A la hora del radioteatro se hace un silencio de misa. En los meses de invierno cuando oscurece temprano y hace mucho frío la ilusión de escuchar esas voces nos mantiene despiertas. Un rato antes de las ocho, acomodo la cama turca que sirve de platea mientras la abuela busca el dial en la emisora y vamos entrando en tema:
—Vos qué decís, ¿Al final lo perdona o no?
Ella responde siempre con otra pregunta.
—¿Vos te acordás nena lo que pasó cuando ella estaba enferma? Más vale que se lo piense muy bien.
Y ahí me quedo con los ojos muy abiertos, sumergida en los vaivenes y en las preguntas de esas otras vidas que también son nuestras. Por eso no toleramos ni un chistido durante la media hora que duran los episodios, es un momento sagrado y a Terencia, mi tía, justo en ese momento, siempre se le da por gritar. No le importa el radioteatro, tiene el suyo propio adentro de la cabeza.
Yo sé lo que le pasó. Cuando la llevaron en la ambulancia para dar a luz, un camión militar los chocó de atrás y ella se ligó un golpe en la cabeza. El bebé nació muerto dijeron y Terencia enloqueció. Ella dice que era una niña y que la escuchó llorar. Y nunca dejó de escucharla. Por eso llora y a veces también grita. La abuela piensa que su sobrina nunca se va a curar y por eso deja que se quede como parte del mobiliario de esta casa. Y la verdad es que todos nos acostumbramos a ella.
En invierno estamos las tres solas y en esos meses se me da por pensar en mi madre y preguntarme si algún día me vendrá a buscar. Durante las vacaciones de verano vienen mis primos y nos divertimos juntos. Terencia juega con nosotros carreras de embolsados y nos ayuda a fabricar hondas, arcos y flechas. Cuando joroba o se le da por llorar, la mandamos a juntar huevos, nísperos, papas voladoras, pitangas, moras y mburucuyás. Ella vuelve con el balde repleto de frutas y la cara y los brazos llenos de arañazos y picaduras. Los días bravos, cuando molesta mucho, le inventamos una misión más complicada. Le pedimos un huevo de avestruz, una mulita o una tortuga. Uno de esos días demoró tanto en volver, que nos preocupamos. Llegó casi de noche con ramas de espinas de la cruz clavadas en las piernas ensangrentadas. Ella no se daba cuenta, no sentía el dolor preocupada por haber llegado con las manos vacías.
En las noches de verano, ponemos música y la hacemos bailar a cambio de un cigarrillo. Baila en trance, con el pelo erizado y nos hace reír porque es tan flaca que parece un títere. Hay noches que son especiales. Al amparo de las sombras, Terencia se adorna la cabeza con una flor de ibisco o con un malvón, se endereza, su talle se alarga y parece más alta. En la radio suenan milongas, sambas y también rock and roll, pero ella va a contramano de la música y baila un ritmo que sólo resuena en su cuerpo. Rebolea una servilleta o un mantel que sirven de pañuelo o pollera en su partitura imaginaria y gira ágil y armoniosa. Cuando termina se transfigura y vuelve a bailar. Se saca la flor del pelo, las alpargatas vuelan lejos, se anuda las manos en la espalda y zapatea descalza con una fuerza desconocida. Su mirada se vuelve seria y fulminante. Después de los aplausos, reclama su cigarrillo y se sienta a fumar sobre el pasto, entre las marquesinas de los bichitos de luz. El olor y el humo del tabaco negro la envuelven en un limbo donde ella parece aspirar sus recuerdos. A su marido lo había conocido en un grupo de danzas populares en un pueblo perdido a orillas del Cebollatí. Era un peón bajito con un bigote fiero y negro y los ojos de un perro triste. Al principio él venía a visitarla, le traía jabón de olor y agua colonia. Pero un día, no vino más.
A la hora del radioteatro de las ocho, soy yo la encargada de llevarla al galpón y encerrarla ahí por si llora o grita y, apenas termina, la voy a buscar. Ahí tiene un sillón de mimbre, la aguja de crochet y ovillos de lana para que se entretenga. Terencia teje siempre lo mismo, cientos de cuadraditos que terminan convertidos en colchas, carpetas, bolsos o fundas de almohadones. Hace un tiempo que ovillamos los cuadrados otra vez para que vuelva a empezar porque se acabó la lana. Los días de lluvia se queda con nosotros ya que el ruido del agua contra las chapas de zinc del techo es tan estruendoso que no podemos escuchar nada. Esos días leemos cuentos o jugamos a la escoba del quince. Antes de irnos a dormir, Terencia nos da siempre el beso de las buenas noches y nos hace repetir la única oración que conocemos: ángel de la guarda, dulce compañía, no me abandones ni de noche ni de día.
En febrero, unos días después de mi cumpleaños, mi madre avisó que me viene a buscar. Se consiguió un novio con plata que está de acuerdo en vivir con nosotras. Recuerdo los pies de mi madre, los dedos largos y las uñas chiquitas pintadas de rojo y puedo ver el vestido azul con botones blancos y todavía siento olor de las naranjas que me daba con un agujerito arriba para chupar el jugo. Pero no me acuerdo de la cara de mamá y eso me hace sentir muy mal.
Una gota de agua cae encima de mi cabeza y me despierta. Siento el diluvio que golpea fuerte sobre el techo. Tengo miedo de que el puente viejo quede tapado por una crecida y mi madre no pueda venir. A las siete sale el sol y al rato ya estoy lista y peinada ayudando a mi abuela en la cocina. Cada tanto me asomo al patio y vigilo el camino de tierra. Trato de no pisar las grietas y los charcos que todavía quedan sobre el piso de portland porque no quiero que se arruinen mis alpargatas nuevas.
Llegan al mediodía. Mamá tiene el pelo largo, rubio, casi blanco y se puso un short de jean y sandalias doradas. Está preciosa. Vuelvo a recordarla tal cual era la última vez que la vi. El novio es grandote y fuma mucho. Lleva una camisa ajustada, amarilla y manchada de transpiración. No se saca nunca el sombrero y cuando se ríe le brilla un diente de oro. Mamá le dice Micielo y lo mira embobada. Creo que todavía no se da cuenta de que cumplí trece años y estoy casi tan alta como ella. En cambio, él me mira con mucha atención, con los ojos saltones, entrecerrados, como los de un lagarto.
Almorzamos todos juntos en una mesa afuera, abajo de las parras. Alrededor muestro, revolotea una multitud tornasolada de guitarreros y a lo lejos se siente el ruido áspero de los grillos. El calor es tremendo y me transpiran las manos. Dice mi madre que en la casa nueva tengo un cuarto para mí sola, con cortinas rosadas y me van a regalar un canario blanco con su jaula. Trato de imaginarme ese cuarto, pero no puedo verlo.
A la tarde nos despedimos de todos y yo me acomodo arriba de un colchón en la caja de la camioneta, con el bolso de cuadrados de crochet tejidos. Ahí cabe toda mi ropa y también llevo una frazada enrollada que me da la abuela por si siento frío. A través de la nube de polvo, veo a mis primos y a Terencia que corren atrás nuestro, gritan y saludan con los brazos en alto hasta que se vuelven diminutos y borrosos.
Mi madre por fin me vino a buscar, estoy viviendo mi sueño, pero a medida que nos alejamos, me envuelve una tristeza insoportable. La camioneta se detiene en el lugar donde el camino de tierra se cruza con el asfalto de la carretera. Los autos y ómnibus pasan veloces rumbo a Montevideo. El motor hace un ruido constante y molesto y el olor del gasoil me da nauseas. A mis espaldas, en esa cabina llena de humo, mi madre va recostada contra Micielo que sigue con el sombrero puesto. Son dos extraños. Las nubes se volvieron rojas, se acerca la puesta de sol. Mi brazo izquierdo descansa sobre el bolso y los dedos se me enredan entre los huecos del tejido. Siento que me falta el aire y no aguanto más. Me deslizo silenciosa hasta el borde de la caja y me dejo caer. Quedo inmóvil, en cuclillas, abrazada a mi ropa y tengo miedo. ¿Qué digo si me descubren? La camioneta arranca enseguida y apenas se pierden de vista, empiezo a correr. No paro hasta llegar al galpón. Saco la tranca, libero a Terencia y nos vamos las dos, corriendo hasta la casa. Llegamos justo a tiempo para el radioteatro de las ocho.