Estación Pereira

Había conseguido un empleo.

   El trabajo era monótono, el sueldo bajo, pero por fin había conseguido un empleo.

El jefe, con gesto de inminente bostezo, me observaba de arriba a abajo.

– ¿Tiene fobia a los insectos? ¿Le molestan los grillos?

– No –respondí.

Siempre detrás de una posición de poder me hizo un par de preguntas acerca de mi legajo y mis aspiraciones.

La entrevista fue breve. Por un momento pensé que una vez más me rechazarían, pero en medio de la conversación se levantó de su silla y me dijo:

– El empleo es suyo.

Recogí todo lo necesario de un bargueño alargado de cármica verde (la oficina era la primera habitación de una casa de familia) y saludé efusivamente a todos mientras salía.

La camioneta me llevó hasta la ruta 32 y el cruce de vías, luego tomó un camino vecinal, luego otro, y por una senda tortuosa y empinada llegamos a la estación Pereira.

Era un día de calor; recuerdo la fecha: 3 de enero.

La camioneta me dejó levantando una gran nube de polvo y prometieron recogerme a las cinco y media.

Me invadía una gran alegría y una cuota de poderosa ansiedad, que hacía balancear compulsivamente mis piernas.

En la estación me recibió el encargado. Tenía la cara reseca y agrietada, y una expresión de enojo permanente.

– ¿Usted es el nuevo empleado?

Afirmé con la cabeza.

Me señaló hacia un lado del camino y me dijo:

– Ahí tiene su silla, la máquina de escribir y la mesa de tijera. Aquí generalmente hace mucho calor, si quiere higienizarse puede usar el baño que hay detrás de los surtidores.

Llevé todas las cosas hasta la mesita y dispuse los papeles y los demás elementos.

Antes de irse, el hombre con gesto de enojo me dijo:

– Aquí llueve poco, pero si lo sorprende un chaparrón puede ocultarse bajo la garita.

Las horas que transcurrieron hasta las cinco fueron interminables.

Pasé la mañana escribiendo y mirando el reloj; era como si estuviese inmóvil: cuanto más lo observaba más lento recorría su vuelta completa, y más lejos parecía la hora del almuerzo que, evidentemente, partiría en dos el día y me gratificaría algo en medio de ese tedio que me tenía abrumado.

A las doce y doce minutos apareció el encargado. Traía en sus manos un plato cubierto con un lienzo de cocina y una jarra con agua. Me dejó todo a un lado y se fue en silencio.

Descubrí el plato y vi dos huevos fritos con arroz, un pan y un tenedor con mango de madera. El agua estaba fresca, pero me resultó poca.

Luego de almorzar llevé todo hasta la estación y lavé en una pileta de latón los trastos sucios. Regresé a mi silla y me senté, echándome en ella.

La tarde fue aún más tediosa y larga que la mañana.

Una bandada de cuervos planeaba lentamente sobre las rocas y sobre los árboles, con sus alas completamente extendidas, rozándose, apenas, en sus giros. Observaba una y otra vez el reloj y seguía escribiendo.

A veces, una gota de sudor zigzagueaba por toda mi cara y caía estrepitosamente sobre el papel, formando un laguito pequeño que se enturbiaba con la tinta de las letras, firmes y cuadradas; entonces me enjugaba la cara con un pañuelo enorme de hilo blanco y pasaba el pulgar por la hoja tratando de no extender demasiado la mancha.

El silencio era absoluto. El rítmico picoteo de mi vieja Remington lo quebraba, de repente, convirtiéndose pronto en el único sonido en la inmensidad del llano.

A las cinco finalicé mi trabajo. Me cercioré una y otra vez que fueran las cinco y no las cuatro, y comencé a ordenar todas mis cosas lo suficientemente despacio para que me llevara lo que quedaba del horario.

Una vez que terminé me paré junto a la puerta de la estación y quedé observando el camino. Se acercó el encargado y me ofreció un cigarrillo.

Estuvimos así, en silencio, un buen rato.

La camioneta no venía y yo comenzaba a impacientarme. Seguramente le pediría a mi jefe que me pagara tiempo extra. Al otro día de mañana hablaría con él y se lo reclamaría.

– Si tuviese un mapa regresaría caminando –dije.

– Lo más probable es que se pierda con mapa y todo.

– Lo sé.

– ¿Lo sabe?

A veces me parecía que detrás de una nube de polvo aparecería la camioneta, pero al acercarse era sólo un caballo o un perro corriendo perdices por el campo.

Siempre que veía algo moverse, a lo lejos, me decía: “Ya vienen”, y otra vez: “Ya vienen”.

El sol me había recalentado la mollera; quise ir hasta los baños a darme un buen baldazo de agua fría, pero no me aparté del camino esperando ver la camioneta. La vería desde lejos y saltaría de emoción. En el camino no diría palabra. Ellos verían que estaba muy molesto. Si preguntaban me haría el tonto y no se lo diría. Deberían darse cuenta de que estaba furioso sólo por mi silencio.

Ya habían pasado dos horas y no había una señal en el camino.

El encargado me palmeó la espalda y dijo:

– Tal vez vengan mañana.

Me vino entonces un gran desasosiego y quise llorar, pero me contuve.

– Puede dormir en la parte posterior. Hay una cama con sábanas limpias. ¿Le molestan los grillos? Gritan toda la noche. Puedo ofrecerle comida, jabón y alguna camisa; se lo descontaría de su futuro sueldo.

– ¿Hace mucho que vive aquí?

– Diez años. Mucho tiempo. Pero todo pasa más rápido cuando se tiene compañía. Usted parece un muchacho pacífico y sociable. El empleado anterior no soportaba nada.

Sacó otro cigarrillo y lo encendió con un par de chasquidos. Aspiró una gran bocanada y quedó nuevamente en silencio.

El cielo comenzaba a opacarse y una suave brisa golpeaba mi cara y mis brazos. Yo seguía parado en el mismo lugar. Todavía observaba el camino e intentaba ver, inútilmente, algo. “Ya vienen”, me decía, “ya vienen”.

El encargado se acercó y me palmeó nuevamente. Lo tomé como una exhortación a que fuera con él hasta la oficina; que me dejara de esperar como un tonto.

– ¿Cuánto tardaron en recoger al otro empleado? –pregunté.

El hombre con gesto de enojo no dijo palabra. Levantó las colillas del suelo, colocándolas en una cajita de fósforos vacía.

– ¿Cuánto tardaron en recoger al otro empleado?

El hombre se volvió y comenzó a caminar lentamente hacia la estación. Llegó a la puerta y encendió las luces de la entrada y la garita. Aseguró los postigos. Guardó el cartel y las latas de aceite.

Una vez dentro me hizo señas para que pasara.

La dama

Entré al edificio. Me abrieron la verja y luego crucé el jardín y me choqué contra una puerta de tamaño considerable. No tenía timbre ni llamador pero un portero abrió una de las pesadas hojas y me hizo pasar.

Pensé que el jardín era muy chico para un edificio tan importante pero enseguida me di cuenta de que no era la puerta principal de la embajada.

Pasamos al lado de una escalera de mármol con barandas de hierro forjado y luego una antesala diminuta e insular que daba a una y otra parte de la casa. Dejamos las habitaciones de servicio, pasamos por un estrecho y largo corredor que dio a una sala de estar donde dos guardias miraban televisión y un camarero apilaba unas botellas de vidrio verde. Luego dimos unas vueltas donde perdí la orientación y fuimos a dar a un recibidor; ahí dejé mi abrigo y el portafolio. Llevaba un traje para la ocasión y el mayordomo principal me preguntó si había traído las partituras. Le dije que sí y me di cuenta de que debería sacarlas del portafolio y llevarlas a la sala principal donde, muy probablemente, se encontraría el piano.

–Maestro –me dijo el que debería ser el jefe de recepción.

Entonces le extendí la mano. Él hizo un breve gesto para que pasara por allí y dio un simple cabeceo que resultó todo su saludo.

–¿Trajo las partituras?

Le dije que sí.

Me explicó que el piano estaba de espaldas a la sala. Todavía había poca gente en el jardín y en el patio central donde daban las canchas de tenis. Todos esperaban que diesen la orden de entrar al edificio. No pude ver a nadie en particular sino que se me hizo a la vista como una masa de caras y trajes y vestidos y tapados en los colores más diversos y extravagantes. El jefe del protocolo –encargado de la recepción– me hizo pasar a la sala que tenía muy pocos muebles y la más variada colección de adornos, pinturas y antigüedades. Me señaló el piano y sin decir palabra me senté y puse a un lado de la butaca la carpeta con los folios.

El hombre me dijo que tendría que permanecer siempre ahí y que tocase solo aquellos temas que me fuesen solicitados. Dijo que no debería darme vuelta para observar el salón, ni pedir un vaso de agua, que lo que yo necesitara me sería dado, a su momento. También me dijo que ellos ya tenían una lista con todo lo que podría necesitar y que no tomara mucho líquido ya que no podría ir al baño. Le dije que comprendía todos los términos y me acomodé en la butaca. Después abrí la tapa del teclado e hice unas escalas para ver cuán afinado se encontraba y qué sonidos podría lograr de él. Enseguida se acercó el encargado y me dijo:

–Puede tocar solo lo que se le hubiese encargado. No queremos salirnos del programa.

Le aclaré que solo lo estaba probando, pero no dijo palabra y me aferró el hombro con su mano. Dejé de tocar y me puse a extender mis dedos en el aire.

–Hoy tendremos una visita muy importante –confesó– es alguien que requiere de su música y de su discreción, y por supuesto de su respeto.

–¿Él va a saludarme?

–Nadie sabe qué va a hacer esta noche.

Dijo esto y se fue. Me dejó un dolor impresionante en el hombro por el que me había tenido agarrado.

De pronto sentí un gran rumor de gente que entraba a borbotones desparejos como si hubiese alguien en el umbral de la puerta y estuviera empujándolos de a poco. Un grupo y luego otro y otro, se hacía más confuso y potente ese rumor. Entonces comprendí que la sala ya se encontraba repleta. Un hombre con un vaso de whisky en la mano y gemelos brillantes se paró frente a mí. A un lado y al frente, y me dijo, en tono algo cascado, que tocase música de fondo. Me quedé un poco desorientado. Vino otro hombre de traje pero no smoking, y me dijo:

–El embajador quiso decir algún vals o una música por el estilo.

Entonces toqué un vals vienés. El más común de mi repertorio. Iba pasando mis dedos por el piano y dejaba apenas la huella de las yemas en el teclado. Toqué en forma discreta y casi mecánica. Como no sabía si debía tocar otro vals u otro tema cualquiera o si debería esperar que me indicasen que lo tocara volví a ejecutar ese mismo vals y lo toqué por el lapso de una hora aproximadamente. Entonces el rumor hizo un abrupto silencio y la mano pesada se apoyó sobre mi hombro, otra vez, y también hice silencio. Traté de agudizar más mis oídos. El silencio se interrumpió por un aplauso cerrado y una gran ovación, entonces por los parlantes del salón se pudo escuchar las estrofas del himno del país anfitrión. Una vez que terminaron los acordes se hizo un breve silencio, y de golpe se instaló, de nuevo, en todos lados, ese persistente murmullo.

–Toque música de fondo –dijo la voz de los gemelos y el vaso de whisky.

Entonces sí supe qué tocar y comencé con la suave melodía.

Mi mirada estaba fija en un retrato que tenía frente a mí. Ésta, primero había atravesado el piano y después se detuvo en una pared blanca y estrecha, subió por la mesita con el jarrón y el friso de mármol esculpido, hasta que por fin se detuvo, otra vez, en el retrato de una mujer avejentada. Parecía muy fría o muy ajena. Llevaba un traje de época y un peinado acorde con el momento en el que fue pintada. Tenía un dejo de locura en su mirada. Fría, hueca, pero había algo irracional, como si hubiese sido presa de calumnias o humillación, si hubiera sido difamada. De pronto el murmullo comenzó a fluir en el salón, era como si todos, en olas, se desplazara de un lugar a otro.

Entonces pensé en uno de mis sueños recurrentes. Podría pensar en eso y en otras mil cosas más, mientras ejecutaba, de memoria, la misma melodía. Recordé los acontecimientos dolorosos de ese sueño. Las olas golpeaban contra la costa, el día era gris pero el calor era insoportable. La playa estaba llena de bañistas y me encontraba con mis hermanos y mis primos jugando en el agua. A cierta distancia había un banco de arena y quise ir hasta allí. Nadaba hasta el banco y me paraba sobre él y me parecía que era un verdadero gigante. Veía la costa como algo lejano y diminuto. Entonces me venía un gran frío y un miedo profundo, y trataba de volver a la costa, pero no podía. Nadaba, con gran desesperación, pero era como si nunca avanzara. Entonces me daba miedo de morirme y mis piernas me tiraban hacia el fondo. Solo podía escuchar el ruido de las olas y pensaba que ahí mismo me iba a morir. Pero en el sueño lograba llegar a la costa, y una vez que llegaba a la playa estaba solo por completo. Podía escuchar el sonido del mar, que me rodeaba por todas partes. Entonces regresaba caminando hacia mi casa y la gente se escondía y cerraba sus puertas y ventanas y me evitaban porque yo estaba mojado. Me encontraba en El fortín e iba hasta la piedra horadada y en la gruta no se encontraba la imagen de la santa. Entonces todo desaparecía o se volvía blanco o incoloro, y me despertaba agitado. Una vez despierto estaba, de nuevo, en la playa y no podía salir de ese lugar y me despertaba de nuevo, y luego otra vez. Pensé en ese sueño mientras tocaba la melodía, en forma mecánica. Eso hacía que mi cabeza pudiese abandonar el lugar y me dejara solo frente al piano como quien deja detrás a su sombra. Sabía que mi mente estaba en otra parte pero en ese entonces yo estaba ahí, en el salón rodeado de gente. Todo lo demás eran conjeturas. Solo podía escuchar un murmullo detrás de mí; un rumor, como el sonido de las olas en el mar. Las olas rompiendo en la orilla. Pero era solo eso: un rumor. Gente que tomaba, hablaba y se divertía.

Una voz con marcado acento, pero en castellano, me pidió.

–Toque el tango.

No supe si se refería a algún tema en particular o me pedía que solo tocara tangos, dudé unos instantes y me puse a tocar uno de mis tangos favoritos. El rumor se balanceó, poco a poco, de a un lado al otro, y sentí, otra vez, la mano pesada sobre mi hombro izquierdo.

–Usted preguntó si el visitante lo iría a saludar. Se dirigió a usted y eso ya es un motivo de orgullo. Este tema dejó contento también a su eminencia, esos son dos puntos a su favor. Trate de no defraudarlos.

Dijo esto y levantó su mano enorme de mi hombro que apenas se movió, sin dar una nota en falso. Continué tocando, entonces, la misma canción, una y otra vez, y es todo lo que haría hasta que me pidieran otro tema o que parara de tocar.

Un hombre de traje azul marino se paró a un lado del piano, casi al final de la cola. De un bolsillo de su saco extrajo un encendedor y prendió un cigarrillo de filtro marrón por lo que supuse que estaba fumando un Camel. Nunca lo pude verificar, pero eso pensé. Y entonces echó un par de bocanadas cubriendo las cuerdas del piano. Se estiró un poco en sus zapatos y echó otra bocanada, luego dejó su lugar y volvió a ser parte del murmullo. Por un tiempo inmenso solo me acompañó la señora de la pintura que se encontraba frente a mí, sobre la mesita de estilo, el jarrón y el friso. Entonces me di cuenta de otra presencia, ésta más viva que la del cuadro, era otra mujer. Su boca no paraba de sonreír y por sus ojos claros se escapaba una especie de queja por la situación en la que se encontraba. Era alta de estatura y tenía un vestido gris. Era un gris perla con bordados color grafito. Llevaba un collar de oro con un colgante con brillos y dos pendientes dorados con unas piedritas diminutas que no cesaban de chispear; se había puesto rubor en su piel blanca casi color nácar. Su cara era redonda y de rasgos regulares, algo pequeños pero cargados de temor. Tenía las caderas anchas y el busto pequeño y firme, y sus brazos –que eran generosos y también blancos– se interrumpían camino a su vientre por el puño de dos guantes de seda color canela. El pelo, rubio apagado, caía a los lados de sus pómulos, y era lacio y llovido, sin broches ni adorno alguno, las cejas estaban cuidadosamente trabajadas sobre los párpados. Debería tener más de treinta años pero menos de cuarenta. Sus labios no paraban de sonreír en lo que me figuré era un rictus nervioso. La mujer observaba el piano y me observaba a mí. No de modo intencional o al menos no del modo en el que me hubiese gustado. Me observaba como si fuese parte del salón, del personal de servicio.

La mujer de guantes de canela se acercó un poco a mí y dijo:

–¿Eso es el tango?

Su castellano apenas se podría insinuar como el de un extranjero, le entendí claramente, y asentí con un golpe marcado de párpados y un casi imperceptible balanceo de mi frente.

–Al príncipe le gusta el tango. A mí también. Usted lo toca de forma irreprochable.

Entonces golpeé un poco las teclas como le gusta sentir el tango en el exterior y ella sonrió, pero esta vez no fue de forma nerviosa. Era una genuina risa real. Tal vez no real pero sí de la nobleza.

Llegó un camarero y le extendió un vaso con licor. No pude darme cuenta qué era lo que estaba bebiendo. Tomó un sorbo largo de un golpe y luego lo bebió a sorbitos más pequeños y marcados. Ella esperaba algo de alguien y hacía tiempo junto al piano mientras se desenredaban sus pensamientos. Entonces vino a buscarla un hombre un tanto mayor. No sabría decir bien su edad pero le llevaba al menos unos cuántos años. La sujetó de uno de sus brazos y la atrajo hacia él. La mujer forcejeó y el hombre la soltó y su rostro tomó un color intenso, casi granate. Le reclamaría que fuese con él de forma inmediata, que dejara ese sitio, que no tomase tanto o cualquier otra cosa, parte de una rencilla cotidiana. Tal vez no fuera su esposo sino solo un amigo. Ella quiso decirle algo pero se contuvo. Él se la quedó mirando de forma desafiante. La mujer sumergió sus ojos dentro de vaso de licor y el hombre viejo dio media vuelta y se perdió en medio del murmullo. Ella dejó de mirar dentro del vaso y puso sus ojos claros en mí. Esta vez no me veía como a un mueble: era una mirada que pedía socorro. Quería que alguien tuviese un gesto gentil. Entonces golpeé, una vez más, los dedos en el teclado. Ella sonrió, pero esta vez fue una sonrisa triste y forzada. Se calzaba y descalzaba el talón izquierdo en su zapato. En ese momento me di cuenta que avanzaba hacia mí y apoyó una de sus manos canela sobre mi hombro izquierdo. Sentí un profundo fuego interior. Sus dedos parecían decir cosas a través de mi solapa y el hombro de mi frac se encontraba erizado, expectante. Era como si golpeteara un timbre de telégrafo o me transmitiera algo –que no podía decirme con palabras– a través del guante corto, apoyado sobre mi hombro. Fue un instante. Ella empezó a murmurar una melodía. Era triste y romántica. Al menos me pareció eso mientras la escuchaba y paseaba, al mismo tiempo, los dedos sobre el teclado. La voz cascada y grave –que comprendí era la del embajador– la llamó por su linaje. Lo dijo en otro idioma, pero comprendí que no la llamaba por su nombre. Ella dejó el lugar donde se encontraba y abandonó mi hombro y el piano y la carpeta con los folios que había dejado a un lado, cuando me senté. Me dio, en forma efímera, la noción de una mirada como de quien deja algo atrás, extraviado en algún sitio. Entonces la dama volvió a ser parte del murmullo que habitaba el salón y se perdió a mis espaldas.

–Toque algo de fondo –me reclamó la voz grave, otra vez.

Entonces empecé a tocar un vals. El más común de todos los valses de mi repertorio. El rumor se comenzó a disociar como si alguien cardase una hebra de algodón entre sus dedos. El murmullo se instaló en grupos que abandonaban el lugar y pronto fue un suave rumor fuera de la puerta de entrada a la sala.

–Está bien –dijo otra voz– puede dejar de tocar ese tema.

Descansé mis manos y también mis piernas. Me paré y extendí mis dedos y luego giré mis pies sobre mis talones.

Me trajeron algo de beber: agua; estaba fría. También me trajeron un plato enorme con unos pocos canapés, la mayoría con crema doble. Los fui comiendo mientras abandonaba el piano, la butaca, la pintura de la mujer triste, y la sala. Llegué, siguiendo los pasos del conserje, hasta el recibidor. Puse las partituras en el portafolio y tomé mi abrigo y lo dejé colgado de uno de mis brazos. Junto a la puerta lateral me esperaba el secretario del embajador.

–Estuvo muy bien –me dijo.

Entonces extendió tres billetes y los dejó en mis manos.

Me coloqué el abrigo y salí hacia la noche fría. Todo estaba muy oscuro y había viento.

Mientras cruzaba el parque, antes de llegar a la fuente de querubines, frente a la estatua de un pugilista romano, me puse a pensar, di unas cuántas vueltas y estiré y enrollé mis brazos. Los pensamientos eran confusos y sutiles. Solo una cosa habita en mí: el guante canela con los dedos suaves inventando un lenguaje para pedir socorro. La risa forzada, esa permanente tristeza.

Al otro día los diarios no hablaron de la recepción. Tampoco mencionaron la llegada del príncipe. No hubo una sola cita del hecho.

Manteca y miel

Milka había adquirido últimamente una gran pasión por las plantas. Tenía un jardín diminuto donde había atiborrado –en canteros y macetas– varias decenas de plantas lindas y feas, de diferente tono, color y tamaño. Emilia ya estaba frente a la puerta de entrada. A los lados, dos ventanas de tamaño regular se encontraban enmarcadas con rejas de rombos alargados, color blanco mate.

Emilia tuvo que golpear más de una vez, con bastante fuerza y empeño, y pensó que Milka se encontraba en el fondo de la casa o en la cocina preparando algunos bollos, o haciendo café. Por fin apareció bajo el marco de la entrada, llevaba un delantal en tonos de lila y beige y tenía puesta una manopla de esas que comúnmente se usan para sacar los alimentos del horno. Se saludaron en la puerta y Emilia entró y dejó a un lado el paraguas que ya estaba seco.

Si bien Milka parecía mayor no llegaba a los treinta y dos años.

La casa se encontraba oscura y fresca. Tenía unas gruesas cortinas de brocado color azul que daban una sensación de quietud y paz al mismo tiempo. Pasaron al comedor. Emilia se sentó en una de las tres sillas que habían dispuestas casi en ronda y Milka fue hasta la cocina y dejó delantal y guante en la mesada y volvió con un mantelito poco mayor a uno individual, que colocó sobre la mesa de mármol.

–¿Tomás té o café?

–Un té con leche me gustaría mucho, gracias –dijo Emilia.

–Entonces té. Dicen que va a hacer una tarde de calor insoportable.

–Eso dicen.

Milka volvió a la cocina y regresó con tazas, platos y cubiertos que había ordenado para la ocasión. Puso a calentar la caldera para hacer el té y tomó unos dulces y unas rebanadas de pan que colocó en la tostadora. Enseguida preguntó:

–¿Cómo está Norma?

–Bien. Ella está bien.

–¿Come?

–Sí, ya come.

Emilia había dejado su saquito de hilo sobre uno de los brazos del sofá y raspaba las uñas de la mano izquierda contra la gabardina del vestido de media estación que le quedaba aún un poco chico.

–Ese colgante que tenés… –dijo Milka.

–¿Sí? Es un regalo.

–Es color cobre.

–Es dorado.

–Puede ser. Yo tuve uno parecido.

–Es un buen regalo.

–Parece del color de la piel. No es un buen adorno, de todos modos. Yo prefiero las cosas plateadas.

–Tal vez.

–Estoy segura.

Emilia se tocó el colgante y siguió raspando sus uñas contra el vestido, sin dejar de mirar todo como si nunca hubiese estado en ese sitio.

–Están por visitar la ciudad los marinos del San Luis –dijo Milka.

–¿El buque escuela?

–Dicen que van a bajar a puerto por unos días.

–Es su viaje de graduación, ¿verdad?

–Nuevos alférez. Pienso que no menos de cien.

–¿Tenés leche sin descremar?

–Creo que sí. Ya te doy una jarrita.

Una vez que estuvo todo listo para el breve y muy simple ceremonial, las dos se abocaron a untar las tostadas con miel, dulce de zapallo y mermelada de higos.

–Quiero decirte algo… –dijo Emilia.

–Decime.

–Es sobre Osvaldo.

–Sí.

–Es algo que no te va a gustar.

–Mmm.

–Vos sabés bien como son los hombres.

–Mmm.

–Cada vez que como manteca y miel me viene como un fuego en el estómago.

–En definitiva…

–Jorge piensa que Norma no es de él. Cree que es de Osvaldo.

Sin levantar los ojos de la tostada, Milka le preguntó:

–¿Y vos qué pensás?

–No sé.

–Entiendo.

Se produjo en brevísimo silencio.

–No es la primera vez que Osvaldo sale con una de mis amigas. No creas que sos alguien tan especial. Él disfruta solo con eso. Le gusta hacerme sentir más vieja. Él solo quiere molestarme.

Milka sirvió un poco más de té. Luego untó otra tostada con dulce.

–Jorge se enteró –dijo Emilia.

–Mmm.

–Dijo que iba a matarlo.

–Debe de estar furioso, me imagino. Pero no creo que llegue a hacer nada.

–Lo va a matar.

–No creo.

–Jorge lee mi correspondencia. Me di cuenta que vacía y llena el ropero cada fin de semana.

–Claro.

–Hoy lo piensa matar. Estoy segura. Es como algo que siento en el estómago. Un fuego.

–Osvaldo fue a pescar. Siempre va a pescar con sus amigos los domingos.

–No va a volver. Osvaldo hoy no va a volver. A esta hora seguro que Jorge ya se deshizo de tu esposo.

Milka tomó otro sorbo de té. Pasó un extremo de la servilleta por todo el contorno del borde de la taza y volvió a tomar otro poquito. Levantó los ojos y dijo:

–¿Estás segura?

–Segura.

–Habrá que ver.

–Solo vine a decírtelo.

Dijo esto y se paró.

Milka –sin soltar el asa de la taza que tenía en su mano– la hizo sentar. La sentó con un gesto grave y con su mirada. No tuvo que decir una sola palabra. Emilia volvió a sentarse. Se sentó en el borde de la silla. Milka la miró con una gran expresión de cólera. Se acomodó un poco en su asiento y dijo:

–Vamos a terminar este té.

–Prefiero irme.

–Yo prefiero terminar el té.

Milka recogió unas migas del mantel y las colocó en el platillo que sostenía la taza.

–Creo que este año no van a ser menos de cien.

–¿Perdón?

–Los egresados de la escuela naval. El buque llega a puerto antes de su viaje por el ecuador. Es el último tramo del San Luis. Siempre es el último puerto.

–Creo que sí.

–Estoy segura. Cien graduados. De algún modo todos son un poco también de aquí, de este sitio, ¿no te parece?

Emilia mantuvo su silencio. Tenía los ojos endurecidos y húmedos. No dejaba de pasar las uñas de su mano contra la gabardina del vestido. Milka tomó una tostada de la cesta de mimbre. Le puso manteca. Raspó el cuchillo contra la tostada y esparció bien la manteca aquí y allá. Después le puso miel, hasta los bordes, rebosante. Unos hilos de miel iban cayendo a los lados. Entonces quitó la miel y le puso dulce de zapallo. Un poco. Un poquito. Un poco más. Luego quitó el dulce y la manteca y le dio un mordiscón como con ganas. Comió lo que tenía en la boca y dejó la tostada a un lado, no en un plato sino sobre la mesa.

–¿Cómo piensan escapar de la justicia? –preguntó.

–¿Perdón?

–Por la muerte de Osvaldo. ¿Cómo piensan no ir a prisión?

–Jorge… yo no estoy metida en el asunto.

–Si vos lo decís…

–Soy inocente.

–Premeditación.

–¿Perdón?

–Es un agravante. No puede alegar crimen pasional. Fueron a hablar de cualquier cosa a algún sitio y ahí lo mató, a sangre fría. Sin duda. Premeditación. Vos: complicidad. ¿Instigación? Tal vez. En una de esas salís para cuando Norma cumpla los quince años. ¿Es justo?

–Yo no tengo nada que ver.

–Creo que es justo.

Emilia se levantó otra vez y una vez más se sentó bajo la amenaza sutil y dura de su amiga. Se sentó y quedó ovillada en la silla. Milka fue por más té. Demoró unos minutos en llegar de la cocina. Le sirvió otra taza a Emilia. No hasta el borde pero sí fue una buena ración. De todos modos no llegaría a ahogarla.

–No gracias –dijo Emilia, e intentó poner la mano sobre la taza.

–Vas a tomar el té que viniste a tomarte.

–Prefiero no seguir con esta conversación.

–Vas a tomar hasta la última gota del té que te serví y vas a probar mi torta de vainilla. Una vez que tomes el té y comas tu trozo de torta te vas a ir y no te quiero ver más. ¿Entendiste?

–No tengo hambre.

–Lo siento mucho pero te vas a tomar el té. A eso viniste y no vas a dejar ni una gota. No sé si llego a ser clara en este punto…

Emilia empezó a beber de a sorbos muy chiquitos y ruidosos. Tomaba con un gran apuro y cierta clara y marcada desesperación. De a poco sentía que se le enturbiaba la vista.

–Norma es una beba muy sana y fuerte. Creo que lo va a entender, pasado un tiempo, claro. Va a criarse con mucho amor en una familia sustituta. Porque vos madre no tenés, ¿verdad?

–No. Murió hace ya unos años.

–Sí, claro. Ya me acuerdo. Fue un cruce de vías.

Milka se levantó y fue hasta la cocina. Se demoraba y Emilia empezó a balancearse en la silla. El ruido que llegaba al comedor era algo difuso. Parecía como si Milka estuviera abriendo uno y otro cajón, como si buscara algo que nunca aparecía a la vista. Por fin dejó de buscar. Fue a la heladera y trajo una jarra con jugo; la dejó sobre la mesa. Fue hasta el aparador y trajo dos vasos. Los miró a trasluz.

–Cuando era chiquilina miraba a los alférez, ¿vos no?

–No me acuerdo.

–Me gustaban los más altos de la fila. Cada año iba a verlos llegar al puerto. ¿Cuánto hace que nos conocemos?

–Desde los dieciséis.

–Claro. Fue el año en el que empezaste a salir con Jorge, ¿verdad? Yo tuve que esperar hasta el 56. Ese año fue el más frío de todos los que recuerdo. Tuve que esperar porque hacía luto por mi padre.

Milka sirvió el jugo en los vasos.

–Me tengo que ir. Norma debe de estar extrañando.

–Todavía no terminamos el té. No me vas a dejar sola en la mesa, ¿verdad?, no quiero que me hagas ese tipo de desaire. Vamos a terminar el bendito té, ¿no es verdad? Como verdaderas amigas. Eso. ¿Querés más leche fría?

–No, gracias.

–Sí. Fue en el invierno del 56. Cambié el negro por el blanco. Me hubiera gustado casarme con un naval pero ya había esperado demasiado tiempo. 

Hizo un silencio y siguió:

–¿Cómo se llamaba tu madre?

–Graciela.

–Sí, fue un cruce de vías.

Emilia terminó con un gran esfuerzo el té y se paró, otra vez, casi de golpe, por poco se da contra la otra silla.

–Y la torta –insistió Milka.

Pero Emilia no se volvió a sentar. De pie tomó el platillo con el trozo de torta de vainilla y solo la probó. Comió un pedacito. Dejó el plato sobre la mesa y fue a buscar su saco de hilo. Caminó, como pudo, hasta la puerta y tomó el paraguas y esperó que le abrieran. Milka no se levantó de donde estaba tomando su té ni dijo una sola palabra.

Emilia trató de abrir la puerta por sí sola. Vio las llaves colgadas a un lado de la entrada. Estaban en un llavero de madera con forma de nave, parecía un Galeón o una fragata. Tenía una pequeña inscripción en tinta verde, en un idioma que podía ser danés o sueco. Le fue fácil encontrar la llave apropiada. Abrió la cerradura, bajó el picaporte y sintió un aire denso que la abrazó. La puerta había quedado abierta por completo y el día se presentaba gris y muy húmedo. No dio vuelta la cabeza. Caminó por el jardín repleto de plantas y unas pocas flores. Tropezó con el medidor de la compañía del gas. Corrió el pasador del portón de hierro y salió a la calle. Le vino como un fuego intenso en el estómago, un gran dolor. Había comido miel con mucha manteca.