Entré al edificio. Me abrieron la verja y luego crucé el jardín y me choqué contra una puerta de tamaño considerable. No tenía timbre ni llamador pero un portero abrió una de las pesadas hojas y me hizo pasar.
Pensé que el jardín era muy chico para un edificio tan importante pero enseguida me di cuenta de que no era la puerta principal de la embajada.
Pasamos al lado de una escalera de mármol con barandas de hierro forjado y luego una antesala diminuta e insular que daba a una y otra parte de la casa. Dejamos las habitaciones de servicio, pasamos por un estrecho y largo corredor que dio a una sala de estar donde dos guardias miraban televisión y un camarero apilaba unas botellas de vidrio verde. Luego dimos unas vueltas donde perdí la orientación y fuimos a dar a un recibidor; ahí dejé mi abrigo y el portafolio. Llevaba un traje para la ocasión y el mayordomo principal me preguntó si había traído las partituras. Le dije que sí y me di cuenta de que debería sacarlas del portafolio y llevarlas a la sala principal donde, muy probablemente, se encontraría el piano.
–Maestro –me dijo el que debería ser el jefe de recepción.
Entonces le extendí la mano. Él hizo un breve gesto para que pasara por allí y dio un simple cabeceo que resultó todo su saludo.
–¿Trajo las partituras?
Le dije que sí.
Me explicó que el piano estaba de espaldas a la sala. Todavía había poca gente en el jardín y en el patio central donde daban las canchas de tenis. Todos esperaban que diesen la orden de entrar al edificio. No pude ver a nadie en particular sino que se me hizo a la vista como una masa de caras y trajes y vestidos y tapados en los colores más diversos y extravagantes. El jefe del protocolo –encargado de la recepción– me hizo pasar a la sala que tenía muy pocos muebles y la más variada colección de adornos, pinturas y antigüedades. Me señaló el piano y sin decir palabra me senté y puse a un lado de la butaca la carpeta con los folios.
El hombre me dijo que tendría que permanecer siempre ahí y que tocase solo aquellos temas que me fuesen solicitados. Dijo que no debería darme vuelta para observar el salón, ni pedir un vaso de agua, que lo que yo necesitara me sería dado, a su momento. También me dijo que ellos ya tenían una lista con todo lo que podría necesitar y que no tomara mucho líquido ya que no podría ir al baño. Le dije que comprendía todos los términos y me acomodé en la butaca. Después abrí la tapa del teclado e hice unas escalas para ver cuán afinado se encontraba y qué sonidos podría lograr de él. Enseguida se acercó el encargado y me dijo:
–Puede tocar solo lo que se le hubiese encargado. No queremos salirnos del programa.
Le aclaré que solo lo estaba probando, pero no dijo palabra y me aferró el hombro con su mano. Dejé de tocar y me puse a extender mis dedos en el aire.
–Hoy tendremos una visita muy importante –confesó– es alguien que requiere de su música y de su discreción, y por supuesto de su respeto.
–¿Él va a saludarme?
–Nadie sabe qué va a hacer esta noche.
Dijo esto y se fue. Me dejó un dolor impresionante en el hombro por el que me había tenido agarrado.
De pronto sentí un gran rumor de gente que entraba a borbotones desparejos como si hubiese alguien en el umbral de la puerta y estuviera empujándolos de a poco. Un grupo y luego otro y otro, se hacía más confuso y potente ese rumor. Entonces comprendí que la sala ya se encontraba repleta. Un hombre con un vaso de whisky en la mano y gemelos brillantes se paró frente a mí. A un lado y al frente, y me dijo, en tono algo cascado, que tocase música de fondo. Me quedé un poco desorientado. Vino otro hombre de traje pero no smoking, y me dijo:
–El embajador quiso decir algún vals o una música por el estilo.
Entonces toqué un vals vienés. El más común de mi repertorio. Iba pasando mis dedos por el piano y dejaba apenas la huella de las yemas en el teclado. Toqué en forma discreta y casi mecánica. Como no sabía si debía tocar otro vals u otro tema cualquiera o si debería esperar que me indicasen que lo tocara volví a ejecutar ese mismo vals y lo toqué por el lapso de una hora aproximadamente. Entonces el rumor hizo un abrupto silencio y la mano pesada se apoyó sobre mi hombro, otra vez, y también hice silencio. Traté de agudizar más mis oídos. El silencio se interrumpió por un aplauso cerrado y una gran ovación, entonces por los parlantes del salón se pudo escuchar las estrofas del himno del país anfitrión. Una vez que terminaron los acordes se hizo un breve silencio, y de golpe se instaló, de nuevo, en todos lados, ese persistente murmullo.
–Toque música de fondo –dijo la voz de los gemelos y el vaso de whisky.
Entonces sí supe qué tocar y comencé con la suave melodía.
Mi mirada estaba fija en un retrato que tenía frente a mí. Ésta, primero había atravesado el piano y después se detuvo en una pared blanca y estrecha, subió por la mesita con el jarrón y el friso de mármol esculpido, hasta que por fin se detuvo, otra vez, en el retrato de una mujer avejentada. Parecía muy fría o muy ajena. Llevaba un traje de época y un peinado acorde con el momento en el que fue pintada. Tenía un dejo de locura en su mirada. Fría, hueca, pero había algo irracional, como si hubiese sido presa de calumnias o humillación, si hubiera sido difamada. De pronto el murmullo comenzó a fluir en el salón, era como si todos, en olas, se desplazara de un lugar a otro.
Entonces pensé en uno de mis sueños recurrentes. Podría pensar en eso y en otras mil cosas más, mientras ejecutaba, de memoria, la misma melodía. Recordé los acontecimientos dolorosos de ese sueño. Las olas golpeaban contra la costa, el día era gris pero el calor era insoportable. La playa estaba llena de bañistas y me encontraba con mis hermanos y mis primos jugando en el agua. A cierta distancia había un banco de arena y quise ir hasta allí. Nadaba hasta el banco y me paraba sobre él y me parecía que era un verdadero gigante. Veía la costa como algo lejano y diminuto. Entonces me venía un gran frío y un miedo profundo, y trataba de volver a la costa, pero no podía. Nadaba, con gran desesperación, pero era como si nunca avanzara. Entonces me daba miedo de morirme y mis piernas me tiraban hacia el fondo. Solo podía escuchar el ruido de las olas y pensaba que ahí mismo me iba a morir. Pero en el sueño lograba llegar a la costa, y una vez que llegaba a la playa estaba solo por completo. Podía escuchar el sonido del mar, que me rodeaba por todas partes. Entonces regresaba caminando hacia mi casa y la gente se escondía y cerraba sus puertas y ventanas y me evitaban porque yo estaba mojado. Me encontraba en El fortín e iba hasta la piedra horadada y en la gruta no se encontraba la imagen de la santa. Entonces todo desaparecía o se volvía blanco o incoloro, y me despertaba agitado. Una vez despierto estaba, de nuevo, en la playa y no podía salir de ese lugar y me despertaba de nuevo, y luego otra vez. Pensé en ese sueño mientras tocaba la melodía, en forma mecánica. Eso hacía que mi cabeza pudiese abandonar el lugar y me dejara solo frente al piano como quien deja detrás a su sombra. Sabía que mi mente estaba en otra parte pero en ese entonces yo estaba ahí, en el salón rodeado de gente. Todo lo demás eran conjeturas. Solo podía escuchar un murmullo detrás de mí; un rumor, como el sonido de las olas en el mar. Las olas rompiendo en la orilla. Pero era solo eso: un rumor. Gente que tomaba, hablaba y se divertía.
Una voz con marcado acento, pero en castellano, me pidió.
–Toque el tango.
No supe si se refería a algún tema en particular o me pedía que solo tocara tangos, dudé unos instantes y me puse a tocar uno de mis tangos favoritos. El rumor se balanceó, poco a poco, de a un lado al otro, y sentí, otra vez, la mano pesada sobre mi hombro izquierdo.
–Usted preguntó si el visitante lo iría a saludar. Se dirigió a usted y eso ya es un motivo de orgullo. Este tema dejó contento también a su eminencia, esos son dos puntos a su favor. Trate de no defraudarlos.
Dijo esto y levantó su mano enorme de mi hombro que apenas se movió, sin dar una nota en falso. Continué tocando, entonces, la misma canción, una y otra vez, y es todo lo que haría hasta que me pidieran otro tema o que parara de tocar.
Un hombre de traje azul marino se paró a un lado del piano, casi al final de la cola. De un bolsillo de su saco extrajo un encendedor y prendió un cigarrillo de filtro marrón por lo que supuse que estaba fumando un Camel. Nunca lo pude verificar, pero eso pensé. Y entonces echó un par de bocanadas cubriendo las cuerdas del piano. Se estiró un poco en sus zapatos y echó otra bocanada, luego dejó su lugar y volvió a ser parte del murmullo. Por un tiempo inmenso solo me acompañó la señora de la pintura que se encontraba frente a mí, sobre la mesita de estilo, el jarrón y el friso. Entonces me di cuenta de otra presencia, ésta más viva que la del cuadro, era otra mujer. Su boca no paraba de sonreír y por sus ojos claros se escapaba una especie de queja por la situación en la que se encontraba. Era alta de estatura y tenía un vestido gris. Era un gris perla con bordados color grafito. Llevaba un collar de oro con un colgante con brillos y dos pendientes dorados con unas piedritas diminutas que no cesaban de chispear; se había puesto rubor en su piel blanca casi color nácar. Su cara era redonda y de rasgos regulares, algo pequeños pero cargados de temor. Tenía las caderas anchas y el busto pequeño y firme, y sus brazos –que eran generosos y también blancos– se interrumpían camino a su vientre por el puño de dos guantes de seda color canela. El pelo, rubio apagado, caía a los lados de sus pómulos, y era lacio y llovido, sin broches ni adorno alguno, las cejas estaban cuidadosamente trabajadas sobre los párpados. Debería tener más de treinta años pero menos de cuarenta. Sus labios no paraban de sonreír en lo que me figuré era un rictus nervioso. La mujer observaba el piano y me observaba a mí. No de modo intencional o al menos no del modo en el que me hubiese gustado. Me observaba como si fuese parte del salón, del personal de servicio.
La mujer de guantes de canela se acercó un poco a mí y dijo:
–¿Eso es el tango?
Su castellano apenas se podría insinuar como el de un extranjero, le entendí claramente, y asentí con un golpe marcado de párpados y un casi imperceptible balanceo de mi frente.
–Al príncipe le gusta el tango. A mí también. Usted lo toca de forma irreprochable.
Entonces golpeé un poco las teclas como le gusta sentir el tango en el exterior y ella sonrió, pero esta vez no fue de forma nerviosa. Era una genuina risa real. Tal vez no real pero sí de la nobleza.
Llegó un camarero y le extendió un vaso con licor. No pude darme cuenta qué era lo que estaba bebiendo. Tomó un sorbo largo de un golpe y luego lo bebió a sorbitos más pequeños y marcados. Ella esperaba algo de alguien y hacía tiempo junto al piano mientras se desenredaban sus pensamientos. Entonces vino a buscarla un hombre un tanto mayor. No sabría decir bien su edad pero le llevaba al menos unos cuántos años. La sujetó de uno de sus brazos y la atrajo hacia él. La mujer forcejeó y el hombre la soltó y su rostro tomó un color intenso, casi granate. Le reclamaría que fuese con él de forma inmediata, que dejara ese sitio, que no tomase tanto o cualquier otra cosa, parte de una rencilla cotidiana. Tal vez no fuera su esposo sino solo un amigo. Ella quiso decirle algo pero se contuvo. Él se la quedó mirando de forma desafiante. La mujer sumergió sus ojos dentro de vaso de licor y el hombre viejo dio media vuelta y se perdió en medio del murmullo. Ella dejó de mirar dentro del vaso y puso sus ojos claros en mí. Esta vez no me veía como a un mueble: era una mirada que pedía socorro. Quería que alguien tuviese un gesto gentil. Entonces golpeé, una vez más, los dedos en el teclado. Ella sonrió, pero esta vez fue una sonrisa triste y forzada. Se calzaba y descalzaba el talón izquierdo en su zapato. En ese momento me di cuenta que avanzaba hacia mí y apoyó una de sus manos canela sobre mi hombro izquierdo. Sentí un profundo fuego interior. Sus dedos parecían decir cosas a través de mi solapa y el hombro de mi frac se encontraba erizado, expectante. Era como si golpeteara un timbre de telégrafo o me transmitiera algo –que no podía decirme con palabras– a través del guante corto, apoyado sobre mi hombro. Fue un instante. Ella empezó a murmurar una melodía. Era triste y romántica. Al menos me pareció eso mientras la escuchaba y paseaba, al mismo tiempo, los dedos sobre el teclado. La voz cascada y grave –que comprendí era la del embajador– la llamó por su linaje. Lo dijo en otro idioma, pero comprendí que no la llamaba por su nombre. Ella dejó el lugar donde se encontraba y abandonó mi hombro y el piano y la carpeta con los folios que había dejado a un lado, cuando me senté. Me dio, en forma efímera, la noción de una mirada como de quien deja algo atrás, extraviado en algún sitio. Entonces la dama volvió a ser parte del murmullo que habitaba el salón y se perdió a mis espaldas.
–Toque algo de fondo –me reclamó la voz grave, otra vez.
Entonces empecé a tocar un vals. El más común de todos los valses de mi repertorio. El rumor se comenzó a disociar como si alguien cardase una hebra de algodón entre sus dedos. El murmullo se instaló en grupos que abandonaban el lugar y pronto fue un suave rumor fuera de la puerta de entrada a la sala.
–Está bien –dijo otra voz– puede dejar de tocar ese tema.
Descansé mis manos y también mis piernas. Me paré y extendí mis dedos y luego giré mis pies sobre mis talones.
Me trajeron algo de beber: agua; estaba fría. También me trajeron un plato enorme con unos pocos canapés, la mayoría con crema doble. Los fui comiendo mientras abandonaba el piano, la butaca, la pintura de la mujer triste, y la sala. Llegué, siguiendo los pasos del conserje, hasta el recibidor. Puse las partituras en el portafolio y tomé mi abrigo y lo dejé colgado de uno de mis brazos. Junto a la puerta lateral me esperaba el secretario del embajador.
–Estuvo muy bien –me dijo.
Entonces extendió tres billetes y los dejó en mis manos.
Me coloqué el abrigo y salí hacia la noche fría. Todo estaba muy oscuro y había viento.
Mientras cruzaba el parque, antes de llegar a la fuente de querubines, frente a la estatua de un pugilista romano, me puse a pensar, di unas cuántas vueltas y estiré y enrollé mis brazos. Los pensamientos eran confusos y sutiles. Solo una cosa habita en mí: el guante canela con los dedos suaves inventando un lenguaje para pedir socorro. La risa forzada, esa permanente tristeza.
Al otro día los diarios no hablaron de la recepción. Tampoco mencionaron la llegada del príncipe. No hubo una sola cita del hecho.