¿Es que Zarah Leander cantó viejas melodías en Guaraní?

Últimas horas con vida en Rotterdam mientras me digo cómo hay gente en el mundo que pueda imaginar la existencia de la ciudad de Rotterdam y que alguien nacido en otro lugar llamado Montevideo haya decidido por voluntad propia instalarse en Rotterdam. Ese hombre oscilante entre dos inexistencias soy yo; admito que decir vivir es una fórmula exagerada, vine a esta ciudad a esperar la llegada de la muerte tendiendo los puentes últimos entre recuerdo y olvido. Yo, que tuve casi todo lo que pude desear cuando nada tenía organicé el ocaso que me rodea. Habitando un enorme apartamento burgués, acompañado por dos personas serviciales que me cuidan porque las puedo pagar. La decisión Rotterdam responde a que hay en la ciudad algo único que siento mío sin pertenecerme.

Elegí Rotterdam -resulta extraño en los tiempos actuales y que yo también contribuí a promover- para estar cerca de una pintura que amo, me tiene prisionero y suaviza la espera del final con estoica resignación. Se trata de la pequeña construcción de la torre de Babel de Brueghel el viejo, todas las mañanas vengo al Museum Boymanns – van Beuningen y paso dos horas contemplando la obra. Con idéntica devoción de alguien habitado por la Fe que entra a la iglesia a rezar a la Virgen, uno meditando -en sus últimos estados de conciencia- la insensata tentación suicida del mundo desde la terraza de un café vienés, como esos otros que no conciben haber vivido un día sin la audición íntima de La muerte y la niña. Es una forma elaborada de observación que se adecua a mi espíritu y me sienta bien; me acongoja hasta la fascinación el desastre inspirado entre intenciones divinas, planes imperfectos del Supremo y la súbita confusión de los lenguajes en la historia del rey Mimrod, la sospecha que ese preludio rojo de brasa de fogón será mi invierno hecho de palabras insensatas. Acercarse demasiado a la divinidad termina en un cacareo de gallinero cuando se escucha, sobre el techo de zinc el avance voraz de la comadreja hambrienta.

Desde hace cinco años persisto en esta rutina y sé que moriré sin haber penetrado el secreto último de la pintura. Es la conciencia de quedarme detenido frente al barranco de la ignorancia lo que otorga un frágil sentido a mi actividad cotidiana. Tomo distancia prudencial del mundo y me adentro en la vida, lo que puede resultar paradojal para un hombre que aguarda sin aprehensiones su muerte. Algunas mañanas, el espíritu se embala por circunvalaciones del cuadro, identificándose con uno de los esclavos enajenados en su agotadora tarea. Puedo ser un marinero curioso, observando la insensatez creciente desde velámenes desplegados a distancia prudente de la costa, tal vez un ángel resentido y oculto en el interior de la nube negra que declara la altura, incluso un clérigo untuoso de mirra que, imbuido de falsa humildad, marcha en procesión mientras anhela reivindicar que de él será primero el Reino de los Cielos.

Por unas pocas horas cada mañana logro olvidarme de la historia presente del planeta y luego del viaje imprescindible al laberinto de sonidos guturales, retorno a mis miserias diarias con distancia cínica, una sabiduría prescindida que escaseó a lo largo de mi vida. Lo hago en discreción y respetando votos de silencio, las cuentas las llevan mis descendientes que viven lejos, la correspondencia que debo atender es mínima. leer a mis contemporáneos me fastidia por su falta de ambición poética y creo dominar el arte de dejar pasar el tiempo. Debo confesar que con los años adquirí cierta inteligencia para afrontar la muerte; me consuela compenetrarme en el axioma de que el sueño con sedantes, es prólogo del reencuentro con la torre colorada a la mañana siguiente en el Museo. Tal pacto de mutismo, además de aplicarlo a mis tratos con el mundo, lo fomentaba conmigo mismo evitando pensar y dejando a un lado la agotadora tarea de recordar.

Estoy aquí en el Museum Boymanns – van Beuningen de Rotterdam quebrando el mentado armisticio de reserva y desaprovechando mis horas de contemplación del viejo Brueghel. Pensando a la manera de un simple anciano neurótico sobre lo sucedido en las últimas horas, hablando con ese otro que siempre va conmigo. Será por ello que esta mañana el cuadro parece detenido en su movilidad interior, como si la diaria conspiración de pigmentos con siglos de comenzada se hubiera suspendido, mirándome a mí tan distanciado del interior de la escena y que la superficie fuera la pantalla donde proyecto trozos del pasado, fragmentos de mis otras torres de Babel vegetales e inconclusas.

***

Si hubo de verdad una culpa inicial, se halla en el episodio de la historia designada de forma ampulosa reunificación alemana. Fue entonces cuando situaciones que debieron pasar a los misterios indispensables del olvido, reaparecieron en la superficie de los hechos como niños ahogados después de una inundación. Pareció que luego de décadas de infinitos episodios bifurcados, piezas de arte extraviadas y objetos cotidianos, imágenes fijas y móviles, escritos militares y poéticos hubieran readquirido la movilidad original que les fuera amputada en años anteriores.

Ayer al final de la tarde durante el ocaso de un día melancólico en Róterdam, que trajo lluvia desde el mediodía y un sol encendido de crepúsculo nórdico, antes que llegara la noche fue que sucedió. Nada hacía de especial a esa hora, escuchaba en la radio el inicio de un concierto trasmitido en directo desde el Concertgebow de Ámsterdam, jugaba con mi copa de coñac donde se reflejaba la modestia desconcertada de la mejor caña paraguaya. Así estaba, reflexionando sobre el sentido de la pequeña construcción de madera en el séptimo nivel o círculo de mi torre de Babel, cuando y por dos veces escuché el timbre de puerta del departamento. Dadas mis costumbres poco afectas a la vida social, esa interrupción de la rutina me fastidió y la irritación fue más fuerte que la curiosidad. Los sirvientes aprovechan mis ausencias para recibir visitas y era recién a mediados del próximo mes que tenía prevista una entrevista particular.

Coincidiendo con el inicio del concierto igual estuve atento a las secuelas del incidente. Nada excepcional, levísimo murmullo de voces, una puerta se cierra y la tranca que funciona, pasos, la mujer que golpea la puerta del escritorio, mi voz que autoriza la entrada.

-Trajeron esto para usted.

Fue lo que ella dijo y depositó sobre la mesa un paquete bien atado, de forma circular como una enorme moneda acuñada en país de gigantes, objeto redondo recordando círculos pendientes de la espiral Babel. Le autoricé abandonar el escritorio con un gesto de la mano y luego al observarlo me sorprendí. La simple forma del envoltorio contenía el círculo madre de la rueda del tiempo, trasladándome a otros años circulares y tiempos viejos. Delante mío estaba una novia de la juventud devuelta por la rueda, la presencia cíclica y recurrente de una mujer que hubiera amado al punto de hacer girar el rumbo de mi existencia y que alguien -un sabio astuto de perversidad- hubiera inventado el diabólico mecanismo para empaquetar recuerdos molestos.

Calmada la imaginativa ansiedad inicial y volviendo a hechos pedestres que tejen la mezquindad de la vida, se trataba de un envío del correo alemán acompañado de una brevísima misiva. Me informaban que esa cinta fue encontrada en un depósito de Berlín Este, allí hallaron mi nombre y luego -como si yo fuera un espía dado de baja- me localizaron por un supuesto fichero de la comunidad europea. Reconociendo una filiación directa entre la forma circular y mi persona, abrí la segunda piel del paquete encontrándome con una bobina de cine.

En la etiqueta descolorida por los años y la oscuridad de galpones comunistas, había las señas del director de tomas y arriba en caracteres visibles que alertaron al funcionario inspector, se leía que se trataba del proyecto del señor tal. Leí mi nombre con la misma excitación que si hubiera descubierto la cara de mi madre en el cuadro de Brueghel. La contemplación exclusiva de la torre de Babel de Rotterdam tenía la maravillosa virtud de despejar mis conexiones mentales. De inmediato recordé la totalidad del episodio, que concentraba el átomo de pasado volviendo a mis manos y si exhumé las circunstancias, no dominé la sorpresa creciente de la trampa, activando el puente levadizo sobre el río del tiempo. Nunca supe hasta ese momento del atardecer en Rotterdam que alguna vez había comenzado la filmación, menos supuse que una parte del guion o tal vez la totalidad que se había perdido, dejando ese disco como testimonio, pudo haber superado el proceso de producción.

Desde hacía cinco años dejé de ver películas; negociando en el medio de la producción supe ganarme muy bien la vida y asegurarme una muerte sin sobresaltos financieros. Ver cualquier film proyectado en una pantalla a oscuras, me daba la señal del estrepitoso pasaje del tiempo acercándome en cámara lenta a la decadencia. Todas las películas que produje en varios países nunca consiguieron que olvidara mi fracaso inicial, el proyecto inacabado del cual ahora –venido desde la nada, materializado por la fuerza de mis remordimientos de viejo y una historia del mundo que se rectifica, del Tiempo jugándome una broma pesada- llegaba hasta mí en los días que alcanzaba un estado de gracia, la empatía perfecta en mi contemplación del cuadro de Brueghel.

Ese rollo del tiempo muerto era objeto irreal y fantástico sobreviviente de otro proyecto insensato que en su tiempo no pudo ser. Visualización decantada de horas de trabajo contemplativo, excrecencia impura de mis mañanas sucesivas delante de la madera de Brueghel. Cinco años de anhelada aporía mental me eran recompensados por la brusca irrupción –en mi universo circunscrito- del objeto inacabado y perfecto, que se salteó las etapas humanas necesarias para concebirlo. Como si en la extraña ironía mi yo -que pensaba indagar secretos de la mano de Brueghel con siglos de distancia- lo que realmente buscaba hubiera sido desentrañar el enigma de una historia juvenil.

Los caminos del demonio tan insondables como los del señor, suelen ser más artísticos y menos brutales de lo que se supone. Necesitaba creer en una conspiración celestial en movimiento, sin reducirla a un asunto de sótanos olvidados en la mitad nefasta de Berlín, paquetes olvidados en la desbandada, funcionarios indiferentes y decretos arteros para unir con voluntad política las partes desunidas. Las Alemania bicéfalas que vuelven a ser una sola, dialéctica caprichosa de una historia trágica que se permite funcionar en la síntesis privilegiando el pasado; haciendo que la unificación alemana repitiera la construcción de la torre de Babel y la valiosa entre ellas fuera la versión expansiva del Kunsthistirischer Museum de Viena. Había, lo recuerdo vagamente, una película sobre un avión correo que caía a tierra accidentado y mostraba los desastres que puede ocasionar en la vida de las personas destinatarias la correspondencia llegada a destiempo.

Abrí la lata y la dejé por unos minutos sobre mi escritorio sin tocar el contenido, olí el film y hallé la calidad de los laboratorios alemanes de antaño. El depósito era seco por lo que pude deducir y el primer metro de película se separó con elasticidad, parecía recién salir del último proceso de revelado y ansioso por desafiar mi curiosidad; llegué a pensar en una equivocación y cuando toqué con mis dedos los primeros fotogramas, comprendí que la mítica caja de Pandora redonda iba en serio. El primer contacto provocó la conclusión inmediata: esa noche me dormiría tarde, si es que lograba antes del amanecer conciliar el sueño. Tenía ante mí una copia en la que faltaba procesar el sonido e igual que un viejo dentista que revisa antiguos instrumentos de la profesión, un atleta contemplando imágenes gráficas de sus glorias pasadas, de la misma manera me dirigí hacia el cuarto de trabajo. Espacio limpio y sin alma, estaba pronto desde hacía cinco años sin que yo lo supiera para la contemplación solitaria de esa proyección. Descarté encender el proyector profesional, el momento menos requería la espectacularidad panorámica, sería suficiente la consola de montaje y las dimensiones reducidas del visor pequeño. El equipo estaba pronto, diríase que previendo una ceremonia de reconciliación y ritual de despedida; allí habría trazas de filmes, programas de promoción, la discusión en torno a los afiches publicitarios, incluida la insensatez pionera del festival de Punta del Este en 1951, la correspondencia con resultado de varios sucesos comerciales y mi fracaso al querer tratar con los directores del siglo. Gané muchísimo dinero produciendo películas variadas, movilicé millones de espectadores en el mundo entero y nunca supe convencer a uno de los grandes para que me confiara un proyecto. Así quedé fuera de las obras maestras, acaso esa bobina rescatada del naufragio europeo era la postrera reivindicación de tanta derrota en las lides que importan de verdad. Permanecí en la etapa de espléndido ganapán de la industria, se me fueron de las manos por tener proyectos redituables y porque me ignoraron Welles, Fellini, Fassbinder… hay situaciones de poesía a las que los uruguayos no podemos aspirar y así será hasta el fin de los tiempos.

La bobina devuelta de la historia susurraba que ello alguna vez pudo ser posible y ahora destilaba la ironía perpetua. Pudimos tener alguna posibilidad de contar nuestra vida en imágenes con movimiento, en los tiempos pioneros del cine mudo cuando los creadores de todas las naciones partieron sin mayores ventajas. Los argentinos llegaron a conseguirlo, es tarde para nosotros y tal vez sea mejor así, deslizarnos y pasar al olvido sin dejar otros rastros calcinados que zapatos con tapones y desfiles de carnaval. Trabajar en la consola a solas tiene algo de lectura sin texto, el proyecto envía imágenes a su cadencia de motor calibrado e indiferente, prescindiendo de mi voluntad; con la consola es el pulso que se implica, mi deseo regula la evolución de imágenes y el avance de la continuidad. Nunca sabré si lo registrado -que miraba por primera vez- era un ensayo limitado, pruebas de actores y escenario o formaba parte de algo mayor, total, definitivo. De ser así ¿qué fragmentos del universo tendrían que reunificarse para tener en mi poder la filmación completa de la historia? La cinta que me llegó es similar a la torre de Babel y deberé conformarme con fragmentos inacabados, aguzar la imaginación para intuir la desmesura del proyecto original, la extensión verdadera del fracaso.

Lo recuerdo con la precisión que tienen las obsesiones, hago avanzar la totalidad del rollo en una sola pasada ininterrumpida hasta el final, se trata del montaje de unos diecisiete minutos, que comprende desde la mitad de la escena 134 hasta el tercer plano de la 151. En la continuidad del guion ello supone la preparación de las tomas finales y en la película que proyecté cientos de veces en mi cabeza, se corresponde a la penúltima bobina –si el cálculo de los tiempos era correcto- de la película terminada, pronta para la exhibición. Un tramo de alto riesgo para que se tratara de una simple prueba, el conjunto tenía la consistencia dramática que incorpora un montador trabajando en la versión definitiva. Ni comienzo ni final, debía conformarme con la transición amputada, el sueño de poner en imágenes un séptimo del proyecto, una fracción y puede que sólo ese porcentaje era lo que a mí me correspondía ver, el reajuste inerte de una traición. Imposible considerar si lo que miro me satisface o no en términos cinematográficos, me acorrala la sensación de contemplar un fantasma real y desconocer ese pedazo de la otra historia: desde que entregué el guion traducido al alemán hasta la última medianoche, mientras observaba con credulidad la preparación de la rústica embarcación, rezos ficticios dirigidos a divinidades selváticas y altercados violentos entre hombres; personajes llevados a su máxima tensión e imágenes recurrentes de la correntada potente río abajo, preludiando un desenlace trágico.

En estos instante admití que mi vida se resume en diecisiete minutos que llegan traídos por el correo y eran el presente de la gracia del tiempo. Hasta anoche viví una ilusión, la torcida justificación de mi existencia está contenida en esas imágenes de película vieja, 25.000 fotogramas de los que estaba seguro no existen otras copias; el resto del material debió desaparecer en terribles incendios llegados desde el aire durante la guerra. Esa bobina y yo somos ejemplares sin duplicado en el mundo, nos vinculábamos por el instinto que tienen los pocos sobrevivientes de una batalla de trinchera, acaso conciliamos la misma cosa separada por circunstancias azarosas que termina por reunirse. Fue extraño como experiencia, la cinta duplicaba mi sensación de cuando voy a las ferias, veo cientos de fotos puestas a la venta por unos pocos florines y siempre me digo: esa mujer captada en el momento de la toma fue hija, festejó aniversarios, se casó, fue madre, tal vez amante, puede que enloqueció y la alcanzó la muerte una mañana del otoño. Esa cara pudo vivir la paleta integral de las emociones humanas y cuando entrego las monedas al vendedor -luego de haberla mirado a los ojos un minuto- ella no es nadie. No es nadie, ella se evapora en la tormenta del tiempo; ni nombre, ni una semejanza con otra foto que había en el álbum de donde fue arrancada, apenas un daguerrotipo que está entre miles de instantáneas que valen dos florines.

Sin embargo había -o yo quise ver en esos diecisiete minutos- una fuerza extraordinaria, pedazo desgarrado de lo que pudo haber sido y logra fundirse a mi colección de fragmentos, donde aparecen las más grandes estrellas del cinematógrafo, la colección íntima de mis queridas. Ahí está un catálogo de amores imposibles y una joven actriz alemana de entonces, desconocida para mí, que se atrevió con esa secuencia, quizá todo proyecto y que murió tal vez en un bombardeo aéreo de los aliados. La contemplación debo disfrutarla, es una oportunidad excepcional y seguro que última. Como si al despertarnos pudiéramos encontrar junto a la almohada -rosa mutante de la máquina del tiempo- un pequeño rollo de 8 mm donde se hubiera registrado la filmación de nuestros sueños y pudiéramos ver en vigilia, sin la fatigosa intermediación de la memoria cuando restituya sin entender, la materia fílmica de nuestras pesadillas. Siento que cada día contemplo uno de los sueños más extraños de Brueghel, seguro que en la consola vi diecisiete minutos de la pesadilla de otro hombre. Lo único que con el tiempo interesa, es la historia del sueño interrumpido comenzado hace más de sesenta años.

***

Era yo por entonces otro más de los tantos buscavidas orientales. Un muchacho atorrante con iniciativa y ganas de dinero fácil, trepador dispuesto a cualquier cosa por codearme con el suceso, arribista ambicioso codiciando reconocimiento; si algo pudo excusarme moralmente, fue que era un amante vocacional del espectáculo. Descendiente de polacos, arrastrados a las distantes orillas del Río de la Plata por vientos de la hambruna campesina, el eco lejano de mis apellidos y a pesar de una geografía católica, hacía presumir que sería un judío practicante; cuál no sería mi sorpresa de objeción metafísica, cuando me descubrí seducido hasta el convencimiento por el dispositivo distante del movimiento nacionalsocialista, que luego terminaría por arrasar la tierra de mis mayores.

Había algo embriagador en su propuesta de asociar la grisura y miserias tullidas de la historia moderna con los fastos escenográficos de una puesta en escena colectiva. Ellos eran a la vez la realidad violentada y el mito revivido; yo admiraba los desfiles multitudinarios entre signos repetidos lindando lo inexorable de la victoria gamada. Adivinaba la arquitectura triunfante del futuro y una música de bronces impregnada de proyectos grandiosos, precediendo un porvenir luminoso sin temer al tránsito apocalíptico. El diseño perfecto de dioses puros, prescindentes de la ralea confesional católica e imponiendo un ardor mitológico guerrero dando sentido al arribo destructor de la Historia regenerativa. Estaban expuestos los gestos codificados de la jerarquía del movimiento estudiados hasta la obsesión, esa orgullosa reivindicación de la muerte heroica, la conciencia exaltada del destino colectivo, un insolente desafío al mundo proliferante de razas inferiores y teatralización de divinidades vivientes. El prodigio de filmaciones documentales y propagandísticas de Leni Riefenstahl era hipnotizante, valores decadentes occidentales llamados a ser doblegados, crecimiento imperial de un ceremonial de sumisión y prometiendo considerar el pasado para mejor suplantarlo. La idea sublime que despierta vocaciones de sacrificio: aspiración de ser a la vez dioses y la filmación de los dioses, ese detalle mágico y alquímico de la filmación…

Me bastaron las imágenes de unos pocos documentales del mundo que se estaba construyendo para descubrir hacia qué lado latía mi naturaleza. Era un convencido de la causa de adopción en imágenes y nada pudieron los desastres ni las infamias posteriores, nada tampoco la atrocidades denunciadas ni la guerra; podría disimular mi debilidad en la incorporación laboral de la vida civil de la denominada reconstrucción. Médula y corazón, en las terminaciones cerebrales continuaba siendo deudor de las primeras fascinaciones fílmicas; nada relacionado a la moral de ideologías ni derivaciones del poder, acaso la milimétrica purificación del pueblo lanzado al holocausto por el camino de exterminar al pueblo elegido, como si las guerras de los hombres fueran símil combate de divinidades reivindicando la supremacía aria sobre el universo. Paradojas ingobernables del tiempo, la Alemania escindida en los años cuarenta se une nuevamente. Bordes de una cicatriz abierta en el brazo amputado eternizando el combate perpetuo, mientras los semitas prosiguen en guerras tribales dignas de Masada, peleando a muerte por reivindicar pedregales desérticos, olivares milenarios… queriendo demostrar que los hijos de Jehová están por encima de los hijos de Alá. La guerra recorre la historia de los pueblos y ello está inscripto en las obras del viejo Brueghel, donde cada pincelada recuerda el portentoso triunfo de la muerte.

Lo que vivía por entonces y ay! por mis amigos judíos muertos en atroces condiciones, era la película interna del nazismo filmada por otro Maximilian Theo Aldorfer. Negaba la verdad de la historia por el procedimiento de mirarla filmada, no deseaba que ellos ganaran sino que persistieran en la guerra, menos me interesaban los prometidos mil años de reinado que aquellos pocos años concentrados de euforia. Los que transcurrieron desde la humillación de la guerra anterior, al suicidio en bunkers subterráneos, de garrotes callejeros de bandas infames al ocaso berlinés suicida y eso después de haber desatado el ángel exterminador en los cuatro rincones del planeta. Observaba desde mis modestas perspectivas de hombre provinciano, de qué manera actuaba la violencia intrínseca del hombre monoteísta, urdiendo la venganza contra el Dios obstinado que le impidió proseguir erigiendo la torre de Babel. A ese respecto, mi ciudad de nacimiento ha sido -desde su fundación por un adelantado español que terminó dándole su nombre a cierta golosina- una visión aislada y provincial de la historia del mundo; en especial por la autosatisfacción de considerarse modelo ejemplar, hipóstasis del espíritu histórico al cual el resto de las naciones -el concierto de los pueblos del mundo- debería seguir con lógica irrecusable. Estábamos en el mejor de los mundos posibles y lo que sucedía en otras tierras, eran accidentes menores por desajustes mecánicos, burdos retardos hasta que llegara la inspiración generalizada e imitación lograda de nuestro estilo de vida.

Buenos Aires era otra cosa, tiene el vértigo en movimiento de la desmesura con una urbanística -y un juego de calles se da en diagonal- que a la vez escamotea y asume el genocidio indígena; para mis intereses de entonces esa diferencia con la otra orilla se apreciaba de inmediato cuando me decidí a cruzar el charco. Reuniones intensas día y noche, elegantes confiterías donde confundirse con la vida cotidiana, chacras en las afueras de la ciudad preservando la discreción, caserones señoriales alejados de conventillos malolientes, consistorios dirigidos por individuos con una concepción sagrada y discreta del poder. Uruguay nunca dará un poeta de la autoconciencia profética de Leopoldo Lugones, nuestra ribera del río carece de ambiciones cósmicas; esto deviene filosofía innecesaria, comparaciones indigestas que me distraen de mis verdaderos intereses. Siendo un joven intruso sin talento destacado, a lo único que pude aspirar en Buenos Aires era a sobrevivir explotando el talento de los otros. Despreciable parásito de cualidades ajenas, era alguien apresurado y si algo me incentivaba cada mañana a salir a la calle, era la visión que depara la picaresca marginal de llegar urgente al objetivo. Mi carácter era inestimable para devenir empresario teatral y despreciaba el trabajo manual como para fundar una editorial, fui impaciente para frecuentar salones mundano a la pesca de oportunidades y prudente por herencia para lanzarme en osadas aventuras conspirativas contra el poder constituido.

Durante semanas a la búsqueda del punto de apoyo que mueve el mundo, frecuenté estaciones de radio para ventas comerciales y de paso mentía, diciendo que era agente representante de empresas europeas relacionadas al cine. Lo que más me conmovió en ese aprendizaje citadino, verdadera educación laboral, era que la gente al escucharme creía. Desde entonces la mentira se transformó en mi método personal de trabajo y con excelentes resultados, por ahí circulaba esa farsa de mis contactos sin terminar de afirmarse. Una intuición distinta me llegó cuando asistí en un cine enorme de Lavalle -donde me refugié huyendo de una tarde nefasta húmeda y pegajosa, bien porteña- a la proyección de Intolerancia. De inmediato entendí que ante mí estaba -con la evidencia de un testigo de la batalla de Trafalgar- el arte de mañana, el negocio del futuro, la captación de multitudes y el sentido potencial de mi vida. Me proyectaba menos en las acciones de la pantalla que en la sombra de lo invisible, márgenes del silencio que cultivé con fidelidad hasta ayer de tardecita, cuando el funcionario del Correo hizo sonar el timbre de la puerta.

Los planes inmediatos de pequeño ratero me fueron abandonando y debí armar con urgencia la caparazón de una ambición sólida. Dejaba caer con disciplina, en los ambientes donde me movía entre copas y cigarrillos, mis primeras ideas sobre el porvenir del cine, hablaba de estrellas de primera magnitud que invadían las pantallas, los grandes centros de producción que debíamos imitar, del talento de nuevos directores sobre quienes disertaba con insolente familiaridad. Por aquel entonces conversar en Buenos Aires del negocio del cine era como hacerlo de la cocaína y la debilidad compulsiva por las menores de edad; era cuestión de esperar algunos días, siempre terminaba por aparecer un personaje portador de la buena nueva, con información secreta y asegurando absoluta reserva, tipos atentos sin tregua a las flaquezas del prójimo dispuestos a satisfacerlas.

En esa movilidad, me correspondió en suerte el chofer del dueño de una de las radios visitadas en mis peregrinajes; el hombre se me acercó para asegurarse si yo era «ese del cine», dijo que tenía en su poder algo que podía interesarme y me citó en una fonda del bajo después de medianoche. Todo olía a estafa y complot, fui puntual y esperé dispuesto a escuchar cualquier propuesta menos lo que pasó.

-Aquí tiene, me dijo el tipo a los minutos de haber iniciado nuestra charla. Es un guion de película, disculpe el estado, esos papeles viajaron mucho antes de llegar a mis manos Léalo, y si le gusta en un par de día hablamos. De más está decirle que esto debe manejarse con toda discreción.

– ¿Y eso?, pregunté más curioso que timorato.

-Fácil, respondió el chofer. Es mercadería robada. Me lo trajeron del norte, un conocido que prefiere quedar en el anonimato.

-Si como dice es robado, será difícil hacerlo caminar más adelante.

-Mire, el que sabe de cine es usted, si fuera negocio limpio hubiera ido a ver gente importante. Mi amigo me dijo que el autor está medio loco, viviendo entre mermeladas de naranjas, yerbatales improductivos y bichos embalsamados. Ni sabe lo que tiene en la casa.

Esa noche leí el guion sin detenerme hasta el amanecer, quedé tan atrapado por la historia que a los pocos días, mangueando dinero aquí y allá me reuní con la plata necesaria y pude pagarle al chofer el manuscrito de la idea robada. Poco tiempo después, me enteré que se trataba de un trabajo de Horacio Quiroga y que la pérdida esa lo sumió en una depresión nerviosa de cuidado. Mala suerte por el compatriota en desgracia pensé, pero eso había dejado de ser problema mío. La complicación era que así se me cerraban puertas en Argentina para filmar el guion y entendí de inmediato que debía ir a buscar lejos si quería producirlo.

Lo medité un fin de semana y como si fuera la continuidad normal del proyecto supe que debía llevarlo a Berlín. La idea del robo inicial y la conspiración subsiguiente interesó a unos amigos germanófilos, a quienes terminé por confesarles lo ocurrido, los exaltó por razones ignoradas -parecían personajes alucinados de Arlt- al punto de animarlos a seguir adelante. Fue así que obtuve una acelerada traducción al alemán, que suscitó curiosidad prometedora entre los lectores que llegaron a leer la nueva versión del guion y pudo establecer conexiones en una Berlín fascinante, ciudad que cuando la visité por primera vez no dudé en reconocer y admitir el centro del mundo que estaba construyéndose.

Durante las semanas que duró mi estadía en Berlín, el objeto guion se convirtió en motivo insustituible de mi único pensamiento y obsesión recurrente. Por primera vez vivía la emoción de estar del otro lado de las leyes timoratas y las morales de clase, estaba enfrentado a la inminencia de una enorme tradición y hallaba en mi interior fuerzas para llevar adelante un proyecto con el estigma de la ignominia. Mi meta única era que la historia se filmara y frecuentaba reuniones de la gente de cine habitado por la idea fija. Escuchaba elogios referidos a las grandes tonterías que se estrenaban en la ciudad y sufría por detectar la brecha donde la idea de Quiroga podía seguir adelante. Protegido en mi apatía sabía que estaba por encima de esos menesterosos de la novedad, lo mismo que me sucedió en Buenos Aires, que el objetivo digno de sostener era entrar en los estudios de Berlín y debiendo simular neutralidad aguardando la oportunidad. Mi espíritu estaba alterado por el cúmulo de circunstancias que me llevaron a Berlín, había al origen la misión conciliando intereses concretos en la información y debilidades estéticas, la obsesión que me motivaba se justificaba en primer lugar por la fuerza del argumento.

Acaso esté sea el momento de evocar -si es que puedo- el conjunto de emociones que me cercaron aquella noche de la lectura. Desde las primeras líneas del diálogo supe que estaba ante algo diferente, eso tenía el vigor mesiánico de El nacimiento de una Nación -otra vez Griffith…- y descubría un universo inédito en combinación y resultado. Postulaba una tragedia imbuida de cinismo contemporáneo brotando de una naturaleza agresiva, el limitado coro de hombres agonizando en el lugar equivocado del destino sin poder escapar. Una música en las antípodas del silencio de muerte, fino drama de netos tintes delicadamente simbolistas sucediendo en el espacio reservado para la desmesura. Hubo un tiempo de ocultamiento en Buenos Aires y otro de impaciencia en Berlín cuando podía repetir cada frase de memoria, incluyendo indicaciones manuscritas del propio Quiroga para cada toma, que tenía ojo cinematográfico.

Eso -me convencí- dejaba atrás el episodio turbio con el chofer y las deudas contraídas con la finalidad de apropiarme de los papeles; intento recordar con precisión, sucede lo mismo que con la bobina llegada ayer a mi departamento y vienen a la conciencia fragmentos confusos de ordenar en continuidad narrativa…

***

Una mañana calurosa de los meses de verano llegó hasta San Ignacio, proveniente de Buenos Aires, el barco que aseguraba la relación comercial semanal. Desde el muelle, quienes siempre curioseaban esa novedad rutinaria, no advirtieron en los primeros minutos después de las amarras nada de particular. Los pasajeros que bajaban a tierra eran comerciantes que habían viajado a la capital a cerrar negocios, productores buscando rentabilizar meses de trabajo en condiciones deplorables; los hombres regresaban abrumados con falsas promesas de contactos periódicos, doblados por la frustración del desinterés, con deudas contraídas fijándolos en el infierno misionero por otros cinco años. Del fondo de la bodegas asomaban herramientas de trabajo y ni siquiera un objeto empaquetado que prometiera felicidad, esparcimiento, distracción; se agregaban palas, azadones, martillos, instrumentos toscos para extraer la riqueza debida que nunca lograba alcanzarse.

En esa parte olvidada del mundo, hasta los espíritus más emprendedores terminaban devorados por mandíbulas invisibles y nadie superaba la condición de colono del territorio irracional. Tierras donde la naturaleza crecía más rápido que el esfuerzo de los brazos por dominarla, la fiebre plural de los sentidos doblegaba en poder la pasión posesiva y los avances sobre el terreno tenían la desesperante virtud de duplicar el obstáculo. Aquello promovía la lentísima educación para el suicidio y la vegetación desmesurado era otro animal fantástico frente al que los hombres tardarían en admitir la derrota. ¿Cómo se extenuaría la vida anterior de aquellos que aceptaban cerrar un pacto de porvenir con ese infierno? ¿Qué tan terribles serían los fantasmas para hallar -en esa manifestación violenta de la naturaleza- un margen adecuado donde reposar la maltratada conciencia? Y luego lo usual purgado por el barco, el lote de hombres nuevos con fe pionera en la mirada y nadie se interesaba por la cantidad exacta del contingente.

En el muelle viéndolos bajar a tierra, podía apostarse a simple vista cuáles serían consumidos dentro de pocos meses por la caña embotellada, los que morirían al final de largas agonías a causa de accidentes con escopeta, quienes buscarían incansables la víbora venenosa que aguarda enroscada entre las matas; adivinarse a los creídos que el trabajo hasta el agotamiento borraría la adversidad retrospectiva y otros suicidas acobardados, sin fuerza siquiera para emprender el regreso hacia allá. Venían desde lejos, buscando el callado destierro propio de hombres huyendo tras el mineral utópico, a confrontarse de una vez por todas con ellos mismos y mirando la parca de frente sin mediaciones. Algún poder común a sus patrias del desengaño los condenó al exilio y la prodigiosa casualidad de hallarse, ese preciso día, bajando en el impasible puerto de San Ignacio. Hacía meses que esos hombres desagotaron la esperanza, sustituida por el afán de calibrar las dificultades para moldear una tribu de mártires; que si de algo habían abjurado para venir hasta ese muelle decrépito, era de la razón y la cultura. Podía anticiparse que tenían una concepción emponzoñada de la vida simple, del mito del buen salvaje y la prodigalidad generosa de la naturaleza, la bondad innata de los lugareños.

Tras apariencias tan embusteras como la vez anterior y la próxima, había algo diferente en la historia de ese desembarco rutinario. Orquídea salvaje florecida junto al panal frenético, se vio asomar sobre cubierta a una misteriosa mujer; por su aspecto debía de ser la nueva propietaria de la casona del belga, un repatriado que prefirió el gas en las trincheras antes que contemplar el espectáculo de otra cosecha sumergida por las inundaciones. Las miradas se concentraron sobre esa aparición femenina y ella fue sensible a la presión distante de las miradas, contentándose con indagar el paisaje que observaba y descubría, como si se tratara del decorado para una filmación que comenzará en pocos minutos y grandes bailes de salón la precedieron en su marcha inicial, acogiendo a la Sulamita secreta del paraíso iconoclasta.

Lo que luego se supo sobre ella fue una información mezquina, goteada a exasperante lentitud similar a los cortes practicados en el árbol del caucho. La mujer era una famosa estrella del cinematógrafo, la precedía la leyenda de éxitos de crítica y taquilla en el mundo entero; se hallaba en el pináculo de su gloria, en el cenit de la interpretación y la belleza, cuando un absurdo accidente carretero en la costa californiana le deformó la cara, que desde entonces cubría con un velo espeso, como si frecuentara a diario abejas de la miel sagrada. Lo desgarrador del episodio en la inminencia del cine sonoro, fue la pérdida de la voz; un filoso cristal del parabrisas le cercenó las cuerdas vocales, de la boca salían sonidos guturales que aterrorizaron a quienes tuvieron el dudoso privilegio de escucharla, sonidos provenientes de ultratumba. Siguiendo el ejemplo de otras divas en desgracia decidió retirarse de la vida mundana, del cine comercial y desaparecer en la naturaleza sin decorados huecos. Marcharse lo suficientemente lejos para desalentar todo intento de persecución periodística, por seguir los meses de la fuga de quien tenía millones de admiradores diseminados por las salas oscuras de entonces. Ella quiso dejar el recuerdo fijado del esplendor previo al accidente e inventó el segundo accidente en un acantilado mexicano. La astucia funcionó y figuraba su horroroso final con cuerpo desaparecido en los libros de cine, que evocaban una mujer muerta cuando ella apoyó el pie izquierdo en los muelles del norte. Seguía viva y le faltaba pasar por la locura, más desesperante que el estruendo del bólido mecánico devorando las costas del Pacífico.

El primer año en el territorio de Misiones lo vivió encerrada en la casa, suscitando en la zona -sedienta de novedades mezquinas- todo tipo de comentarios y especulaciones. El instinto de supervivencia puede llegar a ser más poderoso que algunas fuertes determinaciones. La gente del lugar respetó su decisión de encierro y fue ella seguro quien estuvo espiando la reacción imprevisible de los habitantes. Cumplido el año del desembarco, la gringa comenzó a aparecer muy esporádicamente dejándose caer por el poblado para hacer algunas compras. La indumentaria formaba parte del enigma del tiempo transcurrido, ahora su atuendo era montaraz y se vestía como un hombre más del lugar. Se supo que junto al río ella sola –sin ayuda- plantó árboles frutales y flores con las que fabricaba mermeladas; había en el lugar un huerto cuidado y varios panales que fueron la admiración de los conocedores. Entre los lugareños nadie preguntó a la venida de la Muerte por lo sucedido durante ese año, ni sobre la curiosa metamorfosis en el aspecto y conducta; tal vez fue el tiempo requerido para aprender a escribir palabras en castellano que ella utilizaba al comunicarse.

Allí se respetaban los atajos decididos por la gente del lugar y nadie se interponía a fuerzas selváticas que doblaban la vida hasta la ruptura del morir. Mandaba la tradición y cuando uno de los encerrados reaparecía por el poblado, era anuncio de final y comienzo del tramo último de la existencia. La novedad consistía en descifrar la manera en que la muerte sucedería; eran inconcebibles allí las variaciones que podía asumir, como si la muerte fuera un árbol más, habiendo tantas formas de terminar con la vida como tonalidades de verde incluía el paisaje. Ella continuaba asociada a la fama de mujer extraña y solitaria. En lo único que condescendió como trato humano fue acercarse a la mesa de los vascos, tres socios que tenían una explotación múltiple por el rumbo del norte. Esos tres canjearon la cadencia de las estaciones por el ritmo de sus estados de ánimo, un año trabajaban sin descanso, otros quedaban estacionados en el poblado y conversando con las chinas del lugar, jugándose las futuras fortunas al dominó, dados y baraja. Todavía recuerdo sus nombres: Albistur, Barea e Introini, si hasta parecían inventados a sabiendas para el guion blasfemado. La gringa -se dejaba insinuar en la trama- llegó a tener relaciones íntimas con uno de ellos y su identidad permanecía en secreto, emulando la firmeza de Filumena Marturano.  Con el correr del tiempo -por una extraña y curiosa atracción- los vascos pasaron de ser compañeros de boliche a espectadores obligados, entristecidos cómplices del acto final.

El trance sucedía los domingos de tardecita, durante las horas que se vuelven insoportables en la rutina de los desterrados, mientras viven un día de reposo aquellos que tienen pruebas tangibles de la existencia de dios. Los tres hombres llegaban los domingos al caer la tarde con un par de botellas de aguardiente y era en el gran living de la casona que daba inicio la ceremonia. Su desarrollo debió de ser terrible, ellos se emborrachan sin apuro y ella -teniendo los paneles y estridencias amenazantes de abejas como música de fondo- con ronquidos bestiales, llevando su expresión a gestos de fonomímica, era sucesivamente varias mujeres que los vascos nunca sospecharon, personajes exóticos que serían revividas con ese timbre carente de palabras. Ante esos hombres magnetizados, la diva accidentada fue Electra y Celestina retorciéndose en muros salmantinos transparentes de piedra. Hasta es probable que Ana Karenina, y si durante las primeras funciones administraba el control sobre cada personaje -desde el principio del parlamento hasta el final-, la extrañeza de la voz transfigurada en sonidos guturales, la caña bebida sin medida, la fiebre vertiginosa de colores misioneros y la picadura de insectos verdes, la llevaron a confundir roles, mezclar escenas de obras del repertorio universal preludiando un movimiento de caída irredenta. Con la suma de los domingos repetidos, desapareció en la gringa todo rastro humano precedente culminando en un tablado de deshumanización.

Ante los ojos devotos de los tres hombres, la mujer se transformaba en animal repugnante y desconocido; más de una vez los vascos la despidieron tirada informe entre los árboles y hecha un bulto emitiendo sonidos. Los tres hombres, desde el comienzo solidarios con la suerte de la gringa, pasaron del asombro al temor, del temor a la lástima del convencimiento y eso que creían haberlo visto todo en ese infierno proliferante. Decidieron sobre la marcha matarla para salvarle el alma; ella estaba loca de una locura inconcebible por los hombres, que se volvió horrenda al manifestarse en la proximidad de la húmeda selva misionera y había líneas de diálogo entre escenas descriptas por Quiroga -formando parte de un cuento extraviado- cuyo recuerdo todavía me horripila. Decían de salidas nocturnas y sangre de bestias sorprendidas en sus madrigueras, detallados combates a mordiscones entre tinieblas que es preferible olvidar.

El pueblo donde sucedía la acción era un poco más que un caserío en constante crecimiento; a pesar del silencio pactado por los vascos, de a poco la noticia de los desvaríos se fue conociendo también en los ranchos más alejados. Los habitantes del lugar, fueron confrontados al dilema de hacer del pueblo un santuario de peregrinación de locos furiosos y delirantes de varias leguas a la redonda, si es que lograban someterla hasta convertirla en Santa seglar y poseída. Prevalecía el sentimiento de que la situación les escapaba de las manos, cerca estaba incubando el huevo de la criatura monstruosa que terminaría por devorarlos. Si la suprimían utilizando violencia, los peregrinos en éxtasis venidos desde lejos, otras provincias vecinas y cargados de supersticiones anteriores al hombre blanco, seguro volverían al pueblo para satisfacer una venganza espeluznante por haber excomulgado a la Santa milagrosa, que daría inicio con un incendio voraz. La única manera de desembarazarse de ella sin secuelas sanguinarias era incitándola al suicidio, idea que la mujer había expulsado de su mente a la deriva.

Lo que debía hacerse con urgencia era incorporarla a una ceremonia de inmolación. Mientras tanto, la gente del pueblo comenzó a dejarle ofrendas en la puerta de la casa durante la noche; hasta la casona llegaron mujeres con hijos falsamente agonizantes y dieron fe de curaciones milagrosas posible por el solo contacto de la mano de la gringa. Ella lo incorporó tanto prodigio y creyó en la tardía revancha de la vida, que le arrebató el estrellato obsequiándole la santidad, el don de sanar a los enfermos. La mecánica supersticiosa se volvió vertiginosa en pocas semanas, le suplicaron sus aguas menores para bendecir campos estériles y todo lo que salía de su cuerpo tenía influencia positiva sobre la naturaleza. Lo relativo a la extranjera se componía en perfecta armonía con el lugar y se aceptó que llegó hasta ellos por milagro, poniendo fin a la espera de la Diosa de la selva profetizado por los adivinos de paso. El pueblo participó en la mentira del convencimiento y más de una mañana llegaron en procesión, entonando cantos en diferentes lenguas, los coros disonantes de tocados por la peste negra, conjurando la enloquecida matanza de niños inocentes, evocando otra orgía de campesinos emborrachados y el triunfo resuelto de la Muerte. Narrando una boda de aldeanos alienados por la cerveza durante el banquete, convocando de lejos la traílla de mendigos ciegos y un muestrario cautivo de animales martirizados. Los gestos eran señales de ejemplo y sacrificio, la Diosa que trajo el barco en poco tiempo comienza a alimentarse de ortigas y agua; tanta responsabilidad ante los desheredados la mortificaba. En esa transfiguración planeada, los tres vascos se convirtieron en sacerdotes del círculo íntimo y seguro que de ese cónclave cerrado, emanó la decisión de elevarla, la urgencia de transferencia al otro mundo y el último pasaje a la escena final.

Es lo registrado en la bobina que llegó a mis manos, la escena que anuncia el final del film, los preparativos en los cuales cada uno de los hombres tenía una responsabilidad concreta. Creo que después de tantos años olvidé la exacta distribución de las tareas, digamos que Albistur era el encargado de ahuecar el tronco que serviría de embarcación para el gran viaje ritual, Barea el destinatario de las últimas instrucciones de la diosa en éxtasis e Introini se encargaba de pequeños detalles de la producción. La escena 149 y sus planos era fuerte en emociones, los hombres están en el muelle atareados preparando la barca, cae el día sobre el paisaje y algo llama la atención de los tres hombres. La gringa sale del templo vestida de tal manera que parece dirigirse a una ceremonia pagana. Detrás de la locura irreversible y ojos desorbitados captados en primeros planos, del insistente mensaje final de labios moviéndose sin cesar y manos manipulando su destino de trascendencia, oculta en velos que portó en fiestas del tiempo de apogeo, se adivinan en contraluz las formas mórbidas de la mujer, fascinantes contornos que en el norte y oscuridad de los cinematógrafos entusiasmaron a millones de enamorados del mito; uno de los tres hombres reconoce esa piel por haberla acariciado.

Ella avanza hipnotizada por la cercanía de un destino superior y nunca se sabrá si estaba actuando la bajada del último telón. Avanza como si lo hubiera hecho durante los minutos posteriores al accidente verdadero, el primero que cortó su ascensión a la inmortalidad de las diosas del cine, como lo haría la deidad secreta de esa jungla en su viaje de esponsales con el deseo mítico y carnal del río. Los hombres responsables de la farsa -que deja de serlo a cada segundo que pasa- se interrogan con la mirada. Desbordados por la escena, se saben en presencia de la auténtica diosa del mundo selvático, la fuerza que terminará por destruirlos a ellos. Albistur se quita el sombrero e inclina la cabeza en un Ángelus de campo labrado de culebras, Barea levanta la mano e invita a la diosa a emprender el camino sagrado del embarcadero que ella acepta con sonrisa de virgen cristiana catecúmena. Introini coloca un disco en una victrola y un plano corto permite ver que se trata de La muerte de Isolda.

En las últimas secuencias que observé los tres hombres empujan con largas varas la modesta piragua alejándola de la costa. Ella está sentada dignamente en la proa, de tal manera que puede dominar el paisaje humano que abandona e indiferente a la suerte que le espera: ello ya carece de importancia. Introini ensaya el gesto de tirar una cuerda para salvarla pero es tarde, la fuerza inusual a esa hora de la correntada a pocos metros del muelle, arrastra la piragua hacia un seguro destino de rápidos y muerte. Los hombres se resignan a verla desaparecer en el próximo horizonte del río, coincidiendo con la irrupción de un viento fuerte y frío. Hay un corte, luego la cámara toma los altos árboles de la costa, moviéndose con furia terrible digna de Wotan encolerizado.

***

Es allí cuando escucho el chasquido del film de la bobina pegando varias veces contra el metal, la pequeña pantalla se oscurece y eso es todo; había desde luego un final cerrado previsto en el guion pero ni intento recordarlo. Con el paso de los años y la diaria disciplina en el museo de Rótterdam, puedo atemperar el entusiasmo vivido cuando me enfrenté por primera vez a la historia escrita por Quiroga. La emoción tiene elementos precisos, aquella complejidad inexistente de palabras perdida para siempre, recuperó su sentido ante esos diecisiete minutos que vi varias veces anoche y se trataba de la resurrección de un muerto.

Una mañana me embarqué en Buenos Aires rumbo a Europa con mi guion traducido y llegué a Berlín fatigado de dificultades. Los contactos que allí me aguardaban resultaron de mayor eficacia de lo esperado; pasadas tres semanas de discreta vigilancia a mi persona durante las cuales lo evidente era mi ansiedad las puertas se fueron abriendo una tras otra. Ellos en la cúspide consideraban en mi iniciativa un proyecto de propaganda que les interesó y convenimos que ambas partes queríamos utilizarnos. Llegué hasta las oficinas adecuadas, conversé una hora con alguien entusiasta del cine de cuyo nombre es conveniente olvidarse; a los tres días, por intermedio de una cantante de renombre me comunicaron que el proyecto interesaba. No salía de mi asombro ante el cariz que suponían las noticias sucesivas ni cabía en la felicidad vengativa del resentido.

A todo esto Quiroga había muerto y yo comenzaba a desentenderme del peso ético del robo usufructuando una situación única. Me quedé un tiempo en Berlín a la espera de concretar el proyecto que ciertos episodios militares fueron postergando. Organicé la vida sentimental con una señorita de familia acomodada; entre ellos pasé con angustia y sin peligro los años de la guerra en un pueblito apartado de la campiña austriaca. Entretanto, tuvimos una niña que nos consoló de otros dolores, el mundo halló un nuevo acomodo y pude luego continuar con una de mis vocaciones. Los detalles de lo acaecido en Berlín durante aquellos días tristes son por demás conocidos; mi vida tomó un giro positivo, perdí toda traza de los papeles misioneros y me pareció imprudente, dada la fortuna que comenzaba a tener en los negocios y la insólita partición de Berlín en dos mitades, insistir sobre asuntos que eran historia pasada… recuerdos de un hombre que dejó de ser, otro desaparecido entre escombros de las ciudades destruidas.

El enigma persistente es lo ocurrido entre la entrevista con el gran personaje del aparato nazi y la realidad del contenido de la bobina, que anoche se hizo aparición milagrosa anunciando que algo decisivo eludió mi control. Alguien con imaginación sin trabas, con esta historia de la Historia podría escribir una buena novela especulando sobre momentos tan removedores del mundo; yo quisiera creer que fueron reales y no se trata de un finísimo ajuste de cuentas por locuras de juventud.

Nunca sabré si de haber continuado cerca del proyecto, el final este fluyendo de mi vida hubiera sido diferente. Una guerra mundial es argumento categórico para imponer un cambio de itinerario en la existencia; hubiera dado la fortuna que acumulé estos años pasados, por haber estado presente cuando se filmaron esas escenas que vi anoche. Fui el ratero y no quien desposeyó al robo de su inutilidad, dejé escapar la única circunstancia de mi vida donde pude pasar por cierta forma de expiación y el resto resulta tan despreciable que es preferible dejar hablar al viento. Esos diecisiete minutos me inducirán hacia un balance de mi vida que prefiero evitar, en los finales imprevistos los hechos tienen la virtud reparadora de volverse claros en cuanto a su resolución.

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Como al principio de la meditación, estoy otra vez en el Museum Baoymanns – van Beuningen mirando por última vez la madera pequeña del viejo Brueghel con el tema de la torre de Babel. Luego iré caminando despacio hasta mi refugio, como lo más normal del mundo quemaré la bobina con la filmación del guion robado y que llegó ayer a mis manos. Eso sucederá en la gran chimenea, la continuación del fuego resulta evidente incluso a mi imaginación, acaso me reservo una duda para ser digno del episodio y de Quiroga, haciendo que aquí en Rótterdam -como en la lejana selva de Misiones y hasta último momento- el lector ignore bajo qué forma violenta llegará la muerte del protagonista.