(Misiva enviada por correo interno a la Sra. Laurence Garino Abel, donde el autor pretende justificar su atraso en la entrega del artículo destinado a una publicación universitaria.)
Querida Laurence:
Para comenzar, podría alegar que la razón principal de mi demora es la carta de un muy querido amigo, recibida hace dos semanas y cuya lectura tuvo inmediatas repercusiones en mi capacidad de concentración, imprescindible para terminar el artículo pendiente. En verdad, debía finalizar dos textos que escribía en paralelo, una estrategia de emergencia a la cual fui obligado por tiempos de entrega reducidos que me desbordaron. Uno era la contribución que te consta sobre la figura del autor y el segundo un relato de poesía ficción, sobre el cual apenas tenía una vaga idea. Sin embargo -debería ser otra extraña coincidencia- el segundo trata de la emergencia de un autor expatriado dentro de una lengua extranjera.
Dos textos pues, de los cuales uno parecía ser la sombra proyectada del otro evocando la materia de las literaturas secundarias -Kafka decía menores- que viene de Alemania, y que en el 2000 fue tema central del coloquio organizado por Michel Zinck. Puede que pasando de uno a otro estuviera escribiendo un mismo texto andrógino y pertinente a dos géneros… tal vez pretendía una solución (precaria, efímera, indemostrable) al misterio de la evidencia de esa dualidad espejada.
Los días pasaban como bien sabemos, entre seminarios, reuniones interminables retocando maquetas y dirección de memorias de Máster. Lo poco que conseguía al final de la corrección de docenas de exámenes escritos, era pasar de un cuaderno a otro, como si fueran pasajes en espiral de papel entre dos evidencias. Había frases que me venían al espíritu pertenecientes al relato y que tenían una tonalidad de abstrac universitario; algunas mañanas la pluma -no es metáfora- obedecía a la perspectiva argumentada, impuesta por hipótesis de trabajo, siendo el resultado final subjetivo. Es de esto de lo que quisiera escribirte.
Me consta que una carta alabando ciertas paradojas parece una excusa cómoda; puede ser útil en todo caso para salir de la encerrona, como fue el caso. Para la comunicación al coloquio había elegido a Isidore Ducasse, un escritor de vida breve que a mi criterio, partió en tres pedazos el mito de la figura del autor. Sobre este tema de lo oculto y elusivo, en su último libro Pierre Michon -intentando hallar una solución simbólica- evoca en forma acertada reyes y aristocracia del Canon: “El Rey, es bien sabido, tiene dos cuerpos: un cuerpo eterno, dinástico, que el texto entrona y consagra. Que arbitrariamente llamamos Shakespeare, Joyce, Becket o Bruno, Dante, Vico, Joyce, Becket… pero que es el mismo cuerpo inmortal vestido de harapos provisorios; y está el otro cuerpo mortal, funcional, relativo, la piltrafa que va a la carroña. Que se llama y se llama apenas Dante y lleva un gorrito sobre una nariz chata, sólo Joyce y tiene dos anillos y el ojo miope, desconcertado, solamente Shakespeare y es un rentista gordito con gola isabelina.”
Los Condes impostores de la periferia literaria tienen sin duda menos suerte o un cuerpo enfermo diferente. Cuando ellos escriben se vuelven carroña, polvo, escarabajos o la curva que traza un perro cuando sigue a su amo. Tal era mi plan que quedó inconcluso y es también de eso que quisiera contarte. En la otra historia de la cual te hablaba -esa redactada en paralelo- un Yo (es decir el personaje en primera persona que es también narrador) cumple una antigua función que tiene varios siglos de eficacia probada: se paseaba por la Gare de Lyon en París, lugar que frecuenté casi todas las semanas y ello desde hace varios años para venir a Grenoble. El personaje en cuestión recorría salas, atravesaba corredores subterráneos, caminaba a lo largo y al costado de las vías hasta alcanzar los últimos vagones que ningún techo protegía de la llueve.
Estoy lejos (decía ese personaje narrador del relato sin terminar y que me temo seguirá inconcluso por mucho tiempo) de querer urdir misterios. Si revelo un secreto es para protegerlo; siendo la mejor astucia para que la gente lo confunda con una mentira, una ficción, una historia más entre tantas otras para pasar el rato cuando esperamos un tren que parte en dirección al sur. Si el lector duda en creerme -afirma el narrador personaje del relato en ciernes- que busque él mismo la prueba por cuenta propia. Cuando haya finalizado de leer estas páginas, que se dirija con la imaginación al bar de la estación: el Big Ben, donde hay sillones de cuero estilo inglés y luces calibradas haciendo verosímil todo relato que ocurra allí dentro; está al final de escalera llevando al restaurante Train Bleu entrando a la izquierda. Que el lector repita mi historia a cualquiera de los cliente o a uno de los camareros si la sala está vacía; incluso puede tentar suerte con un viajero que por minutos perdió su correspondencia. Ninguno entre ellos le creerá; los secretos -quizá la salvaguardia de nuestro trabajo- están mejor protegidos de la curiosidad destructiva cuando se transfiguran en relato.
Pertenezco (le hacía decir a ese personaje inventado) a una sociedad secreta de hombres de letras activa desde la noche de los tiempos; encubierta bajo la sigla de una Editorial de renombre internacional, fundada cuando la invención de la escritura sobre soporte plegable. A resultante de cálculos y deducciones, que omití enumerar agilizando la anécdota, nosotros sabemos -así como otros saben del movimiento de los planetas, crímenes por venir y enfermedades contagiosas-, que en ocasionales escenarios el lenguaje es fortaleza de aporías, aberraciones de escritura instintiva que en el secreto de nuestra cofradía, llamamos obras literarias. Evitamos predecir y legitimar aparentes milagros, damos cuenta tan solo del escándalo desatado cuando el mismo irrumpe. Como lo ves querida Laurence, el perímetro intelectual del relato era de limitada originalidad.
La diferencia estaría en que la empresa complotista, expandida desde los gnósticos buscando rutas hacia la divinidad hecha palabra escrita, hasta las actuales como el Club Bilderberg y Bohemian Grove tan vilipendiadas por asociarlas al poder terrenal, buscar servir a la literatura. Mi sociedad secreta puesta al descubierto desde el interior, comienza con la “Poética” de Aristóteles y compromete las crónicas accidentadas de la crítica y teoría literaria; pero volvamos a lo nuestro…
Como sucede con los bienes de consumo en el gran bazar de la modernidad, se comercian bebidas perniciosas y vinos envejecidos cuya existencia ignoramos. Templos sostenidos por cimientos de arcilla quebradiza y catedrales con vitrales, pequeñas piezas para cuatro manos infantiles y el clave bien temperado al que muy pocos acceden. Nuestra sociedad, se interesa por una zona de la escritura de ficción y poética, a medio camino entre obras humanas llenas de dolor y otras destinadas a los creyentes. Una zona cercana a la lengua del cotidiano, cierta sintaxis de ruptura más poderosa que las consignas de la vanguardia programada y que se detecta pocas veces a lo largo de los siglos. La organización Editorial -siendo fachada comercial dando a la calle encubriendo nuestras actividades laberínticas- supone varias secciones afectadas a diferentes regiones geográficas. Ningún protocolo interno aplica desplazarnos y nos confiamos a tendencias tradicionales, que se vienen repitiendo a lo largo de los siglos. Si buscara una analogía ensayando aclarar los términos para un profano, diría que somos el tercer reino resultante de la colisión molecular, a la velocidad de la luz del pensamiento, de la lectura crítica y la teoría literaria. Habida cuenta de que la totalidad de los dioses inventados por las culturas humanas, incluso las que están por inventar el alfabeto exteriorizado, necesitaron del relato para trasmitir sus capacidades creativas, los ritos de perduración, la supremacía sobre otros relatos similares y así captar para la eternidad el alma crédula de los fieles.
Ello parece una tarea ociosa considerando el mundo en el cual vivimos, quizá sería suficiente con detenerse en una esquina de cualquier ciudad y observar la proliferación de libros expuesto a la venta. Digamos al azar en la Gare de Lyon -donde una novedad es signo de rápida obsolescencia- para demostrar el carácter insensato de nuestra tarea. Una de sus secciones está relacionada con los trenes y es la razón por la cual estoy en la estación. Donde llevo adelante en secreto esta misión extraña, pues tenemos cierta franquicia para viajar por el tiempo; debo reconocer que con los proyectos del Doctor Who y el profesor Alexander Artdegen la filial inglesa lleva ventajas considerables.
A pesar de numerosos controles de identidad, perros amenazantes y la caza implacable a fumadores recalcitrantes, estoy sentado en una terraza bebiendo una cerveza, tomando notas sobre un cuaderno azul siendo en nuestras misiones peligroso fiarse de la memoria. Si ustedes pasan por la Gare de Lyon (en el relato circunvalando me dirijo directamente al lector, al menos durante el tiempo que consume la lectura), es posible que nos hayamos cruzado son habernos reconocido, que hayan avistado mi espectro tras una pieza rara precisa.
De hecho, una vez finalizada la misión y el informe redactado, cierta memoria nuestra permanece siempre en los lugares que hemos frecuentado. En corredores y pasadizos orientados a la cabeza de las vías, entre el tumulto de pasajeros descendiendo del tren, acompañando la melancolía de muchachas mirando las líneas paralelas de acceso que parecen tentarlas al suicidio. Si nuestro trabajo tiene algo de inmortal, nosotros que estamos en la fijación de historias futuras conservamos una humana, algunas veces demasiado humana condición que impulsa a buscar. Seguir haciéndolo toda la vida, hasta que el razonamiento se disuelva en la amnesia del universo. Sin alcanzar jamás la certeza absoluta de encontrar algún día lluvioso la perla negra. Ciertos expedientes fueron examinados con minucia durante decenios por comités exigentes, con la ilusión de que el prodigio irrumpiera. El resultado se revelaba en general decepcionante, muchos de mis colegas no resistieron la implicancia exclusiva en la tarea. Terminaron en hospitales psiquiátricos o peor todavía, en clausuras mentales más doloras que el suicidio.
La sección a la cual pertenezco está concentrada al perímetro de las estaciones ferroviarias. Es una suerte, pues todas las mañanas los miembros asignados asistimos a la renovación maravillosa del mundo en movimiento y donde la imagen está asociada a aquella de la máquina futurista llevando a la modernidad. El tren siendo el viaje es similar a la vida así como a la estrategia expansiva del Cosmos; hay punto de partida y una destinación final, paradas intermedias donde bajarse si el trayecto es exigente para nuestras fuerzas. El recorrido que puede ser accidentado, un tiempo requerido, velocidad caprichosa y arbitraria; lo más arriesgado en la economía de vida: hay un precio oneroso a pagar.
Heredé esa función de mi padre que durante su vida no pudo establecer un informe positivo y concluyente; pero conocía el riesgo y se dejó morir sin resentimientos. Él mismo lo había heredado de su padre, que fue testigo presencial del incidente que -orbitando fuera del relato- explica mi obsesión por el misterio Isidore Ducasse. El temblor al recibir la carta a la cual hice alusión, el retardo a enviarte un texto presentable.
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Antes de la invención de los ferrocarriles yo estaba (es decir nuestra sociedad y se debe considerar la afirmación en su sentido metafórico) sobre la nave Argo cuando el casco se desmembró en el arrecife de las mitologías. Yo y digo nosotros, como los otros remeros aterrorizados, sellé mis oídos con tampones de cera, conjurando el dulce canto de las sirenas, en tanto que el guerrero fecundo en ardides, daba la orden de que lo atasen al mástil mayor. Recuerdo las primeras astillas lacerantes durante la batalla de Lepanto, cuando el soldado español fue herido en la mano izquierda el domingo 7 de octubre de 1571. Caminé los muelles de Nueva Inglaterra en las brumas de Nantucket, mientras los contramaestres anglicanos reclutaban cazadores de cachalotes para la cacería: Queequeg, Tashtego, Daggoo, Fedaliah y uno de los nuestros fue el quinto arponero. Estuve en Lisboa cuando había que estar en Lisboa, caminando las calles empapadas de la ciudad antigua, donde nadie podía presentir la presencia del senhor Pessoa, acompañado de Alberto Caeiro, Álvaro de Campos, Ricardo Reis y los otro sesenta y nueve compañeros de ruta.
Durante una buena parte del siglo XIX yo -es decir mis ancestros que me precedieron en esta tarea- frecuenté los tendidos de ferrocarriles llevando hacia puertos donde los hombres, insatisfechos de la vida, se embarcan hacia el sur. Conozco mejor los embarcaderos de la costa Atlántica que mi ciudad natal, de la cual olvidé los nombres. En uno de esos viajes en un tren que iba de Paris a Burdeos, encontramos un hombre joven e inicié con él nuestra única conversación. Decía haber nacido en el sur de las tierras americanas y de padres franceses; tenía aspecto curiosamente de típico criollo. Pudiera ser a causa del sol austral, la práctica de nadar a mar abierto, escuchar esa lengua colonial próxima el español rudimentario; quizá porque nació en una banda donde violencia, guerra, miseria y epidemias multiplicaron los desastres.
El barco en el cual él había reservado camarote, el Harriet debía levantar anclas el 26 de marzo de 1867 y navegar hacia la América meridional. Ahora que lo evoco, escuchando el cuerno de niebla de mi amnesia, no fui yo quien fue hacia él sino él que vino hacia mí. Creo que ni siquiera podía pagarse una cucheta para dormir; habiendo doblegado el sueño y habituado a departir con sus pesadillas, quizá no necesitaba dormir. Prolongaba la conversación para acortar su viaje al final de la noche, como si supiera quién era yo y la singular tarea realizada durante esos viajes, con otra finalidad que aquella indicada sobre el billete. Se podía distinguir en su mirada, la feroz voluntad de un hombre decidido a construir su propia leyenda. Eso recién lo comprendí más tarde; como si él avanzara los planos ocultos de nuestra organización.
El muchacho ardía ante la inminencia de la obra a venir, el extraño presentimiento que sería responsable de alguna iluminación anegando su voluntad embrujada por un mundo otro, desafiando los límites endebles de la razón y la gramática. Esa era su fuerza y más aún: las fuerzas turbias que lo habitaban. Dijo como al pasar que iba a visitar a su padre, un funcionario que se dejó seducir por esa ciudad inexistente que evitaba nombrar y seguramente moriría allí; si es irrebatible que la muerte desprecia el tiempo de los hombres, ella elige con delicadeza sus propios dominios. En ningún momento habló de su madre, deduje que allí había una dolorosa historia de familia que lo angustiaba. Iba de visita y llevaba con él, me dijo (decidí que le hablaba al narrador del relato) las primeras páginas de una obra extraña. Me sonrió queriendo insinuar que extraño era a su criterio el artificio de ocultar el genio incomprendido. Estaba trancado, sin percibir continuidad a un comienzo fulgurante; agregó que si en el presente estaba recorriendo el campo de batalla de la infancia y llegaba a recordar desastres del pasado, podría acaso hallar el eslabón faltante entre desvarío y escritura.
Me sentía incómodo en esa situación, la conversación era explícita y respondía -por anticipado- a preguntas que nunca le había formulado. El desconocido parecía facilitarme el acceso a determinada instancia mágica que no había todavía logrado descubrir. Me hablaba como sabiendo que yo formaba parte de esa sociedad secreta y que si tal no fuera el caso, no habría podido soportar su intuición. Creo que destilaba la información a su gusto y antojo, era un hombre muy joven, estaba decidido a no llegar lejos, cargaba más recuerdos que si tuviera mil años y estaba apurado por abrazar la muerte. A esa edad que aparentaba, los jóvenes confunden vida con gran aventura, extraviándose en detalle insoportables; él no. Lucien -apelativo que tenía el orgullo de atribuirse para “este viaje” a causa del sortilegio que hallaba en los segundos nombres- ocultaba informaciones que hubieran permitido tentar una somera biografía. Se confinaba a avanzar informaciones suficientes para novelar la figura del autor más próxima al espectro, un autor -Lucien lo sabía por poderes espiritistas- era sombra y enigma al mismo tiempo.
Le pregunté si podría leer alguno de sus textos, en general esta astucia destinada al orgullo literario de los interesados es muy eficaz. El viajero me escuchó sin negarse, esbozando una sonrisa -parecía haber detectado mi estratagema-, dijo que claro, pero más tarde… sus notas no eran nada comparadas a la belleza del viejo Océano que nos escuchaba. Era evidente que mentía y sabiendo que yo lo sabía; como regresaba al territorio de su infancia el viaje tenía parásitos simbólicos evidentes que opté por posponer. Quizá volvía para desenterrar la parte de su vida incomprensible, necesitando legitimar mediante el relato de recuerdos espectros pendientes y que en caso contrario, se hubiera exilado en el domino irracional. En el presente puedo afirmar que viajaba para ver; Montevideo era la droga que necesitaba antes de iniciarse a la escritura, haciéndolo destruía el principio dudoso de la inspiración o lo dotaba al menos de una inspiración ligeramente retórica. El muchacho ni tenía aspecto de alguien que busca cubrirse con el manto de la locura nocturna; sin embargo, parecía agotado por la escritura o escenas de pesadilla que acosaban su pensamiento, partituras aberrantes que antes de él nadie jamás había intentado. Creo recordar algo insinuado sobre la poesía y que había que reinventarla, lo que tomé por una manifestación del orgullo característico de su joven edad; que contados profesores retóricos del liceo imperial de Pau habían quizá entrevisto. La conversación era apasionante estando yo habituado a esas formas de alucinación poéticas asociadas al deseo y la esperanza, a proyectos de la ambición distanciados de la escritura propiamente dicha.
El estado del mundo, la aceleración de la historia influía en la transformación de la sabiduría poética violenta entre los muchachos, ávidos de atajos breves y abismos apurando epifanías heterodoxas con la asistencia de substancias alambicadas. Tales alquimias no conducen sólo a la luz cegadora del paraíso de palabras -como lo habían creído apostando la vida en la ruleta de la nocturnidad- sino a la locura y agonizar afiebrados en un camastro inmundo; al suicidio luego de tres intentos frustrados cuando expulsaban la inutilidad de sus esfuerzos. Fracasaba yo pues no supe ver lo que ocurría delante de mis ojos y pensaba en la anécdota de mi abuelo; como decía el malogrado ancestro, aquello fue un comentario devastador rebasando mi campo de observación. Ese encuentro hubiera podido ser el mayor logro de mi vida y pasé de largo, fatigado me retiré a la ciudad de sus orígenes, tal vez en recuerdo de aquella conversación de la cual guardo el recuerdo, una pesadilla que me hostiga desde la niñez.
Me habitué a la dulzura de vivir aquí; espacios infinitos y tormentas del mes de agosto, turbulencia de la vida política, guitarras melancólicas, luz otoñal de abril que allá nunca es el mes más cruel, la cruz del Sur incrustada en el Cosmos me colmaba de una serena felicidad, insinuándome que la literatura en su complejidad puede rondar sonámbula aquí como lo hizo en Trieste, Weimar, Dublín, Toledo y sobre todo en Praga. Mis informes se hicieron de más en más raros, en nuestra organización nadie reclama cuentas a nadie, es excluyente a la vez afirmar que la literatura exige una larga paciencia y estar en armonía con discursos comerciales. La construcción de la figura del autor tiene perfume de clásica conspiración y agitada actividad entre sombras asomando en los márgenes. Con el paso del tiempo acepté que la devota forma parte de nuestra empresa y objetivos, es decir -y ahora creo recordar la mirada del muchacho encontrado en el tren hacia Burdeos- que si es exacto que contribuimos a crear leyendas, por el contrario no logramos extirpar el sentimiento frustrante de haber pasado al costado de eventos decisivos.
Ahora verificaba hechos y era imposible rehacer la historia, en mi obsesión -descubrir nuevas emociones poéticas- intentaba reconstruir aquello que sucedió. Me interrogo si ese muchacho no era aquél en quien yo había pensado y ayer no más decía. Algunas veces recibimos la conciencia tardía de las palabras y las cosas, muchas generaciones de lectores pueden ser necesarias para que resulten asimiladas, puesto que los hechos evocados sucedieron hace demasiado del tiempo calculado de calendarios obsoletos.
***
Ese sentimiento confrontado a muros metodológicos, se manifestó nuevamente cuando recibí la carta de un cierto Jean Vila, librero catalán del barrio gótico de Barcelona y apasionado por las primeras ediciones. Esa carta -evocada desde el comienzo de la explicación que te envío, Laurence- hizo renacer el recuerdo del protagonista del relato y por tanto el mío.
Cada vez que nos encontramos él decía que el autor es una abstracción insoportable, parecido al dolor de estómago por infección de mariscos y que la sola materialidad de la incertidumbre literaria, reside en los libros. Los objetos en su textura, las trazas de lenguaje cuando él cesa de ser palabra inspirada y se transforma en signo destinado a la ceguera de las estanterías. Sería engorroso de argumentar esta idea en público, pero tiene la fuerza de pertenecer a alguien que tuvo entre sus manos objetos que cambiarían la literatura moderna.
He aquí la carta dentro de la carta, Laurence y que explica -lo intenta- mi retraso tan poco excusable.
“Querido amigo:
Sabrás perdonarme este razonamiento desordenado, lo que debo decirte no podía esperar que te decidieras a visitarme. Encontré cierta perla rara que concierne a tus compatriotas, a tal punto que me pregunto cuál es tu verdadera patria… digamos que hoy día ella se halla allí donde tu leerás esta carta. Esa alineación de los planetas, ocurre en la página 844 de la edición francesa del libro inacabado del malogrado Walter Benjamin -que murió queriendo pasar a este lado de los Pirineos- sobre los pasajes cubiertos de Paris.
La nota está allí microscópica, a la manera de la crítica cuántica, pertenece a las primeras versiones del proyecto escritas a lápiz. El editor afirma que fue redactada probablemente entre junio de 1927 y diciembre de 1920, quizá algunas semanas más tarde o al comienzo del año 1930.
Es allí que anidan los primeros brillos de esa obra mayor del pensamiento, la síntesis del método propuesto para leer la historia cultural partiendo del presente y consideraciones preparatorias sobre el espacio dual de los pasajes. En sus notas, WB afirma que el belga Wiertz (1806-1865) es el pintor de los pasajes, lo que participa del discurso estético en el momento cuando él se organiza. Una asociación primera, zona límpida de la especulación y luego está esa nota. La nota “que pudo no haber existido” en la duración de algunas segundos. Anotación que emana en intuición fulgurante, de una extraña comunión con otras fuerzas; algo que un ruido en la Biblioteca Nacional de Paris, la tos de otro lector engripado o un dolor de muela pudo haber impedido. Felizmente, atravesó ese espíritu en alerta tras signos con sentido, sin transitar por la palabra y accediendo directo a la escritura.
La nota son las siete palabras que lo cambian todo: “les passages comme le milieu de Lautréamont.” Apenas eso y nada más; pero allí está la coincidencia fortuita entre el paraguas y la máquina de coser sobre la mesa de disección. ¿Por qué? Ese lugar que me parece soñado y quiero hablar de los pasajes (recuerdo mi última caminata en el pasaje Vivienne y mis ganas de cenar en el Gran Colbert) que se asimilan a una construcción premeditada para confundir las categorías mentales. Ese lugar que inventa la categoría “recuerdo” de la mercadería y a su creador: un desconocido venido de lejos, hombre joven enfermo y extraviado en el laberinto de la muerte. El medio, WB dice “el medio”. ¿Qué quiere decir aquí la palabra medio? me pregunté. Eso quiere decir el segundo distrito de París en 1868, un año prodigioso para la poesía.
Ello me parece evidente, pero podría decirse que los pasajes fueron necesarios para crear el Conde de Lautréamont y que inventó a Maldoror, que creo los seis Cantos malditos. Montevideo en guerra -de la misma manera- fue el medio de Ducasse hijo. Lo que significa que sólo podemos comprender Lautréamont a partir de los pasajes o que Ducasse, de regreso de su viaje hacia la infancia, captó la insignificancia textual de los pasajes y las posibilidades de los sentidos poéticos. Más aún: Ducasse Lautréamont “es” un pasaje en perpetua transfiguración. Entre ciudades y lenguas provoca intersticios e intermitencias, oscilación amenazante entre vida y lenguaje; esa categoría espectral del autor y gesto amoral inoculando la droga de la inmortalidad.
Benjamin distancia el texto pero cita al autor, tampoco el estado civil del autor sino el otro cuerpo, aquel que firmó la responsabilidad del monstruo (solamente la segunda edición con la totalidad de los cantos). Benjamin no dice Maldoror ni Ducasse, él dice Lautréamont y sin Conde. El autor al cual se refiere Benjamin es “alguna cosa o ser” que existe entre el hombre Isidore Lucien Ducasse Davezac, un muchacho escribiendo durante la noche bien cerca de un piano -según se dice- y los Cantos, a los cuales resulta imposible atribuir una persona concreta. De ahí su proliferación, el misterio permanente de la diabólica trinidad literaria. La razón por la cual la nota de Benjamin me conmovió tanto, por la cual escribo hasta tarde en la noche y te envío esta carta.
Con Lautréamont se inmoló la figura del autor, no existe imagen ni foto que lo pruebe en los Diccionarios enciclopédicos. El retrato que circula de aquí a allá -queriendo consolar la fuerza de la ceguera fotográfica- es un falso que puede ser verdadero, queriendo acercarnos a una verdad icónica analgésica le agrega un espectro al misterio. Así como la figura inventada de la operación simbólica del soldado desconocido, Ducasse es un espectro insomne desplazándose entre el vacío y el momento ficticio de esa fotografía. Algo que explotó con el magnesio y se desmoronó en los segundos de la exposición requerida para incidir en la placa. Ducasse inventa la pluralidad del autor en su invisibilidad y la paranoia de los pasajes, esos corredores dando sobre calles diferentes y él parece corresponder a esa escisión. Lautréamont es el encuentro entre el otro Ducasse que permaneció en Montevideo y el deseo de ser publicado. Siendo responsable del texto, de los ejemplares condenados por la conjura entre justicia y críticos literarios -accidental como los verdaderos milagros- Ducasse es dos; él inventó la escritura y el objeto en gesto desmesurado que sólo podía adelantar la muerte.
De ahí causa y razón de la primera edición, publicada a cuenta de autor y firmada con apenas tres pequeñas estrellas. Es responsable de los detalles miserables relativos al objeto, los ejemplares liquidados al montón en libreros de viejo sobre los muelles del Sena que “un día” circularon por la ciudad entre la gran indiferencia. Sabiéndolo demasiado y tal vez sin saberlo, el malogrado montevideano cambió la historia de la literatura. Sospecho que él lo supo y fue gnosis insoportable para seguir con vida, ese muchacho sabía que era suficiente un libro sin firma de autor para incinerar la biblioteca de Occidente. Escondido bajo un seudónimo confiscado a Eugenio Sue, yo veo un héroe de folletín creando un escándalo en el paraíso alejandrino de la poesía. Tampoco figura en los Grandes Diccionarios del siglo XIX, él permaneció discreto en los pasajes iluminados a luz de gas del barrio parisino de la Bolsa, de la Biblioteca Nacional, de las prostitutas que alcanzaron el otro cielo.
Todo el mundo universitario busca a Ducasse en un colegio y nadie indaga en su infancia. Tú, que vienes de aquella ciudad que él llamaba “la coquette” ¿crees que Benjamin se equivocó? Que los pasajes son el “medio” de esa anomalía persistente o que hay allá algo residual de interés que pudiera explicar el misterio. Sigo a pesar de mis años de oficio sin saber lo que es un autor, tengo entre mis manos los dos ejemplares de poesía firmada por Ducasse y se me hace difícil controlar la emoción. ¿Los pasajes cubiertos son el medio del uruguayo Isidore Ducasse o sólo del inmortal Conde de Lautréamont?
Con un fuerte abrazo,
J.V.”
Esta es la carta de mi amigo librero catalán sin sacar ni agregar una coma. Me consta que estamos en la inminencia del cierre de la revista y sólo puedo enviarte esto a manera de justificación esperando que llegues a comprenderme… El relato comenzado lo postergué para después del verano sine die, sabiendo que esa historia de poesía ficción y otras tribulaciones de viajeros radares en los trenes del mundo es una idea incongruente. La retomaré dentro de algunos años, después del 2020 cuando estemos al interior de la catástrofe. Sigo mientras tanto leyendo las obras que voy encontrando sobre mi paisano Isidore Ducasse, innumerables tanto como los libros que tratan de Lautréamont, sin descuidar el tercer reino donde impera el espíritu con glóbulos rojos de Maldoror.
El artículo estará pronto el año próximo y es una promesa firme. Antes de buscar la figura del autor en esa masa amorfa que es la literatura, habría quizá que buscar la voz de los autores responsables operando en las sombras. Los hombres que se protegen ocultos detrás del telón de la teoría literaria, cruzando los espacios transitados por Walter Benjamin en la antigua Biblioteca Nacional de Paris, los efectos del haschish y la conflagración sinérgica de los sentidos; en la arquitectura burguesa de nuestros pasajes de hace dos siglos -mientras la industria cultural incipiente de la reproducción fotografiaba a Baudelaire- y luego en su año 48 del siglo XX, cuando la decisión terrible de terminar con todo.
Conociendo a esos hombres y mujeres de la oscuridad -estoy convencido- esclareceríamos con menos vacilaciones de mentes temerosas las obras, al menos las que en nuestra profesión tenemos por tales. Al fin de cuentas la diferencia capital y misteriosa entre impostura y verdad, epígonos y creadores, fue desde siempre el único objeto digno de la meditación poética. La razón que justifica esa utopía en fuga perpetua que es la teoría literaria.
Cordialmente,
JCM
Publicación interna de la Universidad de Grenoble III Stendhal. Les cahiers de L’ILCEA No 5 – 2003. L’auteur : Théories & pratiques.