Ocho poemas del siglo presente (y uno que no)

[En la época de la emigración…]

En la época de la emigración de los ojos
planean inquietos los lenguados
y el temblor indignado de los jóvenes,
que ignoran qué les pasa, con sus órganos
viajando en surcos por la superficie
hacia el definitivo emplazamiento,
se transmite a la totalidad del banco.

Sobrevuelan abismos,
cortinajes de plantas, su cuerpo colectivo
se revuelve en la alarma o atraviesa
o desciende tanteando la fértil pegajosa
nube de la desova ajena, ¡y mientras tanto
unas verrugas negras les rodean la frente!

La piel hierve:
esa débil membrana, la que impide
que se mezcle a los fluidos interiores,
la gelatina helada,
sucia que constituye su elemento.

¡Vejigas planas llenas
de jugos ordenados, defendiéndose
de millones de litros que gravitan
sobre nuestras cabezas! Y esa casi imposible
comezón, y esas oblicuas perspectivas cambiantes,
y el pálido vientre indefenso.

La vibración del banco:
un sabor a disgusto se extiende por las aguas
como gotas de tinta, y retroceden
los otros habitantes como ante un olor fuerte.
Ninguno quiere tratos con esos alterados,
esos lenguados locos que sufren temporadas
de desorientación y de inquietudes
en la época de la emigración de los ojos.

Baño de viento

Desde muy pronto supe que, invisible,
irías a mi encuentro, y hoy lo has hecho
¡cómo lo has hecho!
Me has asaltado en despoblado.
Primero los quejidos
(son la respiración de las montañas).
Tañes las bajas cuerdas de los robles
y una nota en el pino.

Me sumes, me rodeas: ¿cómo puedes al tiempo
soplar del sur, del norte y sus costados?
¿Quién destapó tus odres, quién liberó tus lazos?
Di: ¿por quién soplas?
No me buscas a mí (¿cómo decirlo?):
troncos secos, un hombre,
las peñas… ¿Por qué soplas?
No arrancarás ni un átomo más a esta tierra pelada,
ni inclinarás más plantas que hace tiempo te acatan

Me ahogo de aire,
de la pura presión en los pulmones,
de estos fluidos espesos, congregados
a mi alrededor: ¡cómo me impregnas!,
¡de qué modo penetras!
Morir de sed y ahogado,
de deseo entre tus brazos.

¡No puedo respirarte!
La gelatina espesa que me rodea
no merece el nombre aire
(¿es agua el hielo?).

Amaina.
O tal vez los pulmones colosales
han gastado sus últimas reservas
(y mil kilómetros al sur o al norte
–ventiscas en el Ártico, las ardientes tormentas africanas–

estás cobrando aliento, almacenando
por millones los litros
para luego exhalarlos).
Con la tregua
vuelve el mundo a su ser: zumban abejas
algún pájaro canta y el silencio
se despliega detrás.

Imperceptible
al comienzo, ¿quién se me acerca
saltando por los valles? ¿Qué es ese rumor sordo,
de cosas que no quieren entregarse
abatidas?
Ya estás aquí de nuevo.
No con más ímpetu, sino con la misma
voluntad que te fuiste: eres el mismo viento,
no eres otro, no tienes más sentido.
En ti no hay sotavento.
Tu furia monocorde y contenida,
caricias oficiosas,
la pesantez que imprimes.

Eres más fuerte, viento (vuelvo a casa).

Tarde

Por el hermoso cuello blanco, enhiesto,
el viento mueve, esparce y desordena
(Garcilaso)

Ahora muevo dos hebras: las levanto
y agito un poco. Las suelto y caen sin peso.
Ahora todo un mechón: gira y se enrosca
(lo humedece mi aliento
desde el mar).
Cien cabellos muy finos, los más finos
se erizan y se esponjan
desde las periferias: ¡cómo brillan!
Soplo suave
y un bucle disponible se levanta,
juega a no levantarse y al fin se yergue:
arrastro su perfume hacia lo lejos.
Ahora convoco en la nuca una espiral de rizos:
se hacen y se deshacen sin acuerdo.

Es todo un triunfo: ¡las cien hebras
recogiendo este sol, y en contrapunto
el bucle alborotado!

Suficiente: sin levantar los ojos
del libro
te alisas el cabello con las manos.
Fin del juego.

Unanimidad

Cambia el viento,
y las barcas, estáticas, en el piélago azul,
manifiestan sus primeras disensiones.
Comienzan las de goma,
que con su proa roma
ya secundan, volubles,
la ráfaga en discordia.
Les siguen entonces diversos materiales:
casco en fibra de vidrio, en polímeros plásticos,
que vacilan, se agitan y vuelven a parar.

Desconcierto. Silencio.
¡Siete barcas y nueve direcciones
(cabecea la zodiac, sin hallar su lugar)!

Nuevas ráfagas marcan la dominante,
y hasta el pesado casco de madera
(la Elenita o La Antorcha)
se arranca de su inercia como quien deja un vicio,
muy a regañadientes.

Veletas, mal que pese
a su espíritu marino y viajero.
No fueron concebidas para indicar la fuente
de donde viene el viento

(gallo o bajel de lata); incómodas lo dicen
a quien quiera observarlas.
¡Mirad!, exponen todas, unánimes al fin:
¡Desde ahí resopla!

Fuga

A A A I A se llama la barca.
A A A I A será un nombre de mujer:
vientos, oleajes y roces azarosos
han ido quitándole letras
a la dedicatoria antigua y amorosa.

a las ondas; aún se entrega a las corrientes
o las vence, y en cada cabeceo voluntarioso
peligra: las vocales se aferran a las bordas,
temerosas de hundirse en el abismo.

Hace tiempo que sus hermanas duras
reposan en el fondo, o viajan en el vientre
de una bestia voraz. No quieren compartirla,
esa suerte. No quieren todavía…

A A A I A: cuando el último viaje
te lleve vacilante a las profundas
praderas donde el sargo pace la poseidonia
y cuando la acción combinada de grandes y pequeños
organismos marinos deshaga tus maderas
quedarán por fin libres para siempre
la A primera, la segunda, la A tercera
la única I y la A definitiva.

Oleajes y tormentas barajarán las letras,
las mezclarán con otras que atesora el insondable
fondo oceánico: mientras la corrosión respete
el hueco de una letra, la forma de su trazo,
todas juntas dirán cosas terribles y nuevas
que nunca pensó el amante propietario
cuando bautizó al barco A A A I A.

Fractal

¡Qué gozo dirigirse hacia el encuentro
atravesando campos y montañas,
y rebasar el río y cementerio!
Pero llegar al río junto al cementerio
significa pasar el pueblo en ruinas sobre la colina;
y para llegar al pueblo y a las ruinas
hay que atravesar los campos de un blanco lunar con matojos;

para llegar a los campos lunares sembrados de matas
no hay más remedio que hendir las hileras de frutales
y no hendirá las hileras de frutales
quien no pase las tierras aradas color chocolate;
las tierras aradas color sangre no las rebasa
el que no haya recorrido el largo túnel negro;
el interminable túnel negro no lo atraviesa
quien no haya embocado su abertura junto a la ladera empinada,
pero no llega a la ladera abrupta
quien no haya traspuesto los farallones ciclópeos
al final de la llanura,

y la llanura sólo la atraviesa
quien deja atrás maganos, terrazas y vides;
pero cada magano y terraza, y cada planta de vid
cuesta una lucha y un tiempo que se dilata,
y el pobre condenado a retardar el encuentro
deberá atravesar sitios, y sitios entre sitios,
y los sitios diminutos que se extienden cuando ya parece
que no caben más sitios: otra cárcava, un barranco diminuto

dentro de él el rastro de un hilillo remoto de agua,
sus estrías en el polvo, y dentro de ellas
guijarros y alguna hierba seca,
cuyas nervaduras minúsculas una a una y todas ellas
deberán también ser rebasadas en el camino.

¡Pobre de aquel condenado a dilatar el viaje
abriéndose camino entre demasiadas cosas
que están llenas de cosas a su vez,
sin llegar nunca!

Las Damas de los Altos

Encima de las copas de los árboles
en la penumbra anaranjada de las farolas
disfrutan su existencia de metopas
las Damas de los Altos.

No es altivez: distancia es lo que acusan
sus miradas vacías.
Aupadas a los hombros de edificios
van presenciando el tiempo.

¿Nacieron allá arriba? ¿No saben de otro mundo?

Por toda compañía, Mercurios impacientes
conversan de negocios de cornisa a cornisa:
no asienten, no discuten las Damas de los Altos…

¡Trenzas de yeso, rizos
pétreos y polvo en las pupilas
de las moradoras de arriba!

Se me ocurrió una tarde; lo pienso en mis paseos:
las Damas de los Altos todas se te parecen.

Telépata

«El vestido granate».

Hay un magma de voces en el aire
entremezcladas.
Pero me van llegando, y ya son mías:
puedo recibirlas como bienes sin dueño.

«Sí, el vestido granate», dice una de ellas.
Estoy viva, estoy viva, es lo que está diciendo.
«Sé cómo es la zarzuela: los actores…»,
como quien dice: Yo valgo más que tú.
«Yo lo he visto en la tele», y el tono ansioso:
Espera un poco no te lo quedes todo deja sitio
«Cariñoso, trabajador, o sea un tío…»

No dicen lo que dicen.

«Cada uno tiene su estilo propio,
yo eso lo entiendo, y no vas a cambiarlo».
¿No pasará la tarde?

El fin del mundo:
Tomar cuerpo

[versión del poema de Ghérasim Luca]

Yo te nariz yo te cabello
yo te cadero
tú me encantas
yo te pecho
yo te busto el pecho y luego te rostro
yo te bluso
tú me olor tú me vértigo
tú te deslizas
yo te muslo yo te acaricio
yo te tirito
tú me empiernas
tú me insostenible
yo te amazono
yo te garganto yo te vientro
yo te faldo
yo te ligo yo te bajo yo te Bach
sí yo te Bach para clavicémbalo seno y flauta
yo te tembloroso
tú me seduces tú me absorbes
yo te disputo
yo te riesgo yo te trepo
tú me merodeas
yo te nado
pero tú me torbellinas
tú me rozas tú me disciernes
tú me carne cuero piel y mordisco
tú me bragas negras
tú me bailarinas rojas
y cuando tú no tacon alto mis sentidos
tú los cocodrilas
tú les focas tú les fascinas
tú me cubres
yo te descubro yo te invento
a veces tú te entregas

tú me labios húmedos
yo te expido y yo te expiro
tú me expiras y pasionas
yo te hombro yo te vertebro yo te tobillo
yo te pestañas y pupilas
y si yo no omoplato ante mis pulmones
incluso de lejos tú me axilas
yo te respiro
día y noche yo te respiro
yo te boco
yo te paladeo yo te diento yo te garro
yo te vulvo yo te párpado
yo te aliento
yo te inglo
yo te sangro yo te cuello
yo te pantorrillo yo te certezo
yo te mejillo y te veno

yo te manos
yo te sudor
yo te lenguo
yo te nuco
yo te navego
yo te sombro yo te cuerpo y te fantasmo
yo te retino en mi aliento
tú te iris

yo te escribo
tú me piensas

La poesía como tentación o accidente

¿Qué mueve aquí y allá a lo largo de los años a alguien (que, como yo, es un infatigable autor de ensayos y artículos, de relatos y novelas, de cuentos infantiles y de géneros digitales) a escribir un poema? Podría decir que no lo sé, y de ese modo contribuiría a mantener la fama de la poesía como algo que brota de lo profundo desconocido (vivencial, emocional, literario…). Pero no voy a hacer eso al lector: lo sé perfectamente.

Pero vayamos a las raíces…

A mi madre la recuerdo de muy pequeño recitándome algunos de los versitos que contenían sus cuentos (había publicado libros para niños). Luego la evoco, muchas veces, leyéndome ella, y dejándome leer luego, poemas de una antología de Rubén cuidadosamente seleccionados. Malaquita y elefantes, pero no, por ejemplo, el poderoso “Víctor Hugo y la tumba”, que me vetó −y, claro, devoré.

Mi abuelo Nicolás (el padre de mi madre) era todo un hombre de letras. A lo largo de su vida escribió incontables artículos en la prensa madrileña, sobre todo en el diario Ya; publicó también muchos cuentos y novelas, y obras de teatro, aparte de numerosas biografías (cuando mis amigos descubren todo lo que sé sobre Stalin o San Ignacio no pueden ni imaginar la fuente…). Como traductor él había hecho una versión de La divina comedia y de varias obras de Shakespeare. Me recuerdo de pequeño en el teatrillo de marionetas, representando para un público fiel compuesto por mis hermanos menores escenas de su traducción de El sueño de una noche de verano.

En nuestra familia había un reconocimiento natural por las capacidades literarias, y estas se manifestaban por ejemplo en la repentización de versos. Era bien sabido que había personas que eran incapaces de rimar dos palabras o de conseguir versos de las mismas sílabas, y otro tipo de gente –nosotros—que lo hacíamos sin darnos cuenta. Estas facultades afloraban tradicionalmente en Nochebuena, cuando, en casa de mi abuelo, primos y tíos competíamos en un concurso de villancicos. Yo ganaba mucho…

Aparte de estos escarceos infantiles, mi principal y amplísima iniciación a la lectura de poesía vino de la mano del libro de texto de Lengua Española y Literatura que teníamos en 4º de Bachillerato, de Correa-Lázaro, como rezaba la portada. Contenía una selección de breves ejemplos para ilustrar clases de oraciones, tipos de estrofas, modos de rima, variedades de figuras del lenguaje. En mi recuerdo veo decenas y decenas de poemas, fragmentarios o completos, de todo el abanico cronológico: la torpe cuaderna vía, el pegadizo romance, la artificiosa lira, el abundante soneto, la poderosa octava real… Recuerdo que los devoré nada más caer el libro en mis manos, y luego, en el aburrimiento de las clases en que se repetían una y otra vez cosas que ya sabía, los releí y releí, hasta el extremo de que se me grabaron en la memoria, y me han acompañado hasta ahora.

Cuando la rica enseñanza de la época me dio los rudimentos de las diferentes estrofas y rimas pude ampliar mi capacidad diríamos creativa saltando de las cuartetas de los villancicos caseros a romances, décimas, sonetos, silvas e incluso (extremo horror) ovillejos. Me salían como churros: no diré que tuvieran gran calidad poética, pero desde luego no tenían versos hipermétricos ni asonancias perdidas en tiradas consonantes. Pronto se demostraron muy útiles, como cuando podía crear, para mí y para otros, composiciones mnemotécnicas que resumieran, por ejemplo, los silicatos alumínico-potásicos o los efectos de la ergotina. La cultura mnemotécnica de mi infancia era notable: mis padres recordaban (y recitaban a la menor provocación) composiciones que les guiaban en su juventud a través de los golfos de Europa o los músculos de la pantorrilla. Como digo, estaba en un medio muy literaturizado, por así decir, en el que florecían con facilidad estos recursos domésticos del arte verbal.

Después, en la universidad, tuve un encuentro feliz con la poesía latina, sobre todo los hexámetros, que me fascinaron hasta tal extremo que en seguida concebí el propósito de penetrar en su secreto a través del análisis informático (computadoras grandes como camiones, tarjetas perforadas… corría el año 1973). Por suerte, acabé por abandonar ese espejismo, pero mi afición al verso clásico me condujo a traducir tentativamente poemas de Catulo, o a interpretar el papel del pastor Coridón en la representación de la Égloga Séptima de Virgilio para mis compañeros de clase. Nunca me lo había pasado tan bien…

Mientras tanto, y en el terreno de los versos hacía todo lo que me proponía, porque conservaba la facilidad infantil pulida por los saberes posteriores: escribí unas silvas gongorinas sobre el trance provocado por el haschis, traduje en endecasílabos blancos un episodio de las Metamorfosis, competí con una compañera de trabajo en un diálogo de sonetos (vencí yo, con un soneto con estrambote con un acróstico en pareado al que ya no pudo replicar), etcétera. La versificación no me presentaba dificultades, el metro y la rima los dominaba, pero ¿dónde estaba la poesía?

Leía mucha, claro, porque leía muchísimo: al principio sobre todo autores de los Siglos de Oro; luego descubrí que algunos escritores posteriores cultivaban metros y estrofas clásicos, y así caí sobre la intelectualizada poesía de Borges. El alborear de los afectos juveniles me llevó a Pedro Salinas, en cuya expresión sensible y evocadora podía reconocerme. El Cántico de Guillén me subyugó: qué economía de medios y qué esplendor de imágenes, qué auténtico viaje su lectura (eran épocas lisérgicas). Los ininteligibles poemas de Lezama, las tiradas ateas de Lucrecio en la traducción del Abate Marchena… Como he dicho, leía de todo.

Por aquel entonces propuse al gran José Miguel Ullán (poeta especialísimo él mismo) para el Diario 16 una sección de reseñas de libros abominables, de los que jamás habrían encontrado acogida en las páginas de un periódico de no ser por mí. Años más tarde descubrí que Wisława Szymborska había tenido la misma idea, de donde salieron sus divertidas Lecturas no obligatorias (ed. española en Alfabia, 2009). En mi sección, que se propuso recorrer diversos géneros, incluí un libro de poesía autoeditado (entonces algo poco común). Se trataba de Sueños de libertad a orillas del Bidasoa, una obra escrita por un inspector de policía, y dedicada a las mujeres de la vida. Reseñarlo me llevó a aprender muchas cosas sobre el tema que me inquietaba. Por ejemplo:

Luego algunos dirán
que esto no es poesía
porque le falta la rima […]
No es poesía si buscan encontrar
como en el tren
el chá-ca-chá
al final de cada verso […]
Yo mido el verso
con el termómetro del alma

Ajá, ¡o sea que era eso! Mi reseña −que luego apareció en forma de libro en las Ediciones de la Universidad de Salamanca, junto con las demás de la sección− se llamaba, muy oportunamente, “Las líneas cortitas”.

Pasaban los años, y no disminuían mis lecturas, azarosas o buscadas, de todo tipo de poetas: ambos Machados, Lautréamont, Artaud, Vallejo, García Calvo y muchos que se me olvidan… Y tampoco cesaron los juegos. Con la llegada de Internet concebí, y llevé a la práctica, un cibercadáver exquisito en la forma de un wiki donde cada participante escribía el siguiente endecasílabo en un proceso colectivo de generación de sonetos. Como era de esperar, y dado que era un wiki abierto, pronto aparecieron los hipometristas y los sordos a la rima, lo que dio lugar a un flujo paralelo de discusión sobre los versos más dudosos. Mientras tanto, seguía escribiendo poemas, pero más bien de circunstancias, que agrupé en un libro, voluntariamente inédito, titulado El ramo enano. Por cierto: uno de mis libros infantiles se desarrolló en pareados, en homenaje a las populares aucas del pasado, o tal vez en recuerdo de los versitos de los libros de mi madre…

Y en algún momento indeterminado sentí la pulsión o la necesidad de escribir, yo mismo, algún poema: no mnemotécnico, no de circunstancias, no de homenaje, no emulando metros y estrofas clásicas, no como juego de ingenio y exhibición de capacidades, sino porque sí.

Los porquesíes que seguirán en la selección inmediata vienen de dos momentos muy distintos. El inicial (de la década de los noventa) habría podido ser un poema didáctico sobre una metamorfosis marina de la familia de los soleidos, pero desembocó en una pesadilla. Los siguientes, ya todos más recientes, brotan de la placidez y la mente distendida de algún atardecer veraniego, junto al mar. Su disparador puede ser un conjunto de vientos caprichosos barajando barcas o cabellos, o la furia incontrolada de una tramontana. Los más urbanos desarrollan temas que ya habían aparecido en mi narrativa, ahora aislados y desarrollados, por así decir: es el caso de las (para mí) inquietantes mujeres esculpidas en las fachadas y remates de edificios. O bien, en una inspiración ciertamente borgiana, el repetido viaje en ferrocarril por el trayecto Barcelona-Madrid puede evocar la paradoja de Zenón de Elea, aggiornada fractalmente. O frases captadas al azar generaban calas aleatorias en mentes desconocidas…

Cierra el conjunto un ejercicio de traducción de un poema de Ghérasim Luca. La realicé para un curso que impartí durante dos años en Barcelona. Se llamaba (el curso) El canto de las sílabas, citando a César Vallejo, y en él, junto a un grupo de esforzadas aficionadas, leíamos poesía y trabajábamos sobre todo en sus aspectos rítmicos. También leíamos poesía traducida, y cuando de este poema en concreto (cuya torsión verbal me interesaba) no encontré traducción, me lancé a ella…

Y éste es el somero resumen no de una carrera poética (porque si existe sólo ha dado dos zancadas desde la línea de salida), sino de una afición regocijada cultivada a ratos sueltos por un dilettante.

J. A. M.