qué él llegaba hasta las lágrimas contemplando el cuadro. Como si se metiera en un laberinto anómalo con los ojos de un minotauro en miniatura, mi amigo comenzó a recorrer las galerías invisibles del cuadro. Primero lo que hacía las veces de pie: mancha del pincel más fino a simple vista, bajo el cristal del cuentahílos aparecía con desconcertante perfección de estampa iluminada con pigmentos de maestro renacentista, destinada a una lección de anatomía. Sobre el tramado imperfecto del papel rústico los dedos de la figura parecían diseñados por el azar de la genética. A medida que la mirada de Federico ascendía milímetro a milímetro por el cuerpo femenino, también ascendía la nota del asombro. Él levantó la cabeza de su cuadro necesitando aire, buscando que sus ojos volvieran a engañarlo y más que contarme se contaba a él mismo por la primera vez.

Al recobrar los objetos poblando su cuarto tuvo la certeza de aquello que encontraría de proseguir su búsqueda minuciosa. Al principio él temió y supo que necesitaba ese temor; resueltamente hurgó e impaciente en el párpado del tercer ojo ficticio que amplificaba el suyo.

-Al llegar al extremo de la figura –dijo, y yo supe que era el final del relato y la última vez que lo vería-, había, tan perfecto como en un pasado que nunca quise referirte por una vergüenza de naturaleza difusa, las facciones de un antiguo rostro conocido que parecía volver del único país que vale la pena tomar en serio. Para mi capacidad de asombro es suficiente. Estoy agotado; toma, guárdamelo hasta que regrese, dijo y me entregó un paquete atado con suma prolijidad.

Al otro día la policía me llamó por teléfono, mi número estaba subrayado en la agenda y acaso yo podía tener datos de interés para el expediente; la información fue escueta en relación a lo desgarrador de la noticia. En la hora siguiente yo estaría destruido pero escuchando la voz del oficial a cargo, presentí que el gesto era el único desenlace concebible luego de nuestra conversación. Federico se suicidó durante la noche, mi amigo del alma se abrió las venas con una de esas hojitas de afeitar que dejaron de usarse; antes de aceptar la desesperación opaca retorcida, preferí apostar por la versión de patricio romano para salir del anfiteatro. La explicación a la que recurrí después de colgar con la comisaría, estaba en el tacto tangencial de su pequeña historia. Buscando consuelo del rancio por tardío y rabioso, desaté el paquete entregado en consignación de suicida. De más está aclarar que la muchacha referida es una mancha imperfecta realizada con torpeza por un pintor de recursos limitados; un asesino desconocido salido de una novela negra, que utilizó la pintura como arma infalible para concretar un propósito vengativo, que toda explicación consecuente que yo quisiera argüir sería errónea y desatinada.