Por encima de la ciudad insistente atravesada por el curso nervioso del río Moldava, comenzó a nevar con intensidad desmedida para un neutro atardecer de mediados de abril. El profesor Eduardo Acevedo entró al café apurando el paso en los últimos metros y la noche avanzaba enceguecida e implacable arrasando los endebles puentes crepusculares. Venía huyendo del incidente estremecedor que protagonizó en parte y pocos minutos antes, si es que seguía teniendo sentido calcular en minutos el tiempo transcurrido. Necesitaba olvidar lo sucedido y pronto, permitirse una tregua espiritual hasta que pudiera quedar confrontado -sin intromisiones- con su inteligencia, que venía de ser sacudida y agredida por una fuerza más potente que el magnetismo y la gravitación universal.
Intentándolo al menos, Acevedo se confundió con el murmullo inhóspito de una lengua para él desconocida. Decidió ocultarse en la opaca humareda gris del café, preferible a regresar sin tregua al hotel y contarle lo sucedido a su esposa, que nada entendería de la inquietante historia. El relato que esbozaría Acevedo ante su mujer -postergado e incoherente- demandaría aclaraciones previas vinculadas a episodios del pasado lejano que suponía muertos, sepultados de forma definitiva. Jamás sucede así; la pobre mujer tampoco estaba en edad de incorporar a la vida emociones desbordando su preocupación cotidiana por la artrosis, el temor a deterioros mentales que suma la vejez donde habitaba desde hacía años y sin terminar de enterarse.
El ambiente de indiferencia dispuesto por parroquianos desconocidos le brindó la última oportunidad de reconstruir escenas olvidadas de la bohemia juvenil. Acevedo aceptó sin mezquindad de anciano, que los momentos graves de la vida son aquellos cuando todo aparenta ser posible en lo inmediato e incluyendo la materialización de espectros del pasado. Siete semanas atrás había cumplido setenta años, Eduardo Acevedo es un hombre elegante, cuidadoso de su aspecto, detallista en el vestir y con la inestimable fortuna de tener un cerebro que funciona sin desajustes notorios. Está en la ciudad después de varios lustros de ausencia, en los últimos días transcurridos el reencuentro deseado con rincones queridos afectó de importancia su nebulosa sentimental, la misma energía afectiva que está descontrolada desde hace media hora. Una vez refugiado en el vastísimo interior del café caminó entre las mesas sorteando la indiscreción de otros ancianos que lo miraban recelosos; avanzó evitando grupos de estudiantes conversadores ignorantes del motivo que inquietaba al parroquiano recién llegado. A esa hora avanzada de la tarde sería dificultoso dar con una mesa tranquila y libre donde hallar el reposo necesario; para su sorpresa, uno de los camareros lo confundió tal vez con un antiguo cliente de regreso, haciendo una seña discreta dirigida solamente a Acevedo, le indicó una dirección a seguir y él obedeció yendo sin hesitar hacia los ventanales vertiginosos del café. Desde donde puede contemplarse a lo lejos la silueta con sombras iluminadas del castillo inaccesible, el puente mayor defendido por la milicia paralela de esculturas mimando el santoral cristiano, el río inevitable en la metrópoli, la corriente despojada de las reparadoras virtudes del Leteo.
Junto a una mesa pequeña de madera, casi escondida por la desordenada circulación interna del salón infinito estaban sentadas dos señoras mayores. Una de ellas tenía en el regazo, como si recién viniera de parirla cierta criatura peluda, repugnante en su indefinición y que sin oponerse se dejaba acariciar por la mano salpicada de manchitas marrones. Al ver acercarse la estampa de un caballero entrando en años, ambas mujeres lo saludaron, esbozando un remedo de sonrisa con paladar postizo, como si Acevedo fuera otro pretendiente maduro de su presentación en sociedad. Felices por ceder la ubicación de privilegio ganado a brazo partido -horas atrás- a un señor de aspecto respetable, no a esos insolentes jóvenes desalineados e irrespetuosos de la tradición de la ciudad y del pasado. Al partir, mientras emitían murmullos ininteligibles como hablando un lenguaje de hechicería perseguida, ellas recogieron sus chales, abrigos gastados de paño ordinario, carteras conteniendo estampas beatas y bolitas de naftalina, los programas anuales de la Opera. Con fórmulas de cortesía escueta evitando oírse las voces emulando cacatúas ridículas, concertaron la transferencia del sitio, algo así como el cambio de guardia en la única torre que domina el valle de la muerte.
Eduardo Acevedo, celoso del espacio heredado con tanta facilidad se sentó de inmediato en una de las butacas, le repugnó sentir la tibieza tangible y concentrada del cuerpo blanduzco de una de las mujeres sobre el cuero del tapizado. Se puso de pie para quitarse el abrigo que depositó, doblado prolijamente, en el respaldo de la silla del otro lado de la mesa, reservándola para alguien que podría llegar en cualquier momento a hacerle compañía. Del portafolios sacó una libreta de notas que dejó encima de la mesa, el profesor puso la carpeta junto al abrigo y se sentó, sin advertir esta segunda vez la molestia de otro cuerpo custodiando su aura en el pretérito inmediato, tomándose su tiempo para reponerse Acevedo encendió un cigarrillo y comenzó a jugar con la estilográfica, al camarero que se acercó, otro distinto a aquél que le gesticuló la primera indicación cuando estaba perdido, le pidió una taza grande de café bien caliente y una copa de vodka del país.
-Andreas, dijo Acevedo hablando consigo mismo. El joven estudiante Andreas Stein, agregó verbalizando la fórmula completa, el nombre que desde que empezó a nevar sobra la ciudad rondaba su pensamiento como una obsesión de forma orbicular.
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A cada momento Acevedo miraba en dirección de la zona donde estaba la puerta principal del café, quería verificar si la experiencia vivida hace poco tenía la intención de duplicarse. La primera explicación que acudió a su mente cuando pretendió ordenar lo sucedido fue que estaba envejeciendo, que ese proceso inexorable sufrió hoy una aceleración considerable. ¿Y si se hubiera confundido? Una tras otra rumiaba conjeturas sin que ninguna lograra convencerlo del todo. Estaba seguro en cuanto a la veracidad de lo visto y la objetividad incuestionable del encuentro, por más que se proponía argumentos sustitutivos rebatiendo a la imaginación, sabía que su certeza tenía la consistencia del diamante. La falta de vacilación y lo inapropiado de toda incertidumbre terminó de abatirlo por completo, la única conclusión coherente a que arribó aconsejaba revisar con calma el antiguo contencioso y apelando al recurso de la memoria, entregarse a los recuerdos buscando el socorro de una explicación sedante.
El camarero llegó con el pedido y antes de que se marchara, Acevedo le pidió una segunda vodka. La necesitaba, lo hacía con el propósito de hacer vacilar, bebiendo, su inteligencia cartesiana y predisponerla por el alcohol a negociar con las desconocidas razones del corazón. Si algo de lo ocurrido lo consoló en parte, fue aceptar que a pesar del desconcierto emboscándolo, una zona íntima de su ser era todavía sensible, estaba intacta como en sus años mozos. Fue cuando advirtió que una parte de su inteligencia reaccionaba con firmeza, luego de la durísima prueba a que fuera sometido el conjunto de sus sentidos. De pronto se miró las manos y mientras duró ese gesto inhabitual, Acevedo recordó que la historia puesta en órbita había comenzado cuando esas mismas manos eran otras, como era otro el gusto del café, el río que transcurría dividiendo la ciudad, las cúpulas semiesféricas entrevista a la distancia en los crepúsculos tormentosos. La ciudad era otra.
Nunca se consideró un hombre nostálgico, el suyo era un espíritu práctico para el que la memoria era una función de la masa encefálica como otra cualquiera y sin contarse por cierto entre las mejores. «Lo primero que debo hacer si pretendo entender lo sucedido –pensaba el profesor Eduardo Acevedo en el café-, es entender e intentar desapasionarme.» ¿Pero qué significaba entender en su actual circunstancia? La memoria, no obstante el desdén de la lógica y la imaginación, logró reconfortarlo ante la carencia en él de otras facultades ligadas a lo irracional, atajos que acaso por temor a perderse menospreció desde niño. Como sucede con los buenos vinos, la madurez ennobleció el gusto de Acevedo por su propia capacidad de evolución que utilizaba con tino, consciente que vivía las últimas ocasiones de administrarla bajo el control de la voluntad; también aguardaba con excitada aprensión el día que se despertara sin saber cómo se hace para lavarse los dientes. Lo sucedido pudo ser entonces una suerte inesperada, algo imprevisto y que llegaba en vísperas de la pérdida del autocontrol, augurio prediciéndole el descalabro final cercano.
La armonía invisible a la que dedicó la vida –recordó Acevedo- es más intensa y perfecta que el caos ostentoso mediante el cual se manifiesta la naturaleza. Existe un único río y era él quien mudaba de estado sin cesar, es el río de la infancia, el río que Acevedo observa correr desde su asiento al abrigo del café, el mismo río donde se produjeron los cruces con el estudiante Andreas Stein. Caramba con la vida de los hombres, tantos años dedicados a la cordura de lo dado por irrefutable, sosteniendo con énfasis que cada acto partícula del universo tiene y merece una explicación para concluir en un final perturbador; obligado a distanciarse de convicciones muy arraigadas si aceptara la veracidad del incidente ocurrido hace apenas una hora. El viejo y fatigado profesor se reclinó en el respaldo de la butaca, luego de unos instantes de espera hizo girar el capuchón de su lapicera fuente y avanzó la plumilla dorada hacia el papel.
La libreta de apuntes personales se abrió donde lo predisponía una tirita de seda celeste, a un costado de las hojas estaban las anotaciones de la agenda recordándole las ocupaciones del día. Quedaban por delante un espectáculo de marionetas sobre cuentos populares bohemios y la cena protocolar con algunos colegas de su misma edad. A la derecha de la agenda había una página en blanco con renglones trazados a lo largo del espacio y la palabra NOTES en letras claras, grandes, dominando el área inmaculada del papel. Cuando Acevedo levantó el brazo acercándolo a la libreta tenía la intención de escribir la fecha del día y algún comentario irreflexivo haciendo referencia a lo sucedido. Al apoyar la pluma sobre el papel en la inminencia de la escritura mudó de parecer y anotó «Andreas Stein». Debajo del nombre agregó «París», por último trazó el círculo que encerró las tres palabras y dentro de la circunferencia agregó una cifra: «1937».
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Ese año así recuperado, fue cuando Eduardo Acevedo llegó por primera vez a París con el propósito de estudiar Física y arrastrando una merecida fama de oveja negra de la familia. Había nacido diecisiete años atrás en el casco de una estancia de la Banda Oriental, un campo que abarcaba la rinconada sur de la desembocadura el río Negro en el río Uruguay. Era el tercero de siete hijos varones procreados por un poderosos hacendado llegado del lejano norte brasilero y una irlandesa, hija adoptiva de pastores protestantes, mujer seca y pequeña que entre parto y parto, se las ingenió para ocuparse de la instrucción elemental de los niños del pago. Desvirtuando la infundada mitología sobre las fuerzas telúricas de la zona litoraleña oriental, la única verdad fehaciente sobre los paisanos del lugar era un embrutecimiento engordando desde la independencia hasta la triste pobreza del presente. Los vecinos, sin intención de engaño, mentaban a los esporádicos forasteros virtudes curativas del agua de los manantiales, la energía bienhechora de la luna llena cuando acampa en las inmediaciones; explicando así domas portentosas de baguales ariscos, la intuición infalible de ciertos capataces para indicar dónde perforar la tierra y encontrar agua fresca, la exacta intensidad del temporal que se viene leído en el lento vaivén de las copas de los árboles.
Los hijos del viejo Acevedo crecieron con el afán parejo de acrecentar hectáreas de campo del linaje, incrementar el número de cabezas de la hacienda y cruzar hasta Buenos Aires la mayor cantidad de veces posibles; dilapidar en los cabaret de la calle Corrientes y bailongos de Avenida de Mayo la plata producida por la esquila, los remates de ganado en pie. Una fatídica estadística biológica, predecía que al menos uno de los hijos del vientre fatigado de la irlandesa nacería debilucho: “tísico igual que el falso abuelo gringo”, sentenció el padre autoritario cuando Eduardo tenía pocos meses de vida y podía diagnosticarse un crecimiento dificultosos. La reacción de la madre fue consecuente y firme. La mujer sin ocultar a la prole numerosa su preferencia, dispensó al vástago opacado por la naturaleza cuidados especiales, sin renunciar ni un día a la mano dura, cuando fue necesario reprimir una travesura dificultando estrictas normas maternales. Se moría por enseñarle música a Eduardito, ella sabía que dentro de una familia despótica por los cuatro costados, leer un pentagrama de un impromptu le daría una fama guaranga de afeminado.
La patrona se dio maña, en una tierra infecunda para proyectos de vida que aspiraran a ir más allá del arreo madrugador de bestias soñolientas, la yerra cíclica y alambrados tirantes cercando las aguadas, con nubes negras cruzando el cielo impresionante y montes compactos de eucaliptos, con los negocios contables del padre inflexible y la parición de terneros, ella lo instruyó en los rudimentos de una aritmética tosca, suerte de ciencia cimarrona lindando la supervivencia. Para el muchacho enclenque, ese aprendizaje llevado adelante con cariño dosificado resultó una marca de hierro al rojo vivo aplicada en el cuero del alma. Saber de la existencia de una comprensible mediación numérica entre la rústica realidad circundante y el universo del pensamiento, le brindó al niño distinto la alegría simultánea del estudio y la felicidad que ocultaban las otras vidas que le serían negadas.
Además de los libros escolares -cuando ya fue un muchacho objeto de bromas por los pelos en las piernas y encierros prolongados en la pieza- se interesó por volúmenes más singulares; que uno de los hermanos mayores –menos inclinado a la burla que los otros, cariñoso y cómplice por intuición- le acercaba desde las librerías de Montevideo. Incluso llegó a sus manos una Principia Mathematica cuya lectura apasionada y desordenada, decidió que Eduardo arrendara ese campo de trabajo hasta que le llegara la muerte, como se prometió.
Pronto llegó el momento inexorable en que agotó todo lo que podía ofrecerle la casa natal y el encuentro con el padre para proyectar su futuro fue desagradable. Acevedo además de poseer una inmensa fortuna tenía la obcecación de querer hacerlo hombre según su molde; como en la capital “había mucho vicio y amigotes descarriados”, luego de aceptar de mala manera la decisión vergonzante del depravado de la familia –“parece hijo de otro” le reprochaba dos por tres a su mujer-, se empecinó en enviarlo al mejor lugar para asegurarle el provenir: lejos. El brasilero estaba convencido, para la templanza varonil del que salió a la rama gringa de los progenitores, que sería ventajoso crearle condiciones de maduración hostiles, distantes de la sobreprotectora tutela materna. El criterio para la elección del destino de Eduardo fue sencillo, claro como el agua e indiscutible; llegado el momento él decidiría dónde había que mandar a “ese”. Como si quisiera desembarazarse pronto del asunto, el viejo Acevedo consultó a gente que le merecía confianza, empleados de Banco y gerentes de frigoríficos británicos quienes, deseando quedar en buenos términos con el estanciero, consultaron a la vez con parientes mejor informados de la marcha del mundo. Acevedo preguntaba por el mejor lugar de occidente para estudiar “números” (después de todo se trataba de su sangre, era un Acevedo) como si fuera una feria de ganado en el departamento de Treinta y Tres. Con cautela e ignorancia los informantes le hablaron de Sommesfeld en la Universidad de Munich, de la escuela experimental de mister Rutheford en Inglaterra, del mismo Círculo de Viena y de un tal Nills Bohr en Dinamarca.
Una vez finalizada la encuesta Acevedo estaba más desorientado que al principio y le desagradaba. Las propuestas no se correspondían a su sentido práctico; como un comprador por catálogo de grandes almacenes y en homenaje a una aventura juvenil en un prostíbulo nordestino, decidió que fuera París. Estaban el heroísmo de Verdún y la estatura menuda de Bonaparte, le agradaba una ciudad donde le cortaban la cabeza a los reyes, le merecía confianza.
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Cuando a los pocos meses se precisaron los detalles del viaje, habiéndose obtenido el apoyo gubernamental honorario por supuesto, resultó que Eduardo estudiaría en la École Supérieure des Sciences Mathématiques et Physiques, en el equipo de Georges Copigneaux, discípulo consentido por mérito del gran Henri Poincaré. Con dinero seguro en la billetera es más sencillo adaptarse a un medio desconocido, en París hacia el año mil novecientos treinta y siete el peso oro uruguayo era moneda fuerte; sobre todo en manos de un muchacho prudente, que llegaba a la capital francesa sin la intención de despilfarrar una fortuna con la excusa atendible de que la vida es breve. Eduardo Acevedo vivió durante un año en París, luego se marchó a Canadá donde formó una familia y se instaló de forma definitiva, sin mostrar en ningún momento deseos de emigrar. Fue durante los meses vividos en Francia que supo de la existencia del estudiante Andreas. Las circunstancias de la relación entre ellos fueron curiosas, permanecieron siempre en el umbral negado de la conciencia del hijo preferido de la irlandesa.
Una vez Eduardo instalado en París, los días que lograba apaciguar la falta de cariño materno extrañado con dolor de hijo único, la vida parisina fue harto generosa con sus aspiraciones. A las pocas semanas pudo prescindir sin remordimiento del horizonte monótono y circular de la estancia, del olor dulzón de las bestias durmiendo en el establo y el vozarrón imperativo del jefe de familia. Los primeros días de curso en la Escuela, mientras se habituaba a la cadencia del idioma, descubrió que su endémica debilidad para las tareas rurales, trasladadas al medio universitario, era la fuerza que ayudaba a resistir el estudio nocturno hasta que clareaba. Eduardo dosificó con inteligencia el rigor imprescindible si aspiraba a crecer en su dominio vocación, las tentaciones de la devastadora vida disipada, que cada semana tragaba -de manera inexorable- otros condiscípulos tibios para resistir el firme tirón de alegría sin fin de la juventud, tan al alcance de la mano. A varios estudiantes talentosos los escuchó argumentar que la farándula en la que estaban metidos era una etapa transitoria de su existencia. Lo hacían con el apoyo de citas clásicas adornando el imperativo goliardesco del carpe diem juvenil, en tanto apuraban las vidas sin resuello en las interminables madrugadas de antros de moda. Contemplando la efímera intensidad ajena, Eduardo halló ejemplos luminosos para probar la perversidad congénita de todo sistema, esos casos cercanos de extravío resultaban más didácticos que el teorema de Kurt Gödel: existen en todo sistema aseveraciones verdaderas pero indemostrables.
El bucle descorazonador de su conjunto mental fue la irrupción paulatina del estudiante Andreas. Mientras ello se procesaba sin escándalo, halló en la dinámica de la investigación un permanente motivo de excitación incluso intelectual. En aquel tiempo precioso, era rara la semana que no trajera noticias desestabilizadoras desde los diversos centros científicos, ya fuera anunciando una estrepitosa caída de axiomas considerados como inamovibles o la propuesta de ecuaciones demostrando la creciente complejidad del universo, la materia y el hombre. A los compañeros de estudio, Eduardo optó por ocultarles su verdadera situación financiera que devino un enigma menor para sus camaradas, reticentes a interesarse de cerca por anécdotas foráneas. La supervivencia sin sobresaltos del extranjero exótico alejado del país natal, era atribuida a rocambolescos procedimientos sudamericanos, de los cuales era preferible ignorar pormenores. Durante su temporada parisina nunca se le vio ostentar con el dinero y más de una vez Acevedo pidió prestado unos francos para pagar el Metro; en noches aisladas dejó de cenar en gesto solidario, actuando que participaba de su misma condición en especial ante muchachos que él sabía de origen humilde. Era una actitud ajena a la vergüenza vaga de ser hijo de un próspero terrateniente, tampoco traducía un gesto mezquino previendo abusivos asedios a su monedero. La razón era simple: quería integrarse al grupo en condiciones de igualdad y hallar en las aulas lo que le fuera negado en la casa paterna.
En su vida social permaneció distanciado de todo protagonismo, se lo aceptaba como alumno discreto del seminario de Física atómica y durante las noches de café y charla se limitaba a ser un espectador prudente. El joven Acevedo escuchaba con atención provinciana la sucesión de ditirámbicas y definitivas proclamas estéticas –cuando no revolucionarias- llamando a la quema de museos y toma del poder la semana entrante; sonreía cuando un contertuliano asumía con énfasis y orgullo literal la tarea de ser la voz cantante de la peña. La única vez que Acevedo fue sorprendido en su buena fe sucedió una madrugada cuando, contrariando sus costumbres estaba bebido. Sin prevenirlo ni pedirle su padecer le pusieron una guitarra entre las manos; rebatiendo firmes propósitos al respecto e incitado por el pernod acumulado, improvisó una lerda milonga de su tierra y nunca más lo intentó. Al otro día, los amigos que lo escucharon le reprocharon que era excesivo adjudicarle una música tan triste a su melancolía.
Nunca propició un encuentro cara a cara con el estudiante Andreas ni tan siquiera un mínimo intercambio de palabras. La relación entre ambos quedó circunscripta a una interferencia de fuerzas, en la que Eduardo resultó el agente receptor y sensible de una aporía que reconoció recién en la vejez. Si hay en verdad una historia mágica que los acerca, la misma está poblada de desencuentros, simples pálpitos de que el estudiante Andreas rondaba su existencia, como si fuera una cuestión molesta a dilucidar. A la noche digamos, luego que los carillones anunciaban las once y cuarto, sentado a una mesa de Le Select con otras siete personas, Eduardo presentía de inadmisible manera telepática que el estudiante Andreas había entrado al local buscando sus propias compañías. Era cuando el muchacho Oriental, queriendo cerciorarse del contacto intangible, marchaba hacia los lavabos del subsuelo, indagando con la mirada entre las mesas hasta dar con el perfil inconfundible del otro presentido. Debió aguardar hasta una noche de otoño, que se insinúa muy fría en la memoria para conocer por fin el nombre del desconocido.
El Oriental conversaba con un grupo de pintores, hombres a la búsqueda del color ideal de la inmortalidad por el desaconsejable espectro del hambre, cuando atravesó el salón la secuela furtiva de un viento glacial proveniente de la calle Vavin. Alguien al entrar dejó la puerta abierta; ese alguien enajenado regresó sobre sus pasos, cerró la puerta del café asegundándola y dijo “pardon” a los parroquianos próximos a la entrada. Ese alguien era un joven vestido de negro, con una chalina blanca que caía de manera asimétrica y amplio impermeable, en lo que podía advertirse al verlo pasar su cuerpo estaba cincelado con ascetismo y abstinencias de todo tipo pero voluntarias. La cara por el contrario, parecía predispuesta hasta la convicción a la laxitud de vicios carnales y pecados espirituales, los dientes resultaban demasiados perfectos para ser naturales y la mirada apelaba al auxilio mediador de cristales oscuros, buscando sugerir en esa confusión una tonalidad humana. Cada detalles que se sumaba a su aspecto hacía olvidar al instante los pormenores precedentes, ninguno conseguía caracterizarlo del todo y el conjunto lo hacía inconfundible. Nada de ello necesitó Eduardo para identificar esa presencia sin dificultades; se trataba de la misma sombra presentida y vista muchas noches al amparo de la luz artificial. Cada vez que lo cruzaba, el azar insistía en el juego de presentarlos por primera vez, fue el pintor mexicano quien, interrumpiendo su diatriba virulenta sobre el irrespetuoso arte de los murales, dio nombre a la inquietante aparición.
-Es el estudiante Andreas Stein.
Nada más dijo el abstracto de Tenochtitlán, convencido de que su enunciado era suficiente y Eduardo retuvo las ganas de pedir información sobre el recién llegado, presintiendo que todo contacto directo con el desconocido le estaría prohibido de antemano. Desde ese instante, la imagen repetida del otro quedó vinculada a un nombre común e insuficiente para librarlo de una dependencia que se acrecentó a medida que pasaban las semanas.
Cuando los temores íntimos se asocian con una palabra, en principio parecen desactivarse y es sólo para volverse luego más insoportables. Eduardo se inclinaba por la segunda posibilidad; repetidas veces se preguntó de qué naturaleza era el nudo que lo ataba al desconocido, al estudiante Andreas Stein desde aquella noche cuando el viento frío irrumpió en Le Select. Dejó de lado el miedo físico a una agresión y la pasión incontrolable, desechó el amor y la admiración superlativa, si el vínculo tenaz se parecía a algo era el saber concebido en vertientes menos confiables. Eduardo fue testigo involuntario, observador receptivo a causa de su infancia precaria, científico buscando leyes justificando la presencia de una fuerza inidentificable y que en tanto se llama flogisto o milagro, se llama Andreas Stein.
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Durante semanas, el Oriental esperó que el estudiante Andreas lo abordara recriminándole su molesta vigilancia, Stein le negó esa libertad por la violencia y parecía tener otra estrategia consistente en reafirmar su presencia. Mientras Eduardo bebía una cerveza en terrazas alejadas de los sitios habituales, sabía que Andreas Stein “había estado allí” hacía siete minutos, diez a lo máximo o que llegaría después que él pagara y hubiera caminado unos doscientos metros. Cuando de manera abrupta llegó el período de sus primeras vacaciones, Eduardo decidió permanecer en París a pesar del calor y calles semivacías volviéndose las razones obvias para justificar su agosto sedentario. Fueron esas semanas de serena tregua para la tranquilidad de su conciencia y el espectro del estudiante Andreas desapareció de la circulación. Acevedo llegó a creer que lo vivido durante los últimos tiempos respondía a una alucinación de complicada explicación. Cosas suyas imaginativas de personajes recién llegado a un argumento con pasado, un actor con atraso que se precipita en la trama queriendo recuperar escenas extraviadas, inventándose una historia de espías sin pies ni cabeza, compensando la acuciante falta de cariño y cierto desinterés por los estudios que le corroía de a poco el ánimo.
El largo verano en la antigua Lutecia no fue pródigo en amores y a consecuencia de la forzada soledad se permitió ponerse al día con publicaciones de su especialidad. La falta de dispersión hizo que Eduardo recobrara el gusto para llevar adelante cualquier proyecto de investigación, lo estimulaba el comprobar que los grandes cerebros y que aceleraron en las últimas décadas el catálogo de deslumbramientos científicos –como nunca antes en la historia- traslucían en sus rigurosos informes –le venía a la mente el caso de Heisenberg- repletos de fórmulas deslumbrantes incluyendo esquirlas de cuestionamiento metafísicos y religiosos. La contradicción de la reflexión en tales niveles era esperanzadora: existen partículas de comportamiento imprevisible, se intuían vacíos insospechados, bolsones de antimateria librando sus arcanos y mentes capaces de comenzar a pensar diferente.
En ese estado de ánimo, ganado por una confusión exultante Acevedo tomó la decisión de hablar con Copigneaux lo más pronto posible; hacerle saber al catedrático sus intereses específicos e integrarse por entero -deponiendo vacilaciones fruto de la inseguridad- al ámbito estricto de la investigación. Ingresar para quedarse en ese campo gravitacional de incertidumbre científica, sin dejarse expulsar de la órbita tensa por una absurda desidia. Había optado por pertenecer a un sistema coherente dejando atrás la perspectiva de devenir meteorito errante; una vez aclarada de manera satisfactoria su situación, el trabajo en el seminario de Copigneaux comenzó a marchar para Eduardo a las mil maravillas. La fusión operaba bien hasta el minuto cuando, durante un apartado con el equipo del cual él era la incorporación más reciente, el director, parco de habitual destacó en términos elogiosos, el talento de un estudiante del curso nocturno dedicado a la mecánica celeste. Igual que los ciclos de un cometa visible en su esplendor desde observatorios terrestres, el comentario de marras señalaba la reaparición de Andreas Stein en las fases irregulares del joven Acevedo. Sin coincidir en los horarios de los cursos, resultaba que compartían la atmósfera de los anfiteatros, caminaban a deshoras idénticos corredores internos del edificio de la Escuela y trataban asuntos administrativos inherentes a su situación en la única sala de secretaría, alternando con una u otra funcionaria encargada de la gestión. Al comienzo y una vez confirmada la nueva coincidencia, Eduardo reaccionó igual que un lince joven acorralado por los cazadores y optó por descuidar la lucha cuyos protocolos ignoraba.
La táctica de la despreocupación igual logró buenos resultados, como el disiparle la idea de un complot que lo designó víctima y aflojó la tensión en las horas restantes del día. La casualidad decidió que, en una conferencia de Bachelard dictada en el anfiteatro de la Escuela, se sentaran a corta distancia uno de otro; a Eduardo seguía intrigándole en la cara de Andreas la falta de secuelas de sueño, calor, frío, de cualquier factor que alterara en algo unos rasgos que parecían eternos. Con el correr de las semanas terminó admitiendo su brumosa presencia como otro elemento inevitable de su territorio personal, donde cualquier meticulosidad de laboratorio podía salirse de cauce en años prodigiosos y terribles, cuando nada quedaba sin cuestionar: espacio y tiempo, la mentalidad belicosa, la pintura, la paz entre naciones civilizadas y el poder de la palabra para emitir un juicio verdadero sobre la realidad. La década del treinta marchaba hacia su terrible ocaso y se vivía una respiración de guerra inevitable.
Acevedo permanecía enclaustrado en París por propia voluntad, su proyecto de recorrer España se ahogó en la sangre de una devastadora matanza que sofocó también los pronósticos más pesimistas. El resto de Europa, cómplice en el hacer y el dejar hacer, exceptuando unos miles de voluntarios masacrados, aguardaba que la catástrofe se produjera de fronteras adentro al sur de los Pirineos; en ese clima de urgencias patrióticas, Acevedo sentía acrecentarse día a día su condición de extranjero.
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En una fiesta que pretendió despedir el año por adelantado, pero siendo los adioses a la paz de dos décadas pasadas deprisa, se determinó para Acevedo su implicancia en otra historia, el cruce de cierta morosa indiferencia a la acelerada toma de posiciones y para el resto de su existencia. Los allegados al equipo de Copigneaux se reunieron en ocasión de una cena y organizada con escrupulosidad matemática adecuada a hombres de ciencia. Ello sucedió en una hostería de la afueras de París, regiones que por aquel entonces guardaban un algo de provincia luminoso que perderían pronto; el encuentro suscitó una rara unanimidad y relativa cuando los cursos se dictaban de mañana temprano. Los convocados llegaron dispuestos a beber en abundancia, sabiendo que era la última oportunidad de compartir unas horas de alegría amnésica. En los próximos meses esos hombres y las pocas mujeres que entraban a la hostería cada pocos minutos, partirían a defender la ofendida causa de su patria en diferentes frentes de combate; la investigación pura, la zona sin relación próxima a objetivos militares quedaría estancada en archivos y cajones por muchísimos meses siendo optimista. Se hablaba del lenguaje de los cañones, derechos del pasado, intolerables reivindicaciones históricas y secuelas de una confrontación temida pero saludable para Europa. Después de pasada la tormenta pasajera podría retomarse con brío la investigación, era lo que sostenían algunos académicos henchidos de belicoso orgullo, luego de haber solucionado de manera ejemplar decían, unos contenciosos menores y molestos mediante el convincente por expeditivo alegato de las armas.
Nuestro Eduardo Acevedo, distanciado por pintorescos orígenes de tomar posiciones claras y definitivas dudaba, escuchando a unos y otros, entre aguantar en París a esperar que pasara la guerra que deseaba breve, regresar a su patria asumiendo lo vivido como unas vacaciones atípicas o cubrir un puesto -aún dudoso en los términos de la oferta- para enseñar en Montreal; que luego aceptó por motivos alejados del temor a la ocupación alemana de París y las razones propias del libre albedrío, siendo que la noche de la cena unos episodios encadenados lo afectaron al punto de modificarle su proyecto de vida. Entre los integrantes del equipo de Copigneaux y el sudamericano incluido, tiempo y espacio se trocaron en conceptos de definición suspendida, entelequias para las que las palabras espacio o tiempo eran erróneas e insuficientes, puede que falsas.
Acevedo vivía su guerra personal, igual que el espía noctámbulo infiltrado en campamento enemigo, deseaba obtener la mayor cantidad de información sobre el adversario, de preferencia relativa a las debilidades. Si la tendencia del vínculo de Andreas continuaba como hasta el presente, sería nada más que una cuestión de espera y paciencia, siendo innecesario que se lanzara temerario por los vericuetos de un interrogatorio indirecto. Estaba convencido de que en cualquier segundo de euforia colectiva, evocando los buenos momentos pasados en los seminarios, al final en el inevitable balance de un grupo a punto de despedirse, la referencia al estudiante Andreas terminaría por irrumpir. Lo vacilante era saber si Eduardo resistiría la espera manteniendo la calma o llegado el momento perdería el dominio, replicando a destiempo con un insulto destemplado, una confesión tan áspera como rencorosa del malentendido atándolo en secreto a la sombra del estudiante Stein. Después de su entrada a la hostería y durante tres horas, Eduardo odió con toda su alma el tono magistral que tanto le atraía en el ámbito coloquial de la Escuela. Admitió despreciar con furia las formas tontas del esparcimiento estudiantil, nada ocurrentes y lindando la grosería; faltas de imaginación cuando se trataba de cabezas congestionadas de conocimientos inapropiados para vivir.
El albergue de campaña escogido para el encuentro era agradable, su nombre hacía referencia a caballos y tenía aureola tenue de excursionistas impresionistas. La cena programada tendiente a fiesta se sucedía en un pabellón alejado del edifico principal de la hostería, distancia prudente para permitir el bullicio sin censura. Finalizado el tránsito regulado de la comida, popular en su propuesta y abundante al interior de las cazuelas, comenzaron a formarse grupos dispersos, organizados en torno a personajes seductores o afinidades afectivas y teóricas. Cada vez que una de las muchachas encargadas del servicio abría la puerta de la sala para retirar platos sucios y traer canastillas de pan y otras jarras de vino, Acevedo se estremecía temiendo que el sentido de la puesta en escena de Andreas Stein, demostrado repetidas veces le entregara la imagen de alguien que él aguardaba con impaciencia.
Los camaradas de estudio, emprendedores en el beber y menos habituados a secuelas del vino, a cierta hora se entredormían reclinados sobre largas mesas, después de separar con el antebrazo platos con restos de boeuf bourguignon, trozos de pan, cáscaras de queso y botellas vacías. Los hombres mayores y profesores del equipo, a la vista de la deriva estudiantil acelerada, si bien algo tambaleantes se pusieron de pie; como podían se enfundaban en sus abrigos y emprendían el retorno a París. Luego de varias decepciones por el tráfico en la puerta de entrada Acevedo estaba triste por lo inútil de esperar aquello; hasta que escuchó que alguien de los cursos superiores, cuya voz emergía desde un rincón del salón, uno de los grupos aislados proponía un brindis, reclamando para ello con insistencia la dispersa atención de los presentes. Eduardo se preparó para el rosario de frases retóricas en honor y agradecimiento al director del equipo, experimentó por adelantado vergüenza ajena.
Nunca en su vida debió cambiar tan rápido de estado de ánimo; antes, indiferente y resignado levantó él también su brazo izquierdo rematado en un vaso a medio llenar. Así estaba el hijo de la irlandesa igual que una figura tiesa de porcelana coloreada, cuando llegaron netas a sus oídos palabras precisas por irremplazables.
– ¡Un brindis por el estudiante Andreas Stein!
Cuando Acevedo terminó de asimilar el mensaje reaccionó con una risa forzada, nerviosa, desagradable por la agresividad que insinuaba y que llamó la atención de comensales que tenían hacía rato la frente apoyada en la mesa. Michel Lafon, su mejor amigo dentro del equipo de Copigneaux se acercó con la intención de calmarlo, alarmado por la reacción intempestiva del camarada del otro lado del Océano, temeroso de que dadas las circunstancias hubiera caído en un pozo depresivo y estuviera enfermo.
Cuando Eduardo sintió la mano de Lafon apoyada en el hombro entendió el gesto y consiguió calmarse, hasta que la improvisada ceremonia celebrando la gloria del ausente llegó a su término.
-Hijo de puta, murmuró Eduardo en castellano, rabiando contra la manera cómo fue sorprendido su espíritu estando las defensas vulnerables.
A Michel que permaneció junto a él queriendo entender, le explicó que su carcajada fue la irreflexiva respuesta por la tristeza que le provocaba todo aquello que estaba sucediendo. Hasta ese momento el oriental venía jugando bien su partida a ciegas con el adversario; el resto de la noche se desbarrancó de macana en error. Comenzó a cometer torpezas propias de quien se ve acuciado por la falta de segundos y transfigura al oponente en reloj de competición.
El primero de los errores graves fue preguntar.
– ¿A qué viene ese brindis Michel?
– ¡Ah sudamericano, Oriental provinciano indigno descendiente de Lautréamont! El trabajo del estudiante Andreas entre nosotros tiene un enorme mérito.
– ¿Qué hizo de especial en concreto?
-Es cosa seria brillar en la Física celeste siendo ciego de nacimiento.
Acevedo miró al amigo directo a los ojos, creyendo que la respuesta tendría una continuidad que aclarara los hechos. Fue una espera inútil, asintió con la cabeza igual que un autómata de museo prometiendo para sus adentros emborracharse antes de volver a su cuarto. Durante meses el séptimo hijo de la irlandesa se pensó observado en secreto y al final resultó que el cerebro visible de la hipotética conjura nunca vio las telas de Manet. No sólo él, pobre muchacho suspicaz y orgulloso, sino el universo todo incluyendo la noche del nombre en Le Select, era para Andreas Stein mancha informe a descifrar con los sentidos restantes; así como leería los cursos con las yemas de los dedos, mientras imaginaba el espectáculo de la bóveda celeste oculta por nubes y adivinaba el movimiento sincronizado de astros distantes a años luz. Acaso oyendo él solo la música de las esferas, desde una cabeza sin retinas, donde la simple idea de un punto luminoso siendo demostración geométrica devenía un asunto de Fe.
La trama especulada por Eduardo quedó reducida a un asunto anodino, como el nombre revelado por el pintor mexicano. Cuestión desagradable de nervios ópticos atrofiados y atardeceres de consulta con los oftalmólogos más reputados del continente. A la conciencia del Oriental llegaron a la vez la decepción y el alivio, volvía a respirar normalmente y recobró fuerzas suficientes para pasar a la ofensiva. Después de todo, las lunas impares de los planetas fríos y los planetas mismo, los ojos en las cuencas y los electrones tienen la misma forma en el plano ideal, Pascal estuvo acertado en postular a dios esférico y equidistante; la cuadratura del círculo era sin réplica la sublime cuestión teológica, más que el dogma sencillo de la santísima trinidad, resuelto en la séptima lección por cualquier niño iniciado al catecismo y preparándose para la primera comunión.
-Por el inefable estudiante Andreas Stein, le dijo Eduardo a Lafon y se tomó el vino que quedaba en el vaso que hasta ese instante fuera bien administrado.
Fue un segundo error encadenado.
Ω
Eduardo llevó su cigarrillo a los labios porque necesitaba fumar y buscó la cajilla de fósforos en el bolsillo del saco. Al meter la mano como si se tratara de una prótesis, sus dedos tocaron un papel que no debía estar ahí y Acevedo lo sacó de inmediato con gesto de capturar un piojo voraz. Se trataba de una hoja simple arrancada de un cuaderno escolar, doblada al medio y donde con caligrafía torpe estaba escrito: “Quédese. Lo espero a medianoche afuera, detrás de la cocina.” Eduardo pensó en una broma de algún compañero de curso, pero a ninguno entre ellos le había confiado los avatares de su relación con aquél que le proponía un encuentro secreto y clandestino; mejor se dijo, a oportunidad de una confrontación era lo preferible para zanjar la acumulación de confusiones durante los últimos meses. Se desentendió de conocer el procedimiento mediante el cual el mensaje llegó hasta el bolsillo, después de las últimas sorpresas relativas a Stein eso era un detalle menor y la cita pactada trascendía malabarismos picarescos.
Pasados veinte minutos del incidente Eduardo estaba en camino de su prometida borrachera y faltaba media hora para llegar a las doce. Con gesto que comenzaba a ser titubeante llamó a la más bonita de las muchachas del servicio, una rubilla de pechos pequeños, maneras adolescentes y le pidió una taza de café bien caliente. Ella, sin dejar de sonreírle en ningún momento aceleró el paso y satisfizo de inmediato el deseo del muchacho. Por el contundente efecto del café al rato Eduardo se sentía mejor; desplazándose igual que médico novato visitando el pabellón de cancerosos asignado al repartir las guardias, recorrió los grupos formados en el salón sin involucrarse a fondo en ninguna de las conversaciones. Durante la semana venidera seguro que los volvería a encontrar a todos pero de a uno en uno, sabía que durante los minutos faltantes para llegar a medianoche era la última oportunidad de observarlos juntos. El estado de la mayoría era deplorable, balbuceantes en el mejor de los casos se sucedían despedidas, dilatados abrazos, firmes promesas de reencuentros luego de la victoria militar y fidelidades a correspondencias obviando la muerte inmunda en trincheras distante de la órbita de Marte. Eran las once cincuenta y siete cuando Eduardo recogió su abrigo, un minuto después salió en dirección a la noche y sin vacilar se encaminó hacia la parte trasera de la cocina, obedeciendo al pie de la letra las instrucciones que pretendían ser anónimas.
La noche era una boca de lobo. Acevedo se guio en la oscuridad absoluta por la silueta pétrea de las chimeneas humeantes y llegó hasta un muro tiznado de penumbras. Se detuvo a fumar en la intemperie para achicar la espera, en esos instantes especuló sobre la forma adecuada de comenzar el diálogo y sabiendo que para él la noche se convertía en desventaja agregada. En eso estaba Eduardo cuando sintió que una mano le tocaba la espalda, se volvió y vio de cerca la cara de la muchacha rubia del hostal que trajo un café hacía media hora. Sin decirle palabra ella le hizo señas pidiéndole silencio; cuando el muchacho asintió con la cabeza le tomó una mano y comenzó a caminar entre árboles, conduciéndolo hasta una construcción modestísima donde entraron llevados por el instinto femenino. A tientas llegaron hasta una habitación en penumbras mitigadas por una veladora de alcohol, responsable de la llamita mortecina. La muchacha que parecía muda comenzó a besarlo con pasión quebrando una larga abstinencia y a respirar agitada, entrecortada, empapada; jóvenes como eran, uno a otro se sacaban la ropa torpes y apurados, tirándola sin criterio para cualquier lugar sin dejar se besarse. Olvidando las causas presuntas e implicado indefenso como para pedir explicaciones, dejándose ir sin resistencia, Eduardo empezó a lamer los pezones duros y enormes de la muchacha, para luego tirarse ambos sobre un jergón rústico y maloliente que estaba en el piso junto a un orinal esmaltado sin enjuagar. El muchacho se entregó frenético a profundizar en tan inesperado placer; perdiendo a conciencia el sentido de las horas pasadas es probable que se haya dormido algunos minutos. Luego recordó –sin saber si despertaba o era el café activando la conciencia- que en cierto momento tuvo junto al suyo el cuerpo tibio de la muchacha revolviéndose inquieto pegándose a su vientre, que renovó la erección y esta vez también el sexo parecía a punto de estallar. Excitado por olores del cuarto que ya reconocía y otros nuevos en su agria vejez de algunos días, recomenzó a penetrarla besándola en la boca mientras se movía como un endemoniado, sacándole con la lengua sabores a tabaco, cocido de cerdo, agua de vida de alta graduación y un dulzor de tarta de ciruelas maduras.
La segunda vez fue imposible dormirse. La muchacha, ágil a pesar de las horas de trabajo e insomnio igual que una amazona de circo húngaro de paso por el pago, se incorporó de entre los trapos cubriéndola. Le alcanzó a Eduardo un amasijo de ropa haciéndole señas que debía marcharse del lugar y diciéndole deprisa, deprisa, deprisa varias veces. Dentro de poco se reanudarían las faenas en el hostal y sin siquiera con tiempo para enjuagarse Eduardo Acevedo se vistió de memoria. Ella le aseguró que dentro de una hora podría alcanzar el primer tren para París, él le pidió de volver a verla, ella le explicó que así eran las cosas de su vida, que mañana sería otro el cliente elegido, un viajante de comercio, un pianista de varieté, un vendedor de Biblias, como la noche anterior había sido un poeta pobre. Acevedo dudó si debía dejarle algunas monedas por un contrato sin explicitar en la noche vivida, pero ella nada insinuó al respecto y lo que él quería lo había logrado. Al despedirse, la muchacha le entregó un sobre pidiéndole que le prometiera leer la carta luego que el tren salga de la estación; gesto que Eduardo atribuyó a una malograda heroína novelesca del siglo pasado, aceptando magnánimo un pacto apropiado a enamorados románticos. Los hechos se sucedieron de tal forma que Acevedo se quedó sin tiempo especulativo y sólo atinó a seguir obedeciendo a la muchacha, como lo hizo desde el inicio de la aventura cuando dieron las doce. Durante la noche sobre la comarca sin que ellos se hubieran apercibido había caído una helada respetable; descargado de pasiones contradictorias hacinadas y debilitado por la energía invertida, saliendo a la intemperie, Eduardo sintió que el frío de la madrugada lo calaba hasta los huesos. Lo que necesitaba a tales horas era un tazón de café con leche humeante con rebanadas de pan oscuro untadas de manteca salada, tampoco rechazaría la alternativa de un pucherito de gallina con vino tinto.
La estación de trenes quedaba a unos setecientos metros del hostal y mientras avanzaba por el estrecho sendero solitario, el caminante nocturno meditaba sobre el sentido de los acontecimientos recientes. La mente puesta otra vez en funcionamiento recomponía el orden de los sucesos insólitos, concentrados curiosamente en el transcursos de la noche pasada. Algo semejante al amanecer se observaba en el paisaje que lo rodeaba, la distancia hasta la estación le pareció menor de tan ensimismado que marchaba en sus deseos. La estación que él vería por primera y última vez en su vida tenía el aspecto de una escenografía condenada a desaparecer, allí la soledad era total, exceptuando una extraña mujer espectral que caminaba, sin equipaje, en un sentido y otro a lo largo del andén. Eduardo se sentó en un banco de madera y aguardó la llegada del tren en dirección a Paris, sin importarle la eventual puntualidad de la locomotora ni la desidia maquinal del maquinista. El tren venía de una lejana ciudad del sur de Francia y durante la noche, mientras el Oriental se afanaba por agotar los encantos irrepetibles de la muchacha rubia del hostal, debió atravesar el centro del país. Luego que terminó el estruendo de la frenada Acevedo subió a los vagones de primera clase y buscó un asiento cómodo, ubicación donde pudiera estar tranquilo y a solas con sus pensamientos. Desde su secreta satisfacción las caras del resto del pasaje le parecieron de una inconsolable tristeza, el paisaje agreste de la campiña duró poco y en la siguiente estación se distinguían las inconfundibles cercanías de París. Fue allí cuando el jergón en el suelo y la veladora, el orinal esmaltado y la taza de café caliente comenzaban su irresistible itinerario hacia el olvido definitivo, en el momento que recordó la carta que prometió leer más tarde.
Dispuesto a cumplir lo prometido a la muchacha, como un caballero Acevedo abrió lentamente el sobre y en su cara se dibujó una sonrisa imbécil de tenorio esporádico. “Querido amigo –rezaba la brevísima misiva-, durante largos meses y aunque de manera un tanto heterodoxa, hemos compartido la razón y la cólera sin intercambiar palabra. Hubiera sido injusto, espero que entienda mi parecer, separarnos considerando los tiempos que corren, sin compartir las mieles de la concupiscencia. Suyo eternamente, Andreas Stein.”
Esa misma mañana y luego de haber tomado un largo baño de inmersión en agua casi hirviendo, Acevedo envió un telegrama urgente a Montreal confirmando -a quien correspondía- su aceptación firme del cargo de segundo asistente de los cursos superiores de Física atómica.
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Los teoremas hasta aquí narrados sucedieron en la penumbra del año mil novecientos treinta y nueve. Eduardo Acevedo invirtió medio siglo para empezar a olvidar los sucesos evocados y una vez pasados los primeros años, con la ayuda diagonal de la guerra los temores latentes del reencuentro se alejaron. En Canadá el matemático uruguayo organizó una vida sosegada y cuyos detalles son irrelevantes en relación al presente, acaso baste recordar que fue un científico meritorio y atento a la evolución de su disciplina. Hacia comienzos de los años sesenta, en razón de ciertos aportes innovadores sobre un complejo proceso acelerador de partículas, su laboratorio de la Universidad sonó bastante para el Nóbel que nunca llegó. Desde entonces y en reconocimiento a sus méritos, Acevedo es asiduo invitado a congresos, coloquios y seminarios en todo el mundo, habita el inamovible limbo de ser reconocido como una autoridad en la materia. Aduciendo asuntos familiares y problemas de salud, durante años sin claudicaciones rechazó las propuestas de trabajo provenientes de Europa, algunas muy tentadoras aunando economía y condiciones de trabajo.
Más de una vez a medida que envejecía, Eduardo regresó a la estancia familiar donde pasó los primeros meses de la infancia. Durante esa temporadas instalado en la tierra natal conoció una enorme cantidad de sobrinos y fue feliz volviendo en vida al nudo original de tantos recueros queridos. Sin despreciar la vida embarullada de los Acevedo, prefería permanecer sentado durante horas en un sillón de mimbre, en el patio grande del casco cerca del brocal colonial y hasta bien entrada la noche. Bebiendo vino blanco mendocino bien frío, sintiendo el olor del rescoldo de la tierra regada del jardín, escuchando con atención la rotación del mundo con la luz de los sonidos del campo, mirando la línea oscura de las lomas a pocas leguas de distancia, adivinando la cercana presencia del Río Negro que parte el país en dos mitades, oyendo el insomnio inquieto de los centauros a monte, que en las noches de luna ensangrentada se imaginan en Tracia, los primeros balidos de corderos recién destetados, amparados por unas horas bajo el fulgor polivalente de la Cruz del Sur; es decir recordando a la madre.
Su pasado íntimo se identificaba hasta hace una hora a las imágenes fijas del álbum de familia. Acevedo se había hecho la firme promesa: las jornadas del Karolinum praguense marcarían su despedida de la vida académica itinerante. Si aceptó la invitación fue por razones afectivas personales y menores, distantes del rigor de la ciencia, hermanadas a un puente medieval y al cementerio judío, un reloj atemporal que puede ser cósmico; argumentos tan válidos como inapelables para el hombre que está en diálogo cordial con la muerte. Esa misma tarde, cuando Acevedo salió con su grupo de la última sesión en comisión reducida después del almuerzo –que funcionó en las aulas del primer piso- en el largo corredor un grupo de estudiantes curioseaba el talante de las eminencias presentes, autoras de los libros de las bibliografías.
Los muchachos estaban ansiosos por escuchar la lección magistral de un joven físico norteamericano, que llegaba a las jornadas con merecida reputación de genio. Nuestro Acevedo fue de los últimos en abandonar la sala, en esos trámites estaba cuando, entre la multitud que interpelaba el paso de los ponentes Eduardo distinguió, primero, la forma inconfundible de la cabeza. Luego las vestimentas oscuras de entonces, por fin la mirada velada del estudiante Andreas Stein, igual de discreto que hace cincuenta años, con el aspecto idéntico de medio siglo atrás. Como si durante el tiempo transcurrido él hubiera descubierto un atajo inverso para refutar la pendiente escabrosa hacia la ancianidad, que al fatigado cerebro de Eduardo le parecía igual de perturbador que aquel sendero, llevando de la hostería con nombre referido a caballos hasta la estación del tren en las afueras de París.
Solitario y más viejo que en la hora anterior, sentado a la mesa del café Eduardo piensa que luego de una vida de trabajo sin tregua, él firmaría cualquier pacto sin importar con quién, con tal de recomenzar la historia; no por el deseo de recobrar la juventud del cuerpo, que sería una maniobra indigna del misterio, sino para regresar al confuso cruce de caminos de hace cincuenta años, cuando emprendió el sendero secundario y se apartó de la influencia del estudiante Andreas; para ello también era demasiado tarde. Cuando el camarero llegó con la tercera vodka que nunca fue pedida, Eduardo supo quién la había pagado evocando una vieja complicidad y enviándola como si se tratar de otro mensaje indirecto. Último signo de Stein que recibiría en vida y esta vez Acevedo se abstuvo de dirigirse a los lavabos, como lo hacía en las noches de Le Select ensayando un humillante reconocimiento.
Stein estaría por ahí cerca, instalado en alguna de las mesas confundido con estudiantes de los años que vienen. Acevedo buscó en el bolsillo del saco por si aparecía otra misiva y sólo halló unas pocas coronas que dejó sin contarlas sobre la mesa. Antes de marcharse levantó la tercera copa haciendo un brindis dirigido al vacío, en honor de alguien sólo visible en su memoria, bebió la vodka como debe hacerse y ya de pie se encaminó hacia la salida principal del café Slavia.
Afuera hacía muchísimo frío.
-Andreas, dijo Eduardo Acevedo y comenzó a marchar despacio sobre la nieve blanda y oscura, buscando el amparo circunstancial de paredes decoradas con figuras barrocas de la Europa central, rumbo al hotel que, en curiosa coincidencia, quedaba a setecientos metros del café que buscan los viajeros del tiempo cuando llegan a Praga.
L.Q.Q.D.