A probar

En la distancia entre aroma y sabor los convocados a la mesa transitan imantados. Una infinita secuencia de instancias intercepta la llegada del plato a cada sitio.

Los detalles dispuestos murmuran sobre el mantel perfecto. Las humorosas ollas que cantaron antes ya volcaron con generosidad sus contenidos en fuentes de origen innombrable.

Allí estamos, yo con mis siete años, tal vez nueve. Aguardamos atentos el oficio inminente.

Ya están allí también panes y peces que ese Cristo invisible multiplicará para que los reparta nuestro padre.

Es una mesa inmensa que se colmará siempre, algunas veces con parientes que aportaron las presas de la caza ahora preparadas, tras un largo proceso.

Los vi cuando llegaban: traían liebres, y otras veces perdices que las tías y abuela sabían adecuar.

Los numerosos primos de mi padre vivían en el centro del país, cerca del campo, y venían a pasar largos períodos en la capital.

Y colgaban a las liebres muertas de una pata, de la rama más fuerte e inclinada del añejo laurel.  Luego las prendían fuego, bañadas en alcohol. El cuerpecito tieso de la liebre en la noche encendido mientras yo me inscribía en su ojo fijo, rojo, brillaba a la luz de la luna o de las llamas.

Mis pupilas temblaban entre el fuego y las ramas, ante cosas y hombres, la caza y los queridos primos de mi padre, la vida detenida en el ojo de la liebre, ese fulgor rojizo bajo el árbol frondoso que me cubría en verano, en el que me escondía trepada como niña salvaje incapaz de ignorar los asaltos y pálpitos internos de la infancia y atender sus llamados, desmedidos para la candidez.

Y llegaba la hora de la cena, con la presa convertida en manjar.

Pero hube de olvidar la procedencia para aceptar mi plato y admitir el sabor exquisito de las combinaciones, el sonido de las copas cruzándose, el abrir y cerrar de la mielera que con forma de abeja portaba ahora alguna deliciosa salsa líquida, el agua de la jarra y las gaseosas, su manantial vertido en los cristales. Y eran texturas, cáscaras y tonos, los de todas las frutas fascinantes.

Un largo espejo me recibiría años después en casa ajena, con su piel de manzana color té, que era la mía, la de mi adolescencia congelada en su fría superficie, cuando todas las mesas de la infancia -incluida la de madera natural de la cocina, que albergaba en hilera interminable la pasta casera que yo, colaborando, probaba y consumía cruda-, se habían desparramado por el aire y un hueco se agrandaba en el techo del hogar, y el rumor de las fiestas había huido detrás de otros manjares y manteles.

Mi tía Lila seguía reservando para mí los “suspiros” de la enorme bandeja de masas de la confitería Lion D’Or con la que agasajaba a la familia los primeros de año.

El eterno femenino en las mujeres que yo nunca sería desfilaba ya acompañando a hombres similares a los quien luego amé.

Mi tío Juan, dada mi frecuente condición para las lágrimas durante la niñez, me decía con ternura «zapallito relleno de llanto», un sabor había en esas palabras: se hundía en mi paladar con la sal de los ojos que fluía.

Qué decir de Yolanda, tía abuela también, y sus panes de nuez, o de Amanda y sus cigarros perfumados, encendidos para la sobremesa nocturna del viejo caserón, sola en la cabecera, trasnochando.

O de mi abuela Ofelia y sus múltiples formas de consuelo en cazuelas de repollitos de Bruselas y arvejas a la crema! De las puntuales compras de caramelos irrepetibles el día de salida del pago de su jubilación.

De la garrapiñada para el cine y el algodón de azúcar de los parques, filtrado para siempre en el humo de todos los domingos de invierno.

Qué decir de mi mesa de madre que cocina y trabaja en doble horario, donde uno de los hijos saboreando mis platos caseros un día me comenta que debería poner un local de comidas y llamarlo «La piedra sin pulir», como decía de mí un enamorado de la juventud a quien no correspondí; expresión, entre otras, que mi hermano adulto se esmeró en repetir hasta que llegó a oídos de mi hijo.

Cómo olvidar los tallos de colores que asomaban de las bolsas de feria de Nené, tía materna directa, destinados a las humeantes sopas. De verdura o pescado, o de legumbres. Ni una palabra ante su maravillosa isla flotante, sus escones exactamente tibios o sus mermeladas. Y esa crema quemada con planchita de hierro que lograba, bañando aquellos postres memorables preparados por ella en un horno de primus con infalible molde chimenea para coronar fiestas o alguna excepcional mesa de té. 

Tan solo este inventario de todos los refugios / subterfugios sin fin que el paladar guardó como un tesoro hasta el confín de la intemperie de la que me resistiría a salir; tan solo este puñado se adelantaba a los descubrimientos del tiempo por venir. Tan solo este pasillo de memorias fragantes es un inmenso manto de manos que se cubren del frío en el trabajo diario del alma de la vida, la que llega a la mesa en forma de alimento y lo trasciende.

2017.