Cuento para la cuerda sol

Algunos de los músicos terminaron la segunda vuelta de esta noche, restan dos entradas sonoras de la orquesta tropical y después volverán ellos para rematar el baile.

Sobre la pista comienzan a desplegarse los disfrazados de siempre a esta altura de la noche, los candidatos a terminar la cumbiamba borrachos cambian sus pasos que se hacen torpes y piden disculpas de continuo por los frecuentes encontronazos. La hora de los tanteos prudentes de conquista va quedando atrás, una montonera informe se desplaza excitada con gozo, bordeando mesas, lindando ventanales inaccesibles, aguantando a pie firme, exigiendo música hasta desquitar bailando el último peso de la entrada: quiero amanecer con la manta en el hombro, quiero amanecer… La cacería de los sexos buscados sin preámbulos está en pleno, para la mayoría de los involucrados el bailable se convierte en un estado de alerta orgiástico, preludio caliente de manotones groseros, besos donde caigan, pañuelos sudados, pantalones pegajosos por humores fugaces de la selección natural.

Las mujeres del baile mientras ajustan la pollera con la faja a las carnes y se arreglan el peinado, no tienen la menor idea del desplazamiento multicolor de sus afeites contrabandeados por la cara y hombros descubiertos. A esa hora de la noche, en ese avance en círculos vacilantes hacia ninguna parte se reconocen los alientos de otros, se identifica en primer plano revelador los defectos de dentaduras abusadas. El conjunto se capta en mezcolanza caótica acopiando parlantes, sobrenombres ridículos arrastrados desde la niñez, urgencias por apurar trámites de la seducción, relatos tristes edulcorados de los lugares de trabajo cuando se tiene la suerte de un salario. De otras bacantes y sátiros en ciernes se adivina el programa de actividades: recuperar el abrigo arrugado en ropería, garabatear números de teléfono mal recordados, maldecir promesas sin confirmar de encuentros posteriores y asalto final casi caníbal a la heladera de la cocina –a la vuelta a casa de otro sábado más- para masticar una pata de pollo fría, un pedazo mordido de queso gruyere, la manzana blanduzca.

Los músicos contratados avanzan pidiendo permiso entre el gentío de manera mecánica. Ellos, como la multitud divertida cuesta abajo van perdiendo con cada minuto que pasa la prolijidad atildada de unas horas atrás. El sudor acumulado del cuello comienza a ensuciar la camisa, es el momento de aflojar las corbatas a lunares y pasarse el zapato acordonado por la pernera del pantalón borrando las marcas grises de los pisotones.

Uno de esos músicos en reposo, mientras piensa que faltan todavía unas cuantas horas de trabajo nocturno consigue llegar al mostrador. El esfuerzo requerido fue tremendo por imprescindible, luchar a brazo partido hasta alcanzar el trago fresco mientras la boca se reseca es normal en estas circunstancias. La repetición cada sábado de la escena del manantial inagotable no la despoja de ninguna de sus aspectos emotivos y dramáticos. Tomemos por ejemplo la muralla de humo que debe atravesar la mirada insolente de alguna pobre bacante jubilada, intentando saber dónde terminará la noche que avanza y con quién o quiénes. La agresión implacable de los focos intensos de iluminación, el esquive complicado de parejas fusionadas que se entrechocan en el tráfico pesado para entradas y salidas de la pista, permeabilidad motivada por los cambios de orquestas sobre el escenario y la diferencia de ritmos. Por momentos, afortunadamente ese monstruo plural multiforme se detiene; ese milagro excepcional sólo lo concede la intermediación de un desperfecto técnico y el hipnótico poder del hola, hola, hola, un dos tres probando, hola, hola… integrando la ceremonia protocolar que practican los músicos antes de empezar.

El músico que nos interesa es un hombre mas bien pequeño con nariz prominente, está vestido con traje azul planchado y la prolijidad esmerada no alcanza a disimular un brillo de casimir gastado. Con la mano derecha avanzada separando gente consigue llegar al mostrador; otros músicos vestidos como él están ahí recostados bebiendo alguna cosa.

La concurrencia apelotonada en el bar le hace espacio a los músicos, gesto de respeto impensable unos pocos metros atrás. El ruido es ensordecedor, pareciera que el músico conversa con uno de los otros músicos y que escuchara una confidencia, quizá las dos cosas alternativamente o ninguna y dos actitudes distintas. Lo cierto es que debe llenar con una conversación la próxima media hora, es mejor quedarse ahí, está frío para salir al exterior a tomar aire o fumar un Pall Mall de los que quedan en el paquete.

“Serás músico” me dijo. Los uruguayos de religión judía debíamos saber que en nuestro país la cultura nunca fue buen negocio y mi padre pretendía ignorarlo. En lugar de prosperar vendiendo planchas, radios a transistores o instalar un taller para confeccionar camisas, prefirió continuar sacando fotos carné en un estudio ridículo y deseando que yo estudiara. Para él estudiar era estudiar música; parece que la música es lo que más extrañó durante la guerra que lo atrapó recién empezada la juventud, lo que diferencia la vida de la resignación en un campo de concentración.

La de mi padre era diáspora del alma que aprendí desde los cuatro años, cuando me regaló para mi cumpleaños el primer violín, de una firma que en la memoria se cruza con marcas de calefones y bebidas refrescantes, signos que pasaron a integrar los episodios irrepetibles que siempre se recuerdan. El aprendizaje fue doloroso; para empezar a ser la persona que deseaba mi padre y construir el instrumentista que yo quise ser luego, primero me convertí en burla del vecindario. Fue cuando a la gorra de pana marrón, el pantalón corto que me avergonzaba y la cara indudable de alguien que ora en hebreo, sumé a mi estampa el estuche de violín apretado con rabia y humillación debajo del brazo tres veces por semana. Con la cabeza baja escuchaba las mismas bromas crueles de otros niños que jugaban a las escondidas, ellos la consistente en corridas, pica y en no vale, yo la complicada de esconderse de uno adentro de uno mismo.

Uno se acostumbra y de a uno, uno se acostumbra como a todo; a padecer el solfeo y el profesor con aliento de caña, la tortura de afinar el encordado antes de repetir las escalas. Ese ir y venir por sonidos monótonos que recorren el cuello dolorido, los dedos que tienden a deformarse en las articulaciones y el estómago. Uno se acostumbra a sentir miedo como si fuera parte de la herencia, mete las manos en los bolsillos por temor a que el frío y la vergüenza quiebren la fragilidad de los dedos.

Después de muchos años pienso que la incomprensión con mi maestro fue mutua, el viejo Amalfi no tenía la culpa de haber nacido en el departamento de Canelones, llevar adelante hacia el fracaso el único conservatorio del barrio y que mi padre no pudiera pagar un maestro más competente. Con el tiempo entendí que tampoco era plenamente responsable de los portazos en la sala de estudios, ni de los cigarrillos negros fumados uno detrás de otro y que terminaron por matarlo.

-Eso es Bach… prueba una vez más, pero hazlo utilizando el arco con delicadeza; me dijo cuanto terminé un ejercicio que me había mandado estudiar la semana anterior.

La vida tiene momentos graves con la apariencia de episodios cursis, como las cartas románticas escritas en la adolescencia y la versión del amor en los boleros. Cuando repetí el ejercicio algunas ideas intuidas comenzaron a tener sentido: la condena generacional de las foto carné paternales, una manera de jugar a las escondidas, mis manos metidas en los bolsillos del pantalón corto. Desde aquella repetición dejé de aprender violín y comencé a estudiar música. Antes de morir, mi padre me escuchó tocar como solista el concierto de Mendelssohn, había ganado ese derecho por concurso en uno de los conciertos de Juventudes Musicales, tenía diecisiete años y creo que mi padre setenta y cinco.

Nada sabía de cuartos oscuros, revelados y fijadores líquidos de imágenes sobre papel y tampoco me interesaba. El laboratorio de mi padre era para mi madre y para mí un depósito de objetos queridos, inútiles, desconocidos; vendimos, nos dimos cuenta de que el estudio del viejo era la argamasa manteniendo unida nuestra familia. Mamá optó por cultivar el recuerdo del compañero de toda una vida en la tierra prometida, que ahora para ella existía y tenía líneas de aviación, fronteras disputadas y servicio secreto. Mi hermana Esther se marchó a Israel con ella y más que la boda con un mayorista, le importaba otra vida con raíces milenarias, colinas atrincheradas y fusiles amartillados en la noche del desierto.

Yo preferí aguardar en Montevideo la obtención inminente de la beca y fue aquel el año interminable. Un funcionario administrativo del Ministerio de Instrucción Pública me notificó sin pestañear la negativa, lo justificó mediante cupos, topes, prioridades comprensibles y curioso extravío de documentación; creo que guardo todavía la carta en algún rincón de la pieza. Cuando salí de la oficina sentí que la aventura terminaba, supe en ese minuto que un solo fracaso es suficiente en la vida y media hora más tarde que, con una botella de vino tinto ordinario bebido de apuro, un hombre resentido puede emborracharse.

Cuando tenía decidido irme aceptando la invitación de mi hermana Esther, una pequeña consolación me retuvo en Montevideo. Un vecino comedido llegó a ser elegido edil del departamento o funcionario municipal importante y me consiguió unas horas en un liceo para que enseñara música; horas de curso que llegaron a tiempo para sacarme de una situación incómoda y que duraron demasiado. Los pericones ensayados durante horas, el llenado de libretas interminables, la dirección de coros para cantar el himno patrio, adscriptos e inspectores me endurecieron los dedos. Hasta cometí la insensatez de presentarme a un concurso agotador en la Enseñanza Secundaria, evitando ser considerado un colado político, otro metido a dedo en la educación; si hoy día alguien repitiera algo parecido seguro que lo destituyen por idiota peligroso.

Fue así que se me fueron de la vida los meses de crecer en la música, los años de estudiar hasta la última nota el concierto admirado que siempre deseamos interpretar. Lo que conocí a fondo fueron baños y escalinatas desparejas, salas de profesores y cantinas bochincheras del liceo Mirando, del Bauzá, del 14 en 8 de Octubre. El casamiento con una buena mujer es fuente de excusas que consuelan, justificaciones y postergaciones pensando en el violín; el año sabático que ni se ve pasar un tiempo de reencontrar en algo el camino perdido. Esos dos episodios combinados trajeron a mi vida el primer hijo y el puesto de segundo violín en la Orquesta Sinfónica del Sodre; que se volvió primer atril a los pocos meses, cuando el concertino compatriota se fue a tocar a Venezuela contratado por la Sinfónica de Maracaibo.

De este lado llega primero el silencio, al que siguen unos últimos carraspeos del público y las miradas a los gestos de los integrantes de la orquesta. Nosotros los de aquí comenzamos, lo hacemos con fuerza como si el principio de la partitura fuera el acorde final, los músicos extranjeros aguardaban el tiempo que medían los compases indicados. El primer violinista -que soy yo- marca la melodía aguardando la entrada de los solistas extranjeros. La frase inaugural sin orquesta del allegro se incorporó al aire tal como lo quería su autor, gordo, soltero y fumador. Esta tardecita quiero que todo suceda rápido. Ruego para que el andante se esfume, el rondó final se precipite hasta llegar a los aplausos de rigor y poder irme sin saludar siquiera.

Mi deseo secreto se cumple, creía estar en la segunda nota y escucho aplausos salpicados de bravos. Las cuerdas proletarias golpeamos con el arco las bordonas de nuestros instrumentos, acompañado el griterío del público que exige repetidas salidas de los solistas. Ambos, a su turno me estrechan la mano saludando nuestra mutua colaboración; el director con gestos enfáticos dignos de un final wagneriano nos invita a levantarnos en olor de santidad y estampita de Santa Cecilia. El violonchelista es un hombre mayor que sonrió durante los ensayos, se acomoda lentamente en la silla y toca algo fuera de programa –una suite- con oficio como si estuviera enseñando los primeros pasos del instrumento noble a los nietos. El violinista es menos condescendiente con la humanidad, llega a paso firme hasta el borde de proscenio; desde su prepotente autoestima, se prodiga en técnicas barrocas con una maldita perfección de la que es plenamente consciente.

La humanidad más nosotros y yo también soy espectador vestido de gala de un concentrado concierto de espaldas. Las otras caras que distingo en las primeras filas de la platea son las mismas del sábado pasado y del año anterior, del sábado que viene que puede ser el último. Tienen rictus de cariátide modelada en abono de temporada; después de innumerables conciertos, en idénticas butacas reservadas anualmente en régimen de semi propiedad, la única lección retenida para los atentos es que los viejos siguen envejeciendo. Afortunadamente, entre los ancianos implantados en las butacas y la masa orquesta está la música, que encubre invisible el desgaste ingrato de las eras y pudiendo virar la envidia en admiración resignada.

El músico joven es de origen italiano, en los ensayos se comportaba con simpatía distante del quien sabe que sólo está de paso, en un lugar donde no se juega ni medio centímetro de su prestigio internacional. La única exigencia la tiene consigo mismo, ahora que llegó al limbo de giras, festivales y grabaciones en estudio, debe afinar el arte de mantenerse. En secreto, mientras despliega su exaltado fuera de programa le doy las gracias, ese muchacho es la prueba del peso aquilatado del patrimonio y que un artista puede desprenderse de canzonettas con mandolín, del olor a tuco espeso de tomates y mesas enharinadas de tallarines caseros; de ciudades gritonas, sucias y opresoras del silencio, con calles que se llaman Leonardo, Humberto I, Giacomo Leopardi y Orlando Furioso. Salir para siempre del uno y dos y tres irritante de ruido del metrónomo durante interminables tardes de verano con postigos cerrados. Escapar del desprecio de funcionarios públicos en institutos culturales, perder en un pasado lejano carcajadas contenidas y burlas de otros escolares cuando los maestros les proponen en audición discos de Victoria de los Ángeles. El violinista extranjero desconoce el programa mensual de las más populares salas de baile de Boloña y su ciudad de nacimiento.

Escucho y pienso en las horas que vienen. Dios quiera que no llueva, hoy debemos tocar en dos clubes y al primero debemos ir cada uno por su lado. Se rompió el cardán de la camioneta y hasta la semana que viene cada músico tiene que arreglarse como pueda, sería una macana que lloviera. Dejando de lado la fatiga lo sucedido esta tarde fue una alegría inesperada, hacía muchos años que no tocábamos el concierto de la reconciliación de Brahms.

Se ha hecho tarde, mis colegas y yo consultamos los relojes con la misma impaciencia que cualquier obrero al finalizar el turno de la noche. Los camarines del Estudio Auditorio se volvieron en pocos minutos un verdadero loquero, el público arrebatado en estado de éxtasis viene con sus programas del día y busca firmas ilegibles de los otros músicos.

Los instrumentistas aborígenes dispensados de oficio de esa aureola de gloria, salimos en pequeños grupos reproduciendo los sectores de la orquesta; con mi sección saludamos a los porteros ya vestidos de particular sin uniforme. Una vez en la calle nos despedimos hasta el ensayo que viene, sin la nostalgia de entusiasmos pasados de tertulias fecundas en bromas y planes. Hace frío y la tardecita está clara, tengo el tiempo justo para pasar por casa, demasiado temprano para cenar pero es mejor ir comido al baile, tal como están las finanzas cualquier pavada que se pida en un boliche desarma el presupuesto.

Llego a casa y lo de siempre, el niño mira televisión y con Mabel nos prometemos que mañana saldremos a dar una vuelta por la costa. Como cada sábado tengo pronta la ropa de recambio, otro uniforme más para que la comedia musical continúe. Hasta el año pasado di clases en el liceo nocturno, así que la vida familiar se afectó poco con el segundo trabajo. Cuando me ofrecieron tocar en la orquesta típica tuve que dejar mi puesto en secundaria, la plata es más o menos la misma, pero las horas de trabajo bajaron casi a la mitad. A mis años es preferible ese circo trasnochador imprevisible a un salón de profesores cada mañana, lleno de cualquier categoría de impostores menos de profesores. 

Se nota en el ambiente que es principio de mes, tan temprano y el club está casi tan lleno como Casa de Galicia la semana pasada. Hoy no hará falta calentar la sala, por lo que se advierte los asistentes están prontos. Nos avisaron a última hora que se suspendió nuestra actuación en el segundo baile, así que aquí nos quedaremos hasta el final de la noche; el asunto de los pagos extra se arregló en pocos minutos. En principio vinimos como relleno pero nos defendemos bastante bien; habrá que echar el resto pensando en los contratos para el verano, es mejor hacerlo en el mismo lugar sin el desacomodo de ir de un escenario a otro.

Después de terminar nuestra penúltima vuelta quiero llegar rápido hasta el mostrador, la barra está lejos pero a esta hora habrá un poco menos de gente y ruido. Algunos de los bailarines más jóvenes que topo en el trayecto bien pudieron haber sido alumnos míos el año pasado. Trato de recordar a los estudiantes uniformados, les invento granitos en la frente, pelos cortos, corbatas azules y voces desafinadas cuando responden. Cada tanto creo identificar un rostro conocido siendo imposible verificarlo en ese aquelarre, las caras enmascaradas duran apenas un segundo; ellos y yo perdimos la costumbre de mirar al otro de frente por más de tres segundos. Somos movimiento perpetuo de voltear la cabeza sin parar evitando descubrir los rostros, el rictus de las caretas, nuestros mismos ojos reflejados.

Los músicos dejaron pasar esa media hora de descanso recostados al mostrador, los más jóvenes aprovechan para intercambiar información menuda sobre sus conquistas en movimiento y los mayores haciendo balance de las derrotas amontonadas. Llegado el momento unos y otros se miran en espejos deformantes sobre las paredes tratando de acomodar el nudo de la corbata. Los que fuman tiran el cigarrillo al suelo y lo pisan, luego beben de un sorbo el líquido aguachento del vaso y reacomodando la sonrisa ganadora vuelven a pedir permiso a la multitud para poder llegar al escenario.

Músicas tan dispares para el mismo instrumento… Me gusta lo que tocamos en la madrugada, al menos su autor también empezó el aprendizaje con la música clásica. Debutó con un violín prestado –uno se va informando de lo que le da de comer-, no se sabe si de Ferrazzano o de un tal Roccatagliata… con razón en las películas de mafiosos los gánster llevan las ametralladoras en estuche de violín. Madre mía… apellidos de asociados a la coral Guarda e Pasa y parecen que tienen salpicaduras de salsa boloñesa; como para recordarlos cuando los comparo con el mío y que huele a sinagoga por todas las letras. Apellidos de hombres de tiempos viejos, otra ciudad hundida en el olvido con muelles en cuarentena y cementerios abandonados. Los arqueólogos que recuperamos esos espectros con instrumento debemos marcar bien el ritmo de los compases y así los compatriotas presentes no entreveren los pasos hasta perderse. A esta hora podemos tocar la marcha Tres árboles seguida de la Marsellesa a lo Juan D’Ariezo el Rey del Compás, que los tipos y tipas bailarán igual.

Mirando el espectáculo sabiendo que me incluye, creo que fue una suerte que padre haya muerto. Es decir que esté muerto en un día como hoy, él esperaría en vano sobrios afiches con programas de Londres y Viena. Nunca entendería qué diablos hace el nombre de familia en un recorte de diario vespertino con recuadros, precio de entrada al baile, damas gratis antes de las veintidós y destacando la calle de la puerta principal.

Uno cree que no y al final se acostumbra dócil a vivir a medias. De tarde y de noche, música diurna y después la nocturna, Dr. Jekyll y Mr. Hyde que hace bailar a sus futuras víctimas. La versatilidad es un argumento convincente y suele constituir una buena coartad. Me parece increíble que todavía tengan ganas de bailar, han de tener los pies reventados y son casi las cinco, capaz que mientras bailan sin pensar se sienten acompañados y tienen claro como yo que hasta el sábado próximo faltan siete días completos.

Con esto de alargar la actuación nos vamos quedando sin repertorio ensayado, en cualquier momento empezamos a repetir las partituras. Los compañeros jóvenes me miran esperando que yo –llegado al grupo con el dudoso prestigio de veterano y clásico- dé las indicaciones para arrancar. Mala Junta ya lo tocamos y ahora atacamos con Boedo. El animador me anuncia que es la penúltima, por suerte.

Está clareando afuera y pucha que tocaba bien el tano vanidoso de esta tarde, qué joder!!

El animador se esmeró para hacer un cierre entusiasta, sus palabras debían ser definitivas y convincentes ahogando toda intentona de continuidad. Ante sus requerimientos exultantes la gente sobreviviente lo miraba hipnotizada, aguardando un nuevo sermón de Jesucristo habiendo entrado en la loma del Cerro.

-Damas y caballeros, amigos fieles concurrentes a nuestras inimitables veladas más que bailables… con este cerrado aplauso que debe ser una verdadera ovación, saludamos la actuación de la típica y por este inolvidable sábado finalizamos… Gracias de nuevo. Está bien… está bien… Maestro, ante tantos insistentes pedidos de la concurrencia vamos a caer en el grato atrevimiento de pedirle la yapa. ¿Puede ser? Usted dirá.

-Con mucho gusto.

– ¡Ya me parecía que no podía fallarnos! Bueno, los remolones pueden pasar por ropería para evitar los clásicos amontonamientos. Les recordamos con tiempo que hay varias líneas de ómnibus estacionados esperando a la salida y si esperan mucho volverán al hogar a patacón por cuadra. Hasta el sábado entonces y ¡buena semana amigos! Maestro, cuando quiera…

-De don Julio de Caro Tierra Querida.

Aplausos, pero pocos.