Les tengo terror. Cuando nos detenemos frente al semáforo se acercan al auto, se nos vienen encima arrastrándose en sus muletas o en sus sillas de ruedas, o llegan en brazos de otros mendigos que los alzan y frente a mi ventanilla los exhiben como trofeos. Muestran sus brazos o piernas mutilados, sus muñones cosidos, sus heridas curadas o abiertas. Desvío la mirada y ellos golpean el vidrio, insisten en mostrarme lo que les hizo la guerra, una mina me explotó en mala hora, señora, a veces un accidente o la poliomielitis, y yo cierro los ojos. Les tengo terror y ellos lo saben.
Un muñón carmesí se detiene a centímetros de mi cara tras el vidrio, lo veo aplastarse contra la superficie dura y transparente, revolverse, cambiar de color y de aspecto. Iván no los registra porque está acá hace mucho tiempo y se acostumbró, supongo, sigue hablando con el mismo tono de voz, gesticula o enciende un cigarrillo, y yo intento poner cara de que le presto atención, hago de cuenta que escucho lo que dice. La forma, el color del muñón cambia al aplastarse contra la superficie transparente. Un caleidoscopio de carne.
Están en la vereda, esperan la llegada de cada coche en el semáforo de la esquina de la oficina. Ellos saben que tengo que pasar por allí, lo saben y me esperan con sus heridas escamosas o relucientes, con sus piernas y brazos mochos, con sus llagas rojas y violetas, con sus costurones amarillentos. Esperan a que me detenga para mostrarse y exigir mi lástima, para reclamar su derecho a mi pena. Se exhiben, golpean el vidrio para que los vea, golpean con sus nudillos —si los tienen—, con sus codos —si los tienen—, o simplemente aprietan contra el vidrio su cara de cuencas vacías, un rostro sin nariz, su boca como un túnel negro y desierto.
Qué ojos tan vacíos tienes.
Para espantarte mejor.
Iván pone punto muerto, enciende un cigarrillo para aprovechar la parada, hace tanto tiempo que está en Managua que apenas los ve, su mirada los recorre pero no los registra, su conversación no se detiene ni se enlentece, habla y gesticula como si estuviéramos en la oficina o sentados en un restaurante. En cambio yo pierdo contacto con sus argumentos, me voy de su charla, me extravío en el espanto, y el terror me vuelve sorda. Pero no me vuelve ciega y sigo viendo el desfile de lesiones, de llagas, de mutilaciones.
A veces los espío de costado y sin que ellos lo noten, me escudo tras mis lentes oscuros. Debo evitar que ellos adviertan mi interés: si supieran que hago algo más que clavar la vista en la ruta, que perder la mirada en el horizonte, podrían ser capaces de cosas terribles.
Sé que en poco tiempo seré como Iván, podré mirarlos a los ojos y congelarlos, impedirles el menor movimiento, evitar que se acerquen en el semáforo, verlos como obstáculos que entorpecen el tránsito ya de por sí difícil de Managua. Sé que ese día llegará.
Ninguno de ellos, de los mendigos, me inspira tanto terror como el que no tiene ojos. Viene del brazo de alguien que lo conduce, lo lleva otro indigente al que nadie mirará jamás porque todas las miradas van a la cara sin ojos, a las cuencas vacías. Enormes huecos negros, profundísimos. No son agujeros perfectos como hechos con sacabocados, son hoyos irregulares, cavados, perforados. Uno no ve el fondo de esas cuencas, uno no quiere saber qué hay en ese fondo. Desvío la vista, miro hacia otro lado y cierro con fuerza mis ojos sanos, espero que cambie la luz del semáforo de una vez por todas para que Iván acelere y podamos dejar atrás el horror.
Aunque siempre logramos evitar sus demandas, aunque siempre terminamos por llegar al trabajo, hay veces en que dudo de mi capacidad de escapar de ellos, de cubrir los cincuenta metros que separan el semáforo de la puerta de la oficina: entonces imagino que sus manos sin dedos romperán el vidrio y sus rostros sin ojos entrarán en mi mundo, en mi planeta de aire acondicionado y manos completas y cuencas sanas.
Después, cuando llegamos a destino y desciendo del auto, entro a la oficina y la vorágine del día me traga, olvido el terror que me inspiran. Y cuando salgo hacia mi hotel, ya de noche, ellos se han ido y puedo esperar que cambie la luz del semáforo, sin ansiedad ni prisa.
Hoy tuve que salir sola, sin la compañía de Iván. Ha llovido y hace más de dos horas que manejo esta camioneta por calles de barro, sobre basura e inmundicias, a veces voy esquivando perros o chanchos o gallinas, siempre con las ventanillas cerradas y el aire acondicionado al máximo.
En algún momento la calle se volvió camino, y el camino se ha vuelto sendero aunque sigo dentro de los límites de la ciudad según me asegura un mapa precario con más de diez años de antigüedad. Las casillas de madera y lata se han ido espaciando, aparecieron algunas vacas que más que vacas son bovinos flacos de grandes cuernos y jorobas, que intentan pastar entre los plásticos y la basura. Súbitamente pierdo la emisión de la radio que iba escuchando, simplemente desaparece y queda un ruido a estática que hiere el oído.
No me parece buena señal haber perdido la señal.
Observo las casuchas dispersas, el barro que dejó la lluvia; tres hombres de sombrero aludo y mirada torva conversan en una esquina, me ven pasar, me siguen con los ojos y hablan entre ellos. Saco mi teléfono: tampoco tiene señal. Una enloquecida actitud mental se cierne sobre mi cabeza y la repelo con todos los argumentos de mi ser racional: voy en mi vehículo, tengo mis documentos en regla, no puede sucederme nada.
Algunos niños descalzos juegan en el barro, patean una pelota o algo que parece una pelota pero ni siquiera pica contra el suelo, cae como una bolsa sin rebotar, algo amorfo que parece un peso muerto. Bien mirado puede que sea un perro o un gato, algún animal pequeño sin vida o a punto de morir. No puedo creer tanta crueldad. Me parece escuchar un gemido o un ladrido o sonido agudo que surge del animal torturado. La rabia me enceguece, o mejor dicho me enloquece porque la visión la conservo intacta, solo mi respiración ha enloquecido. Me detengo y pongo el freno, bajo del vehículo con el motor en marcha, y me lanzo fuera temblando de ira contra todo, corro hasta la primera casa o casucha o casilla de tablas, busco ayuda. Tienen que ayudarme a detener a esos niños verdugos.
Llamo con las palmas, grito buenos días, vuelvo a batir las palmas, grito: hola, ¿hay alguien?
Su cara se asoma y lo reconozco: es el mendigo sin ojos. Su rostro surge de una grieta en la que no hay puerta, de una abertura cerrada con trapos que tapan la profundidad de lo oscuro, que ocultan el misterio sin formas, las sombras de la casucha donde vive. Sale solo, ya no hay otro mendigo que lo conduzca. He visto sus cuencas vacías y sé que es imposible que vea nada, pero camina seguro y se acerca a mí. Yo lo espero inmóvil, me tiemblan las piernas aunque ya no es de rabia. Podría dar la vuelta y correr a la camioneta que dejé encendida y con la puerta abierta, podría subirme y acelerar y salir de este sitio más rápido de lo que cuesta decirlo. Pero algo me detiene, una fascinación por el horror aborta mi carrera al confort, la paraliza antes de haber comenzado. Es difícil de explicar, tengo miedo, sé que tengo miedo y quiero seguir sintiéndolo. Doy un paso hacia el mendigo ciego que se ha detenido a unos dos metros de donde estoy.
—¿Quién es usted? ¿Qué busca? Él se fue.
Su boca está tan vacía como las cuencas donde hubo un par de ojos. Sé que no debo responder, mi acento me delataría como extranjera y soy incapaz de imitar la forma de hablar nicaragüense. Miro allá, un poco más lejos, veo a los niños ensañados en su juego perverso con el animalito, y recuerdo la rabia. Tiemblo y ya ni sé por qué. El calor del mediodía encierra a la gente en sus ranchos, aplasta su voluntad contra la tierra, les quita las ganas de vivir. Tomo una piedra, la sopeso, la conservo en la mano derecha. El mendigo sigue ahí, mira hacia donde estoy.
—Recaredo se ha marchado, no está acá. Ya se lo he dicho antes, se fue.
Habla dirigiéndose al sitio preciso donde me encuentro parada, y yo camino unos pasos solo para probar si percibe el movimiento. Él se sobresalta y gira la cabeza hacia donde me muevo.
—Le juro que Recaredo ya no está acá. Puede entrar y revisar, verlo con sus ojos.
Pienso en toda la sutil ironía que contiene ese «verlo con sus ojos».
El tipo que me aterroriza desde que llegué a esta ciudad, el mendigo de Managua, está ahí parado, frente a mí, me suplica e intenta persuadirme de algo que ni siquiera entiendo. Pienso en los semáforos del cruce de la esquina de la oficina, en los golpes y en su cara contra el vidrio, y aprieto fuerte la piedra contra la palma de mi mano. Él continúa con su letanía.
—No está, no está. Se lo juro.
Oprimo, la piedra me lastima, la rabia, el miedo, hasta que la arrojo con fuerza contra otras piedras que se desparraman como en un violento juego de bochas.
El mendigo se sobresalta, aferra sus harapos, respira entrecortado. Entra en un trance extático, su cuerpo se abandona, parece iniciar una danza convulsa. Mueve los brazos y los pies como si no tuvieran huesos. Habla y habla, cuenta una historia, y yo no entiendo ni una palabra. Termina y hace silencio. Decido suspirar, solo para ver el efecto del sonido. Él se retuerce las manos.
—Ay, no, por favor. No lo haga otra vez. El Recaredo es buen muchacho, se lo aseguro. Dele una oportunidad, se lo suplico.
El mendigo llora sin ojos, sin lágrimas, llora en seco. La camioneta sigue encendida, seguro que todo el calor de Nicaragua ha entrado por la puerta que dejé abierta. Recojo otra piedra y camino de espaldas hasta el vehículo, subo y cierro. Escucho la voz, asordinada.
—Gracias. Dios lo bendiga.
Acelero y me alejo, paso al costado del terreno donde están los niños que patean a un animal, que juegan a torturar a un perrito que cae una y otra vez como un peso muerto, solo que visto desde cerca no es un perrito, es solo una pelota de plástico, una pobre pelota pinchada que da contra el suelo y no pica, una pelota vieja y sucia y estropeada que ni siquiera rebota para unos niños de Managua que quizá mañana serán mendigos.