¿Qué mueve aquí y allá a lo largo de los años a alguien (que, como yo, es un infatigable autor de ensayos y artículos, de relatos y novelas, de cuentos infantiles y de géneros digitales) a escribir un poema? Podría decir que no lo sé, y de ese modo contribuiría a mantener la fama de la poesía como algo que brota de lo profundo desconocido (vivencial, emocional, literario…). Pero no voy a hacer eso al lector: lo sé perfectamente.
Pero vayamos a las raíces…
A mi madre la recuerdo de muy pequeño recitándome algunos de los versitos que contenían sus cuentos (había publicado libros para niños). Luego la evoco, muchas veces, leyéndome ella, y dejándome leer luego, poemas de una antología de Rubén cuidadosamente seleccionados. Malaquita y elefantes, pero no, por ejemplo, el poderoso “Víctor Hugo y la tumba”, que me vetó −y, claro, devoré.
Mi abuelo Nicolás (el padre de mi madre) era todo un hombre de letras. A lo largo de su vida escribió incontables artículos en la prensa madrileña, sobre todo en el diario Ya; publicó también muchos cuentos y novelas, y obras de teatro, aparte de numerosas biografías (cuando mis amigos descubren todo lo que sé sobre Stalin o San Ignacio no pueden ni imaginar la fuente…). Como traductor él había hecho una versión de La divina comedia y de varias obras de Shakespeare. Me recuerdo de pequeño en el teatrillo de marionetas, representando para un público fiel compuesto por mis hermanos menores escenas de su traducción de El sueño de una noche de verano.
En nuestra familia había un reconocimiento natural por las capacidades literarias, y estas se manifestaban por ejemplo en la repentización de versos. Era bien sabido que había personas que eran incapaces de rimar dos palabras o de conseguir versos de las mismas sílabas, y otro tipo de gente –nosotros—que lo hacíamos sin darnos cuenta. Estas facultades afloraban tradicionalmente en Nochebuena, cuando, en casa de mi abuelo, primos y tíos competíamos en un concurso de villancicos. Yo ganaba mucho…
Aparte de estos escarceos infantiles, mi principal y amplísima iniciación a la lectura de poesía vino de la mano del libro de texto de Lengua Española y Literatura que teníamos en 4º de Bachillerato, de Correa-Lázaro, como rezaba la portada. Contenía una selección de breves ejemplos para ilustrar clases de oraciones, tipos de estrofas, modos de rima, variedades de figuras del lenguaje. En mi recuerdo veo decenas y decenas de poemas, fragmentarios o completos, de todo el abanico cronológico: la torpe cuaderna vía, el pegadizo romance, la artificiosa lira, el abundante soneto, la poderosa octava real… Recuerdo que los devoré nada más caer el libro en mis manos, y luego, en el aburrimiento de las clases en que se repetían una y otra vez cosas que ya sabía, los releí y releí, hasta el extremo de que se me grabaron en la memoria, y me han acompañado hasta ahora.
Cuando la rica enseñanza de la época me dio los rudimentos de las diferentes estrofas y rimas pude ampliar mi capacidad diríamos creativa saltando de las cuartetas de los villancicos caseros a romances, décimas, sonetos, silvas e incluso (extremo horror) ovillejos. Me salían como churros: no diré que tuvieran gran calidad poética, pero desde luego no tenían versos hipermétricos ni asonancias perdidas en tiradas consonantes. Pronto se demostraron muy útiles, como cuando podía crear, para mí y para otros, composiciones mnemotécnicas que resumieran, por ejemplo, los silicatos alumínico-potásicos o los efectos de la ergotina. La cultura mnemotécnica de mi infancia era notable: mis padres recordaban (y recitaban a la menor provocación) composiciones que les guiaban en su juventud a través de los golfos de Europa o los músculos de la pantorrilla. Como digo, estaba en un medio muy literaturizado, por así decir, en el que florecían con facilidad estos recursos domésticos del arte verbal.
Después, en la universidad, tuve un encuentro feliz con la poesía latina, sobre todo los hexámetros, que me fascinaron hasta tal extremo que en seguida concebí el propósito de penetrar en su secreto a través del análisis informático (computadoras grandes como camiones, tarjetas perforadas… corría el año 1973). Por suerte, acabé por abandonar ese espejismo, pero mi afición al verso clásico me condujo a traducir tentativamente poemas de Catulo, o a interpretar el papel del pastor Coridón en la representación de la Égloga Séptima de Virgilio para mis compañeros de clase. Nunca me lo había pasado tan bien…
Mientras tanto, y en el terreno de los versos hacía todo lo que me proponía, porque conservaba la facilidad infantil pulida por los saberes posteriores: escribí unas silvas gongorinas sobre el trance provocado por el haschis, traduje en endecasílabos blancos un episodio de las Metamorfosis, competí con una compañera de trabajo en un diálogo de sonetos (vencí yo, con un soneto con estrambote con un acróstico en pareado al que ya no pudo replicar), etcétera. La versificación no me presentaba dificultades, el metro y la rima los dominaba, pero ¿dónde estaba la poesía?
Leía mucha, claro, porque leía muchísimo: al principio sobre todo autores de los Siglos de Oro; luego descubrí que algunos escritores posteriores cultivaban metros y estrofas clásicos, y así caí sobre la intelectualizada poesía de Borges. El alborear de los afectos juveniles me llevó a Pedro Salinas, en cuya expresión sensible y evocadora podía reconocerme. El Cántico de Guillén me subyugó: qué economía de medios y qué esplendor de imágenes, qué auténtico viaje su lectura (eran épocas lisérgicas). Los ininteligibles poemas de Lezama, las tiradas ateas de Lucrecio en la traducción del Abate Marchena… Como he dicho, leía de todo.
Por aquel entonces propuse al gran José Miguel Ullán (poeta especialísimo él mismo) para el Diario 16 una sección de reseñas de libros abominables, de los que jamás habrían encontrado acogida en las páginas de un periódico de no ser por mí. Años más tarde descubrí que Wisława Szymborska había tenido la misma idea, de donde salieron sus divertidas Lecturas no obligatorias (ed. española en Alfabia, 2009). En mi sección, que se propuso recorrer diversos géneros, incluí un libro de poesía autoeditado (entonces algo poco común). Se trataba de Sueños de libertad a orillas del Bidasoa, una obra escrita por un inspector de policía, y dedicada a las mujeres de la vida. Reseñarlo me llevó a aprender muchas cosas sobre el tema que me inquietaba. Por ejemplo:
Luego algunos dirán
que esto no es poesía
porque le falta la rima […]
No es poesía si buscan encontrar
como en el tren
el chá-ca-chá
al final de cada verso […]
Yo mido el verso
con el termómetro del alma
Ajá, ¡o sea que era eso! Mi reseña −que luego apareció en forma de libro en las Ediciones de la Universidad de Salamanca, junto con las demás de la sección− se llamaba, muy oportunamente, “Las líneas cortitas”.
Pasaban los años, y no disminuían mis lecturas, azarosas o buscadas, de todo tipo de poetas: ambos Machados, Lautréamont, Artaud, Vallejo, García Calvo y muchos que se me olvidan… Y tampoco cesaron los juegos. Con la llegada de Internet concebí, y llevé a la práctica, un cibercadáver exquisito en la forma de un wiki donde cada participante escribía el siguiente endecasílabo en un proceso colectivo de generación de sonetos. Como era de esperar, y dado que era un wiki abierto, pronto aparecieron los hipometristas y los sordos a la rima, lo que dio lugar a un flujo paralelo de discusión sobre los versos más dudosos. Mientras tanto, seguía escribiendo poemas, pero más bien de circunstancias, que agrupé en un libro, voluntariamente inédito, titulado El ramo enano. Por cierto: uno de mis libros infantiles se desarrolló en pareados, en homenaje a las populares aucas del pasado, o tal vez en recuerdo de los versitos de los libros de mi madre…
Y en algún momento indeterminado sentí la pulsión o la necesidad de escribir, yo mismo, algún poema: no mnemotécnico, no de circunstancias, no de homenaje, no emulando metros y estrofas clásicas, no como juego de ingenio y exhibición de capacidades, sino porque sí.
Los porquesíes que seguirán en la selección inmediata vienen de dos momentos muy distintos. El inicial (de la década de los noventa) habría podido ser un poema didáctico sobre una metamorfosis marina de la familia de los soleidos, pero desembocó en una pesadilla. Los siguientes, ya todos más recientes, brotan de la placidez y la mente distendida de algún atardecer veraniego, junto al mar. Su disparador puede ser un conjunto de vientos caprichosos barajando barcas o cabellos, o la furia incontrolada de una tramontana. Los más urbanos desarrollan temas que ya habían aparecido en mi narrativa, ahora aislados y desarrollados, por así decir: es el caso de las (para mí) inquietantes mujeres esculpidas en las fachadas y remates de edificios. O bien, en una inspiración ciertamente borgiana, el repetido viaje en ferrocarril por el trayecto Barcelona-Madrid puede evocar la paradoja de Zenón de Elea, aggiornada fractalmente. O frases captadas al azar generaban calas aleatorias en mentes desconocidas…
Cierra el conjunto un ejercicio de traducción de un poema de Ghérasim Luca. La realicé para un curso que impartí durante dos años en Barcelona. Se llamaba (el curso) El canto de las sílabas, citando a César Vallejo, y en él, junto a un grupo de esforzadas aficionadas, leíamos poesía y trabajábamos sobre todo en sus aspectos rítmicos. También leíamos poesía traducida, y cuando de este poema en concreto (cuya torsión verbal me interesaba) no encontré traducción, me lancé a ella…
Y éste es el somero resumen no de una carrera poética (porque si existe sólo ha dado dos zancadas desde la línea de salida), sino de una afición regocijada cultivada a ratos sueltos por un dilettante.
J. A. M.