Desde el río soplaba un viento frío y serían las cinco de la madrugada. Sí, casi las cinco. El hombre se levantó temprano y preparó el mate en la cocina, comió un pedazo de galleta de campaña con una rodaja de matambre. La noche anterior por onda corta, desde allá le anunciaron que habían dejado otro curita en sus campos; esta vez sería más caro, expedido directo de Argentina lo que duplicaba costos. El estado general de la encomienda dejaba que desear, podía compensar la situación el hecho de que se trataba de un ejemplar joven. En el acondicionamiento le permitieron dormir dos noches sin perturbarlo y lo dejaron con algunos víveres para recuperar fuerzas, los de allá dijeron que era bicho, cayó por agotamiento en los montes de Tucumán después de resistir más que los verdaderos duros del grupo. Había dudas en relación al rumbo definitivo donde se concretó la entrega, al parecer lo largaron del otro lado del río, como quien va para la sierra de Aceguá.
Una buena noticia para el hombre que mateaba. La acción programada lo mantenía en forma y al acecho, era su manera de colaborar en la vertiente cívica de la patriada salvadora tal como él entendía que debía hacerse. Metiendo las manos hasta el fondo del pozo, llevando arriba del lomo a los propios muertos y apartando así la debilidad del arrepentimiento. Se contemplaba frente al espejo de su existencia, hombre de campo despreciando el invierno y cazador, virtudes que en dos siglos forjaron la riqueza familiar así como su desgracia. Debía seguir adelante, enfrentar el destino pasaba por desafiarlo, torearlo hasta quebrar como espinazo de gato el destino de otros. Hacía unas semanas que se venían escuchando rumores, el hombre sabía que el jueguito de posibilidades y la inminencia retrasada, del no se sabe pero estamos en eso, era una maniobra ruin del mandamás para conseguir unos pesos agregados en la confusión, «pero el río suena» le dijeron y él los dejó hacer. Fue la razón por la cual de un día para otro, dejó plantada a la parentela en las casas, incluyendo la chorrera de nietos cargosos y dijo que salía de recorrida por unos días. Los chanchos salvajes estaban haciendo estragos entre las ovejas por el Puesto de las Cascadas, una molestia que requería atención. Así zafó de la telaraña familiar sin dar explicaciones que nadie le pidió, el hombre los alimentaba a todos con la condición de que no jodieran.
Operaba a la antigua, nada de jeep todoterreno, él mismo ensilló el mejor caballo en el galpón, nada de miras infrarrojas que eso era para chambones, descolgó la escopeta que fuera del padre y marchó de cacería. Sería suficiente un día de marcha forzada para alcanzar la zona presentida siendo la distancia era relativamente corta. A menos de diez quilómetros del casco principal de la estancia, por los pliegues del terreno volcánico y porque era el límite natural del departamento, el paisaje cambiaba en forma brusca de apariencia y configuración. Las lomitas mansas sin vegetación se transformaban en picadas agresivas, el salpicado inofensivo de cabezas de ganado se volvía un chillido insistente de fauna inhóspita, el cielo claro con nubes algodonadas una humedad vegetal, capaz de provocar alucinaciones en quien se perdiera allí dentro. Hasta ese rincón indefinido llegó el hombre a media mañana, dispuesto a penetrar en un laberinto natural y sin resolución, dejándose llevar por la sapiencia del instinto de muerte.
Cuando la marcha se hacía fatigosa el esfuerzo lo excitaba, comenzaba a sudar, perdía la compostura de su vestimenta de hacendado meticuloso y había algo que lo reconfortaba retornando al estado agreste; al rato, sentía rasguños de espinas en los antebrazos y se chupaba la sangre disfrutando el ardor. En ese paisaje replicante de soledad el hombre recuperaba el gozo de contemplar su verdadera naturaleza. Allí creció y se hizo hombre, entre esa vegetación juró pactar con un modo de crueldad que lo condujo al suceso en sus maniobras. Ello agregaba un atractivo anejo y si en sociedad se sentía un inmortal, hundiendo las botas de presilla en el musgo traicionero de suelos inseguros, sabía que podría toparse con la muerte, única rival que lograba intimidarlo un poco.
El Puesto de las Cascadas era su refugio favorito, sin abusar del privilegio venía muy de vez en cuando. Más seguido después de aquella noche de monte en el casino de oficiales, cuando un teniente mal perdedor le dijo que una cosa era camandulear cartas marcadas con manos de farabute y otra manejar las armas, luego de lo cual se escucharon algunas risitas. Correa lo miró al hablador decepcionado por el rumbo que tomaban los acontecimientos, lo miró con desprecio por haber osado desconfiar de sus habilidades en el mentir; pensó en escupirlo por milico insolente cuando advirtió que los que andaban por ahí, de la mesa de póquer y otros curiosos, lo miraban a él con solidaridad de cuerpo, de espíritu de armas, con insistencia. Haciéndole saber que él estaba ahí de lástima, era un intruso y lo aceptaban de este lado de las alambradas electrificadas porque tenía platita de sobra, no jodía a nadie y los dejaba al contrario hacer a su capricho. Ellos en patota lo degradaron en su consideración -luego de tratarlo de tahúr y con sonrisa sobradora de oficiales entonados- a la categoría de alcahuete útil que se vuelve pesado. Una macana, se dijo. El gargajo pensado sería insuficiente, esos tipos dispuestos a humillarlo y bastante petulantes le darían una paliza por mequetrefe. Entonces Correa sacó el revólver con cachas de nácar, un 38 largo que al salir tibio del cinto brilló en el aire como el as de la muerte. En rápido movimiento que nadie imaginó interrumpir –estaban hipnotizados por la plata empuñada- disparó en dirección a la puerta de entrada. El tape, un miliquito recién reclutado con pinta de fronterizo, cuando recibió la bala entre los ojos se olvidó de seguir sonriendo. El plomo lo pegó a la pared como si estuviera en penitencia y el muerto se deslizó hasta el piso de la timba, dejando a su paso lento, como si la pelambre oscura fuera un pincel improvisado de pelo de jabalí, una espesa y pastosa línea colorada, el trazo bermellón. «¿Alguien quiere cartas?» preguntó Correa cuando la sota terminó su caída y no había siete de oro a la vista que pudiera levantarla. Los jugadores de esa mano perdieron algo más además de los pesos con esa luz de pólvora, que ninguno se atrevió a seguir y todos vieron sin pagar. «Cartas para todos, don Correa» dijo el teniente de las insinuaciones, luego hizo con la cabeza un gesto seco hacia el muerto y que fue orden para un vivo, como diciendo saquen pronto de aquí ese mamarracho y tírenlo al basurero. Ya estaba y para siempre, le dijeron don y en el sitio apropiado.
Fue esa noche que los hombres se pusieran de acuerdo mientras clareaba en el horizonte, en aquello de organizar cacerías excepcionales de curitas zurdos. ¿Cuántas veces fue eso? Don Correa perdió la cuenta, el número de muertos era sin importancia, la cosa venía durando desde hace años y hoy la cacería recomenzaba. Era como si el frío, ese que venía del río lo hubiera sentido por primera vez. Formaba parte del pacto la aceptación de ciertas reglas, entre otras esperar en el Puesto de las Cascadas la comunicación final. Alguna vez le hicieron la jugadita del atraso en la entrega a último momento y él tenía que conformarse con salir a la montería tradicional siendo la decepción parte del juego. Disfrutaba permanecer solo algunos días en ese rincón de sus dominios, tenía lo necesario para estar bien, le agradaba estar ahí. El tiempo se escurría por otros túneles y la excitación por matar lo distanciaba de la muerte propia. No por la sangre, lo que Correa vampirizaba era el tiempo y venía pensando en su muerte demasiado seguido últimamente. Era en el Puesto de las Cascadas que Correa meditaba en las diferentes maneras de morir, las que hubiera preferido por la vida aventurera terminaban por parecerle injustas y se resignaba a finales asépticos en el Sanatorio Americano de la capital. En el centro de cuidados intensivos, arrasado por una metástasis incontrolable que debería ser indolora, un virus pertinaz, una crisis cardiaca durante el trayecto, dentro de la ambulancia sin tiempo para la carnicería de tubos plásticos; acaso sea innecesario agregar que Correa era un hombre medroso.
Dejaba pasar el tiempo con la radio encendida esperando el momento de reaccionar, con una botella de ginebra siempre cerca y limpiando despacio la escopeta que venía de familia. Dos armas lo acompañaban en sus salidas de comunión, la escopeta de un solo caño para la primera descarga, más que centenaria -que él llamaba la causa de accidentes- y un revólver con balas recortadas en cruz para liquidar la pieza sin engatillar una segunda vez. Durante los días de espera Correa dejaba que operara en él la regresión. La barba empujaba con más fuerza que cuando el mentón era acariciado por colonias inglesas y olorosas de los amaneceres citadinos, se vestía como suponía lo haría un pionero irreverente en los recónditos lugares del planeta e incubaba, como víbora enroscada en la madriguera un odio, no por lo concreto que la pieza era (nunca pidió elementos, de identificación, nombres aunque fueran falsos ni filiaciones precisas) sino por lo que representaban. Una Iglesia se erigía con un paraíso sin espacio para hombres como él: odio que lo acompañaba hasta después de la ejecución. Siempre los dejaba tirados allí donde cayeron y volvía recién a los tres días para hacer desaparecer un montón de carroña estancada, lo que quedó después del pasaje profiláctico de las alimañas.
Si las jornadas de espera podían llegar a ser monótonas, Correa se daba maña para llenar la totalidad de cada una de las horas. Preparaba la cocina con lentitud, monteaba los alrededores, reparaba desperfectos de la casa causados por largos meses de abandono, se iba a matear sobre una roca plana para ver pasar el arroyo nervioso. Cuando caía la noche, a la luz de un farol pasaba las horas resolviendo crucigramas hasta que el sueño lo vencía. Sabía que la caza es el arte de la paciencia, sobre todo el arte. Cada mediodía sin falta llamaba a la estancia por radio para saber si todo estaba en orden, hacer sentir su presencia a la distancia. Lo hacía con la puntualidad de un carcelero, por costumbre daba órdenes precisas y odiaba que le pusieran al aparato alguno de los nietitos para que le dijera «abuelito vení pronto que te extrañamos mucho». Correa pensaba qué sería de esa banda de inútiles, hijos y yernos cuando él faltara; sí, lo sabía. Se pelearían como caranchos envenenados para dividirse la fortuna y terminarían despellejados entre ellos, despreciables comadrejas rabiosas destrozando lo que sólo él había sabido armar. En los días de espera le gustaba comer lo que cazaba, salía de mañana temprano, dejaba el horno pronto y para la hora convenida de la llamada regresaba con una pieza menor, que adobaba con cuidado y asaba sin apurar las brasas.
Cada día que pasaba dejaba algo de sí en el monte y lo recuperaba, iba perdiendo la cáscara alcahueta de don, la fachada del Correa y se volvía el despiadado abuelo brasilero, héroe brumoso de la familia, que forjó su entrada a la gloria degollando la última infantería infantil del Mariscal Francisco Solano López durante la hecatombe del Paraguay. Después de tantos crímenes y la supervivencia de varias generaciones sin desprenderse la conciencia del recuerdo, lo único que podía hacerse era continuar las oraciones matinales de la masacre, persistir en la naturaleza como otro depredador. Nunca se le cruzó por la mente que esa costumbre terminara algún día, le había tomado el gusto a cazar sacerdotes en los montes, como los maitines de Misiones hacían los hacendados hastiados de las misas barrocas. Nada había que pudiera detenerlo y Correa estaba lejos de concebir que esa sería su última salida.
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A los pocos días, luego que cesaron las comunicaciones se ordenó salir en su búsqueda y lo encontraron muerto a Correa. El arma utilizada para acabarlo había sido su propia escopeta; la disposición de los elementos en el lugar de los hechos, el arma algo distanciada, la contorsión del cuerpo, en su conjunto obligaban a descartar la tesis accidental y menos la del suicidio. Tres peritos manejaron diversas hipótesis, los excitados también y ninguna resultaba satisfactoria. Detrás del cuerpo en las inmediaciones, el difunto había dejado un jabato y un gato montés viejo muertos, dos testigos a los que sería imposible sacarles una declaración confiable.
Los hombres de la armada sabían que faltaba el seminarista argentino, por más que batieron la región hasta con perros nunca dieron con su paradero. Había desaparecido como por un milagro, igual que si lo hubiera tragado la tierra o que un comando de ángeles vengadores resolvió raptarlo. El oficial a cargo no se anduvo con vueltas y dispuso enterrar el asunto por temor a las secuelas de una investigación exhaustiva. Los Correa se llevaron el cadáver del viejo a Montevideo sin apagar las consabidas preguntas de cualquier familiar en idéntica situación; sólo uno de los hijos insistió -algunas pocas semanas- para averiguar las verdaderas circunstancias de la muerte del padre. La misma maquinaria económica llamada Correa lo obligó a postergar la búsqueda de la verdad para cuando tuviera tiempo libre. Se obviaron los detalles contradictorios revelados por la investigación aceptándose al final la grosera versión del accidente, alguien evocó similitudes con una tragedia de saga griega y dejaron la escopeta –arma cargada de la maldición- guardada en el Puesto de las Cascadas. Dentro de algunos años y siguiendo un mandato inscripto en la fórmula genética familiar, alguno de los descendientes se preguntaría que le pasó al abuelo cuando él era chico. Volvería a ese rincón del monte sin extraviarse y limpiaría la escopeta para renovar el pacto de los Correa con la fatalidad.
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Eran alrededor de las nueve de la noche cuando Correa escuchó el zumbido del trasmisor interpelándolo como una yarará mecánica. El mensaje fue escueto: «está todo pronto, buena suerte mañana. Over». Siete palabras exactas para definir sin equívoco la puesta en movimiento de las circunstancias. El mensaje indicaba el cambio de la situación y el fin de la espera, lo imprescindible como información –por eso le gustaban los crucigramas- y tenían el peso de cada palabra que debe deducirse, el rechazo a todo envoltorio que disipe el efecto. Allí cada letra tiene un casillero asignado debiendo funcionar con la eficacia de una bala de grueso calibre. Ya estaba, ellos situaron al renegado hombre de Cristo, al soldado de Dios desertor de la milicia en la incómoda situación de los precursores de la Orden.
Todo modo. La excitación de la novedad mandaba los antecedentes de la pieza mayor a una nebulosa unificadora y de las salidas anteriores apenas si recordaba la primera. Los ojos asustados del hombre y descreídos cuando se pensó descubierto por un comando perseguidor, la duda sobre una inesperada libertad desorientado en el monte, aquella momentánea tranquilidad cuando vio aparecer -en el claro casual- la silueta del personaje escapado de una película inglesa blanco y negro, sublimando hazañas de colonizadores de Borneo. Correa podía describir la incomprensión del cura cuando se vio apuntado como bestia -conejo o tigre era lo de menos- ello en el segundo antes de que la bala lo tumbara, sin darle tiempo de encomendar su alma al Todopoderoso ofendido unos meses atrás. A los curas que siguieron, después de apuntarles por primera vez les daba una segunda oportunidad, hasta que creyeran que él era una alucinación producto del hambre y la fatiga empujándolos a los límites de la fe tambaleante. La anomalía de la situación límite, el cambio sorprendente de lo meditado durante meses de detención en campos clandestinos, de portadores del ideal sanmartiniano los hacía hombres débiles, almas delicadas huyendo del aquelarre de las fuerzas malignas. Correa recelaba la noche porque la asimiló a la espera, después del mensaje se tiró en el catre y siguiendo el ejemplo de algunos superiores, leyó al azar fragmentos de los ejercicios espirituales.
«Presupongo ser tres pensamientos en mí, es a saber, uno propio mío, el cual sale de mí mera libertad y querer, y otros dos, que vienen de fuera: el uno que viene del buen espíritu, y el otro del malo.
Del pensamiento.
Hay dos maneras de merecer en el mal pensamiento que viene de fuera. Primera, verbigracia, viene un pensamiento de cometer un pecado mortal, al cual pensamiento resisto impromptu y queda vencido.
La segunda manera de merecer es cuando me viene aquel mismo mal pensamiento, y yo le resisto, y tórname a venir otra y otra vez, y yo siempre resisto, hasta que el pensamiento va vencido; y esta segunda manera es de más merecer que la primera.
Venialmente se peca cuando el mismo pensamiento de pecar mortalmente viene, y el hombre le da oído, haciendo alguna mórula o recibiendo alguna delectación sensual, o donde haya alguna negligencia en lanzar al tal pensamiento.
Hay dos maneras de pecar mortalmente. La primera es cuando el hombre da consentimiento al mal pensamiento, para obrar luego, así como ha consentido, o para poner en obra si pudiera.
La segunda manera de pecar mortalmente es cuando se pone en acto aquel pecado; y es mayor por tres razones: la primera, por mayor tiempo; la segunda, por mayor intención; la tercera por mayor daño de las dos personas.»
Cuando se sale al monte dispuesto a matar el alma debe prepararse a los rigores de prueba tan tremenda. El fragmento sobre el cual cayó la mirada resultó de buen augurio, como si se tratara de un libro de adivinaciones. Apagó el farol recién al sentir el equilibro y la paz interior alcanzar su espíritu. Durmió de un tirón hasta las cuatro de la madrugada, cuando lo despertó un ruido de algo vivo que se movía sobre el techo. Bichos seguramente, el monte avisaba que se ponía en movimiento, era hora de levantarse y él también era criatura de monte.
Se asomó a la puerta del rancho, el paisaje era similar al de los días anteriores excepto que en un lugar preciso había alguien. El hombre que conoció la luz y el infierno en vida, alguien que sin saberlo lo aguardaba para confrontarse a la prueba absoluta y decidir por fin la existencia de Dios. Comprobar sin consultar tratados de Teología si podía sostenerse la fe en la inmortalidad del alma. Matar a un hombre era poca cosa, ese límite moral se evaporó entre la humanidad como almenas de un muro de humo, equivalía a aceptar que todo era permitido. Si la criatura privilegiada que había dictado la Ley, la Iglesia y era orgullo de la Creación podía ser liquidada colectivamente –hasta a los bueyes se les daba la piedad de un degüello individual- el Orden Primordial estaba trastocado. Dios, sostenía Correa en sus meditaciones, se había convertido en un loco asesino. Ello era prueba irrefutable de su existencia y una lección nueva para las huestes incrédulas. Los nuevos sacerdotes eran los que distribuían bendiciones en La Perla y Orletti donde se forjaban los nuevos catecúmenos. Amén.
Correa mataba buscando confirmación y como Dios lo dejaba seguir haciendo, corroboraba así sus arraigadas sospechas sobre el cinismo del creador. Una fuerza interior le otorgaba cierta manera de reafirmar su derecho a la existencia con la misión de suplir los olvidos veniales del Creador. Nunca soportó que los otros opinaran distinto, más simple: le molestaba que la gente pensara. Asumía la tarea inmensa del futuro, asegurar la situación de excepción del imperio del más fuerte y aguardar el reino eterno sobre la zona: El Puesto de las Cascadas sería entonces un verdadero paraíso en tierra. Su pecado, si es que lo había era menos aberrante que el crimen de vivir de los otros. La única bandera que él respetaba era la del despotismo, le agradaba pensar en términos evangélicos de ovejas descarriadas del buen camino y prefería el castigo justo al improbable arrepentimiento. Del cuestionamiento al honor personal se sonreía, lo vigorizante era continuar la misión, los juicios reprobatorios de los otros al tanto de su cruzada los silenciaba con cheques firmados al desprecio y fajos de dólares flamantes.
Esa mañana que le pareció radiante Correa tomó su tiempo, sacó un banquito a la intemperie y se sentó a contemplar el monte que conocía hasta en sus mínimos recovecos, con la intención de adivinar cómo se comportaría la naturaleza en las próximas horas. Su monte era un enorme animal verde e imprevisible, él debería estar atento porque ambos conocían los secretos mutuos y al menor descuido, un alambre olvidado, una víbora asustada, el resbalón en una piedra con musgo, la araña tirada en picada desde su tela amenazada podía complicarle la vida. A esa hora el monte suyo era una mancha oscura. Correa escuchaba ramas y hojas acomodándose, utileros invisibles parecían ordenar la escenografía para una primera representación, pero desde el río soplaba un viento frío y raro que le desagradó. Ese viento frío, que soplaba desde el río, era el elemento anómalo del paisaje escapando a su control. Era el viento. Con ese viento, de haber salido a una cacería tradicional, los animales lo habrían olfateado de inmediato y huido. El hombre descarriado no lo haría; ese día sería largo y Correa escuchaba el zumbido de las abejas preparando la miel salvaje en sus prisiones. Si todo marchaba según lo planeado mañana mismo o pasado mañana a más tardar, él podría emprender el regreso a su vida de falsedad. La gente de la ciudad es chambona y deja a su paso rastros evidentes, pero le advirtieron dos días atrás que esta vez –pura coincidencia- el jesuita era bicho de monte, lo que resultaba una suerte y agregaba emoción a la salida.
Era hora de partir, el equipo básico estaba pronto y Correa recordó poner en el bolsillo izquierdo de la camisa los plomos que lo dejaron dos veces huérfano en pocos años, amuletos desafiantes que protegían del peligro; eso creía a pie juntillas. El día que comenzaba sería distinto, desde temprano ocurrían hechos extraños, cuando estaba por cerrar la puerta el equipo de radio empezó a sonar de manera escandalosa, atacado por interferencias desagradables, rompiendo el silencio de concentración y luego se escuchó una milonga cantada por Zitarrosa. Perdiendo la calma, rabioso por esa intromisión, Correa entró a la casa y de un manotazo desconectó el equipo del generador. Hubo más, porque cuando salió otra vez a la intemperie ese viento frío, que no parecía venir del río sino de otro rumbo del monte que Correa desconocía, soplaba más fuerte. Fastidiado, verificó si entre tanta distracción había olvidado las municiones, una duda incontestable en otras circunstancias; irritación que se calmó cuando dio el primer paso en territorio montaraz y donde terminaba el dominio domesticado del Puesto de las Cascadas. Tenía unos minutos de atraso en su plan, unos minutos apenas y eso lo disgustó, tanto como el viento que soplaba desde el río.
Lo que Correa significaba en sociedad iba disolviéndose al ingresar al monte condensándose en la figura del cazador. Durante la búsqueda permanecían suspendidas sus otras cualidades; hubiera querido tener el don de metamorfosearse en animal como semidioses de la mitología griega y la conciencia felina del puma, la plácida movilidad de una anaconda, la mente polifónica del hormiguero sorprendiendo a un hombre delirando de fiebres solares. Le atraían los animales cazadores de hombres, él reivindicaba que la cacería del enemigo después de la batalla debió ser un placer refinado de los poderosos de cualquier época. Correa vivía lejos del Puesto de las Cascadas su propia guerra florida con un ceremonial discreto, el monte era la mentira de una oportunidad de salvarse que le sería negada a la presa, el monte como trampa final y peaje de la muerte. Correa disfrutaba la idea de saberse ejecutante de una muerte distinta, gozaba los preliminares a la búsqueda de la perfección, mientras el creyente indigno entiende que el castigo es haberlo reducido a una condición de criatura acorralada; devuelto a los orígenes de su Fe, donde la arena circular se volvió monte tupido y el león era hombre. Curiosa paradoja, tanta ardua lectura en latín, tanto esfuerzo para alcanzar con la ayuda de Dios la argamasa barrosa del hombre nuevo finalizaba en lucha por la vida. La sublime teología debía retroceder imperativamente a las argucias de una memoria bestial. Correa se guiaba por ruidos, su cerebro se había trocado en radar sensible recobrando funciones primitivas, poniéndose en estado de alerta cuando se lanzaba en su vía secreta.
Podría conocer la hora exacta por la intensidad de la luz filtrada trabajosamente entre el follaje, el tiempo dejaba hoy de ser una medida; podía oler las bruscas variaciones del desierto verde, saber que por una vereda, entre la distancia separando tres árboles, por esa recta imaginaria nunca había pasado hombre alguno desde la creación del mundo. Hasta guiarse podía con los ojos cerrados y el viento frío desarregló el ajuste de sus sentidos. En esas frondas americanas nunca toparía con vestigios de templos esculpidos ni memorias de religiones desaparecidas, menos descubriría descomunales cabezas de piedra testimoniando el pasaje por la región de hombres cazadores y artistas; en esos lugares jamás se habían atrevido religiones primitivas ni osado asomarse los primates. La vegetación aliviada de signos humanos decía de una presencia de Dios trascendente, versión despojada de la verdadera creación, relación directa del hombre con el dios naturaleza, sin intermediación de historias sepultadas entre la tierra oscura y el verde inconcebible. Los montes de Dios y de Correa nunca vivieron la era del cuidado mediante la adoración; recibían sólo a individuos depredadores y la humildad de Correa, convencido de estar ejecutando un ritual, sintiéndose sacerdote de una religión reformada que comenzaría por suprimir a los indeseables. Decidió asumir los sacrificios, ser responsable de verter sangra contaminada hasta la pudrición para despejar la nueva Era. Conocía de antemano el final inexorable de la excursión, aceptaba con humildad el devenir natural de los hechos y le desagradó el error, la distracción fastidiosa que se presentó apenas comenzaba el día. Era hombre creyente sin ser supersticioso, pero había aquello del viento frío de hace un rato y ahora la presencia milagrosa del jabalí a su disposición.
Ese animal magnífico no era una forma furtiva irrumpiendo al azar corriendo entre matorrales y la figura emblemática lo desafiaba. Bello blasón de escudo enmarañado parecía aguardarlo y en posición ideal para abatirlo, había delante suyo un jabalí enorme, robusto, ejemplar como Correa nunca había visto antes, un grabado perfecto ofrecido a la muerte y lo molestó. Tanta gracia animal contrariaba su espíritu, la ausencia de temor y resistencia era percibida por el hombre en signo negativo, obstáculo en su camino. Correa se preciaba de conocer señas de los animales del bosque, su propiedad personal y de Dios. Ese jabalí provenía de otras regiones, el hermoso animal -que se diría salido de un libro de heráldica con blasones de linajes ajenos a los Correa- no se correspondía a la mezquindad del monte que asimiló el proceder retorcido mental del propietario: el puerco salvaje era intruso magnífico. Correa debería ir lejos si quería hallar una criatura parecida a la que tenía delante de sus ojos, el jabalí irrumpía brutalmente bello distrayéndolo de sus objetivos y él comenzó a temerle. Era presencia fantástica en un tramado de oraciones, se anunciaba animal vigía de otro territorio. Bestia pagana interponiéndose, que alguien hizo llegar hasta el paraje para revelarle la noticia nefasta y sin embargo nada más lógico que un jabalí derivando en el monte. No ese jabalí, ese día y después de haber advertido la perfidia en el viento proveniente del río. La presencia del jabalí le impedía trascenderse al encuentro del objetivo prioritario. Correa preparó el fusil dispuesto a disparar y ante tanto obsequio se arrepintió. Rompió una rama seca para advertir al animal, obligarlo a huir hasta perderse en la espesura del monte equivocado, donde hoy sólo ocurriría una muerte y sería de hombre. La rama seca quebrada ni las botas hundidas con violencia en la tierra acolchada de hojas podridas sorprendieron al animal, que se perfeccionaba en sus contornos heráldicos de aparición legendaria. Su temor fue más poderoso que el pacto. Correa apuntó una segunda vez e hizo fuego, el animal fue tocado en la paleta, alcanzó a avanzar un par de metros y se desplomó cayendo soberbio por un declive del terreno desapareciendo de la vista del montero oligarca. Cuando reaccionó luego del estampido y se percató de haber dado en el animal donde él decidió, se disiparon los pensamientos negativos. El hombre recuperó la alegría del cazador y avanzando hacia la presa muerta olvidó los planes mayores del día.
Ese era el día en que soplaba un viento frío desde el río, la mañana del jabalí equivocado cuando la hora de los signos en desbandada. El día que nadie conoce con exactitud por anticipado, cuando toda una división mental se pasa al enemigo con armas y bagajes. Día del personaje intentando recobrar el aplomo apelando a la llegada de fiebres espasmódicas, paludismos improbables en una minúscula jungla de la tierra oriental: desarreglos temperamentales incitando alucinaciones, continuidad de un miserable circo de campaña, tiempo de apariciones. El «crack» de cuando se quiebra una rama seca mortificando la realidad: el pensamiento se cristaliza diferente y el cosmos muta. Correa comenzó a dudar cuando lo rastreado como presa codiciada era recuerdo de racionalidad. Lo que era, lo que realmente vio, lo que creyó ver y poco importa. El hombre avanzó desconfiado por si fuera necesario un segundo tiro para rematar el jabalí. Creyó escuchar gemidos y pensó en la garganta del animal debatiéndose en la agonía; a medida que avanzaba ese sonido se humanizaba, semejando la queja de un hombre caído en una trampa que tuvo forma de animal de monte. Cuando llegó al zanjón y se acercó a la escena vio a un hombre joven vigoroso herido de cuidado en los últimos estertores. Desagradable espectáculo en tanto inesperado, por la manera de estar vestido supo que el moribundo no era la pieza asignada, tampoco el jabalí pues lo que allí moría era un hombre; supo que él no era responsable de la herida, el caído tenía un costado del pecho y la barriga desgarrada por una perdigonada a boca de jarro.
Era herida de antes en otro tiempo. El suyo fue el único disparo que resonó en el monte a riesgo de advertir al condenado que ellos se acercaban. Se trataba con certeza de un segunda desvarío, el hombre tirado en el monte –lo reconoció por un viejo retrato- era su padre muerto en un accidente de caza cuando él era niño. Entendió, como si se tratara de una iluminación ignaciana que alguien -otro entrometido y con poderes- había iniciado la segunda cacería donde la presa era él y el desconocido utilizaba trampas perfeccionadas para darle alcance.
Podría admitirse que tuvo miedo y decidió regresar al Puesto de las Cascadas. Sería faltar a la verdad, nada de cuestionar la valentía intempestiva ni apelar a la fascinación de las alucinaciones. Se trataba de considerar la sutileza de la emboscada que previó sorpresa y curiosidad para continuar avanzando. Correa reaccionó queriendo poner un poco de orden en lo imprevisible, nadie podía preparar una trampa de tales características donde las imágenes determinantes formaban parte del señuelo. Resultaba ser él cazándose a sí mismo, siguiéndose el rastro de sangre hereditario desde los recuerdos infantiles; una zona inhóspita de su temperamento, capaz de introducir datos negados en la realidad con la intención de cazar a otra parte de Correa detestada.
Desde el río soplaba un viento frío.
Lo razonable era seguir adelante, lo visto en lugar del jabalí muerto era verdad sin ser lo cierto. Avanzar convenciéndose que se trataba de un espejismo accidente de ruta, pesadilla remanente de la noche que tardó más de lo prudente en visualizarse. Se propuso estar atento, puede que con los años haya perdido reflejos, la cacería parecía reproducirse y hallar eco en un conjunto de hechos dispuestos en paralelo. Lo extraño era que el tiempo cósmico se detuvo; no sólo el reloj de oro estaba clavado en las seis y poco de la mañana, sino que el círculo solar permaneció estático en lo poco de cielo que se alcanzaba a distinguir entre las ramas. El universo parecía invertido y tantos cambios en relación a la rutina de días anteriores le hacían desconfiar otra verdad que parecía configurarse. Correa soñaba, él estaba dentro de una pesadilla duplicando la realidad impugnándola y para sueño demoraba mucho. Los sueños finalizan cuando el personaje soñado advierte ser sueño de otro. Correa pujaba para despertar al Correa que lo soñaba y recomenzar la cacería original, la verdadera sin la molestia esa del viento frío soplando desde el río. Era una tontería indigna de sus antecedentes pensar así siendo acorralado por la prudencia, estaba moviéndose en lo concreto conocido y en cuanto a la visión del padre accidentado, era una fantasía de cuyas móviles se ocuparía mañana. Situación que pudo aclararse si Correa hubiera tenido agallas para regresar al zanjón del jabalí y verificar; tampoco era la primera vez que el cuerpo del padre quedaba tirado para alimentar caranchos.
Cuando le dio la espalda al hombre moribundo, comenzó a pensar en el curita importado de la vecina orilla como en un ser que quizá podía adquirir diversas apariencias y escapar así del asedio. Correa debía continuar la batida del monte sabiendo que la presa era diestra en ardides de simulación, sin por ello alcanzar la gracia del milagro. Comenzó a sudar en abundancia sin relación con la hora y el sol quedó clavado a esa altura de la mañana. El día, cansado, harto y suicida le impedía continuar a su capricho. La naturaleza era un animal herido de muerte. El desacomodo pertinaz tendría secuelas veloces en las criaturas de la creación; así como los pájaros, insectos y alimañas saben cuándo llega temporal, de la misma manera Correa comenzaba a padecer efectos secundarios de lo alterado. Sudaba del sudor agrio que destilan los hombres extraviados en montes enemigos, perdidos en los minutos previos a la llegada de la oscuridad. Comenzó a padecer la sed furiosa de aquellos a quienes el miedo agota el rocío del cuerpo, saben que faltan tres días para salir del atolladero y tienen un par de buches de agua podrida en la cantimplora. Sudó y padeció la sed que debía tener el otro, sin tener desgarrada la ropa sintió el agudo dolor de la carne lacerada por hojas duras como navajas, puntas de espinas y sintió ampollarse los pies dentro de las botas de medida. Con la sed sabía que era inútil beber el agua que llevaba encima, como inútil el intentar llegar hasta los arroyos que conocía o recordaba conocer de memoria.
La única manera de terminar con sus dolores era finalizando con el intruso, liquidarlo. «Mierda» dijo, admitiendo el extravío mental y se llevó la mano a la frente. Tenía una fiebre intensa equivalente al desgarramiento, comienzo de horas con desajuste entre lo que vería, lo que supondría ver y lo visto de disiparse la fiebre como por encanto. Era hombre empecinado, estaba convencido de dominar el desafío de las apariencias, celadas camufladas del monte. Lo suficientemente tozudo para desterrar la idea de pegar la vuelta y osado para seguir su avance despreciando acechanzas, sonrió sin convicción al advertir el barullo de pájaros creados por dioses de piel cetrina y brazos infinitos. «No es mi monte» se dijo, «estoy perdido» agregó. El sol era el mismo, el avance de la fiebre hizo enormes a los árboles, las enredaderas delgadas se trocaron en cuerdas vegetales de grosor repulsivo y asistía al crecimiento de la vegetación rodeándolo. Una algarabía de animales desconocidos sonaba como otra presencia intrusa en su interior. Correa se deslizaba en huellas enmarañadas sin rumbo, pisaba hojas muertas de árboles que nunca había visto antes y suponía alterarse sombras en ángeles incomprensibles. Aquello semejaba una invasión de otra vegetación carnívora y hasta creyó desvariar cuando delante se le plantó -a escasos metros- una banda de pequeños monos irascibles. Lo miraban con odio y gritaban destemplados advirtiendo a los otros animales de la llegada a la selva del cazador furtivo. Eran monos, cientos de ellos, podían ser arañas y renacuajos, eran fetos bestiales de una raza despreciada de la historia natural.
A modo de advertencia Correa disparó al aire. La réplica de la otra jungla moviéndose le regresó un sonido de bestias en fuga, alarido inhumano que casi logra trastornarlo allí mismo. La fiebre lo distanciaba de su confrontación con los recuerdos, exageraba dimensiones del paisaje cercándolo haciéndole perseverar en el deseo de matar a un hombre: el individuo despachado que hace de ello algunas semanas le dejaron en la región -aquí cerca- para que lo desapareciera. Se pasó la mano por la boca midiendo la sed y deslizó el revés de la otra mano por una barba tupida de varios días. El otro había sido chicoteado en el antebrazo, era seguro porque vio salir sangre de un músculo cortado y el ardor a medida que el sudor filtraba entre los bordes del tajo se hacía insoportable. Estaba sintiendo lo que sentía el otro en otro lugar en ese momento y sólo en el cuerpo. El otro, motivado por la desesperación de salvar el pellejo huía evitando vericuetos peligrosos de monte de estancia. Lo hacía eso de huir por acueductos del tiempo y continuaba siendo víctima designada de la farsa sin estar dispuesto al sacrificio consentido. Si dejaba pistas visibles para los perseguidores, la fuerza por sobrevivir lo incitaba a inventar caminos de escape. La lucha sucedía en campos de Correa, en la fiebre del otro, con pensamientos de una selva lejana que tenía el otro u llevándolo al corazón de vegetaciones rencorosas que iba inventado a su paso. El otro imaginó una maniobra disuasiva de monos y era lo que sucedió, buscaba salvarse tomando la apariencia de un personaje de Kipling.
Eso explica que Correa se encontrara sin mediación de alcohol ni de ofidio venenoso, en la imponencia sombría del templo hindú abandonado. Ante esas construcciones con bajorrelieves de animales carcomidos por siglos, divinidades de rasgos desagradables, cosmogonías guerreras que Correa ignoraba, parejas copulando en todas las posiciones y en unos sectores con animales descubrió lo que había en estas tierras antes de la llegada de sus ancestros. Esa tierra pertenecía a otros, la vegetación abría el secreto de culturas pretéritas y decía que hay soberbias que se pagan caro. Correa avanzaba hacia el templo de lo desconocido, lo que estaba viviendo debía ser una pesadilla. El horror era que él podía estar ahora agonizando tirado cerca del Puesto de las Cascadas –como el temido padre- mientras su mente se hundía en la selva definitiva. Correa avanzaba con la lucidez de estar en peligro: matar al otro y apaciguar dolores insoportables, finalizar de una vez por todas con la puesta en escena. La vida del otro era el sueño de Corra. El templo lo llamaba como al peregrino en crisis vocacional y él lo entendió. Si penetraba a las ruinas jamás podría escapar, ahí se escondían secretos protegidos del origen sobre señores primeros de esta tierra usurpada.
Más que un rugido aquello fue invitación y cuando apoyado en una losa partida junto a la entrada oculta del templo él se volvió, descubrió un fantástico tigre observándolo, confundido en sus rayas con el límite del inicio selvático. Nueva señal inquietante para quien -cazador de hombres y a lo máximo de chanchos salvajes- le brindaba la oportunidad de confrontación con el animal absoluto. Lo que debería ser alegría extraña se volvía mal augurio, el animal era otro y Correa debería parecerse a otro hombre, un cazador inglés ficticio de rapiña en los bordes del infinito dominio del imperio colonial. Como si las operaciones militares, horrores sabidos y canalladas, avaricia del poder y poder expansivo del imperio insular inglés hubieran sido preámbulo para justificar ese momento. Los hombres fraguamos empresas imposibles para enfrentarnos al final con la imagen mimética de nuestro tigre asignado. Correa hubiera preferido alcanzar la imagen del intruso, parpadeó esperando que el espejismo viviente se volviera ícono de un hombre a su merced y que los dos se reconocieran en la adivinanza del juego de la cacería. El tigre acaso esperaba que Correa fuera otro alguien, más digno a su tigredad y sin convicción felina rearmó la coreografía que antecede al ataque.
Por segunda vez en la mañana Correa disparó en dirección a algo que debía ser un error. Otra vez se acercó al animal abatido y lo que vio fue el cuerpo inerte del hombre que desposó a su madre viuda. Lo halló en una postura fetal y parapléjica; todo rastro humano en la cara desapareció borrado por la perdigonada, lo reconoció por jirones de humanidad que le quedaban en la ropa. Ese era el tigre del padrastro de Correa y la única verdad del suicidio continuo. La sed del cazador iba en aumento. Correa miró el cielo, vio en lo alto formarse una tormenta de vegetación y le hubiera agradado darse de frente con el sol implacable. El tiempo estaba suspendido y nada había avanzado de cuando ayer –¿o fue el sábado pasado del mes anterior? – había salido del refugio del batallón de Lanceros, con la misión de sofocar otro levantamiento sanguinario de fanáticos iluminados en las enmarañadas regiones del sur, más allá de los valles lunares; hombres adoradores de animales reptantes que tienen a la cobra real como emblema del dios y de la vida. El capitán a cargo estaba tras del cabecilla fanático de la rebelión, nadie regresaría al Casino de Oficiales a jugar a los naipes y beber limonada si no era con la cabeza de ese flagelo salvaje en las alforjas.
No Correa, el otro fue que pisó algo blanduzco en el fondo del monte y sintió la punzada inconfundible en la pantorrilla izquierda. Correa fue quien sintió la punzada y supo que al perseguido desde el amanecer lo mordió una víbora letal. Comprendió que a partir de ese instante la imaginación del otro estaría envenenada y debería matarlo con su fusil antes de que el veneno hiciera efecto; si ello sucedía –lo del veneno sin bala- Correa moriría en el delirio del otro. Nada podía hacer para comprobar si aún estaba en sus cabales; ni volver al tigre padrastro dejado atrás, menos regresar a desafiar la algarabía intolerable de los monos y descifrar el enigma del templo en ruinas. Por momentos relámpagos de lucidez Correa regresaba a los preparativos previos a la salida que debería ser cerca y hace poco. Esta misma mañana. Lo recordaba en detalle si bien pasaron años desde aquello, recuerdos de otro en otra vida. Había extraviado la conciencia de lo que dura una mañana y le resultaba inconcebible la idea del mediodía. Hubiera pagado la mitad de su fortuna por sentir un retorcijón de hambre en el estómago recordándole su condición de mortal, y la otra mitad por el viejo sanador que aventara la fiebre emponzoñada subiéndole hasta la pantorrilla del acosado. Mientras que desde el río soplaba un viento frío.
La caza resultó excepcional hasta el momento, habían caído dos ejemplares del recuerdo zoológico de la memoria y faltaba la presa principal. Correa salió a cazar otro cazador y en el delirio presentía que se acercaba al objetivo, una respuesta desde la entraña de su fiebre le murmuraba que estaba cerca. Correa preparó el fusil, estaba sereno y en su avance recordó que no le quedaban más muertos queridos a quienes ajusticiar en la pesadilla. Palpó los plomos familiares que guardaba en el bolsillo de la camisa y avanzó selva adentro, quería salir pronto de ahí olvidando la algarabía de los monos aquellos. Como si dioses de otros místicos que los ejercitados por San Ignacio lo hubieran ordenado, de pronto se decretó un silencio de monos y las criaturas fueron obligadas a cesar la farsa del desconcierto. Correa sudaba en abundancia, la fiebre retrocedía; el cuerpo del otro llegó a una coloración de tregua y las piernas recuperaron elasticidad. Se sentía mejor, lo extraño era que la luminosidad homogénea del paisaje, la idea del sol clavado en las esferas impedido de avanzar se confirmaba para la totalidad del Cosmos.
El paisaje al que ingresaba era desconocido y probable, tendía a la desmesura como si una parte de sus tierras fueran observadas por una poderosa lente de aumento y sus ojos, irrigados por el destilado del veneno se hubieran vuelto prismas aberrantes. Le costó percatarse, duplicaciones de árboles asediando los límites de su campo visual mostraban que asimilaba la realidad como lo haría un animal. Sería sencillo confirmarlo. Correa se negó la demostración, hacerlo era admitir que la ponzoña febril seguía camino de la locura. Demasiado sencillo. Lo detuvo un miedo sin usar, al caminar el sonido que subía del suelo no era del hombre siguiendo un rastro. Son ruidos que hace un animal huyendo, se dijo: es el reflejo y proyección de la conciencia del otro sabiéndose acorralado. Él prefiere ser un animal y dejar de ser hombre, yo sigo siendo Don Correa. Lo que sucede es normal, mejora mi tendencia a la cacería y así me supero hasta ser el cazador perfecto. Puedo seguir rastros sin errores, tengo un sexto sentido que caza signos y trazas dejadas en la vegetación por el animal que huye. Registro el olor que exuda el saber que se acerca la muerte y capto sus pensamientos. Veo los recuerdos queridos, su deseo de que esto sea una pesadilla y la redención por la derrota de quien me está persiguiendo sin lo portentoso. Deseos de esconderse, camuflarse en la vegetación sobrepasando las posibilidades de simulación y ser uno más entre los animales. El otro pretende ser jabalí, sabe que busco a un hombre dejado de la mano de Dios y que la mejor manera de eludirme es convertirse en pieza de caza menor que yo en este extraño día estoy dispuesto a olvidar.
El otro era inexistente. Correa cazaba consigo mismo cumpliendo funciones opuestas y complementarias. Una alegría inesperada siendo la caza búsqueda del huidizo equilibrio y la inalcanzable perfección. El síndrome Macomber. Fragmentar la trayectoria de la bala en millones de segmentos imposibles de unir. En un sueño de alternancia divina y demencial estar en uno y otro extremo de la recta finita trazada por un lápiz de plomo. Vivir el medio pitagórico y justo de esa recta. Había esquirlas del estudiante de teología en esos razonamientos alucinantes. ¿En qué piensan los hombres cuando el veneno de víbora emponzoña la sangre y desborda el cerebro bloqueando el pensamiento? La locura es una trampa donde los deseos encierran a los hombres como a monos. Lo infinitesimal que decide la locura, los milímetros sumados del recorrido de la bala y la inclinación del sol haciendo que el tiempo olvidara avanzar lo clavaría fijándolo en un instante aberrante. Las variaciones por el mercurio que suplantó a la médula, haciendo que con un grado descendiente sienta frío de sed de caña, frazadas amontonadas, caldo de gallina y súplica; y con un grado más alto sea el calor, fuego de fiebres tropicales, malaria, drogado sin droga, cuerpo prisionero en la bañadera recubierta de trozos de hielo. Diferencia en el ritmo del corazón y respiración; movimiento animal que puede matarlo, fiebres tornasoladas dañándole el cerebro, variando dimensiones de la pupila. La naturaleza vista era pobre y desagradable, un bañado indigno de hacer un rodeo para conocerlo. Se agrandaba hasta el vértigo y se achicaba hasta ser charco de arrabal montevideano.
Correa, que derribó el mítico jabalí de sus sueños e hirió al tigre de los recuerdos, se enfrentaba a la alimaña hambrienta que venía a curiosear. Tenía el aspecto de una rata parda, animal de medianas dimensiones suficientes para incitar terror y desesperanza. La bestia final emergió resuelta entre la vegetación y un recodo de agua estancada avanzaba hacia él. Tenía la esperanza tibia de estar entre otra sombra simulada del intruso siendo el momento de epilogar lo inconcluso y ya vería luego para volver a curarse al Puesto de las Cascadas. Levantó el fusil y apuntó, cerró el ojo izquierdo mientras la vista se fijó en la mira telescópica provocando la mirada flotante que asegura el acierto. Cuando distendió el ojo libre hasta asegurar la presa lo que halló al otro extremo de la maniobra fue un Correa que le estaba apuntando. Desarmó la posición, por asegurarse repitió cada uno de los movimientos y la segunda vez encontró la misma escena. Como exhorto final pensó que el jesuita para salvarse y en astucia cobarde había superado escalones de simulaciones: primero hombre, luego fue diferentes animales y al final simulaba ser el propio Correa.
Uno de los Correa intentó una mueca que pretendió ser sonrisa que ni llegó a detectar en el espejo opaco y luego disparó. Hacía tiempo que él quería tirar contra Correa, era la forma radical de continuar una tradición de familia que revivió condensada en pocas leguas y hacía unas horas apenas. Sintió una punzada en el costado izquierdo del pecho, era la llegada consoladora del infarto, eclosión en la sangre del veneno de crótalo, el plomo romo que engrosaría el catálogo impar de desgracias familiares y fue entonces que uno de los Correa del espejo cayó muerto.
-Si, se dijo, fue la mañana que desde el río soplaba un viento frío.