Las personas, a veces, eran miserables. Espectros simples, desplazándose por inercia. Ella misma ahora, a sus diecisiete años, ella misma casi siempre, un simple espectro, una persona miserable.
Pasa otra vez la muchacha cargando palos, trapos y tachos, y ella la envidia por tener una actividad, un trabajo, un oficio. La envidia por ser otra, una que no se queja, que no se acomoda contra el borde de la ventana para quejarse, así, tan cómoda. Los grandes ojos, las oscuras pestañas, el pelo peinado para atrás, suave pelo de niña, las horas de ocio, el terrible tiempo, la nada.
La muchacha sigue de largo, los auriculares puestos, su ágil cuerpo bailando ya en el segundo pasillo. Puede oírla tarareando en la distancia, repitiendo la alegre melodía, siempre un poco distraída y contenta. ¿Por qué ella no encontraba placer en nada?, ¿por qué no le eran placenteras las cosas que eran placenteras para los demás? La previsible serie de cosas que entusiasmaban a las personas normales. Y las personas normales, ¿qué eran?, ¿qué era la normalidad? Ojalá lo supiera. Ojalá supiera algo. Y si era invisible, si finalmente lo era, apenas un alma allí, absorbida por alguna secreta misión, menos que eso incluso, gracioso aire transparente, necesario aire transparente, por qué seguía sintiendo ese horrible vacío. ¿Y de dónde venía ese horrible vacío?, ¿cuál era su origen?, ¿cuándo había comenzado?
Durante un buen rato no se escucha ni se ve nada más. Todo sucede del otro lado. Los ágiles pies, las rápidas manos, la fuerza necesaria para mover esto y aquello, el brazo estirado, tenso y flexible, útil como una buena herramienta.
La muchacha aparece después por uno de los pasillos, agachada sobre los azulejos, el largo y brillante zócalo allí abajo. Ella la ve de espaldas, pasando el trapo, retorcida, incómoda y como si el mundo se hubiese dado vuelta de golpe, ¿el mundo se había dado vuelta de golpe? Quizás sí, quizás algo como eso había ocurrido; el lento, el suave, el sordo desmoronamiento de todo.
Ahora el cuerpo de la muchacha repta hacia la izquierda y sale de su campo visual. Ella la ve hacer ese movimiento y piensa en bajarse de la ventana, saltar hacia el mundo, soportar el descenso, moverse ella también a ras del suelo. Ser como la muchacha, ser la muchacha un instante. Eso le gustaría. No ser más ese espectro, esa cosa invisible, esa nada flotante.
Y, sin embargo, no salta. Se queda en la misma posición esperando verla aparecer una vez más, de frente esta vez, agachada todavía, sumergidas las dos en un mundo en el que otras mujeres como ellas repetían similares actos de acrobacia.
En ese momento la muchacha aparece, se asoma, la ve y enseguida, con una mano, tira y suelta uno de sus auriculares blancos.
– ¿Me hablaste? – le pregunta.
Ella la mira sorprendida.
-No, no hablé- le dice.
-Es que estoy con esto y no escucho nada- dice la muchacha.
-La música- alcanza a decir ella.
La muchacha sonríe y asiente, agachada todavía sobre el zócalo, la cara sudada y roja por el esfuerzo. Ella la mira y piensa que tienen casi la misma edad. Podrían ser amigas incluso, y en un mundo ficticio, hasta podrían intercambiarse.
– ¿Tu madre? – pregunta después la muchacha, justo antes de volver a colocarse el auricular.
-Trabajando- dice ella y recién entonces piensa en su madre.
-Siempre trabajando, ¿eh? – la oye decir y el tono neutro de su voz no coincide con la crítica suspicaz escondida en la frase.
Ella la mira y no sabe qué decir. La muchacha levanta las cejas y esboza una sonrisa triste. Se coloca el auricular, da unas pasadas rápidas al último tramo de zócalo y se levanta del piso con cierta agilidad. El pasillo está hecho. Un pasillo allí, en un mundo repleto de pasillos. Ella la ve agarrar sus cosas y salir de su campo visual.
Entonces piensa que podría esconderse, buscar un sitio, meterse allí, esperar la noche. Entonces piensa que podría inventar algo en la oscuridad.