Avioneta

Siempre era lo mismo por esta época del año. Yo, ustedes, y hasta los insectos escuchando. Las mujeres en sus reposeras, los hombres remangados, los largos brazos apoyados en las mesadas, la charla suave. Y también el verde gusano a punto de caer de una rama, su cuerpo invisible, flotando en el aire.

Todos estamos cansados. Pienso eso y oigo a lo lejos el auto con megáfono, como un insecto insidioso, dando insidiosas vueltas manzanas. Y enseguida una, dos motos pasando rápido. La vida, todo, pasando rápido.

Me subo a la bici y avanzo, me alejo, me abro paso. Voy atenta al ruido de la goma contra el pedregullo. Paso por el club, atisbo su interior, intentando esquivar el brillo del sol contra los ventanales. El club, nuestro club, mi ansia suave. No hay nadie, le digo, le aviso a la bicicleta, imaginando que es algo más; quizá, un caballo. Vamos, le digo y tomamos por el camino hacia el barranco.

Leguas, yardas, millas. Una pareja de viejos camina agarrada del brazo por la banquina. Se alejan de su casa, se abren paso. Caminan seguros y firmes, serenos y sin apuro. Se ríen. Optimistas, vaciados de dolor, confiados. Los envidio. Estoy mirando y oyendo y los envidio. Quiero ser el pequeño gusano reptando en el aire invisible, deshaciéndome por segundos, en la tarde blanca.

Llego a la planicie arenosa. Un ómnibus de treinta y seis pasajeros podría asomarse y caer rodando. El barranco. Su hermosa zona despejada. La esperanza de, incluso, una muerte rápida. Me acuclillo y pienso en las dos imágenes. Intercalo una sobre un pájaro de grandes alas. El pájaro cinematográfico. Después me siento allí, cómoda, las nalgas aplastando la hierba suave. Miro el paisaje. Cada mata de pasto, cada lazo verde, cada montículo de algo, desprendiéndose y desperdigándose.

Una avioneta aparece, su brusco sonido primero, como una lancha, y enseguida su silueta clara y definida contra el azul del aire. Una avioneta allí, avanzando y entrando a cuadro. Lleva un cartel en la cola. Un cartel que dice Mírenme, Elíjanme.

Todo tiene su réplica, digo al pasto, y al abejorro que zumba a un costado, en el aire cálido. Todo tiene su réplica, repito, mirando aquello. El recorrido del caracol, sinuoso; el sinuoso diseño de su caparazón; la larva, avanzando, su baba suave. Y también la carretera, arriba; su oblicuo recorrido, con sus ondulantes yuyos a un costado. Los firuletes pintados a mano, decorando el cartel que da nombre a una casa. El almacén y bar, con sus paredes rajadas; su verde, verdísima enredadera, avanzando sinuosa sobre la piedra suave.

Mírenme, elíjanme, les digo a la flores silvestres justo antes de arrancarlas. Las estrujo dentro de mi mano. Las mantengo allí, abrigadas y cálidas.

Atardece. La pareja de ancianos vuelve a casa, con sus bártulos apropiados; el peso de las bolsas pasa de una mano a otra mano, y uno de los dos es amable y se ofrece para cargarlas.

Abajo, contra el borde del barranco, la diminuta playa, una breve medialuna de agua, roca y arena. Nadie en la arena, nadie contra la roca suave. Ni siquiera una pareja de jóvenes amantes. De pronto, siento hambre. Comida, carne, pan, naranjas. Pienso en volver a casa. Encerrarme en el cuarto, llorar porque sí, llorar contra el olor a sal, a vida venturosa, a barco.

Pienso eso justo cuando la avioneta regresa de alguna parte. Tranquila y práctica; avanza, se abre paso.