Sofá

Todo estaba medio muerto, ni siquiera la antigua felicidad podía repasarse. La ventana, la ventanilla, la puerta, todo estaba cerrado. Alguien, una persona del tiempo de las personas, hablaba afuera, en el corredor. Las cosas que tenía que hacer, no las recordaba. Debería anotarlo todo, pensó, nombre, dirección, teléfono, como hacían las viejas dementes, sus familiares, para evitar algo, la muerte o la pérdida total del cuerpo. El día anterior había cumplido años. Era la primera vez que la edad, su edad, le sonaba como algo ajeno, un estado o una circunstancia referida no a ella sino a alguien más. Y ese mismo día, frente a la ventanilla, el empleado flacucho le preguntaba la edad. ¿Edad? Ella se lo quedó mirando como si no comprendiese la pregunta. El empleado la miró también, sólo esa ojeada rápida. ¿Qué edad, señora? Ah, la edad, claro. Cuarenta y seis, dijo y aquello le sonó a error. Un asombroso error. Un espantoso error. Un defecto burocrático del universo. Cuarenta y seis, repitió el empleado, delgado como un niño, con su extraña voz de adulto. Ella cabeceó un poco, con cierta torpeza, como si la cabeza le pesara. Cabeceó y cabeceó como un pobre caballo herido, y el muchacho no levantó ni una sola vez la cara para mirarla. Pero ella no corcoveó con violencia, ella no chocó su cabeza contra la mampara de plástico transparente. Tenía cuarenta y seis años y ya había aprendido que no había que golpear las superficies de plástico que la separaban de las personas, menos si se trataba de empleados, y menos si estos eran esas extrañas cosas delgadas. El resto de la jornada había transcurrido sin otros sobresaltos y ahora se acomodaba para una corta siesta. Desde su cómodo y viejo sofá podía oír el runrún que le llegaba desde el corredor. Era un interminable diálogo. A veces las personas quedaban atascadas en los pasillos por horas. Y cuánto más viejas eran, más fácil era que se atascaran. Escuchó un poco, lo que pudo, y le pareció que hablaban de los tiempos de antes, de las épocas en que los niños salían a la calle hasta tarde y había un baldío. Sí, el baldío, me acuerdo, dijo una voz. Cuando yo era chica, dijo la otra. Cuarenta y seis años, dijo ella, lo gritó casi, con la inútil idea de interrumpir el diálogo, de ser escuchada y comprendida por alguien, fuese quien fuese. Pero nadie pareció escucharla. Un rato más tarde, el diálogo terminó y todo quedó en silencio. El sol bajó, se apagó un poco, el aire pareció espesarse. Y hasta el sofá de siempre le resultó incómodo, como si de golpe se hubiese achicado. El sofá, las piernas sobre el sofá, las duras caderas, el lastimoso tronco, todo parecía haber sido reducido a pura vejez húmeda. En la calle, recordó. En la calle nadie la miraba. Nadie la miraría ya. Los hombres, hebras débiles, pasaban, seguían de largo. Cada día estaba más cerca de la menopausia, pensó. Pronto dejaría de controlar la natalidad, definitivamente. Pronto la natalidad sería nada y no tendría para ella ningún significado. Una cosa hueca, allí. Palabras dichas por alguien, referidas a alguien más. No había tenido hijos, no se había reproducido, la oscura huella de su ADN no se había duplicado en nadie, en ninguno. A veces soñaba que estaba embarazada. Otras, que tenía un hijo, un niño ya crecido. A veces el hijo se convertía de golpe en un cachorro recién nacido, resbaladizo y huidizo entre sus manos. Cuando despertaba tenía la clara sensación de haber sido despojada de algo. Pero ese duelo ya había sido vivido. El sofá lo sabía. Ese duelo ya había sido hecho. No era necesario ahora volver sobre lo mismo. Tenía cuarenta y seis años y ya había aprendido que había monólogos que no valía la pena retomar. Era mejor dejarlos, verlos irse y alejarse, como pacíficos islotes. No era triste eso, no era más triste que cualquier otra cosa: un niño vendiendo jazmines, por ejemplo. Los mismos jazmines, incluso. Eso ya lo había aprendido. Y a girar en el sofá, también. A colocar el cuerpo hacia adentro y quedar acurrucada contra el respaldo de felpa. Y a respirar la felpa, su olor característico. Cuando giraba en el sofá se imaginaba que era una anciana, anciana y enfermera al mismo tiempo. La buena enfermera que toma precauciones. Así que giraba con cuidadosa lentitud, imaginando que era ayudada por alguien. Y sonreía un poco cuando por fin terminaba de acomodarse. Le gustaba sentirse así, como una vieja de cien años, adolorida en el sofá familiar, previendo monólogos, identificándolos, rechazando unos y eligiendo otros. ¿O no era eso lo que hacían las viejas en las casas de salud? Ella juraría que sí.