Afuera sonaba el mar…
Luis Gonzaga Urbina
La balada de la vuelta del juglar
Dicen acá dentro que una mañana dejé la inmovilidad y mientras bebía una taza de café con leche y el vapor me humedecía los ojos —como si esto pudiera haber influido quién sabe por qué desconocida razón— pedí dos medialunas, nombré a alguno de los otros que daban vueltas por el patio repitiendo palabras y palabras, y contesté sin mayor inconveniente preguntas relativas a una infancia, una casa cualquiera en un barrio perdido, tías solteras, padre, madre, perro viejo.
Desde entonces los enfermeros redujeron la asiduidad con la que subían las pastillas, y a medida que pasaba el tiempo y los médicos me miraban con mejor cara, como si mi estadía en el siquiátrico comenzara a dar sus beneficios, aprovechaban mi complexión para ayudarlos con alguno de los internos que ofrecían resistencia a las duchas frías.
Con los ojos a veces perdidos en el descascarado ángulo que daba al sur, y otras, en las manos finas y largas de Estela —ella había incorporado el ritual de la merienda con café con leche y medialunas a nuestra charla—, relaté paso a paso el sinuoso camino por el que dejé de rodearme de cuerpos atléticos en mallas de baño para verme rodeado por túnicas blancas y paredes descoloridas.
También yo, como Estela, alguna vez había sentido la necesidad de salvar vidas. Y si la mente es comparable al mar, que unas veces se muestra navegable y otras, embravecido, el agua estaba presente en toda mi historia, y mi cabeza, que viaja en un barquito de papel de los que se tragan las bocas de tormenta, recorría los caminos que convierten a los hombres en animales, para volver a ser arrastrada a la arena, a la forma original de las cosas.
—Interesante —decía Estela mientras anotaba en una libreta.
Bebía un sorbo, me miraba bien dentro de los ojos y tocándose los labios con la punta de la birome preguntaba:
—¿Y más atrás? Porque de seguro hubo un puerto.
Muy temprano aprendí a nadar. Tenía tres o cuatro años cuando mis padres, atendiendo el consejo de un médico que resaltaba las virtudes de la natación temprana como prevención de los trastornos respiratorios, me observaron alejarme por pasillos interminables que corrían entre las duchas y la piscina. La infancia donde mi madre recrea esos pasajes trae aparejado el mismo olor del café con leche que atraviesa los corredores a media tarde.
En el complejo deportivo anudé los flotadores a mi cintura, extendí los brazos sobre una tabla de goma y fui de una punta de la piscina a la otra observando el gesto de mi madre que desde las gradas asentía con la cabeza.
Nunca me propuse desarrollar los estilos con fines estrictamente deportivos, pero en la etapa de la latencia —estuve casado con una sicóloga y conozco algunos términos desde entonces—, por sublimación o por casualidad, conseguí sin proponérmelo superarme tarde a tarde hasta lograr un estilo pulido y una velocidad relevante para mi edad.
Recuerdo con claridad cómo dos hombres de camisetas y ojotas me perseguían a lo largo de la piscina, detenidos en mis brazadas. En un momento me llamaron, pidiéndome que saliera del agua. Temeroso —anote, toda mi infancia sentí miedos infundados—, subí la escalera rezando, porque entonces rezaba continuamente.
—No hay miedos infundados —dijo mientras sonreía—, continúe.
Desde entonces me invitaron a participar en un grupo de entrenamiento del que me fui a los quince años, luego de haber viajado a Buenos Aires, Porto Alegre y a varias ciudades del interior del país de donde traje medallas y diplomas para regocijo de mis padres. Para entonces conocía el tabaco, el alcohol y el cannabis. Mis intereses lejos estaban del deporte.
Voy a hacer un alto en el cual el agua aparece estancada. Vuelve la sed cuando entrando en el mundo adulto —una capilla de barrio con la mayor sencillez— un hombre disfrazado, rodeado de estatuas y cruces, moja la cabeza de mi primer hijo.
Clara, mi esposa, recién recibida, trabajaba en una tienda redactando cada domingo una carta que consiguiera alejarla del infierno de los rollos de tela.
Perdido el empleo de cajero, me replanteaba, con la venida de mi segundo hijo, la salida laboral. Así pasé las noches de los jueves y los fines de semana detenido en la puerta de un local bailable. Del agua que corría solo retuve una botella de dos litros que bebí cada noche, fuera julio o diciembre.
Algo no funcionaba bien cuando bautizamos a mi segundo hijo. Se dividieron las aguas y pasé meses en una pensión donde pude sentirme bien únicamente dentro de la cama. De día y de noche con la vista fija en un ángulo como ese —le digo, y observo a Estela girar el cuello como persiguiendo un pájaro repentino—.
No sé de dónde saqué la idea del curso de guardavidas. Alguien me lo sugirió, teniendo en cuenta mis virtudes natatorias. No estoy seguro. Pienso en Clara, ella insistía en que resolviera mi situación para ayudarla con los chiquilines.
Al principio me opuse por no considerarme en forma. Bebía demasiado, no conseguía desprenderme del tabaco y hacía más de veinte años que no nadaba. Pero accedí a dar la prueba, seducido por la idea del agua, el agua que limpia, despierta y arrastra.
Volví a vivir con mis padres en la casa de mi infancia. Los vecinos que habían envejecido a la par de ellos me observaban con lástima mientras murmuraban alguna palabra que simulaba un saludo cuando los veía cruzar con paso lento hacia el almacén. Vendía ropa usada y cachivaches en un cuarto diminuto que daba a la calle. Unas horas antes de sentarme junto a la ventana, luchando con la lluvia de una radio que no reconocía más que dos emisoras, salía a correr. Cinco kilómetros en la mañana y cinco en la tarde. Mientras atendía los clientes, muy ocasionales, repasaba libros de biología y medicina. Mis padres ya no bebían vino con el almuerzo. No había una gota de alcohol en la casa. Ni siquiera en el armario de los medicamentos. Prácticamente no fumaba porque cada vez que encendía un cigarrillo aparecía mi madre a leerme fragmentos de la biblia o estiraba los brazos al cielo pidiendo clemencia como en sus perdidos años de teatro.
Puede anotar resiliencia, si le parece.
No sin cierto dolor, día por medio recibía a mis hijos que daban vueltas por la casa atrás de una pelota. Recuerdo que reíamos, reían mientras se trepaban a mi cuerpo y los hacía dar vueltas sobre sí mismos en el aire, uno de cada lado, hasta dejarlos caer sobre el colchón. Entonces simulaba arrancarles las tripas con unos mordiscos que sonaban como un bufido mientras, uno primero y luego el otro, cerraban los ojos y enseñaban la campanilla.
Sabe la respuesta. Era guardavidas cuando ingresé al siquiátrico. No voy a entrar en detalles sobre la alegría de mis padres y la de Clara cuando los resultados estuvieron pegados en la puerta del instituto. Pero sí cabe decir que fueron días inmersos en algo parecido a la felicidad.
Estela anota felicidad, pero sin inmutar el gesto. Me quedo mirándola con una sonrisa idiota y ella arquea las cejas invitándome a seguir.
A principios de diciembre me instalé en el albergue de la Barra de Valizas, previo papeleo en las oficinas correspondientes. Fascinado por el lugar, cada mañana trotaba desde el arroyo hasta Aguas Dulces y al regresar me metía en la casilla de la playa. El turno acababa a las seis y media de la tarde, hora en la que bordeaba el arroyo y observaba desde las dunas de qué manera se tragaba al sol.
No voy a decirle que me sentía seguro en mi trabajo. Pocas veces me encontraba bajo la sombra de la casilla. La mayoría del tiempo la pasaba de un lado a otro con los binoculares colgados y aferrado al salvavidas. Sobre todo cuando la temporada llenaba la playa de turistas y el mar se hinchaba de puntos negros a los que no había que perder de vista.
Hasta ahora he evitado la mañana en que, camino a Aguas Dulces, en el mar recién amanecido me pareció ver un cuerpo al que enredaban las olas, una cabeza que emergía de la espuma con los ojos desencajados y la boca abierta. Me detuve. Quedé paralizado sintiendo cómo el frío me erizaba todos los pelos del cuerpo, y arrodillado en la arena lloré como un niño. Ese llanto me devolvió a la vida. Me metí en el agua a los saltos y estuve braceando sin encontrar nada. Mirándome los pies, como esos turistas que buscan caracoles, volví a mi puesto de vigía y cumplí el horario junto a la orilla.
Afiebrado y descompuesto, aquella noche la angustia me llevó a uno de los boliches sobre el arroyo, donde estuve bebiendo y mirando la nada. Acepté el cigarrillo que me ofreció una muchacha que se acercó a mi mesa con una excusa intrascendente de la que derivó una charla sin asidero, y el resto de la noche, en una carpa donde se oían claras las guitarras y las voces de los artesanos.
Cada tarde Cecilia traía el mate a la casilla y se echaba junto a la torre a leer y sacar fotografías. Cuando acababa mi turno, quitaba la bandera y juntos caminábamos hacia las dunas a mirar en silencio cómo el arroyo se tragaba toda la luz, duplicándose en un cielo inigualable. Entonces nos separábamos para encontrarnos unas horas más tarde en el boliche del arroyo donde los buñuelos de algas daban paso a los canelones de sirí o al cazón a la plancha. Siempre acompañado con vino blanco, con varias jarras de vino blanco que a veces no nos dejaban llegar al camping donde nos meteríamos uno bien dentro del otro hasta que las primeras luces me encontraran trotando hacia el este.
Había olvidado el suceso de aquel hombre que se ahogaba a unos pocos metros. Al menos podía dominarlo. No lo había comentado con nadie. Ni con Clara, en las eventuales conversaciones de larga distancia, ni con Cecilia, en la asfixiante cercanía de la carpa.
Continuaba corriendo cada mañana hacia el mismo lugar y pese a que miraba el mar con recelo no había rastros de aquella figura humana que la fuerza del agua doblegaba.
Poco iba a durar aquella calma.
Temía volver a verlo. Una vez podía ser síntoma de cansancio, incluso hasta el punto más alto de la imaginación al que llegaba ayudado por el agobio constante y el sol de frente. Un madero, un lobo marino arrastrado a la arena, envuelto por la violencia de la espuma. El hecho de que sucediera solo una vez más era suficiente para preocuparme, para dar vueltas sobre las posibles causas (las mías, las de la naturaleza) y entonces temer de una vez y para siempre mirar el mar, evitar detenerme donde se desparramaban los huevos de caracol, las aguavivas y los lobos agusanados, llenándolo todo del olor de la muerte que me traía desde la infancia un perro destrozado junto al cordón de la vereda.
La segunda vez que vi al hombre que se ahogaba, atardecía. Cecilia aseguró que me esperaría leyendo debajo de la casilla. Salí a correr sin pensar en nada, pero esta vez, aprovechando que el arroyo estaba seco y no llegaba al mar, troté en dirección a Cabo Polonio, bordeando el Cerro de la Buena Vista. No fui mucho más allá del último rancho, abandonado, cubierto por arena. La tormenta sobre las islas y el mar picado habían amedrentado a los turistas. Estaba solo cuando lo vi aparecer y desaparecer. Oí un grito, un grito entrecortado —ahora pienso en las gaviotas— y aquel brazo, y algo de sus ojos. Porque no estaba lejos. Porque yo iba entrando en el mar con los ojos fijos y la boca abierta —no tenía apuro, contemplaba aquello con asombro—, como si accediera a una representación, a un fenómeno climático. Así estuve, detenido, observando cómo el hombre emergía del agua y era llevado hacia el fondo para volver a aparecer, para volver a mirarme con los ojos llenos de espanto.
Esta vez el llanto fue silencioso. Una lágrima y otra que caían sin explicación — ahora pienso en lo cursi que sonaba Cecilia estableciendo una comparación entre al agua salada de mis ojos y el mar embravecido—. También el día iba en descenso. Y era la noche.
Cecilia me encontró tiempo después. Una hora, dos, no lo recuerdo. Estaba sentado en la orilla. Las primeras estrellas salpicaban el largo y el ancho del cielo. Desde lejos llegaban voces perdidas, notas de guitarra. Más acá, el viento, la mano de Cecilia que se sentaba a mi lado y me traía de a poco. Estuve llorando con hipos y ahogos sobre su hombro mientras balbuceaba lo que podía.
Bebí demasiado aquella noche. No sé si Cecilia se fue antes o si en determinado momento salí del bar dejando mi último whisky en el vaso de plástico y regresé al albergue por un camino desconocido. Me senté en una de las mesas del patio y, manteniendo el silencio, con la pálida luz de unas bombitas lejanas, intenté dibujar el rostro del ahogado. Después de dos o tres intentos quedé dormido con la cabeza sobre los brazos flexionados.
A partir de entonces sobrevino el ostracismo. Evité a Cecilia todo cuanto pude y el día entero lo pasé de una punta a la otra de mi jurisdicción con los ojos demasiado abiertos. Tenía una petaca en la casilla y tomaba un sedante en la mañana y otro antes de acostarme. Contestaba con monosílabos y me paseaba bajo el sol del mediodía como esperando algo que iba a hacerse estridente en cualquier momento sobre el monótono sonido del mar.
Una mañana en la que todo parecía inmerso en el terreno por el que uno camina cuando sueña (Cecilia, ¿estamos en la carpa leyéndonos horóscopos? ¿Estamos en las dunas observando cómo el sol se viene abajo y vos me contás de una herida que te hiciste en la pierna cuando no tenías más de cinco años, en el Parque Rodó? Clara, ¿están los chiquilines acostados? ¿Dijiste que vino la factura del agua?), apareció una familia de la nada. Se quitaron la ropa y se tendieron al sol. Los muchachos correteaban una pelota. La mujer ensillaba el mate. Él sacó un libro y se puso los lentes. Él. Ese hombre que era igual al hombre que se ahogaba frente a mí. Ese hombre de la musculosa blanca, entrado en años, con el pelo enmarañado debajo del sombrero. Ese hombre de la cadenita dorada y los anillos —¿alguna vez vi esa cadenita brillar cuando emergía? — que me miraba, que detenía la lectura y me miraba haciendo un gesto con la cabeza mientras la mujer le preguntaba si nos conocíamos.
Fui a buscar el salvavidas. Me temblaban las manos. Miré el horizonte con los binoculares. Cientos, miles de puntos negros. Entré en la casilla y bebí un trago largo de caña blanca. Salí inmediatamente y lo busqué. Estaba sentado. Permanecí observándolo. Seguro de que no podía abandonarlo, de que tenía que estar pendiente de él continuamente. Sabía que si llegaba al mar no habría nada para hacer. Que mi primer muerto sería el último y volvería a vender revistas viejas y chicles de menta en la casa de mis padres. Por eso, un rato más tarde, cuando se quitó la musculosa y caminó de la mano de la mujer hacia la costa, me acerqué con el salvavidas en la mano y lo seguí a una distancia prudencial. Pensé que en realidad todo tendría un buen final y por alguna razón una especie de premonición me perseguía para evitar que él corriera peligro. Recé, agradecí a Dios haberme puesto esa prueba de la que estaba seguro saldría airoso. Lo seguí mientras se metía al agua. Me quedé en la orilla y de vez en cuando observaba alrededor, a lo lejos. Pero menos, porque era al hombre de la cadenita, el de la cicatriz en el abdomen y el short colorado, a quien debía cuidar. Ese era el encomendado, el que debía proteger como si de su vida dependiera la humanidad.
El hombre se bañaba con el agua al pecho, braceaba improvisando unos movimientos estilo crol y luego pecho. Sabía nadar. Pero era prudente. Su mujer lo esperaba cercana a la orilla, lidiando con las olas que reventaban en sus piernas.
Tomé conciencia de que estaba en el mar, que tenía el agua a la cintura y que apenas me separaban dos metros de la mujer y unos cinco del hombre. Todo estaba tranquilo hasta que se oyeron los gritos del otro lado de la playa. Todo estaba tranquilo cuando empezaron a hacerme señas desde todos lados y vi que en la otra punta alguien levantaba los brazos mar adentro. La mujer cercana me gritaba. Todos me gritaban y otros corrían desde la costa al agua y se zambullían mientras yo sentía que todo era parte de un sueño (Cecilia me saca una foto cuando volvemos de la costa. Tengo el pelo pegado a la cara. Sonrío. Hace tiempo que no sonrío así, pienso, mientras miro la fotografía en la pantalla de la cámara. Cecilia está cantando una canción que interpreta un trovador en el barcito. «Afuera sonaba el mar», repite, manteniendo la erre. Héctor: nos alegramos de que te hayas adaptado al trabajo. Mucho cuidado con el sol. Un beso grande, mamá y papá), pero los gritos, esos gritos y una mujer enorme que cargaban entre varios, una mujer que no se movía, salvo su pelo largo y húmedo, salvo sus brazos sueltos.
Busqué al hombre. Me miraba. Me miraba desde la costa. Casi nadie quedaba dentro del mar. Un círculo enorme se había formado alrededor de la mujer. Me miraban él y su familia mientras levantaban las cosas y se iban. Algo decían al aire. Levantaban la mano, hacían gestos. No escuché nada. Solo oía el rumor del mar.
Cuando vi que el hombre dejaba la playa me senté en la arena. Unos turistas vinieron con personal de prefectura. No sé lo que decían. Me levanté. Los miré a la cara. Solo oía el rumor del mar. El rumor del mar.