Arrabal amargo

Lo primero fue el asco. Mi asco. Caminar sobre placas tectónicas de desperdicios, porquería, basura apisonada, dar un paso y otro sobre bolsas, trapos, mierda, botellas, pañales, temer resbalar en ese barro amasado con aguas servidas que huelen a vómitos, semen, fetos en descomposición, pescado podrido.

Yo sé que debería encontrar una palabra para describir este olor, esta pestilencia a cosas muertas, a ríos de orines calentados al sol y mezclados con la sal y la humedad del mar que está allí, a dos pasos, pero fracaso: hedor, tufo o hediondez no describen nada de este mundo. Camino y trago saliva.

Al mediodía y en el mercado, cuando bajé de mi burbuja rodante y acondicionada, ese olor fue un puño que me reventó la boca.

Estamos en Haití, en el sur de Puerto Príncipe.

Este lugar se llama Martissant, y es la miseria de la miseria.

Un entramado de callejones oprimido entre el Caribe y la montaña, chabolas en equilibrio al borde del barranco, una aglomeración anárquica de viviendas, aguas negras que bajan entre cantidades descomunales de desechos, geografía implacable y tugurizada y, por donde se mire, el hacinamiento de gente sin esperanza ni dientes.

Acá se hace más difícil que en el resto del país encontrar vestigios de la llamada “perla de las Antillas”.

Trescientas mil o 400 mil personas (nadie lo sabe muy bien) se amontonan en poco más de ocho quilómetros cuadrados. No hay censos ni estadísticas, dice Carlota, una socióloga española que no le teme al barro ni a los malos olores, que trabaja en una oficina que es también una chabola y que da asistencia psicológica y legal a mujeres víctimas de violencia. No se conocen a ciencia cierta los índices de asesinatos, robos, violaciones, abuso sexual, explotación infantil, trata, violencia familiar (viendo las fotos de mujeres golpeadas que hay sobre su mesa exploto en ansias de castraciones y torturas y pena de muerte, y no sé si todavía soy yo o el enano fascista que me habita).

Si Haití es una pesadilla para la humanidad, el barrio de Martissant –junto a la famosa Cité Soleil– es el producto estrella de las pesadillas.

La ruta que va al sur corta el barrio de un machetazo: autos trancados en el tránsito brutal, colapsado, psicótico, taptaps, camiones exhaustos y multicolores cargados hasta lo increíble de gente y de bolsas y de paquetes, el lujo blindado de las cuatro por cuatro, motos chinas con tres y cuatro pasajeros, y este mercado, el más repugnante del planeta, que se arma sobre la basura por donde camino ahora mismo, arrastrando el asco y la angustia como a un perro muerto.

(Hay o hubo algo de soberbia en esto de cruzar la frontera aséptica de mi hotel de cadena internacional con aire acondicionado a 21 grados y desayuno continental para meter la nariz en la sucursal del infierno.)

¿Qué se le puede vender a los más miserables de los miserables? Una bolsa sucia extendida en el suelo exhibe yucas, jabón de lavar y velas caseras, un par de ollas viejas, lechugas tristísimas. En un país con un índice de desocupación estratosférico, la única alternativa es salir a vender lo que se tenga. Lo que se tenga. Hay que conseguir el sustento de la familia de ese día, y no es casual que la composición por género del mercado sea la que es: casi todas mujeres, mujeres que llevan su carga en la cabeza, frutas y verduras, latones de arroz con porotos negros, bultos de ropa usada, tachos con agua, quilos de panes, botellitas de ron casero.

A mi lado, Amélie limpia las tripas de un animal, las sumerge en un agua turbia, indescriptible, las vuelva a sacar, las inspecciona y repite el procedimiento hasta quedar satisfecha, luego las cuelga de una soga como una guirnalda de Navidad. ¿Dije que no hay agua corriente? Tampoco hay electricidad. Mi conductor, Élian, le explica que yo soy de un lugar de América del Sur, que quiero saber cómo es su vida. Amélie asiente, tiene la mirada un poco perdida, habla lento, hace pocos días vio morir a su bebé recién nacido entre charcos de sangre porque el hospital público estaba en huelga y ella no calificó para ingresar al de una conocida organización humanitaria. Después sabré que el índice de muertes por parto es en Haití uno de los más elevados del mundo, 600 por cada 100 mil. Dice Élian que ella dice que le cuesta caminar tantas horas y con la carne de cabrito sobre la cabeza. ¿No hay otros médicos, otros hospitales? Él dice que ella dice que no sabe. La ayuda internacional se ha ido retirando, es cada vez menor. Esto lo dice mi conductor, que es hombre y sabe de esas cosas. Amélie sumerge tripas, las saca, las cuelga.

Diálogo que podría haber tenido con Amélie, si tuviéramos algún idioma en común:

—¿Cuánto ganás?

—A veces 200 gurdas, a veces 400 [un dólar vale 60 gurdas], a veces nada.

—¿Cuántas horas trabajás?

—No sé cuántas horas trabajo, llego cuando amanece, antes aún. Traigo carne de cabrito que mi madre y yo faenamos. Me voy cuando cae el sol porque tengo miedo de las bandas armadas, a las mujeres nos roban lo que tenemos, nos violan, a veces nos matan.

—¿Vas a ir a votar?

—¿Para qué?

Camino un poco más, por un momento me olvido del asco, del olor, los ojos fijos de Amélie me siguen aunque ya no me pueden ver. Las vendedoras están sentadas en el suelo, al lado de su montoncito de morrones o de ajos, de tomates cascados, espantan las moscas, la paciencia y la indiferencia pintadas en sus rostros. Mujeres para las que el tiempo no existe.

Una joven lleva un petate de varios pisos sobre su cabeza, es una forma rara, no alcanzo a distinguir la carga hasta que se acerca y veo plumas, picos, patas, alas: un hato de gallinas casi vivas o casi muertas.

Nadine, muy vieja, un único diente grande y largo que baja desde su encía superior, sacude las mil trencitas de cabello blanco y vende oraciones para combatir maleficios. Sí, oraciones a Erzulie Yeux Rouges, la gran reina del vudú, diosa nacida del sufrimiento y de la esclavitud, del dolor de las violaciones, la que tiene los ojos rojos de llorar y el machete de guerrera en la espalda. Siento un rechazo inicial, algo de repulsión por esas imágenes de la cosmogonía haitiana –la palabra “vudú” tiene para mí ecos de salvajismo, de ignorancia–, pero Nadine me hace remontar el desagrado a fuerza de simpatía. Habla un poco de francés y me pregunta si tengo pareja, cuántos hijos, me regala una botellita de agua milagrosa que llega del norte del país, de algún sitio donde asegura que se apareció la diosa. También vende klerec, un alcohol de altísima graduación que no sé si tiene algo que ver con el rito antimaleficios o los haitianos lo compran porque les gusta. No, no quiero probar el klerec, muchas gracias. Vive en Martissant desde que nació, me cuenta que este lugar era el paraíso. Pero de eso hace mucho, y ríe su diente solitario.

—¿Vas a ir a votar, Nadine?

—¿Para qué?

Estoy en la entrada, en el umbral de una vivienda. No dije puerta porque no hay, apenas un hueco en los bloques de hormigón tapado con una tela descolorida. Por la noche colocan una chapa y varios candados, me dice Maxine, que defiende a los pobres de los otros pobres, pienso yo. Dentro el suelo es de tierra apisonada, algunas sillas, una mesa con mantel bordado, muy limpio, dos cuadros del sagrado corazón, un par de diplomas, unos peluches sobre un mueble, figuritas de cerámica, muñecas de hace décadas. Una especie de miseria emperifollada.

Maxine dice que es de clase media, intelectual, agrega levantando la voz y la barbilla. En realidad Maxine no sería clase media en ninguna parte más que en África central o aquí, en Haití, pero no seré yo quien se lo diga. Me habla de la corrupción que ha empujado al país a la miseria, de la pérdida de su trabajo después del terremoto, de las posibilidades casi nulas de hacer algo con una licenciatura en letras. Habla alto, casi grita, y yo quedo hipnotizada por esa erre haitiana que es casi una ge, por toda esa fuerza de Maxine que, lo sé, se irá apagando con el tiempo. Habla de la inutilidad de los proyectos de desarrollo internacionales, de la corrupción de los gobernantes locales y de todas las autoridades, de la falta de salud y de higiene y de justicia y de seguridad y de educación. No cree en los políticos, y hoy irá a la manifestación en contra de la segunda vuelta de las presidenciales. Yo miro alrededor, nunca vi osos de peluche más tristes.

—¿Vas a ir a votar?

—¿Para qué?

Allá en lo alto hay un cartel publicitario enorme: “Mamá, es tu turno de hacerte mimar”, dice en francés y no en créole, y una presunta madre, joven y bella, pelo lacio, sonrisa blanquísima contra la piel negro clarito, mira con amor a una imponente camioneta Bmw.

Grand Ravin fue un arroyo y hoy es el mayor basural en el barrio de la basura, un asentamiento dentro de Martissant, un vertedero donde comen los chanchos y las cabras y los perros, y juegan los niños. No sé si es verdad, en todo caso es un símbolo la historia de los nenes que jugaban al fútbol con un cráneo como pelota. Y es que acá hay tantos muertos por homicidio que luego son quemados, que no costaría mucho creerlo.

Por ejemplo, en 2005, en un estadio de Martissant y frente a 5 mil personas, la banda Lamé Ti-Manchet (el Ejército del Pequeño Machete) masacró a 50 personas, matanza que continuó al día siguiente en Grand Ravin.

Cuando llueve, el arroyo resucita, cobra vida, y los casos de cólera se multiplican, me dice Alice, una joven médica haitiana que trabaja en el hospital de Martissant. Cinco años después de la aparición de la epidemia, el sistema de salud haitiano carece de fondos para combatirla, de recursos humanos.

Alice cuenta que estudió en Estados Unidos y volvió para ayudar en su patria. Ahora piensa que es poco lo que puede hacer en medio de la desidia y la corrupción.

—¿No hay médicos?

—Dicen que hay más médicos haitianos en Montreal que en Puerto Príncipe.

—¿Y hospitales?

—Los ricos se atienden en Miami.

Sonríe con la mitad de la boca.

Está cansada de pelear en hospitales sin camas ni medicamentos, sin agua corriente, sin luz, sin letrinas. Tiene 41 años y quiere huir, está entrampada en el sitio al que quiso volver. Piensa: ¿quién se ocupará, si me voy? Y sigue un día más. “Sólo un día más”, me dice desde atrás de un biombo donde se lava las manos, la cara y los dientes con agua que compró con su dinero.

Llegó el momento, haré la pregunta que debo hacer, la haré con vergüenza y sabiendo que no hay salida, y esperaré la respuesta.

Pero Alice no me contestará, ya se habrá ido.

El rugido de un avión tapará el silencio.

Para espantarte mejor

Les tengo terror. Cuando nos detenemos frente al semáforo se acercan al auto, se nos vienen encima arrastrándose en sus muletas o en sus sillas de ruedas, o llegan en brazos de otros mendigos que los alzan y frente a mi ventanilla los exhiben como trofeos. Muestran sus brazos o piernas mutilados, sus muñones cosidos, sus heridas curadas o abiertas. Desvío la mirada y ellos golpean el vidrio, insisten en mostrarme lo que les hizo la guerra, una mina me explotó en mala hora, señora, a veces un accidente o la poliomielitis, y yo cierro los ojos. Les tengo terror y ellos lo saben.

Un muñón carmesí se detiene a centímetros de mi cara tras el vidrio, lo veo aplastarse contra la superficie dura y transparente, revolverse, cambiar de color y de aspecto. Iván no los registra porque está acá hace mucho tiempo y se acostumbró, supongo, sigue hablando con el mismo tono de voz, gesticula o enciende un cigarrillo, y yo intento poner cara de que le presto atención, hago de cuenta que escucho lo que dice. La forma, el color del muñón cambia al aplastarse contra la superficie transparente. Un caleidoscopio de carne.

Están en la vereda, esperan la llegada de cada coche en el semáforo de la esquina de la oficina. Ellos saben que tengo que pasar por allí, lo saben y me esperan con sus heridas escamosas o relucientes, con sus piernas y brazos mochos, con sus llagas rojas y violetas, con sus costurones amarillentos. Esperan a que me detenga para mostrarse y exigir mi lástima, para reclamar su derecho a mi pena. Se exhiben, golpean el vidrio para que los vea, golpean con sus nudillos —si los tienen—, con sus codos —si los tienen—, o simplemente aprietan contra el vidrio su cara de cuencas vacías, un rostro sin nariz, su boca como un túnel negro y desierto.

Qué ojos tan vacíos tienes.

Para espantarte mejor.

Iván pone punto muerto, enciende un cigarrillo para aprovechar la parada, hace tanto tiempo que está en Managua que apenas los ve, su mirada los recorre pero no los registra, su conversación no se detiene ni se enlentece, habla y gesticula como si estuviéramos en la oficina o sentados en un restaurante. En cambio yo pierdo contacto con sus argumentos, me voy de su charla, me extravío en el espanto, y el terror me vuelve sorda. Pero no me vuelve ciega y sigo viendo el desfile de lesiones, de llagas, de mutilaciones.

A veces los espío de costado y sin que ellos lo noten, me escudo tras mis lentes oscuros. Debo evitar que ellos adviertan mi interés: si supieran que hago algo más que clavar la vista en la ruta, que perder la mirada en el horizonte, podrían ser capaces de cosas terribles.

Sé que en poco tiempo seré como Iván, podré mirarlos a los ojos y congelarlos, impedirles el menor movimiento, evitar que se acerquen en el semáforo, verlos como obstáculos que entorpecen el tránsito ya de por sí difícil de Managua. Sé que ese día llegará.

Ninguno de ellos, de los mendigos, me inspira tanto terror como el que no tiene ojos. Viene del brazo de alguien que lo conduce, lo lleva otro indigente al que nadie mirará jamás porque todas las miradas van a la cara sin ojos, a las cuencas vacías. Enormes huecos negros, profundísimos. No son agujeros perfectos como hechos con sacabocados, son hoyos irregulares, cavados, perforados. Uno no ve el fondo de esas cuencas, uno no quiere saber qué hay en ese fondo. Desvío la vista, miro hacia otro lado y cierro con fuerza mis ojos sanos, espero que cambie la luz del semáforo de una vez por todas para que Iván acelere y podamos dejar atrás el horror.

Aunque siempre logramos evitar sus demandas, aunque siempre terminamos por llegar al trabajo, hay veces en que dudo de mi capacidad de escapar de ellos, de cubrir los cincuenta metros que separan el semáforo de la puerta de la oficina: entonces imagino que sus manos sin dedos romperán el vidrio y sus rostros sin ojos entrarán en mi mundo, en mi planeta de aire acondicionado y manos completas y cuencas sanas.

Después, cuando llegamos a destino y desciendo del auto, entro a la oficina y la vorágine del día me traga, olvido el terror que me inspiran. Y cuando salgo hacia mi hotel, ya de noche, ellos se han ido y puedo esperar que cambie la luz del semáforo, sin ansiedad ni prisa.

Hoy tuve que salir sola, sin la compañía de Iván. Ha llovido y hace más de dos horas que manejo esta camioneta por calles de barro, sobre basura e inmundicias, a veces voy esquivando perros o chanchos o gallinas, siempre con las ventanillas cerradas y el aire acondicionado al máximo.

En algún momento la calle se volvió camino, y el camino se ha vuelto sendero aunque sigo dentro de los límites de la ciudad según me asegura un mapa precario con más de diez años de antigüedad. Las casillas de madera y lata se han ido espaciando, aparecieron algunas vacas que más que vacas son bovinos flacos de grandes cuernos y jorobas, que intentan pastar entre los plásticos y la basura. Súbitamente pierdo la emisión de la radio que iba escuchando, simplemente desaparece y queda un ruido a estática que hiere el oído.

No me parece buena señal haber perdido la señal.

Observo las casuchas dispersas, el barro que dejó la lluvia; tres hombres de sombrero aludo y mirada torva conversan en una esquina, me ven pasar, me siguen con los ojos y hablan entre ellos. Saco mi teléfono: tampoco tiene señal. Una enloquecida actitud mental se cierne sobre mi cabeza y la repelo con todos los argumentos de mi ser racional: voy en mi vehículo, tengo mis documentos en regla, no puede sucederme nada.

Algunos niños descalzos juegan en el barro, patean una pelota o algo que parece una pelota pero ni siquiera pica contra el suelo, cae como una bolsa sin rebotar, algo amorfo que parece un peso muerto. Bien mirado puede que sea un perro o un gato, algún animal pequeño sin vida o a punto de morir. No puedo creer tanta crueldad. Me parece escuchar un gemido o un ladrido o sonido agudo que surge del animal torturado. La rabia me enceguece, o mejor dicho me enloquece porque la visión la conservo intacta, solo mi respiración ha enloquecido. Me detengo y pongo el freno, bajo del vehículo con el motor en marcha, y me lanzo fuera temblando de ira contra todo, corro hasta la primera casa o casucha o casilla de tablas, busco ayuda. Tienen que ayudarme a detener a esos niños verdugos.

Llamo con las palmas, grito buenos días, vuelvo a batir las palmas, grito: hola, ¿hay alguien?

Su cara se asoma y lo reconozco: es el mendigo sin ojos. Su rostro surge de una grieta en la que no hay puerta, de una abertura cerrada con trapos que tapan la profundidad de lo oscuro, que ocultan el misterio sin formas, las sombras de la casucha donde vive. Sale solo, ya no hay otro mendigo que lo conduzca. He visto sus cuencas vacías y sé que es imposible que vea nada, pero camina seguro y se acerca a mí. Yo lo espero inmóvil, me tiemblan las piernas aunque ya no es de rabia. Podría dar la vuelta y correr a la camioneta que dejé encendida y con la puerta abierta, podría subirme y acelerar y salir de este sitio más rápido de lo que cuesta decirlo. Pero algo me detiene, una fascinación por el horror aborta mi carrera al confort, la paraliza antes de haber comenzado. Es difícil de explicar, tengo miedo, sé que tengo miedo y quiero seguir sintiéndolo. Doy un paso hacia el mendigo ciego que se ha detenido a unos dos metros de donde estoy.

—¿Quién es usted? ¿Qué busca? Él se fue.

Su boca está tan vacía como las cuencas donde hubo un par de ojos. Sé que no debo responder, mi acento me delataría como extranjera y soy incapaz de imitar la forma de hablar nicaragüense. Miro allá, un poco más lejos, veo a los niños ensañados en su juego perverso con el animalito, y recuerdo la rabia. Tiemblo y ya ni sé por qué. El calor del mediodía encierra a la gente en sus ranchos, aplasta su voluntad contra la tierra, les quita las ganas de vivir. Tomo una piedra, la sopeso, la conservo en la mano derecha. El mendigo sigue ahí, mira hacia donde estoy.

—Recaredo se ha marchado, no está acá. Ya se lo he dicho antes, se fue.

Habla dirigiéndose al sitio preciso donde me encuentro parada, y yo camino unos pasos solo para probar si percibe el movimiento. Él se sobresalta y gira la cabeza hacia donde me muevo.

—Le juro que Recaredo ya no está acá. Puede entrar y revisar, verlo con sus ojos.

Pienso en toda la sutil ironía que contiene ese «verlo con sus ojos».

El tipo que me aterroriza desde que llegué a esta ciudad, el mendigo de Managua, está ahí parado, frente a mí, me suplica e intenta persuadirme de algo que ni siquiera entiendo. Pienso en los semáforos del cruce de la esquina de la oficina, en los golpes y en su cara contra el vidrio, y aprieto fuerte la piedra contra la palma de mi mano. Él continúa con su letanía.

—No está, no está. Se lo juro.

Oprimo, la piedra me lastima, la rabia, el miedo, hasta que la arrojo con fuerza contra otras piedras que se desparraman como en un violento juego de bochas.

El mendigo se sobresalta, aferra sus harapos, respira entrecortado. Entra en un trance extático, su cuerpo se abandona, parece iniciar una danza convulsa. Mueve los brazos y los pies como si no tuvieran huesos. Habla y habla, cuenta una historia, y yo no entiendo ni una palabra. Termina y hace silencio. Decido suspirar, solo para ver el efecto del sonido. Él se retuerce las manos.

—Ay, no, por favor. No lo haga otra vez. El Recaredo es buen muchacho, se lo aseguro. Dele una oportunidad, se lo suplico.

El mendigo llora sin ojos, sin lágrimas, llora en seco. La camioneta sigue encendida, seguro que todo el calor de Nicaragua ha entrado por la puerta que dejé abierta. Recojo otra piedra y camino de espaldas hasta el vehículo, subo y cierro. Escucho la voz, asordinada.

—Gracias. Dios lo bendiga.

Acelero y me alejo, paso al costado del terreno donde están los niños que patean a un animal, que juegan a torturar a un perrito que cae una y otra vez como un peso muerto, solo que visto desde cerca no es un perrito, es solo una pelota de plástico, una pobre pelota pinchada que da contra el suelo y no pica, una pelota vieja y sucia y estropeada que ni siquiera rebota para unos niños de Managua que quizá mañana serán mendigos.

El probador

Hola Úrsula, bienvenida al mundo de los gordos, donde todos los espejos te dan malas noticias.

Pienso: el sobrepeso llegó sigilosamente, casi sin que me diera cuenta. No, no es cierto que no me diera cuenta, un día te aprieta un botón, otro día te cuesta un poco cerrar el cierre, y ninguno de esos datos tomados en forma aislada significan nada: la menstruación te hincha, son gases, retención de líquidos, ¿no tendré un fibroma? Hasta hace poco tiempo el médico encontraba equilibrada mi relación peso-altura; está en un percentil saludable, decía. ¿Cuándo fue que la salud empezó a ser más importante que la belleza? ¿Después de los setenta, setenta y cinco kilos? ¿Desde cuándo a alguien le importa tener cintura, piernas, caderas saludables?

– ¿Cómo le quedó? –escucho gritar a la vendedora.

–No me entra, ¿me traés un talle más?

–No, no tenemos, ese era el más grande.

Paf, recibo el sopapo.

Un calor súbito trepa por mi pecho y la cara, las orejas me arden. El vestido, que no bajó más allá de la cintura, queda trabado entre las axilas y la cabeza al intentar sacarlo, y la tela espesa me sumerge en una oscuridad sin aire. Hago fuerza, tiro hacia arriba, trato de liberarme, agito los brazos, mis codos empujan, la puta que la parió a la vendedora, ¿cómo que no hay otro talle?, las nalgas golpean contra las paredes de madera del probador que de pronto me aprietan, me comprimen, me ahogan. No logro sacarme el vestido, no veo nada y me falta el aire, la transpiración me moja la espalda, el pecho, este trapo de mierda no sale, por Dios, ¿por qué no sale?, tironeo con más fuerza y ya sin pensar en las costuras pero pensando en la mujer que está ahí fuera, la bronca, las ganas de llorar y salir y tirarle el vestido en la cara, hago fuerza, tiro y tiro, me lo arranco, cruje el hilo roto, la tela desgarrada.

Emerjo y respiro. Respiro.

Me veo en el espejo bajo esa luz impiadosa: agitada, una mujer enrojecida, los ojos desorbitados, jadeante, desgreñada, que desborda en su ropa interior.

Mirate, Úrsula, mirate con atención. Esos rollos a la luz de estos 500 watts, el panículo de grasa que la iluminación resalta y dramatiza, que el sudor hace brillar. ¿No te reconocés? Hola, te presento: sos la gorda. Ese pliegue debajo de tu rostro es tu papada, ese bulto en medio de tu cuerpo es tu panza, por detrás hay un gran culo.

Nadie puede querer a una gorda, me susurra papá.

El espejo, la luz que cae sin clemencia sobre el cuerpo, una mujer pasada de peso en ropa interior. Basta, no miro más.

Me visto como puedo, los dedos torpes abrochan botones en ojales equivocados. La cartera cae al suelo y ruedan monedas, pañuelos, peines, una barrita de cereales, chocolates mordidos y mal envueltos. Recojo todo, me acomodo el pelo. Que no esté la vendedora, que no esté parada ahí, que se haya ido a venderle a otra su ropita de Liliput.

Abro la puerta, salgo con el vestido en la mano, la vergüenza hecha un ovillo en mi puño.

Busco con la mirada: la vendedora muestra un pantalón blanco a una mujer de mi edad, alrededor de los cuarenta. Ella se lo mide sobre la ropa, lo apoya sobre sus caderas, delgadas, perfectas. A esas caderas no les importa el percentil ni la relación peso-altura. Adivino la pregunta que le hace a la vendedora. ¿Me quedará bien, será mi talle? La vendedora asiente, mohín, sonrisa, estás en el sitio indicado, baby.

La gordura llegó sin que me diera cuenta, decía. Mentira. La culpa la tienen los materiales con que fabrican la ropa: lycra, elastano, spándex, esos tejidos hacen que un talle 44 se transforme en un 46 y hasta en un 50, sin que la usuaria advierta cambios. La grasa se expande y la contiene el spándex; silencioso, artero, disimula el rollo, camufla con comodidad el mondongo incipiente.

¿La gordura llegó sin que me diera cuenta? Mentira. Verdad: los elásticos confunden y nadie se mira tanto al espejo después de los cuarenta. Y si te mirás, la miopía, generosa, tiende un manto difuso a la imagen, una aureola de normalidad o al menos de indefinición y de sombra.

Mentira, más mentiras, siempre supe que sería gorda. Aun sin serlo. Papá trató de advertírmelo, y la tía Irene… Pobre tía Irene.

Antes de huir de la tienda miro alrededor. Es día de liquidación, el local está lleno de mujeres que revuelven un mar de blusitas, remeritas, shorcitosque lucirán sobre sus cuerpitos este verano. Hurgan en estantes, canastos, encuentran algo de su talle que sacaron de debajo de un revoltijo, corren a los probadores con el botín, esperan su turno en la fila. Charlan y ríen, se miran, se reconocen entre ellas: la cofradía de las bellas. Las miro desde la puerta y con el vestido en la mano; quiero tirarlo al suelo, pisotearlo, gritar que no me importa nada si me entra o no esa ropa de porquería, esos trapos de mierda, salir y pegar un portazo.

Camino despacio, dejo el vestido sobre el mostrador, musito una disculpa al aire, a la nada, no quiero verles las caras, no quiero mirarlas, me voy en silencio por la puerta de adelante, como si fuera la de atrás. La calle me recibe, me pierdo en la multitud, me traga el anonimato del gentío.

Hoy empiezo la dieta.

–Deme un tique de estacionamiento.

– ¿Tu matrícula, preciosa?

El tipo me sonríe, me mira. El kiosco huele a comida, detrás de la cortina alguien manipula ollas, platos, una voz femenina canturrea una cumbia. Paseo la vista entre la mujer desnuda del almanaque, apenas tapada con un neumático, y los culos que saltan de las revistas exhibidas en los anaqueles. Si me concentro puedo imaginarme que soy la ninfa del neumático, que tengo un culo de revista satinada. El kiosquero sonríe y me mira las tetas, que empujan la remera de spándex comprada hace unos años. Miro la revista, la otra revista, el almanaque.

Me acodo en el mostrador y me acerco al hombre del kiosco que mira mi cuerpo, lo recorre y sonríe. Sin desviar la vista de sus ojos estiro la remera hacia abajo, regodeándome estiro el escote casi hasta llegar al pezón, me detengo ahí unos instantes, y luego lo bajo un poco más, un poco más. El tipo deja de sonreír, deja de mirarme. Un olor espeso a lentejas y carne grasosa invade el espacio, se instala con solidez de objeto en el aire.

– ¿Matrícula? –susurra.

–AXB 1890 –digo lentamente la combinación de números y letras, sin sacarle los ojos de encima.

El tipo vuelve a mirarme, esta vez a la cara, luego dirige la vista hacia la cortina, enseguida los ojos descienden al papel en el que escribe, de pronto apurado, mi matrícula.

Arranca la hoja de un tirón.

–Son diez pesos –dice, con un hilo de voz.

Despacio, me acomodo la ropa y él me entrega el tique, cobra y me devuelve el cambio sin levantar la vista.

–Cagón.

Salgo resuelta, no llego a tiempo a la reunión.