Los marinos cantores

Dans le port d’Amsterdam
Il y a des marins qui chantent

Jacques Brel

Nunca pretendió escapar con vida del mar del Norte y sus tormentas, esa sería la agonía en purgatorio con olas perpetuas predestinada desde aquella noche interminable de la infancia. Es entre hielos enormes de líquido salado y encajando temporales donde puede, mientras trabaja sin tregua sobre cubierta hasta caer muerto de cansancio, intentar olvidar recordando. Los otros fugitivos de aventura que le acompañan por mera proximidad hablan idiomas de islas volcánicas, dialectos nórdicos sin libros sagrados que jamás cruzaron el ecuador al hemisferio sur. ellos monologan en lenguas guturales; ni los malasios se enrolan en las flotas malditas que zarpan de calas clandestinos -todos les temen o desprecian- tras criaturas marinas que nadie reconoce cuando ingresan a puerto meses después. Esa distancia estática calibrada por la violencia del oleaje, hace que el mar del Norte se parezca al mundo tal cual fue alguna vez antes del Verbo, cuando los seres vivos estaban a medio concebir del plan definitivo. Ellos más los que huyen como él inculcados por el judío errante, fueron los únicos capaces de firmar el contrato desalmado y espectral tal como lo hizo una madrugada de temporal en tierra firme.

Se entendió con el patrón que reclutaba a medias en un inglés aproximativo creo que en el puerto de Ámsterdam. Había intentado varias veces antes del encuentro eso de morir provocando el suceso último y sin lograrlo, el Infierno le cerraba con arrogancia cada vez que lo buscó las puertas en las narices. Lo imperativo era seguir viviendo situaciones atroces hasta que el cuerpo se decidiera a desprenderse; él decía en voz alta que faltaban hombres de valor dispuestos a partir embarcados a esa ruta, reincidía socarrón en la diatriba de acoso para enganchar tripulación.

En ese momento lo que el otro escuchaba era un desafío, si el mundo hablaba en su presencia era un reto así que le dijo:

-Miente.

Ese tono elegido era de provocación a rostro descubierto, para entrar directo a la trifulca de suturas caseras y sangre, gusto del gesto violento espontáneo sin considerar consecuencias; el capitán conocía demasiado las tribulaciones de borracho empedernido y se rio.

-Five years, sentenció dando la discusión por terminada, para continuar bebiendo su alcohol, retocar ante los otros la historia sabida de mujeres de perdición y fantasmas de tripulaciones que cuentan los navegantes al pisar tierra firme.

Cómo sería la situación de ambigua que ni siquiera se interesó en su reacción estentórea y siguió con lo suyo. En esa indiferencia de humillación el interpelado comprendió que la incitación a la trifulca de nada serviría; esperó unos minutos para replicar desde otro frente y ninguno de los dos habían tornado la página a medio escribir del incidente. Estaba recuperándose del fracaso y era denigrante aceptar que la muerte lo rechazaba en su remolcador de almas por temor al escándalo. Había una flota mortuoria invitándole con insistencia y su deseo de traspasar a como diera lugar las últimas fronteras minadas del remordimiento. Subió sin dormir a los barcos chatarra al borde del naufragio por avería epilogando una extraña razón, despertaba sin memoria una semana después en un bote de fortuna y era rescatado por un mercante que pasaba al azar. “De milagro diabólico” le dijeron la segunda vez que ello ocurrió. Bebió sin medida hasta el agotamiento y de la misma manera que carecía de corazón le faltaba hígado para macerar la hiel acumulada en una cirrosis fulminante; todo lo que bebía lo meaba sin piedras minerales desgarrando la uretra en trastiendas, contra portales de tablas clavadas dando a callejones con ratas y muelles con estibadores sindicados. Nada parecía marearle el criterio al punto de hacerlo caer desmayado debajo de una mesa, sin recordar lo sucedido que le arrastró a esa situación degradante. Pasó sin infección ni crestas de gallo las prostitutas más atroces de puertos de alternativa, en países africanos costeros que olvidaron su nombre original, comidos por la lepra incurable de guerra fratricida y miseria mercenaria. Cuando decidió iniciar una pelea que terminaría en muerte de alguno de los dos, su mano se movía con agilidad de instinto desconocida habiendo incorporado el alma vengativa de un guerrero asesino; recuerdo que una madrugada evitó el cuerpo enorme del hombre enfurecido, sin saberlo y menos premeditarlo dirigió el puñal con certeza al corazón partido que él sí tenía. Mató al parecer en justicia sumaria, sin requerir un parte policial y ninguno de los presentes se ofreció como testigo de cargo prescindente. El cadáver había desaparecido cuando llegaron dos horas después las autoridades y acaso lo ocurrido fue una pesadilla que nadie quería interpretar. El dinero faltaba en sus bolsillos, pero cada vez hallaba una moneda providencial entre la mugre que lo salvaba a último momento, lo contrataban por siete días porque algún marino se afiebraba hasta el delirio, había un seguro atrasado esperándole en la oficina de los Travel y era así sin tregua ni reposo. Una regata de largo aliento contra otra cosa peor que el viento de la desgracia y que la Muerte porque Ella decidió eludirlo y él cometió el error de confundirla con la nada.

Por eso la palabra del vikingo, el aspecto del capitán barbudo la escuchó como la ocasión única de alcanzar el final del camino entre los dioses celtas, tal vez la manera de morir del norte solo como lo pretendía. En un barco indefenso a la merced del mar desatado con fuego saboteado de combustible en la sala de máquinas; arrancado de cubierta por un viento circular yendo a la muerte, que no es el túnel luminoso fatigado sino el horizonte que acoge los náufragos en vida. Puede que esa configuración novelesca le convenía para hallar el ajuste perfecto y era lo que le aguardaba si tenía coraje para salir a su encuentro.

Seguía vivo porque nunca supo hasta esa noche hallar la forma adecuada de la muerte y debería morir a la manera del norte, que ha de ser más brutal, un drakar negro envuelto por las llamas puede ser más eficaz que un machete en la selva y un disparo a traición en una mesa de apuestas. Al no tener vida con sentido ni noción del futuro, lo que sucedería mañana debería construirlo en la hora siguiente y el minuto que viene. Hoy jamás le daría otra oportunidad que esa mientras el tiempo huía; estando cerca de todas las fronteras, el instinto de muerte hizo luminoso que vivía la oportunidad rara como una moneda de una sola cara, si la desaprovechaba pasaría una eternidad hasta topar con otra. Era la coyuntura del quiebre y por eso la cuento; los otros enganches para embarcarse lo depositaban en febrero arrastrándolo al calor del sur, tirándolo a los arrabales de carnavales calientes. De cuando la vida y el mundo se dan vuelta por varias semanas que detestaba por circunstancias sin cicatrizar.

Si había escuchado bien entre el alboroto del antro, los viajes prometidos por el reclutador cerraban el triángulo del congelamiento, la suspensión del tiempo cíclico en el hielo del que todos hablan y pocos conocen en carne propia. Las condiciones de trabajo suprimían el intervalo entre trabajo y sueño, en su situación para pensar en esas cosas que quiso olvidar sin lograrlo había la posibilidad de matar el sueño siendo inestimable en su situación. Hizo la pausa apropiada para hacerse olvidar y algo que habló por él lo dijo.

-Seven years.

Nadie lo oyó en la taberna excepto el capitán al que estaba dirigida la bravuconada, el lugar continuó en el ruido satánico y el entorno pareció congelarse de repente, como si ese encuentro teatral saliera de la escena que lo posibilitó. Diría si buscara ser claro que, como en ciertas películas vistas hace años en otra vida los parroquianos y mujeres circulando quedaban fijados en una intemporalidad ficticia.

El capitán llegó hasta la mesa donde él estaba, nada le reprochó y debería estar esperándolo porque sabía de él, tenía noticias de primera mano de su vagabundaje hacia el final circular de la noche y era el mismo diablo de los mares reconociendo acólitos para su causa. Diría que lo miró con misericordia respetuosa sin piedad, evaluando dolor y remordimiento, culpa y locura que le llevaron a responderle en desafío que él aguardaba: esperaba a uno que era ese.

Si la escena anterior pudo ser de cine mudo en blanco y negro, la siguiente resultó de antes de los libros impresos. El capitán llegó con la botella del pacto original y nos sirvió a los cuatro sabiendo que comenzábamos un largo viaje juntos. Sacó de la nada un papel que parecía impreso, el contrato de leyenda gótica donde las cláusulas son intraducibles y pueden modificar los términos a medida que se los recorre con la mirada, sin que intervenga la mano humana.

-Estaba buscando a alguien sin saber que sería usted.

El capitán hablaba en su lengua incomprensible y debajo de su pecho yo -que vengo a ser escribano de la póliza- podía leerle subtítulos en inglés. El interesado miró el papel sabiendo lo que faltaba para cerrar la trampa, escribió su nombre o lo mutilado de él que recordaba. Agregó la fecha sin estar seguro del día, del mes y menos del año en que eso estaba sucediendo; reproduciendo la fecha que figuraba unos renglones más arriba y era un error: enviaba a un pasado anterior a los hechos engarzados del sur.

Durante ese estado de extravío en el tiempo, con la conciencia a la deriva tramada firmó en mi presencia la única copia conocida del pacto.

-Lo que falta en esta circunstancia poco creíble es la alianza con sangre.

-Eso es cuestión de pasado y sangre inocente ya hubo, le dijo el capitán y tuve miedo de que él supiera el principio de la historia. Mañana a las cinco de la madrugada en el último de los muelles, usted sabe de cual hablo porque suele visitarlo sin decidirse. Tiene dieciocho horas para despedirse de Ámsterdam. Con suerte no volveremos por aquí y me refiero a la ciudad, en menos de dieciocho meses.

-Dieciocho parece ser el número fetiche.

-Es un buen número, es tarde para arrepentirse y ni la muerte aunque lo tenga decidido impedirá que se suba a mi barco. No le explicaré nada sobre lo que tendrá que hacer una vez embarcado ni cuánto se le pagará, parece que no le interesa.

Sin responder prefirió servirnos otra copa de la botella que volvió a estar llena. Lo que ocurriera mañana lo tenía sin cuidado, quería que mañana llegara pronto, llevarse de Ámsterdam algo de recuerdo que lo acompañara, un talismán mágico, una reliquia repugnante de súcubos y ello antes de emprender el viaje al tercer polo inalcanzable.

Tampoco tenía dónde ir para cruzar la espera ni pretendía provocar una bifurcación en el azar del día. Ámsterdam era la última parada iniciando la aventura final, la ciudad holandesa con canales designada para despedirme del mundo. En eso se parecía a cierta visión que tuve en algún momento de Montevideo: la segunda ciudad a la que nunca más regresaría y obsesión en unos pocos recuerdos habiendo desestimado el conjunto de otras facultades, como si la imaginación, fantasía y afectos mortificados hubieran desarrollado una memoria específica.

En las escalas me movía sin salir de los perímetros portuarios con su aureola de existencia de paso, negándome a cruzar calles adoquinadas, vías de trenes de carga y la hilera de faroles alumbrando entradas a depósitos. Quise hacer de esas las últimas horas con la coexistencia de la convivencia humana, despedida de la proximidad con gente que nada sospecha. Saqué del morral el plano de la ciudad, lo miré fijo menos de un minuto y cuando lo tiré a un costado tenía el detalle de la ciudad en la cabeza; parecía que viniera allí de vacaciones todos los años, nacido en Ámsterdam igual que mis ancestros y nunca hubiera salido de la ciudad ni siquiera un fin de semana. El tiempo era escaso para abarcarla en su totalidad y programé un trazado que me llevaría a los rincones de interés. Salí de la zona recurrente y la caminé siguiendo un orden aleatorio que formaba una figura enigmática, luego caminé hasta que amaneció y estaba al pie de la escalerilla pronto para subir al barco.

A pesar de la hostilidad magnética pude haber vivido entre la gente que crucé en mi deambular de las horas previas, era estremecedor ver a las familias en las paradas de los tranvías, barcas lentas con enormes ventanales recorriendo canales y parejas de paso aguardando en las terrazas a que se liberara una mesa en restaurantes italianos. De pronto, hasta ocurre el milagro de descubrir en una plaza a un grupo de muchachos tomando mate, como si esa fuera la plaza de los bomberos Colonia y Magallanes. Hasta me acerqué al descuido para ver si podía escucharlos en su conversación; estaban concentrados cotejando lo visto en sus años de formación con el devenir del mundo, acaso preguntándose el sentido del ser uruguayo fuera del territorio, la ínfima molécula de vitalidad en un mundo que nos va a deglutir con fauces de lagarto. Tendremos la suerte de no ver el fin del mundo porque en algún año vamos a vivir la experiencia de evaporarnos, diluirnos en la memoria del universo amnésico igual que Etruscos y Mayas, Charrúas y Androides fallidos de la primera generación.

La vida quería ponerme a prueba, a saber observar la perdurable relación entre mis acciones y la causa que la motivaba. Había que entender años de peregrinación sin hablarlo con nadie y el encuentro de anoche, mi larga caminata en el borde de la existencia y la decisión de darle la espalda al mundo. Lo pensé cientos de veces y hasta creía poder olvidarlo, si el capitán era en verdad el diablo, durante el vagabundeo por Ámsterdam tenía la intención de acelerar alguna forma de final. El temor que él tenía en relación a nuestro contrato no era que huyera como grumete cobarde, valeroso en la borrachera y desgraciado al momento de honrar su palabra; lo que él temía era la reconsideración de lo vivido y el remordimiento resultara más fuerte que la redención terminando por matarme. La trampa se ocultaba en esa reconciliación de la gente viviendo entre ella y la marea baja de la sociedad holandesa mezclada con turistas. Eso que Ámsterdam era un bazar cosmopolita, como si la humanidad hubiera deseado hacer allí un experimento de metrópoli colonialista arrepentida, Arca de humanos probando que esa coexistencia es imposible. Toda historia es probable en la convivencia entre turistas con media pensión y que para el resto está la guerra de baja intensidad. Sin embargo la ilusión dulce de la concordia persiste entre los crédulos, el sistema está ahí para recordar el odio que llega desde lejos; por eso en Holanda están los tribunales de crímenes de guerra, no para todos, de crímenes contra la humanidad y no para todos, de genocidios entre pueblos bárbaros pero no para todos. El paisaje de despedida que observaba me tenía sin cuidado, Ámsterdam me reservaba la tabla policromada primitiva, mi visión privada de la bahía de Delfi y la ventana amarilla que atraviesa los siglos.

Deberían ser estudiantes ingleses de un buen colegio, no punks que tanto hacen por la economía paralela de la destrucción sin futuro, ni otros iracundos de ocasión que terminarán amasando un capital de usurero y cantado para su Graciosa Majestad. Sucede que eso ocurría cerca de alguna de las salidas del Metro de la ciudad; llegaba un rumor, había gente alrededor, en tales casos sigo de largo entre indiferencia y desprecio pero allí me detuve porque el tinglado estaba dispuesto para mí. Esa escena callejera venía programada en el orden del universo para que yo pasara, me detuviera y fue lo que hice. Los miré y en dos segundos apenas se procesaron los transbordos de sorpresa a evocación, de remembranza a identificación y del parecido hasta el pasado pegando fuerte. Era un grupo de muchachos, cinco creo y cantaban al aire libre, uno de ellos tocaba la guitarra pero lo seductor era la técnica reducida y coral casi a capela. Cantaban canciones tradicionales de las islas en los siglos pasados; hasta ahí todo normal, pero sin proceso de reconocimiento porque tuve una visión escarlata con pústulas recobrando la escena repetida de mi pesadilla. Zapatos negros tipo mocasín, pantalones claros, rompe viento celeste de cuello alto, americana azul cruzada, abrochada con botones metálicos grabados con un ancla y la gorra de marino; gorra decorativa de embarcación de placer, capitán de hobby, falsos marineros de agua dulce y yate del padre comerciante de materias primas africanas en el Támesis. La idea era la coral de los comandantes de barcos de breve eslora y pequeño calado.

Habiendo firmado para enfrentar la más ruda de las disciplinas del mar me hallaba en una suerte de caricatura de mi decisión. Ámsterdam se reía de mi solemnidad patética, probándome la comedia que supone toda empresa que pensamos devastadora. Esos muchachos ingleses, estaban ahí para decirme que ir al norte por siete años era una buena cosa y por más que me fuera lejos, hasta escapar del mundo conocido, el recuerdo causante de la huida seguiría flotando como un féretro de culpa insumergible, mina insomne aguardando a ser detonada.

En la infancia mía Ámsterdam era una calle y el nombre de una tribuna popular del estadio Centenario, en recuerdo de la olimpíada de 1928 cuando Uruguay se consagró por segunda vez consecutiva campeón olímpico de fútbol. Otros pueblos cantan su pasado en iglesias y sinfonías, a nosotros nos tocó hacerlo en goles sobre la hora y copas ganadas en finales épicas; en ello resultamos de lo más moderno si consideramos la evolución de las sociedades occidentales, en cualquier ciudad en la que el equipo local y los titulares idolatrados de la plantilla le devoró la memoria. Ámsterdam estaba a pocas cuadras de Verdi, la calle donde fuimos a vivir después que yo nací.

Mis padres que ya tenían una hija de tres años, cuando llegué al mundo decidieron mudarse a una casa más grande; por entonces las clases trabajadoras vivíamos en casas con balcones y el barrio era el mundo. El desconocimiento era fuente de certezas, ello suponía que en el perímetro de pocas manzanas se reprodujera la suma de la ciudad, el país y el planeta. Por entonces el mundo estaba en guerra, del que huía la pobre gente sin nada que venía a vivir entre nosotros; el mundo era violento y la paz nuestra monocorde el precio a pagar para quedar fuera de la batalla encarnizada. La guerra era un espectáculo de documentales en los cines y el relato posterior de batallas decisivas, la admiración de materiales de la industria militar: aviones caza, acorazados de bolsillo, cascos, tanques y bayonetas, cañones y fusiles automáticos remedando esa fascinación de niños ante una juguetería. Tampoco nos planteaba pruritos morales porque teníamos la verdad de nuestra parte; los otros decidían del mundo por nosotros, nada teníamos en el subsuelo ni en la superficie que fuera codiciado para que nos atacaran, excepto la indiferencia y los rebaños de vacas en el campo.

No llegué hasta aquí para plagiar la frustrada novela de la infancia, la calle Ámsterdam es necesaria por esa coincidencia que contienen los nombres; para entender el resto del relato alcanza con retrotraernos a una circunstancia y el transcurrir de algunas pocas horas. Una noche como tantas otras de verano, pero que es esa noche y la alegría breve del carnaval: el mundo se da vuelta, las personas se dan vuelta, la vida se da vuelta. Dicen que para que un milagro se produzca hacen falta millones de casualidades encadenadas y con el horror ocurre algo parecido en los preámbulos. Lo pensé miles de veces y aparte de mi falta el episodio resultó de una maligna casualidad, la transfiguración es la circunstancia malsana que comienza a ser foco en ese año preciso de mis diez años.

El barrio donde vivíamos era tranquilo y modesto, hubo por eso un pequeño alboroto cuando, con el apoyo de varios comerciantes de la zona ese año se decidió levantar un tablado callejero, sin pretensiones y para que la gente sin recursos se divirtiera un poco. Libre, al aire libre en la calle Ámsterdam aquello duró tres semanas y el resto de mi vida. Uno de los promotores más activos se las ingeniaba para recaudar fondos entre vecinos y en pocos días venía de más en más gente de los alrededores; hasta se acercaron al tablado varias agrupaciones que competían por los primeros premios de las categorías. Esa euforia barrial era el teatro propicio para que llegara la noche que nunca debió existir. Nosotros nos hacíamos de vez en cuando alguna escapada al tablado en familia, pero llegó el aniversario de nuestros padres, el de su casamiento y papá decidió que llevaría a comer afuera a mamá, en la parrillada que venía de abrir como anexo de “El Submarino Peral”. Nunca íbamos a comer afuera y ellos eran jóvenes para seguir en la pasión, nos dieron instrucciones ya que nos dejaban solos y salieron felices de volver a ser novios, dijeron que serían apenas un par de horas, que nos quedáramos tranquilos y los esperáramos. Mamá dejó para mi hermana y para mí una pizza casera con aceitunas, mi hermana mayor sabía manejar el equipo de audio y yo tenía revistas de El llanero solitario, Cisco Kid y Archie que había canjeado esa mañana misma.

La casa era grande sin ser inmensa y enorme mirada desde la infancia, alta en la fachada con puerta de dos hojas y dos ventanas bajas con balconada de columnas que daban a la calle. El resto era una disposición para vivir en una época donde escaseaba el tiempo libre y el domingo era cosa seria como si los uruguayos todos fuéramos dios en el séptimo día. Lo que decidió a mi padre para comprarla en cuotas fue la superficie del terreno, área extensa y agradable que resultó ser la falla turbia de la esperanza. El espacio daba libertad suficientes para algunos conejos, tender la ropa de cama, plantar flores; era exposición desprevenida de nuestra vida familiar y la fisura por donde se introdujo el horror. Tanta preocupación por la cerradura de la puerta principal y el fondo era una malla abierta a lo que se esconde hasta ser invisible, como si los males desatados hubieran encontrado lugar donde anidar, destruyendo privacidad e inocencia.

Yo leía por costumbre revistas de vaqueros, prefería las de Zorro enmascarado cuando se hablaba del tráfico marítimo colonial por la plata de México y de piratas crueles en el Mar Amarillo. De alguna manera, con esas lecturas me embarcaba para el norte y nunca imaginé la naturaleza del canto de las sirenas aguardando para decidirme a partir sin pensar en regresos. Creo que nunca salí de esa condición infantil y quedé fijado en aquella noche de verano; buscar en la actualidad morir como un vikingo de la edad media, más que una prueba de guerrero de coraje es el deseo de morir en la infancia, evitándole al adulto una ocasión de remordimiento. La felicidad en un momento se vuelve pesadilla y lo puedo determinar con precisión, evaluar el presente excepto el pensamiento y la espera del otro.

Eso era la noche del monstruo en latencia, puedo describir segundo a segundo ese minuto previo, el calor sofocante de la ciudad lo siento cada vez que sueño con aquello cada noche en las siguientes de mi vida. Habiendo puesto atención a la manera como estaban vestidos mis padres, nada me costaba imaginarlos en la parrilla anexa a “El Submarino Peral” compartiendo un momento íntimo de felicidad. Ella removiendo la ensalada de lechuga y tomate con cucharas de madera, luego de verter un chorrito de aceite y mi padre sirviéndole en la copa un poco de vino rosado. Mi madre hasta podría decir “basta amor, basta que después se me sube a la cabeza” y mi padre peinado con Glostora, siempre cortado por timidez para decirle las cosas del querer. Mi hermana en nuestro cuarto –sería el último verano que dormíamos juntos porque los dos habíamos crecido- tirada en la cama leyendo fotonovelas reciclando teleteatros argentinos, pensándose una de las heroínas asediadas por malas pasiones y distanciada del amor verdadero por prejuicios sociales. Yo estaba antes del minuto fatal escuchando la radio, había comido mi parte de pizza con aceitunas y sacando del congelador un helado casero de vainilla que mamá preparó esa tarde. Escuchaba audiciones del carnaval en directo de otros puntos de la ciudad y esperaba no dormirme antes de que mis padres regresaran, quería escuchar a los cómicos zafados de “Los Capablanca” y “Yo quiero dormir con mama”. En esos años irrepetibles escuchar la radio era mi manera de viajar, el barrio era el mundo pero había otros mundos al final de los taxis, en las destinaciones de tranvías después que se agotan la combinación de dos ómnibus. El mundo sería lo ocurrido una noche en la calle Verdi; eso fue en el minuto previo, en el minuto ese escuché en la radio la sucinta programación de los tablados para esa noche.

En la calle Ámsterdam, a trescientos metros de donde estaba en el minuto previo al momento fatal, se anunciaba que venían “Los marinos cantores”. Había escuchado algo de esos vocalistas de las noches de carnaval, el nombre del conjunto me hacía zarpar en aventuras que las sentía como auténtica vocación. La vocación es pura voz, una voz que es invitación y orden, voz que tiene la posibilidad de cambiar la vida, la voz esa podía ser de un ventrílocuo: pensamos que sale de la felicidad pero proviene del estómago de la fatalidad. Esa voz y la información me informaban que estaba ante mi primera posibilidad de aventura; quería ir a ver a “Los marinos cantores” en la hora siguiente. Era bien cerca de casa y el minuto previo a escuchar la noticia resultaba tan perfecto que nada malo podría ocurrir. Fui hasta donde estaba mi hermana y le dije: “salgo unos minutos”, ella me dijo que no tenía permiso y pensé que eran asuntos de chicas; concentrada como estaba en la lectura, nada malo ni aburrido podría ocurrirle así que tampoco me preocupé demasiado.

Claro que yo era un niño, pero hubo un tiempo en que un niño podía a mis pocos años andar de aquí para allá en el barrio de la calle Ámsterdam sin que le pasara nada de excepcional, como era el caso. Salvo el primer día de la escuela después iba solo, hacía mandados para el almuerzo en el almacén de la calle Mahoma, salía a casa de amigos, llevaba zapatos a arreglar a lo de los polacos. Así que esa salida no tenía nada de particular, conocía en detalle cada una de las casas que llevaban desde nuestro domicilio hasta el perímetro colonizado por la actividad del tablado improvisado. Con esa noche no podía pasar nada malo, salí de casa y tal vez fuera verdad que apenas cerré la puerta con el picaporte, una vez tomada la decisión y suponiendo que mis padres estarían orgullosos de mi comportamiento de adulto, lo que mandaban eran los pies.

Fue de prisa pues el camino era fácil y vivíamos cerca, tomé a la derecha, cuando alcancé la esquina volví a doblar a la derecha y llegué a la bocacalle, hasta me daba el lujo de tomar por atajos de las plazas; allí y a la izquierda estaba la calle cortada, casi todo el vecindario y gente proveniente de barrios cercanos. El primer tablado grande estaba como a catorce cuadras, en la sede de un club de básquet de la primera división y había que pagar entrada como si fuera un cine. El decorado del escenario estaba a medio camino de las máscaras y la publicidad, la gente disfrutaba de los números que venían a dar su actuación corta pues había poco dinero para pagarles, estar ahí en la alegría colectiva era lo mejor que podía pasarles.

Llegue en silencio, había en el escenario una murga chambona que andaba por la despedida y la gente estaba entusiasmada; al final luego del saludo, el director y la batería no se quedaron para el solo en el escenario, igual agradeciendo a un público generoso en aplausos caminaron despacio hasta el camión toando bajito. Se siguió escuchando el redoble hasta que el ruido del motor del camión se perdió en la noche y el técnico dinamizó los altoparlantes. Pregunté si habían llegado “Los marinos cantores”, la gente me decía que no y circulaba el rumor de que venían atrasados; rumor sin verificar avanzado, matizando con una explicación plausible el tiempo largo de espera entre los números. Al comienzo me preocupó el atraso, atentaba con mis planes de una salida y retorno rápido, conocía los rincones de esa calle, me las ingenié para ir de aquí hasta allá saludando vecinos, charlando ni recuerdo de cuáles asuntos. Dan las nueve dijo alguien, mi dominio de la situación se transformó en preocupación, temor a ser rezongado si llegaba a casa después que mis padres.

Mala suerte pensé y quise volver a casa cuando detrás del escenario se escuchó el rumor de que algo estaba pasando. Si hubiera sido una agrupación de parodistas habría regresado a casa, otro rumor ahora cargado de certitud decía marinos cantores, marinos cantores, los marinos cantores… repitiendo el nombre del barco que entra a Nantucket después de tres años de navegación entre monstruos del mar; ello me sacó del circuito de las responsabilidades y decidí quedarme. A lo lejos distinguí al navegante de la guitarra, es el flaco Romeo dijo alguien cerca de mí. Me aproveché del cuerpo menudo para ir avanzando, sin hacer caso de los rumores avanzaba, no hice caso del anuncio del locutor y avanzaba: tampoco de aplausos de los espectadores cuando ellos subieron al escenario, avanzaba, sin mirar pero avanzaba y cuando arrancaron con la primera canción estaba instalado junto al escenario; aunque lo hubiera intentado era imposible retroceder. Debería olvidar esa actuación y si la recuerdo es para negar lo que ocurrió. Son sin importancia las calidades vocales y las canciones de un mundo que dejó de existir, seguro que tampoco eran marinos pero la condición del disfraz uniforme, la navegación actuada de aventura marina y la libertad del barco de papel que insinuaban con una gorra ladeada lograba fascinarme. En tierra de gauchos, vacas y caballos, el ancla bordado evocador en el bolsillo de la chaqueta, de hilos dorados, era la aventura y deseo de ir embarcado al fin del mundo. Sin la cara pintada ahí no estábamos en carnaval sino a bordo de un viaje sobre el que ignorábamos los puertos a tocar, estaba viendo mi propia partida, el viaje eterno y en el mar el tiempo que pasa a contracorriente.

La gente pedía y ellos respondieron con dos canciones más, una fue “Parisina” hasta que de pronto terminó la actuación y se hizo la noche. Quería regresar rápido, temía preguntar la hora que era, el tiempo pasó y la travesía había finalizado, la gente se movía salvándose del naufragio, comenzaba a marcharse y la facilidad que tuve para avanzar se volvió impedimento. Los vecinos tenían la otra esquina como horizonte, parecía que sólo había una pequeña salida y alguien levantó el control de una vigilancia innecesaria. El lento acomodo que conocía de otras noches viró a la brutalidad de la cosa que se detiene, se cortó la música y apagaron las luces, la noche volvía a mandar y yo avanzaba como podía tratando de organizar las explicaciones que debería dar. Con la oscuridad me percaté de que en alguna parte había un error irremediable y presentía estar en una de esas noches que se recuerdan de por vida. De las canciones de los marinos cantores pasé a los ladridos de un perro, de la comunión festiva entre gente con comida en tupperware y un saquito de lana por si refresca a un frío de otra naturaleza maléfica; de la ilusión de entrar a puerto cuando sale el sol, llegan los barcos de pesca y se adivinan tenderetes del mercado en los bordes del muelle, crucé a la creencia de caminar en una calle abandonada.

Los vecinos estarían descansando y desaparecieron de la faz de la tierra, yo hacía fuerza imaginada huyendo de esa soledad, quería pensarme adulto con barba y un bolso de lona apoyado en cubierta; regresar a Ámsterdam, pero a la ciudad holandesa y lejos de la calle Verdi donde mi familia estaría preocupada por mi ausencia. La hora exacta la extravié en la confusión ni había manera de conocerla, del rezongo pasaría al sopapo justificado que nunca me habían dado. Podía imaginar a mi madre saliendo a buscarme al tablado fantasma y a padre yendo a la comisaría del barrio, llamando a los hospitales por si un auto me hubiera atropellado. El regreso estaba marcado por el rumor de la catástrofe, todas las posibles supuestas menos la verdadera, me escuché caminar mientras salvé la distancia de la calle cortada por el tablado, me puedo ver corriendo la segunda cuadra tomando a la derecha y cruzar la calle.

Sin atender el tráfico reduje la marcha cuando llegué a la calle Verdi, entendí la transfiguración durante mi ausencia. Vi que la gente sabía y era en nuestra cuadra, advertí luces de un auto patrullero, supe que estaba delante de mi casa; era imposible que hubieran entrado ladrones, en nuestro barrio nunca hubo problemas con los ladrones. Tuve deseos de huir, sólo podía avanzar hacia delante, había dos únicos asuntos en el mundo: justificar mi ausencia y saber que ello explicaba la presencia del patrullero. Me acerqué pegado a los árboles como perro culpable del desastre y fui el primero en verlos, mis padres lloraban desconsolados y yo sin entender. En otro mundo ideal se suponía que ellos estaban festejando su aniversario de casados. La cabeza tampoco me daba para entender, en ese llanto y en mi ausencia había un reproche que me perseguiría hasta el fin del mundo.

Cuando me acercaba llegó la ambulancia y unos enfermeros abrumados entraron en la casa, un policía uniformado estaba parado junto a la puerta y entonces en el segundo infinito, mi madre cayó al piso iniciando un ataque de dolor incontrolado. Alguien del vecindario me reconoció y gritaron por dos veces ahí está el hermano menor, ahí está el hermano menor… entonces yo crucé la mirada de mi padre por última vez en la vida.