(un inédito)
Quince fragmentos
Evitar lo peor. Evitar lo peor todo lo que se pueda. Evitar todo lo evitable. Dentro de lo posible, evitar también lo inevitable. Dentro de lo posible, tratar de que nada se transforme en inevitable. En la medida en que se pueda, hacer lo humanamente posible para que no haya nada que evitar. Trabajar para que lo inevitable no tenga lugar. Preparar las cosas de tal modo que lo inevitable, si ocurre, sea previsible. Trabajar para que, siendo previsible, a lo inevitable se le pueda impedir que ocurra. Evitar de antemano, si es que esto es posible. Hacer hasta lo imposible para que no haya que evitar nada. Desterrar para siempre la necesidad de que algo deba ser evitado. No tener necesidad de evitar. No evitar nada, nunca. Que nada sea evitado. Que todo ocurra cuando deba, cuando quiera, como quiera, en el momento que quiera. Las cosas son como son porque así han de ser porque otras cosas fueron como fueron. Cuando algo que va a ocurrir es evitado se corre el riesgo de poner en marcha hechos indeseados que no podrán evitarse. Todo está concatenado desde el origen, no es posible evitar nada. La evitación es ilusoria. La evitación está predeterminada para que actúe como causa para que otras cosas ocurran de modo inevitable. Nada es evitable, nada es inevitable. Lo que se evita, lo evitable, lo que es evitado, ya estaba previsto en la infinita cadena de causas que condujeron a la evitación. Lo inevitable ocurre no porque no se pueda evitar sino por la infinita cadena de hechos que lo precedieron. Lo que se evita no es evitable. Lo que no se puede evitar no es inevitable. Iba a ocurrir de todos modos.
*
Anoche hablaba de “mis modestas luces”. Me fui a la cama con eso en la cabeza. ¿Era una expresión de mi conocida modestia o el reconocimiento de que no soy inteligente? Mi modestia no es conocida por nadie, más que por mí. ¿O acaso es un rasgo de inmodestia decir que soy modesto?
Dejemos eso porque no puedo mantener más de una línea de pensamiento en la cabeza. A veces no soy capaz de mantener siquiera una línea y la cabeza da vueltas y vueltas en el mismo sitio sin llegar nunca a ninguna parte. O, dicho de otro modo, un modo tal vez un poco más poético, o directamente poético, a veces mi cabeza anda como una mariposa. Se posa en muchas partes y nunca se detiene en ninguna. Uno no sabe qué busca la mariposa, aunque quizá ella sí lo sepa. Bueno, mi cabeza anda como una mariposa y, como no es una mariposa, no sabe por qué se posa donde se posa.
Retomemos lo del comienzo. Mi madre creía que sí, que yo era un niño inteligente. No solamente creía que era inteligente sino “muy” inteligente. Lo decía a quien quisiera oír. A mí me daba algo de pudor porque sentía, íntimamente sentía, que yo no era inteligente. Pero tanto lo repitió mi madre que al final terminé por creérmelo. No creérmelo mucho, pero sí un poco.
Yo me sentía más bien limitado, de vuelo corto, y a la vez pensaba que mi madre no podía equivocarse tanto, por eso acabé cambiando de forma de ver las cosas, gracias a ella. Si mi madre lo decía algo tendría que haber allí. Más o menos así razonaba yo: una madre sabe, intuye, se da cuenta de todo. Después, con los años, empecé a pensar que mi madre no sabía tanto, ni intuía con certeza, y tampoco se daba cuenta de todo porque hasta yo podía engañarla.
Pero bueno, durante un tiempo, unos años, tenía para mí que yo era medianamente inteligente. No andaba por ahí diciéndolo porque sabía que esa era una forma de demostrar lo contrario. ¿Era esa una actitud inteligente o no? Yo creo que sí, una actitud moderadamente inteligente.
Con los años me di cuenta de que tenía dificultades para entender algunas cosas complejas. Después me di cuenta de que también tenía dificultades para entender algunas cosas simples. Más adelante me di cuenta de que me costaba entender cosas elementales.
¿Cómo era eso? ¿Un inteligente no entiende siempre todo? Un inteligente, ante una dificultad, ¿no se sienta a pensar y encuentra la forma de removerla, de solucionar los problemas? Entonces, si mi madre tenía razón y yo era inteligente, ¿cómo era que no entendía cosas elementales? ¿Cómo era que quedaba semanas y meses aplastado por los problemas? Para mí, en aquellos tiempos, no había nada que valiera más que ser inteligente. ¿Entonces? Hoy reconozco que la inteligencia está un poco sobrevalorada, pero no nos adelantemos.
Al final llegué a alguna parte: yo no era inteligente. No era difícil reconocerlo, aunque a mí me llevó un buen tiempo. Bueno, pero si no era inteligente, ¿qué era yo? ¿Lento, tonto, cateto, badulaque, orate? Si era así, entonces, ¿cómo era que había vivido tantos años y no había sucumbido ante la cantidad de dificultades que se me habían presentado más o menos desde que nací, dificultades grandes, medianas, pequeñas? ¿Había sido suerte? Pero yo nunca creí en la suerte.
Entré en un período de reflexión confusa al que llamé la oscura noche. Me daba cuenta de que, aceptada la premisa de mi falta de inteligencia, me iba a ser muy difícil avanzar a pura reflexión. Esto parece obvio, pero me llevó semanas enunciarlo. Porque el razonamiento es así: si uno acepta como verdad principal que no es inteligente, ha de reconocer, a la vez, que le será difícil avanzar hasta el punto de darse cuenta de que reflexionando pueda llegar a alguna parte.
Bueno, yo lo conseguí, llegué a ese punto, cosa que estuvo en el límite de hacerme dudar de la premisa. Pero, en un esfuerzo que no sé si llamar ético o intelectual, deseché la hipótesis de que la premisa podría no ser acertada. Por lo menos la deseché en un comienzo. Ad referendum de las conclusiones finales, digamos.
Pese a lo que la premisa suponía, pese a que así condenaba mi acto reflexivo casi a la inacción, me dio cierto contento haber llegado a ese desenlace. Era prueba, me decía, de que, aunque no era inteligente, si bien no lo era y yo eso lo aceptaba sin discusión, si me lo proponía, con mucho esfuerzo, era capaz de llegar a un punto que, si bien no demostraba inteligencia, daba pruebas de que yo podía. ¿Que podía qué? No sé, podía darme cuenta de algo.
Con mucho esfuerzo de cabeza, dedicándole a la cosa mucho tiempo, a pesar de que me era muy difícil avanzar, fui llegando a lo esencial. Si no soy inteligente, me preguntaba, ¿qué soy? Porque algo soy, ¿o no? Claro que yo quería ser y no quería no ser. Me decía que la demostración manifiesta de que yo era “algo” era que estaba allí, hacía meses, tratando de encontrar una definición para mí. Eso era ser. Yo no sabía si era ser mucho, pero no tenía dudas de que era ser “algo”.
Paso muchas horas sin hablar. No estoy callado todo el día. Alguien de una empresa llama para confirmar mi nueva dirección. Alguien llama por error. La cajera del supermercado, amable, me dice “Que tenga un buen día” y yo le digo “Gracias”. Me encuentro con una amiga durante la caminata de la tarde, nos saludamos, nos decimos tres frases. Me peleo con la Lita porque ladra demasiado o porque se me escapa en el parque. Es decir, hablo. Hay días de mayor laconismo. No hay ningún día en que yo no diga una palabra, cortés, obligada, o me pelee con la perrita. Pero la palabra hablada no domina mi vida.
En este tiempo algo se está creando dentro de mí. Lo noto, aunque no sé cómo decirlo. Esta ausencia de voces, este silencio en medio del ruido, la conversación interior, está creando algo que no sé qué es ni a dónde conduce. Otra vez, aunque preferiría que no fuera así, está en relación con la palabra. La falta de la palabra hablada lleva a que la palabra pensada, el balbuceo mental, lo irracional, lo oscuro del lenguaje, dominen el día. Me hablo, discuto, me desdigo. Qué cantidad de tonterías que uno es capaz de pensar y decirse cuando no tiene interlocutor.
En este momento tengo un tornillo en el bolsillo del pantalón. En el bolsillo derecho. Lo encontré en el suelo mientras limpiaba la casa. En vez de tirarlo me lo puse en el bolsillo, hace unas seis horas. A cada rato me digo que tengo que ponerlo en la caja de herramientas, pero me da pereza ir hasta el armario, abrirlo, abrir la caja y dejarlo allí. No me decido a tirarlo ni a ponerlo en su sitio. Es increíble que esto me ocupe la cabeza. Hechos así me ocurren todos los días, el soliloquio sobre nada. Y los días pasan cargados de asuntos como el del tornillo.
Bien, yo era “algo”. Ahí había un punto firme donde poner los pies, un pequeño territorio conquistado por mí. Me preguntaba qué pensaría mi finada madre si se hubiera enterado de en qué cosas andaba su hijo del alma. Creo que no le habría gustado. Tampoco lo habría entendido, pero no porque no pudiera entender sino porque no le gustaba. Porque a mi madre, si no le gustaba, no lo entendía. Así era ella, solo entendía lo que le gustaba. Pero si le gustaba, tampoco lo entendía. “¿Para qué entender si ya te gusta?”, decía.
Yo heredé de ella algo de eso. Si una cosa me gusta es posible que la entienda. Ahora, si de entrada no me gusta, ya no me interesa entenderla. Pero también, igual que hacía mi madre, me pasa que, cuando una cosa me gusta no me preocupo por entenderla. ¿Para qué meterse en líos tratando de entender si a uno le gusta? Si te gusta es mejor dejarlo así como está. Vaya que intentes entenderlo y cuando lo entiendas te des cuenta de que no te gusta. Un fiasco.
Retomemos otra vez. Para ser corto: un día, de golpe, llegué a la conclusión de que si bien yo no era inteligente, cosa sobre lo que no había discusión, eso era aceptado por mí como verdad luminosa, algo tenía que me había permitido salvar tantas dificultades en el medio siglo que llevaba sobre el planeta. Yo, y aquí saltó la cosa, era astuto. Allí estaba el quid. Si uno no es inteligente, y yo no lo era, como queda manifiesto, ha de tener algo más. La vida no da tregua y uno debe arreglárselas de algún modo. Puede que haya otros caminos, pero creo que son matices de estos dos: o inteligencia o astucia. Dicen que hay afortunados que han sido agraciados con las dos. No he conocido ese prodigio.
Bien, yo era astuto. Eso me dio cierta tranquilidad, cierta paz interior. Ante las dificultades, yo siempre podría recurrir a mi astucia. El astuto no es inteligente pero se las arregla. A veces se las arregla mejor que el inteligente que, por serlo, se vuelve un poco tonto, un poco impráctico. Confiado en que es inteligente, se deja estar y al final la realidad le pasa por encima. Yo no era inteligente, pero era astuto. De eso debía valerme. Empecé a mirar las cosas desde otro punto de vista. Es más, acepto que empecé a mirar todo un poco desde arriba, como sobrándome, subido a mi astucia. Ahora iban a ver lo que era un astuto en acción.
Me duró un tiempo la cosa de la astucia. Yo iba por la calle y sonreía. Nadie se daba cuenta de que allí iba un individuo dotado de astucia. Ahora sí, la vida se iba a enterar de lo que era enfrentarse conmigo, con un astuto de verdad. No como hasta hacía poco tiempo cuando, a raíz de lo que mi madre me había inculcado, yo iba por el mundo de inteligente y siempre me había ido mal. Me daba cuenta del tiempo que había perdido por confiar en mi inteligencia, todo lo que me podría haber evitado. Yo marchaba confiado en mi inteligencia y veía a otros, a quienes no consideraba inteligentes, pasar de largo como si fueran en moto. Y yo siempre a pie. Claro, ahora entendía, esos que me habían pasado por el costado eran astutos y yo era meramente inteligente, cosa que tampoco era.
No voy a volver a las preguntas iniciales de la oscura noche, pero sí dejo constancia de que en aquellos intensos tiempos yo me preguntaba qué había sido de mí. Inteligente no era, eso estaba más que reconocido. Tampoco me consideraba astuto. Porque, tal como las cosas se habían dado, yo creía en mi inteligencia y no creía en mi astucia. Es más, tenía una actitud desdeñosa hacia la astucia. Me parecía una cualidad espuria. Veía individuos que yo consideraba astutos y los despreciaba. Eso no es inteligencia, me decía, eso es mera astucia, como una especie de bandidismo. Ahí no hay cabeza, solo hay olfato, así no vale. Las cosas han de ser limpias, claras, hechas a fuerza de pensamiento, de ideas bien definidas.
Pero ¿qué es la inteligencia?, me pregunté un día. Empecemos por donde hay que empezar, como deben hacerse las cosas, por el principio. Porque si no era inteligente por lo menos podía tratar de pensar de modo ordenado. Me hice esa pregunta, me dispuse a responderla, y me senté a pensar.
Estuve cinco años sentado. Había días en que yo veía que avanzaba. Era notorio que iba camino a la verdad, rumbo al día en que lograría decirme: “Inteligencia es esto”. Pero luego venían días en que todo se me venía abajo y me quedaba como al comienzo, sin entender nada.
Para ser cortos, después de esos cinco años quedé donde estaba. Ese fue el resultado: cero. Entonces volví a las andadas. Yo me decía: vistas así las cosas, considerando que no logré entender qué es la inteligencia, hay que concluir que no soy inteligente, cosa que todos ya sabíamos. Tampoco la naturaleza me ha beneficiado con la astucia, cosa también conocida. Entonces, ¿cómo es que he vivido hasta ahora?, me preguntaba.
Fue después de eso que empecé a reconocer que algo de astucia yo debía haber tenido porque, de otro modo, era imposible que hubiera sobrevivido. Por ese camino fue que, recordando todas las metidas de pata que había hecho y de las que siempre, a trancas y barrancas, había salido adelante, empecé a reconocerme astuto. No solo astuto, sino muy. Me reía solo recordando todas las burradas que había hecho y me preguntaba cómo fui capaz de recuperarme. Con astucia, claro. Cuanto más grande la burrada más me regocijaba recordando con cuanta astucia había sabido sortearla.
Se transformó en un vicio, recordar burradas, cuanto más necias mejor. Porque, cuanto más necia la burrada, más grande había sido mi astucia. No había forma de no reconocerlo: yo era un astuto. A esa altura, además, era un astuto viejo.
Todavía ando con el tornillo en el bolsillo. Me digo que qué bueno que me ocurran cosas así, absurdas y pequeñas. Que yo piense en ellas. Son recordatorio de qué es mi vida, me ayudan a saber quién soy. Por eso lo escribo, para no olvidarme, para no perderme.
Anduve un tiempo haciéndome el astuto, hasta que se me desmoronó. Porque a cada paso descubría que, pese a mi gran astucia, ahora no solo tenía los mismos problemas que cuando me creía inteligente sino que, además, tenía problemas que nunca antes había tenido. Yo creía que había superado la oscura noche y resultaba que no solo no había salido de ella sino que cada día me perdía más allí. La oscura noche es un asunto que merece un tratamiento por separado de lo que aquí transcurre. Algo se dirá.
Como se adelantó, la oscura noche es una etapa o mejor dicho una “era”, que aún no ha terminado. El vocablo ‘era’, según el Diccionario de la Academia, es: “período de tiempo que se cuenta a partir de un hecho destacado” y también “extenso período histórico caracterizado por una gran innovación en las formas de vida y de cultura. Era de los descubrimientos. Era atómica” y también “cada uno de los grandes períodos de la evolución geológica o cósmica. Era cuaternaria. Era solar”.
La oscura noche es una ‘era’ en el sentido de la primera acepción del vocablo. Tal vez también un poco el sentido de la segunda. Nunca en el de la tercera.
Elucidado lo anterior, digamos que la Era de la oscura noche aún no ha terminado, pese a que en algún momento se creyó que ya había sido superada. Se entiende que la oscura noche tiene una etapa inicial o liminar, una segunda etapa, y una etapa negra que, según algunos, todavía dura.
Hecha la aclaración, continuamos. Fue durante la oscura noche, segunda etapa, en que decidí que si notoriamente no era inteligente y, encima, tampoco era astuto, podría hacerme escritor.
Dicho así suena diáfano, pero no me lo dije de una sola vez ni en poco tiempo. Fue todo muy enredado. Aquel reconocimiento me condujo a una larga reflexión en la que concluí que debía buscar “algo” en lo que no se necesitara ser ni inteligente ni astuto. Busqué y busqué y busqué.
No fue fácil. Porque me daba cuenta de que para todo, para lo que sea, se necesita o un poco de inteligencia o un poco de astucia o una combinación de las dos: un poquito de inteligencia mezclado con un poquito de astucia. En una palabra, había que ser medio vivillo. No había casos de ausencia de las dos cosas. No se podía vivir en la inopia de inteligencia y en la inopia de astucia al mismo tiempo.
Un día me dije que ya había dado con la cosa. Un escritor no tiene por qué ser inteligente ni tiene por qué ser astuto. Ahí estaba. Es claro que si el escritor es un poco inteligente mejor. O, si no es inteligente, es deseable que sea un poco astuto. Pero podía no ser ninguna de las dos cosas y aún así “ser” escritor. De ese modo lo entendía yo.
Enseguida me puse a la tarea. Para ser escritor ¿qué tenía que hacer? Tenía que escribir algo, claro, pero ¿qué, cómo, acerca de qué? Aquí pensé que me vendría bien, hasta para ser escritor, tener un poco de inteligencia. A la astucia no podía recurrir por lo ya dicho. Por más que durante un tiempo me creí un lince, yo no era astuto, ni cerca. Porque en la época cuando yo miraba el mundo desde la cumbre de mi astucia, y despreciaba un poco a los inteligentes, por despistados, por desubicados y otras lindezas, empecé a ver a los verdaderamente astutos. Esos sí que sabían todo. Otra que vivillos: eran súper vivos. Pasaban por mi lado en avión y yo iba en bicicleta.
Yo, que siempre había admirado la inteligencia, ahora me daba cuenta de que la inteligencia sola, pura digamos, es un lastre. La inteligencia sin astucia, sin un poco de viveza, sin un poco de inmoralidad, digamos, no conduce a nada. Es un lastre de verdad, un peso muerto. Individuos que uno ve y uno entiende que notoriamente son inteligentes y hasta muy inteligentes, parecen infradotados para la vida. En cambio el astuto, el vivillo, cuando hay dificultades está en su salsa.
El inteligente, como yo lo he visto, tiende al exceso. Quiere comprender. Luego quiere hacerse un juicio sobre la moralidad de la situación, sobre la ética de la acción. Y así se paraliza. Mientras el astuto, como llevo dicho, pasa por el costado en avión.
Bueno, fue en la oscura noche, segunda etapa, que yo decidí ser escritor. ¿Estuve mal? Claro, visto desde ahora todo es fácil. Es fácil decir que mi decisión confirmaba no solo mi falta de inteligencia y mi falta de astucia sino también mi falta de sentido común.
Bueno, como fue dicho, arribé a esa orilla: para ser escritor tenía que escribir algo. Era claro, pero ¿qué podía escribir yo? Se me ocurrió escribir poesía. Me parecía más fácil. O no me parecía más fácil, me parecía más corto. Antes me dediqué a la novela. Grandes novelas, con historias nunca contadas, tres, cinco, diez novelas.
Estuve años dedicado a la novela. Después la descarté. Iba a las librerías y miraba novelas. Tenían seiscientas páginas, cuatrocientas páginas, trescientas. Me imaginaba el trabajo que llevaría escribir algo así, los años dedicados a llegar a las trescientas páginas y me desmoronaba.
Buscaba algunas más cortas, ciento cincuenta, ciento veinte. Igual de deprimente. De ahí llegué a la poesía. ¿Qué tipo de poesía escribiría? ¿Con rima o verso libre? Me puse a estudiar métrica. Me aburrió enseguida. Mejor poesía en prosa.
Años dedicado a pensar la poesía en prosa, todo el día. Y no llegué. Nunca llegué a nada, como siempre. Después empecé a preguntarme si de verdad quería ser escritor. En vez de escribir poesía, después de años de pensar en el asunto sin escribir un solo verso, caí en preguntarme para qué iba a ser escritor. Iba a ser escritor porque no era inteligente, iba a ser escritor porque no era astuto. Pero ¿acaso escribiendo me iba a volver inteligente o iba a parecer inteligente? Astuto sin duda nunca iba a ser.
¿Conocía yo algún escritor astuto? O, un poco antes, ¿conocía algún escritor? No conocía ninguno. Pero como algo tenía que hacer, bien podría ponerme a escribir. Entonces las preguntas empezaron más atrás. ¿Por qué tenía que hacer algo?, ¿por qué no podía dedicarme a no hacer nada, que era lo que venía haciendo desde que me conocía? ¿Dónde iba a parar con eso de hacer algo? A nada, pero para ser tenía que dedicarme a alguna cosa. ¿Y por qué tenía yo que ser? ¿Acaso ya no era? Claro, pero era lo que era, y era eso lo que yo pensaba que tal vez debía o podía ser cambiado. Tal vez podría intentar ser otra cosa. Escritor, por ejemplo.
Así seguí, días, semanas. Cinco años dedicados a la novela, cinco años dedicados a la poesía, cinco semanas dedicadas a pensar si valía la pena ser escritor. Al fin desistí. Eso fue sano. Eso fue inteligente, si es que se me puede aplicar esa palabra. O fue astuto, si es que ídem. Fue el final de mi etapa de escritor que transcurrió en la segunda época de la oscura noche.
Las cosas no quedaron allí. A los pocos días recaí en el asunto de hacerme escritor. No iba a ser novelista, claro, mucho menos iba a ser poeta, ¿pero era eso inconveniente para que yo me hiciera escritor? Porque ¿qué es un escritor? Para que la pregunta no me abrumara me fui directo al diccionario.
Allí estaba. ‘Escritor’ viene del latín scriptor y es “persona que escribe”, y también “autor de obras escritas o impresas”, y también “persona que escribe al dictado” y también, aunque desusado, “persona que tiene el cargo de redactar la correspondencia de alguien”.
¿En qué sentido quería yo ser escritor? Descartado el sentido “desusado”, descartado escribir al dictado. Me desorientaba un poco aquello de “autor de obras escritas o impresas”. Porque si eran impresas ¿no habían sido antes escritas? ¿O se podía imprimir obras que no habían sido escritas? También descarté este significado. Me quedaba el primero. Yo quería ser una “persona que escribe”. Punto.
Empezaron otros problemas. ¿Qué cosas escribiría, acerca de qué? Pero, ¿tenía alguna importancia eso? Decidí que no me iba a pasar otros cinco años pensando acerca de qué escribe una persona que escribe, es decir un escritor. El diccionario no dice nada al respecto. Si una persona escribe es escritor, no hay discusión. Nada se especifica sobre qué es lo que escribe. ¿Entonces? Lo resolví en cinco minutos. Yo iba a escribir sobre lo primero que se me pasara por la cabeza. (Empezaba a envalentonarme). Sí, cualquier cosa que se me ocurriera. Cosas grandes, cosas chicas, porquerías, todo. Escribiría todo, ¿y qué? (Seguía envalentonándome). ¿Acaso no era mi derecho? ¿Acaso no somos libres?
Me duró un rato la euforia. Me di cuenta de que yo ya era una “persona que escribe” desde hacía más de diez años. Claro, se me puede decir que en esos diez años no había escrito nada, pero fueron cinco años dedicados a la novela, cinco años dedicados a la poesía. Eso tenía que ser tomado en cuenta. Sin inteligencia y sin astucia, como ya estaba más que demostrado, yo era una “persona que escribe”. En ese momento caí en la cuenta de que era mejor volver a la gallina. No, a la gallina no. Lo mejor era volver al tornillo. Asuntos así eran los míos.
Volví al tornillo. No volví al tornillo, pero llamémoslo así: Regreso al tornillo. La grandilocuencia no tiene antídotos. Yo siento un atractivo irrefrenable por historias de tornillos y me gustaría escribir algunas. Pero cada vez que lo intento me gana la grandilocuencia. ¿Algo que me haya pasado hoy que sea del género “tornillo”? Nada, no recuerdo nada. Parece que todo lo que hoy me pasó es superior al género “tornillo” y yo estoy seguro de que no lo es. Pensemos un poco, ¿qué cosas importantes hice hoy? Ninguna. ¿Y entonces? ¿Por qué no encuentro algo del género “tornillo” para escribir en esta libreta mexicana?