Hola Úrsula, bienvenida al mundo de los gordos, donde todos los espejos te dan malas noticias.
Pienso: el sobrepeso llegó sigilosamente, casi sin que me diera cuenta. No, no es cierto que no me diera cuenta, un día te aprieta un botón, otro día te cuesta un poco cerrar el cierre, y ninguno de esos datos tomados en forma aislada significan nada: la menstruación te hincha, son gases, retención de líquidos, ¿no tendré un fibroma? Hasta hace poco tiempo el médico encontraba equilibrada mi relación peso-altura; está en un percentil saludable, decía. ¿Cuándo fue que la salud empezó a ser más importante que la belleza? ¿Después de los setenta, setenta y cinco kilos? ¿Desde cuándo a alguien le importa tener cintura, piernas, caderas saludables?
– ¿Cómo le quedó? –escucho gritar a la vendedora.
–No me entra, ¿me traés un talle más?
–No, no tenemos, ese era el más grande.
Paf, recibo el sopapo.
Un calor súbito trepa por mi pecho y la cara, las orejas me arden. El vestido, que no bajó más allá de la cintura, queda trabado entre las axilas y la cabeza al intentar sacarlo, y la tela espesa me sumerge en una oscuridad sin aire. Hago fuerza, tiro hacia arriba, trato de liberarme, agito los brazos, mis codos empujan, la puta que la parió a la vendedora, ¿cómo que no hay otro talle?, las nalgas golpean contra las paredes de madera del probador que de pronto me aprietan, me comprimen, me ahogan. No logro sacarme el vestido, no veo nada y me falta el aire, la transpiración me moja la espalda, el pecho, este trapo de mierda no sale, por Dios, ¿por qué no sale?, tironeo con más fuerza y ya sin pensar en las costuras pero pensando en la mujer que está ahí fuera, la bronca, las ganas de llorar y salir y tirarle el vestido en la cara, hago fuerza, tiro y tiro, me lo arranco, cruje el hilo roto, la tela desgarrada.
Emerjo y respiro. Respiro.
Me veo en el espejo bajo esa luz impiadosa: agitada, una mujer enrojecida, los ojos desorbitados, jadeante, desgreñada, que desborda en su ropa interior.
Mirate, Úrsula, mirate con atención. Esos rollos a la luz de estos 500 watts, el panículo de grasa que la iluminación resalta y dramatiza, que el sudor hace brillar. ¿No te reconocés? Hola, te presento: sos la gorda. Ese pliegue debajo de tu rostro es tu papada, ese bulto en medio de tu cuerpo es tu panza, por detrás hay un gran culo.
Nadie puede querer a una gorda, me susurra papá.
El espejo, la luz que cae sin clemencia sobre el cuerpo, una mujer pasada de peso en ropa interior. Basta, no miro más.
Me visto como puedo, los dedos torpes abrochan botones en ojales equivocados. La cartera cae al suelo y ruedan monedas, pañuelos, peines, una barrita de cereales, chocolates mordidos y mal envueltos. Recojo todo, me acomodo el pelo. Que no esté la vendedora, que no esté parada ahí, que se haya ido a venderle a otra su ropita de Liliput.
Abro la puerta, salgo con el vestido en la mano, la vergüenza hecha un ovillo en mi puño.
Busco con la mirada: la vendedora muestra un pantalón blanco a una mujer de mi edad, alrededor de los cuarenta. Ella se lo mide sobre la ropa, lo apoya sobre sus caderas, delgadas, perfectas. A esas caderas no les importa el percentil ni la relación peso-altura. Adivino la pregunta que le hace a la vendedora. ¿Me quedará bien, será mi talle? La vendedora asiente, mohín, sonrisa, estás en el sitio indicado, baby.
La gordura llegó sin que me diera cuenta, decía. Mentira. La culpa la tienen los materiales con que fabrican la ropa: lycra, elastano, spándex, esos tejidos hacen que un talle 44 se transforme en un 46 y hasta en un 50, sin que la usuaria advierta cambios. La grasa se expande y la contiene el spándex; silencioso, artero, disimula el rollo, camufla con comodidad el mondongo incipiente.
¿La gordura llegó sin que me diera cuenta? Mentira. Verdad: los elásticos confunden y nadie se mira tanto al espejo después de los cuarenta. Y si te mirás, la miopía, generosa, tiende un manto difuso a la imagen, una aureola de normalidad o al menos de indefinición y de sombra.
Mentira, más mentiras, siempre supe que sería gorda. Aun sin serlo. Papá trató de advertírmelo, y la tía Irene… Pobre tía Irene.
Antes de huir de la tienda miro alrededor. Es día de liquidación, el local está lleno de mujeres que revuelven un mar de blusitas, remeritas, shorcitosque lucirán sobre sus cuerpitos este verano. Hurgan en estantes, canastos, encuentran algo de su talle que sacaron de debajo de un revoltijo, corren a los probadores con el botín, esperan su turno en la fila. Charlan y ríen, se miran, se reconocen entre ellas: la cofradía de las bellas. Las miro desde la puerta y con el vestido en la mano; quiero tirarlo al suelo, pisotearlo, gritar que no me importa nada si me entra o no esa ropa de porquería, esos trapos de mierda, salir y pegar un portazo.
Camino despacio, dejo el vestido sobre el mostrador, musito una disculpa al aire, a la nada, no quiero verles las caras, no quiero mirarlas, me voy en silencio por la puerta de adelante, como si fuera la de atrás. La calle me recibe, me pierdo en la multitud, me traga el anonimato del gentío.
Hoy empiezo la dieta.
–Deme un tique de estacionamiento.
– ¿Tu matrícula, preciosa?
El tipo me sonríe, me mira. El kiosco huele a comida, detrás de la cortina alguien manipula ollas, platos, una voz femenina canturrea una cumbia. Paseo la vista entre la mujer desnuda del almanaque, apenas tapada con un neumático, y los culos que saltan de las revistas exhibidas en los anaqueles. Si me concentro puedo imaginarme que soy la ninfa del neumático, que tengo un culo de revista satinada. El kiosquero sonríe y me mira las tetas, que empujan la remera de spándex comprada hace unos años. Miro la revista, la otra revista, el almanaque.
Me acodo en el mostrador y me acerco al hombre del kiosco que mira mi cuerpo, lo recorre y sonríe. Sin desviar la vista de sus ojos estiro la remera hacia abajo, regodeándome estiro el escote casi hasta llegar al pezón, me detengo ahí unos instantes, y luego lo bajo un poco más, un poco más. El tipo deja de sonreír, deja de mirarme. Un olor espeso a lentejas y carne grasosa invade el espacio, se instala con solidez de objeto en el aire.
– ¿Matrícula? –susurra.
–AXB 1890 –digo lentamente la combinación de números y letras, sin sacarle los ojos de encima.
El tipo vuelve a mirarme, esta vez a la cara, luego dirige la vista hacia la cortina, enseguida los ojos descienden al papel en el que escribe, de pronto apurado, mi matrícula.
Arranca la hoja de un tirón.
–Son diez pesos –dice, con un hilo de voz.
Despacio, me acomodo la ropa y él me entrega el tique, cobra y me devuelve el cambio sin levantar la vista.
–Cagón.
Salgo resuelta, no llego a tiempo a la reunión.